by Maria Parra
Entre tanto, la doncella apareció en escena, inclinando la cabeza en una reverencia y muda pero sin perder cuenta de lo que sucedía, aguardo junto a la puerta, las ordenes de sus señores.
Al percatarse de su presencia, la Condesa enrojeció de nuevo, aun no habían comunicado sus planes a la servidumbre y ahora sin duda el rumor, contado del peor modo posible, se extendería como el fuego por los pasillos del castillo.
Suspiró resignada, y rogando al cielo por que su querido esposo y aquel hombre de aspecto tan inquietante estuvieran en lo cierto, asintió pesarosa cediendo a sus presiones.
Imploró al todopoderoso la ansiada mejoría de la pequeña sabiendo que si aquel cambio, en lugar de sanarla, trastornaba irremisiblemente a Blancanieves, no sería capaz de soportar la culpa el resto de su vida.
— Prepara los vestidos de la señorita María Sophia —le ordenó después a la sirvienta— mete cuantos puedas en el baúl grande y el resto en los de mi alcoba —indicó con voz apagada.
— Con los que quepan en un baúl será más que suficiente —intervino Otto contradiciendo a la señora y dirigiéndose a la sirvienta como si tuviera autoridad en aquel castillo— a donde va no necesitara tantos vestidos y esas zarandajas —dictaminó con un regusto de desprecio.
La mujer le lanzó una furibunda mirada, sintiendo arder de nuevo las mejillas mas su esposo intervino antes de que esta pudiera replicar.
— Haz lo que te ha dicho muchacha —le ordenó a la sirvienta— y date prisa —le urgió queriendo hacer desaparecer a aquella indeseable espectadora de tan desagradable escena.
Esta se inclinó educada y abandono la estancia. Si bien, una vez fuera pegó la oreja a la puerta por unos instantes, llena de curiosidad, antes de ir a cumplir las ominosas ordenes de sus señores.
Después, corrió sonriente rumbo a la alcoba de María Sophia, pensando en que si había entendido bien, la extraña señorita abandonada el castillo y con suerte para no volver.
— Ya no tendré que aguantar más sus chaladuras —masculló entusiasmada.
— Iremos a hablar con nuestra pequeña, usted aguarde aquí —le indicó el condestable al rudo sirviente.
— Tal vez me necesiten —señaló el hombretón— si se pone violenta…
— ¿Violenta? —soltó la Condesa estremeciéndose alarmada, volviendo a perturbarse y notando como las lágrimas amenazaban con asomar a sus ojos.
— Nuestra hija no es violenta, no se preocupe —replicó indignado el señor del castillo, en un tono repentinamente intimidador y lanzando al individuo una mirada de reproche.
Aquel personaje tan carente de tacto, estaba alterando sin necesidad a su bondadosa esposa, empeorando tan lamentable situación.
— No te apures querida, todo saldrá bien —le dijo con dulzura— vayamos a hablar con Blancanieves, cuanto antes pase todo esto antes se podrá mejorar y volver a casa como la alegre jovencita que debería ser —animó tomándola de la cintura y guiándola hacia la puerta.
La mujer se dejó llevar mas cuando estaban a punto de salir de la estancia el sirviente dando dos largas zancadas alcanzó a la pareja y tomando el brazo del condestable le susurro:
— Señor, se olvida de un asunto que debemos ultimar antes de que parta con la muchacha y es mejor tratarlo ahora.
El noble von Erthal volvió la cabeza, irritado, liberándose de su mano con un brusco movimiento.
— ¿Qué asunto? —interrogó levantando las cejas.
— Nuestros salarios, señor —volvió a susurrar el hombre.
— Está bien —resopló el condestable con cierta mueca de disgusto— Querida, ve al saloncito donde esta nuestra hija y aguárdame allí, ahora iré yo y juntos le daremos la noticia —le pidió ahora a su esposa.
— Está bien, pero no tardes mucho —aceptó ella dirigiendo una última mirada a aquel personaje, recorriéndola un escalofrió.
Salió de la estancia y antes de enfilar por el pasillo se santiguo mirando a un imaginario cielo.
— Señor, que sean infundados mis temores —rogó al Todopoderoso, en voz queda.
— Aquí tiene —le dijo el condestable, una vez solos, entregando al sirviente una bolsa bien cargada de monedas— el salario por un año de toda la servidumbre, incluido por supuesto el suyo. Le encomiendo la tarea de hacerle llegar a cada cual su retribución —le pidió queriendo quitarse de en medio aquel tramite tan molesto.
— Por supuesto —asintió el sirviente— me ocupare de ello —afirmó tomando la bolsa. Una media sonrisa se dibujo en su curtido semblante.
Zanjado el asunto, el noble von Erthal salió de la estancia sin decir más.
Ya solo, Otto sopesó la bolsa satisfecho antes de guardarla a buen recaudo dentro de su jubón.
5
El condestable se detuvo ante la puerta y respiró profundamente intentando prepararse para la difícil conversación que vendría a continuación. Golpeó un par de veces la gruesa puerta de madera antes de introducirse en el saloncito donde se encontraban su hija y su esposa aun sin saber cómo le darían la nueva a la jovencita.
— Disculpa el retraso —le susurró a su mujer, dándola un beso en la mejilla, observo entristecido cuan pálida se veía ahora.
Blancanieves, sin embargo estaba aun más radiante que en el desayuno. La muchacha, abstraída, mantenía la vista clavada en los pliegues de la falda de su vestido, los cuales se obstinaba en mover de un lado a otro en un supuesto intento por dejar su vestimenta perfecta.
Los dos adultos intercambiaron acongojadas miradas.
— Hijita —llamó el hombre, con suavidad— tu madrastra y yo tenemos algo que decirte.
— Dime padre —respondió María Sophia y su voz sonó como un arrullo. Levantó la cabeza pero sus manos seguían, como si tuvieran voluntad propia, moviendo los pliegues de la falda de aquí para allá.
El condestable carraspeo cada vez más nervioso.
— Veras hijita… —repitió en un balbuceo— tu madrastra y yo hemos pensado que te vendría bien cambiar de ambiente…
— Tu padre ha adquirido recientemente una bonita y tranquila villa en una de las montañas del Spessart —siguió la Condesa saliendo en auxilio de su apurado esposo, este comenzaba a perder el valor— y hemos pensado que te gustaría pasar una temporada allí —le desveló.
Blancanieves les miró con expresión extrañada antes de hablar.
— Gracias pero prefiero quedarme aquí —declinó escueta pero como siempre educada.
— Llevas sin salir del castillo desde… —comenzó su padre pero se le quebró la voz. Temía decir algo inconveniente y alterar a la muchacha.
— El aire fresco y saludable del monte te vendría muy bien —intento mediar su madrastra.
— El aire puede ser muy perjudicial —replicó María Sophia sin variar su dulce expresión.
— Pero pasarse la vida encerrada también es perjudicial —le intento hacer ver la mujer levantándose y animando a la joven a que siguiera su ejemplo— Necesitas cambiar de ambiente por tu salud.
— Mi salud está bien —señaló ella, confundida.
— Anda hijita, complácenos y acepta ir unos días a la villa —le rogó su padre, incorporándose.
Tenían que conseguir llevarla hasta el carruaje aunque eso implicara mentirla, pues en sus corazones sabían bien que su estancia, lamentablemente, no sería solo por unos días.
— Yo quisiera complacerles —aseguro Blancanieves intentando ser una buena hija— pero… —enmudeció algo atemorizada al pensar en abandonar aquellas paredes protectoras.
— Se que estas asustada, querida pero nosotros estamos contigo —la intento tranquilizar la Condesa tomándola de la cintura, sonriendo afable y guiándola hacia el pasillo.
Si conseguían llevarla hasta la puerta principal tal vez lograran quitarle aquel absurdo miedo.
— Cerrad la puerta —urgió María Sophia, mirando a su espalda mientras la conducían hasta la estancia donde el sirviente aguardaba— podría haber corriente.
Su padre se apresuro a cerrar la puerta para evitar alterarl
a ahora que estaban consiguiendo llevarla con suavidad.
— Está —le dijo él una vez de vuelta a su lado, esforzándose por sonreír— Ya verás cómo te encantara ese lugar, es tan bonito que luego no querrás irte de allí —le aseguro.
— No se… yo… seguro que es muy bello pero… —balbuceó Blancanieves sintiéndose cada vez más agitada.
— He mandado meter en tu equipaje tus mejores vestidos —intervino su madrastra intentado conducir su atención hacia temas más banales— el de terciopelo verde con encajes en oro y el de… —fue detallando mientras por el rabillo del ojo observaba como su esposo se apartaba un poco de ellas, entraba a la estancia contigua y volvía a salir acompañado por el individuo que llevaría a María Sophia a su nuevo hogar.
La cháchara sobre atavíos había conseguido apaciguar los nervios de la chiquilla pero la hábil estrategia de la dama quedó arruinada en cuanto su esposo le presento a la joven, a su guardián.
Blancanieves miró con aprensión aquel rostro duro, aquellas ropas ajadas por el constante uso y aquel aire torpe y desgarbado. Le pareció el ser más feo, sucio y horrible del mundo. Jamás, había visto cosa igual en su vida, lo cual no era de extrañar no habiendo abandonado el castillo desde los ocho años. Allí dentro, hasta los sirvientes debían tener un aspecto cuidado, sobre todo si no querían tener problemas con la muchacha.
— No debes asustarte querida —la quiso tranquilizar su madrastra viendo la aprensión reflejada en sus cristalinos ojos— este buen hombre te acompañara hasta la villa, nosotros iremos en unos días —le aseguro.
— Unos importantes asuntos me retienen ahora aquí pero en nada iremos a acompañarte —mintió su padre. Ambos sonreían y la dirigían suaves palabras intentando guiarla por el castillo rumbo a la puerta principal pero el hombre la miraba con frialdad y a pesar de que este, silencioso se coloco tras ellos cual sombra, ella sentía sus aterradores ojos clavados en su nuca.
— Quiero regresar a mi alcoba —replicó María Sophia elevando un poco la voz en protesta.
— Ya verás cuan precioso es el aposento que te aguarda en la villa —le dijo su padre intentando engatusarla para que siguiera caminando— mucho más bonito que el que ocupas ahora.
— Perdonadme querido padre pero no quiero ir —afirmó Blancanieves logrando apartarse de sus padres, dispuesta a regresar a su seguro refugio.
— Déjenme a mi —intervino el hombretón dando un paso hacia ella dispuesto a arrastrarla hasta el carruaje si era necesario.
— Nosotros lo haremos —replicó el condestable, con firmeza interponiéndose como si fuera un muro, entre su hija y él.
— Cariño, no puedes pasarte la vida aquí encerrada, necesitas sol y aire para florecer —le hizo notar la Condesa viendo como la situación se les iba de las manos.
Una vez más la tomó de la cintura volviendo a reconducirla por el pasillo.
— No quiero salir —afirmó María Sophia dando rienda suelta a las lágrimas y sintiendo como le faltaba el aire— es peligroso, fuera puedo enfermar —alegó convencida, recordando la fatídica muerte de su madre.
— No te va a pasar nada malo, te lo prometo —le aseguro la mujer intentando calmarla.
Pero al ver la puerta principal, un irracional miedo recorrió todo el cuerpo de la muchacha. El corazón parecía a punto de estallarle y todo le daba vueltas.
El pánico se apodero de Blancanieves y de pronto, con un sorprendente ímpetu se zafó de sus progenitores e intento atravesar la barrera humana que la impedía regresar a las seguras estancias.
— ¡No puedo salir, no puedo! —comenzó a gritar entre ardientes sollozos cada vez más trastornada.
Su padre intento retenerla sin infligirla daño mientras su madrastra sin poder contener más su propio llanto dejó rodar las lágrimas por su rostro contraído por la pena.
— Dejémosla Philipp —le rogó a su esposo— déjala que vuelva a su alcoba.
El condestable miró a su cada vez más enloquecida hija que ahora se revolvía entre sus brazos gritando, suplicando y llorando a lágrima viva por que la dejaran volver a su aposento. Estupefacto, descubrió la trasformación de aquel bellísimo rostro convertido ahora en una espantosa mascara llena de terror. Abrumado por la incomprensible y desproporcionada reacción de la chiquilla, comprendió de pronto que lo que sufría era mucho más grave que unas simples manías.
Su querida hijita estaba completamente loca. Incapaz de procesarlo la soltó espantado, como si aquella criatura que tenia frente a sus ojos no fuera en realidad su pequeña Blancanieves.
Parecía pues que la joven tenía el camino libre y podría regresar a su refugio pero el sirviente, no estaba dispuesto a que el matrimonio se echara atrás.
Otto la intercepto dirigiéndola una mirada glacial y sin reparos la tomó con fuerza de las muñecas.
— No te resistas niña o será peor para ti —le escupió en un siseo mientras ella aun más desquiciada chillaba y pataleaba como poseída.
El contacto de aquellas callosas manos aferrándola cuan opresivas garras le pareció a Blancanieves insoportablemente repugnante, sintiendo como las tripas se le revolvían por el asco unido al terror que dominaba cada célula de su cuerpo.
Los enloquecidos alaridos llamaron la atención de cuantos se hallaban en el castillo, que preocupados, los siguieron.
La servidumbre se quedó boquiabierta contemplando la desconcertante escena de su extraña señorita ahora trasformada en un ser demoniaco revolviéndose como si la estuvieran abrasando las mismas llamas del averno.
Las doncellas más jóvenes retrocedieron unos pasos atemorizadas mientras los más ancianos se santiguaban con mirada seria compadeciéndose de la desgracia de sus nobles señores.
La pugna entre la desquiciada Blancanieves y el duro sirviente continuaba ante los mudos, asustados o llorosos espectadores. Otto permanecía inamovible, impertérrito ante aquella criatura poseída, con el rostro pétreo y sin disminuir un ápice la presión que ejercía sobre las frágiles muñecas de la muchacha. Al tiempo que ignoraba, las suplicas de la Condesa que ahora entre intensos llantos y forcejeos luchaba por separar al hombre de su hijastra rogando que la liberara. La mujer no soportaba más ver a la chiquilla en tal estado.
Entre tanto, el condestable tras lograr reaccionar, intentaba apartar a su esposa de la pareja.
Al final, tras unos largos y angustiosos momentos, incapaz de soportar más el pánico y la tensión María Sophia se desvaneció quedando medio tirada en el suelo aun sujeta por el sirviente por las muñecas.
La Condesa chilló aterrada temiéndola muerta y corrió a recogerla.
— Solo esta desmayada —resopló el hombretón, liberando de sus garras las finas muñecas.
La mujer, temblorosa abrazó a la desvanecida muchacha intentando reanimarla con suaves toques en las mejillas.
— ¡Traedme unas sales! —gritó a la servidumbre, con urgencia— Le ha hecho daño —le recrimino después al sirviente, iracunda descubriendo las enrojecidas marcas de las muñecas de su hijastra.
— Solo he hecho mi trabajo —respondió este con indiferencia— y ahora permítame seguir haciéndolo y deje ya de intentar despertarla, es mejor que este así —afirmó inclinándose para tomar en brazos a Blancanieves— cuando despierte estará ya en la casa y se repondrá —asevero, con frialdad.
— Apártese de ella —le exigió la Condesa rechazando una de sus grandes y callosas manos con brusquedad, dispuesta a impedir que se la llevara.
El individuo, volviendo a resoplar hastiado se giró ligeramente y dirigió una significativa mirada al señor del castillo, pidiendo su intervención. Él podía apartar a la Condesa con un solo movimiento, si podía con los locos, que en su desequilibrio demostraban una fuerza casi sobrehumana, una frágil mujer no era rival para él pero sabía bien que si osaba alzar la mano a una dama de alcurnia, no solo perdería su paga sino posiblemente su libertad y hasta su vida.
— Querida, por favor deja que se la lleve —intervino en un ruego el condestable acercándose a ella y ofreciéndole sus manos— T
odo esto es espantoso pero ya has visto como se ha comportado Blancanieves, no podemos tenerla aquí, debe estar en un lugar adecuado, recibiendo el tratamiento de un galeno —aseguro, más convencido que nunca aunque su voz se notaba ajada y su rostro desencajado se veía del color de la cera.
— Pero… —balbuceo la Condesa intentando resistirse.
Otto a cada momento más harto de tantas delicadezas de señorones apartó las manos de la mujer y tomó a la muchacha en brazos sin más contemplaciones.
La Condesa le dejó hacer y con ayuda de su esposo se incorporo, sacando con manos temblorosas su blanco pañuelo para enjugarse las lágrimas.
El hombretón aguardo al lado de la puerta principal esperando con impaciencia a que alguien se la abriera. La joven era ligera como una pluma pero tenía ganas de salir de allí cuanto antes.
— Trátela con delicadeza —le rogó el condestable mientras le dejaba libre acceso al exterior.
El sirviente cabeceo en respuesta pero prefirió no decir nada, sería mejor.
El cochero abrió la puerta del carruaje y el hombre deposito a la inconsciente muchacha echada en los asientos.
— ¿Han cargado el baúl con el equipaje? —preguntó la dama dirigiéndose al cochero en un intento por centrarse en cosas más normales.
— Sí, señora —asintió este señalando con un cabeceo el techo del carruaje donde bien amarrado con cuerdas descansaba el baúl.
Sin más dilación se subió al pescante dispuesto a emprender viaje en cuanto el sirviente se lo indicara.
El padre de María Sophia se desprendió de la capa y se la echó por encima a la chiquilla.
De pronto, parpadeó totalmente desconcertado al observar cómo había regresado aquel semblante angelical. A pesar de encontrarse despeinada, su rostro, de rasgos delicados y femeninos se veía ahora tan bellísimo que casi cortaba la respiración. ¿Cómo podía ser la misma que solo unos momentos antes parecía un demonio salido del infierno?
Mudo pero visiblemente afligido se aparto del carruaje para permitir que el duro hombretón subiera al transporte.