The Immortal Boy

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The Immortal Boy Page 11

by Francisco Montaña Ibáñez


  Héctor sonrió por respuesta.

  —¡Usted es de los que toca cuidar! —insistió Julio—. Un berraco. Dedicado a sus hermanos. ¿Si vio? —le preguntó a la mujer que se había llevado el plato y que ahora destapaba dos gaseosas detrás del mostrador de madera oscura. La mujer asintió, y se acercó con las botellas—. ¿Le gusta la Colombiana? Es la única que tomo —aseguró el hombre, y Héctor asintió—. Pero bueno, a lo que vinimos, ¿no?

  —Sí, necesito un trabajo —reiteró Héctor.

  —Le voy a ayudar —sentenció Julio. Tomó aire y lo miró a los ojos llenando la atmósfera de gravedad—. Pero ya mismo no tengo nada. Claro que sólo es cosa de esperar unos días y sale.

  Héctor lo miró desesperado.

  —Mientras tanto —completó Julio, dándose cuenta de la urgencia del niño y sacando un fajo de billetes de cincuenta mil pesos—, tome le regalo —dijo, y le entregó dos billetes—. Para que vea que no nos vamos a dejar, ¿sí o no?

  Héctor miró los billetes y no se atrevió a tocarlos.

  —Es mucha plata —reconoció.

  —Eso no es nada —le aclaró Julio, y sonrió—. Vamos a tocar el cielo con las manos. —Le entregó la plata y soltó una mueca de desprecio—. Si quiere después me los devuelve, pero ahora cójalos para que ande tranquilo y lleve comida a la casa. Vaya, hágale.

  Héctor se levantó y tuvo que agarrarse de la silla para no caerse. La mujer detrás del mostrador le sonreía.

  —Fresco, chino, vaya, vaya —dijo Julio, y sacó el celular que le timbraba.

  ADA VEZ QUE ME disparaba yo me moría, aunque estuviéramos lejos. Me veía, me apuntaba, me disparaba y hacía un sonido que yo no alcazaba a oír, aunque veía sus labios moviéndose. Entonces me caía muerta sin importar dónde estuviéramos. Pero ese día, yo estaba en la huerta revisando que las matas no tuvieran babosas ni otros bichos, levanté los ojos para secarme el sudor de la frente y lo descubrí al otro lado. Me quedé mirándolo. Seguramente se dio cuenta, sintió el calorcito de mi mirada y se volteó. Yo esperaba que me disparara, y ya estaba alistando la mejor manera de caerme muerta sin dañar las lechugas que estaban naciendo, pero en lugar de eso, empezó a caminar hacia mí. El corazón me empezó a latir con una fuerza enorme y sentí que me quedaba sin respiración. Tuve que levantarme para tomar una bocanada de aire y me quedé mirándolo venir. Sólo hasta ese momento me di cuenta de que era bajito, de que su cuerpo era bastante más pequeño que el mío. Cuando estuvo a mi lado me miró un momento y me entregó otra mora que llevaba en la mano. Esta vez la fruta estaba verde y tibia. La recibí y no quise comérmela.

  —Las frutas verdes me dan dolor de estómago —dije, y no supe qué más hacer.

  Él sonrió y vi que el mundo entero se iluminaba con esa sonrisa.

  —Pero venga, descubrí una cosa que le va a gustar —sugerí, y lo tomé de la mano y lo llevé a la chamba.

  Había planeado esto durante muchas noches. Me iba a dormir, cerraba los ojos y pensaba cómo hacerme amiga de él. Había decidido que lo mejor era mostrarle que a mí también me gustaban las cosas que había en la chamba.

  Por el camino no nos dijimos nada, yo sólo necesitaba que llegara conmigo hasta el sitio que había estado preparando durante varios días, hasta que tuviera la ocasión de mostrárselo. Le apretaba la mano con fuerza para que no se me fuera a escapar, y pude sentir cómo empezaba a sudar. Cuando llegamos al borde de la chamba no encontré lo que esperaba. Allí debía haber un sembrado de flores acuáticas, una especie de flores de loto; me había dicho el jardinero que seguro pegaban en esa agua. En la mañana, después del desayuno estaban ahí, pero ahora que las necesitaba no aparecían. Nerviosa y sin soltarle la mano, lo arrastré unos pasos revisando el borde del agua que corría lenta y tranquila. No estaban. Me devolví sin darle siquiera la oportunidad a su mano de liberarse un instante de la mía, y entonces las encontré. Con alivio comprobé que todos mis preparativos no habían sido en vano. Nos agachamos y señalé las flores.

  —Son flores de agua, en el Amazonas hay unas en las que uno se puede sentar sin que se hundan.

  Él me miró a los ojos y entonces me disparó sonriendo. Yo, claro, siguiendo el juego, caí de espaldas y descubrí las nubes grises que empezaban a tapar el sol.

  —Son lindas —dijo por fin, después de que me había rematado en el suelo.

  —Quería mostrárselas. Son flores navegantes —me senté y recordé todo lo que tenía preparado para interesarlo en mí—. No se pegan de nada. Echan sus raíces en el agua, y el agua se las puede llevar a donde quiera —continué al ver que él se había sentado en los talones acercando la nariz a la orilla para examinarlas—. Parece que estas flores tienen más. . . —estaba diciendo cuando su zarpazo atravesó el agua haciéndome dar un salto hacia atrás.

  —¿Qué es? —le pregunté. Me levanté y me limpié la tierra de las nalgas.

  Abrió la mano y me mostró un renacuajo que se retorcía en su palma. Me acerqué al borde del agua y vi que bajo las hojas verdes de las flores acuáticas había un grupo bastante grande de renacuajos; seguramente les gustaba la sombra que las hojas producían bajo el agua. Los descubrí huyendo de mis ojos, y entonces también metí la mano para atrapar uno. Increíblemente, cuando saqué la mano del agua, un pequeño ser viscoso se retorcía entre mis dedos. Lo acomodé en la palma de mi mano y se lo mostré a mi amigo, que frunció el ceño. Algo no le había gustado.

  —¿Lo dejamos en el agua? —le pregunté, y él asintió.

  Hice lo prometido con el mío y esperaba que él hiciera lo mismo con el suyo para poder continuar ascendiendo por los peldaños de esa escalera que nos conduciría a ser amigos. Pero en lugar de eso, lo vi echarse el renacuajo a la boca, tragárselo de un golpe y salir corriendo disparado hacia el edificio, dejándome a mí sola con el asco que me daba imaginar esa presencia viscosa resbalándose por mi garganta.

  Ese día no quise saber nada más de él, me lo pasé vomitando todo lo que había comido desde hacía varios días.

  O SÉ, NO SÉ, NO SÉ, NO SÉ —repetía Manuela mirando al piso.

  María y Héctor la observaban esperando que confesara.

  —No le devuelvo la cobija —amenazó María con el trapo de Manuela en la mano.

  Manuela saltó para tratar de alcanzarla, pero su frente se encontró con la mano de María que la mantuvo clavada contra el piso.

  —¡Démela! —gimoteó.

  —¡Hasta que diga qué se hizo Robert! —le aclaró María.

  Héctor se puso las manos en la cintura y la miró como si quisiera sacarle las cosas de la cabeza con la mirada.

  —Dijo que se iba —confesó Manuela, saltando nuevamente para tratar de coger su cobija.

  —¿Qué más? —siguió María, sosteniendo la cobija en alto.

  —Que se iba para la calle porque ustedes eran malos —lloró Manuela, y se sentó en el piso. Al lado de su mano encontró la montañita de pepas de eucalipto con la que había estado jugando.

  —¿Y David?

  —Se fue con doña Yeni, a ayudarle con el mercado —murmuró Manuela entre lágrimas, tumbando las pepas.

  —Y a ver cuándo deja esa vaina Manuela, ya está muy grande para andar con esas bobadas —dijo María, y le tiró la cobija en la cabeza. Manuela la recogió como si la rapara y se la llevó de inmediato a la boca.

  —No chupe más eso —pidió María, y jaló de una punta de la cobija, arrancándosela de los labios.

  —¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Déjeme! —pidió Manuela amenazándola con lanzarle las pepas—. Ustedes no mandan. ¡Por eso se fue Robert! ¡Malos!

  María y Héctor se miraron sin saber qué hacer.

  —Ya, ya —dijo Héctor, abrazando a la pequeña y mirando fijamente a María—. No se ponga así. Pero es que tenemos que estar juntos.

  —¿Por qué? —sollozó Manuela recostada contra el hombro de su hermano.

  —Porque somos hermanos.

  María les dio la espalda y se acodó a mirar por la ventana que daba al patio. Vio a David que entraba sepultado por el enorme canasto de
mercado que sostenía sobre sus hombros. Sus pies se arrastraban con trabajo. Doña Yeni, detrás de él, jalaba unos costales que dejaban un camino despejado de hojas y pepas de eucalipto por rastro.

  —¿Y por qué doña Yeni no nos paga arriendo? —preguntó María.

  Héctor soltó a su hermanita, que de todas formas se quedó apretada contra su cuerpo y suspiró.

  —Porque Robert le dijo que nos diera comida en vez de arriendo.

  —Y nos lava la ropa —completó Manuela.

  María apretó los dientes y salió furiosa del cuarto.

  —¿A dónde va? —le preguntó Héctor, alcanzándola en el patio.

  —A buscar a Robert, ¿a dónde más?

  —Vamos —dijo Héctor, y se fue con ella.

  Manuela, que se había quedado en el umbral del cuarto, los vio salir y después atendió los movimientos pesados de su hermano David, tratando de arrastrar el canasto escaleras arriba.

  —Deje —le gruñó doña Yeni, empujándolo y levantando el canasto—. Gracias. Ah, y tome para la niña —añadió, entregándole dos bananos.

  David se quedó con las frutas en la mano jadeando, hasta que Manuela llegó a su lado arrastrando la cobija, le jaló la bota del pantalón y extendió la mano para recibir su parte.

  DESPUÉS DE VARIAS horas se sentaron en una de las bancas del parque. No se dieron cuenta del naranja intenso que parecía incendiar las pocas nubes y extraía de las paredes y de las canteras abandonadas un halo adicional que transformaba ese mundo rojo y amarillo, de ladrillo y arena, de casas abigarradas sobre colinas horadadas sin una brizna de verde, en una superficie viscosa y vibrante a punto casi de convertirse en color puro, de abandonar las formas que lo definían y diluirse por completo en un mar rojo, sin límites para la mirada. Pero en cambio, sí sintieron que después del intenso sol de la tarde, el cielo despejado auguraba una noche helada. Se quedaron un momento en silencio hasta que el frío hizo estremecer el cuerpo delgado de María.

  —¿Qué hacemos? —preguntó la niña cubriéndose los brazos con las palmas de las manos.

  —No sé —respondió Héctor.

  —No lo podemos dejar que duerma en la calle, sólo tiene diez años —opinó María.

  —Pero ya buscamos en todas partes. Tuvo que haberse ido del barrio —se quejó Héctor.

  Se quedaron otro momento en silencio hasta que María no soportó más el frío y decidió levantarse.

  —Vamos a la casa. De pronto ya volvió.

  Pero en la casa tampoco encontraron a Robert. En cambio, Manuela y David estaban dormidos, abrazados en la cama. Héctor vio como María se recogía el pelo y, moviéndose como se movía su mamá, se disponía a preparar la comida.

  —María —dijo Héctor muy bajito para evitar que los menores se despertaran.

  —¿Sí? —respondió María, a quien en cambio no le importaba el ruido que estaba haciendo con las ollas.

  —Yo creo que salimos adelante. . . ¿Usted no?

  María dejó de picar el tomate y, después de pasarse el dorso de la mano con la que sostenía el cuchillo por los ojos, como si se secara una lágrima invisible, le respondió.

  —No sé. Tal vez sí.

  —Si Julio me consigue el trabajo. . . —dijo Héctor, y vio como los ojos enormes de Manuela se iluminaban debajo de la cobija rosada y se clavaban en él. Se le acercó y acarició el pelo enredado de la pequeña—. ¡Si mamá estuviese aquí! —gimió.

  María soltó el cuchillo con fuerza contra la tabla y el tomate picado saltó en una explosión.

  —¡Mi mamá está muerta! —gritó con rabia, volviéndose hacia ellos.

  David se despertó con el grito y con los ojos atrapados por la niebla del sueño trató de entender lo que pasaba.

  —A mí también me hace falta —confesó Manuela—. Y mi papá también —concluyó.

  —Mi papá va a volver —aseguró María con fiereza—. Yo sé. ¡Y deje de llorar que pone triste a todo el mundo! —soltó, dirigiéndose a Héctor que seguía gimiendo en voz baja al lado de Manuela. Ahora era la pequeña la que le pasaba la mano regordeta por su cabeza.

  —¿Cuándo? —preguntó David.

  —Pronto —dijo María, y se puso a recoger los pedazos de tomate que se habían regado con el golpe.

  LOS DOMINGOS ERAN los únicos días en que doña Yeni no los despertaba temprano, así que cuando tocaron en la puerta del cuarto, todavía estaban dormidos. La primera en saltar fue María, que sobresaltada corrió a abrir sintiendo la luz intensa de la mañana colarse por el patio hacia su puerta. El aire cargado de olor a eucalipto le llenó los pulmones.

  —¿Qué pasó? —preguntó al abrir y encontrar a la mujer acezante frente a ella.

  —Que necesitan a Héctor en la puerta —respondió doña Yeni.

  María se disponía a entrar para llamarlo cuando la mujer la detuvo.

  —Creo que sería mejor que le dijera que no hablara más con ese muchacho. No va y sea que se meta en malos pasos —dijo, y vio como María levantaba los hombros y entraba al cuarto.

  —¿DÓNDE? —PREGUNTÓ HÉCTOR, tratando de despabilarse en el umbral de la calle.

  —Yo lo llevo. Venga, vamos en la moto, está metido con los chupadores de bóxer —respondió Julio.

  —Gracias —dijo Héctor.

  —De nada. Para eso son los amigos —sonrió Julio.

  Héctor asintió y volvió al cuarto para ponerse los zapatos.

  —¡Que vieron a Robert! Voy a buscarlo —anunció a sus hermanos.

  —Vamos —dijo María saltando como un resorte.

  —No. Voy con Julio, en la moto. Esperen aquí, que si lo encuentro, por la tarde vamos al parque a comer helado —dijo, y los más pequeños aplaudieron.

  O PUDE VOLVER A MIRARLO a la cara. Cada vez que nos cruzábamos recordaba el gesto que hizo y me imaginaba la sensación que debió sentir cuando se tragó el bicho recién sacado del agua. Se me revolvía la panza de imaginar el cuerpo resbaloso y firme escurriéndose entre los dientes, la cola moviéndose en la garganta, sus contracciones al llegar al estómago, el sabor a charco y a mata podrida y los eructos posteriores que traerían a su memoria la presencia del renacuajo en su cuerpo. Ni siquiera podía pensar en él. Cada vez que me venía a la mente, lo que sucedía varias veces al día: en clase, en actividades, en el baño, en el comedor, tenía que sacármelo de la cabeza lo más pronto posible, aterrada por lo que el asco pudiera impulsarme a hacer. Traté de dejar de verlo. Cuando era inevitable que nos cruzáramos, hacía lo posible por no mirarlo. No es que él me hubiera dejado de gustar, era la idea de volver a vomitar todo lo que había comido la que no me gustaba. Pero como sabía que se trataba de un problema con mi tripa y todavía quería ser su amiga, en lugar de mirarlo, dejarme matar y tener que correr al baño más cercano a desocupar mi vientre, me las arreglaba para dejarle parte de mi comida al lado sin que se diera cuenta. Era algo tonto. Tal vez nunca se dio cuenta de que las raciones extras venían de mi parte. Ni siquiera supe si se comía lo que le dejaba, pero como siempre tenía hambre yo suponía que sí, y mi ilusión era que en esa comida se mantuviera viva la poca cercanía que habíamos alcanzado.

  Sin embargo, al cabo de unos cuantos días, me empezó a hacer falta que alguien me disparara desde lejos. Entonces, decidí ensayar un truco. Me preparé desde antes de abrir los ojos. Recordé la sensación de un líquido fresco y ligero recorriendo mi garganta, y la puse mentalmente contra la cara de David. Me funcionó en la cama. Por lo menos ya podía pensar en él sin sentir los aleteos del renacuajo en mi garganta. Lo intenté un par de veces más hasta que pude recordar su cara, su pelo, su cuerpo pequeño pero fuerte y su voz ronca, sin que mi estómago diera tres volteretas para expulsar todo lo que tenía adentro. Ahora sólo tenía que comprobar que el truco funcionaría en vivo y en directo.

  Ese día no fue difícil encontrarlo. Subía las escaleras del edificio cargando un talego negro gigante. Yo estaba en el rellano superior, de manera que pude mirarlo unos cuantos segundos y obligarme a asociar su imagen con la sensación de tragar un poco de helado de fre
sa. Se me estaba haciendo agua la boca cuando él me descubrió, dejó la bolsa negra a un lado, me apuntó y me mató. Caí muerta lentamente sin dejar de mirarlo y preguntándome si algún día, de verdad, podríamos comer helado juntos.

  E SOLTÓ EL PELO, que últimamente llevaba siempre recogido en una moña, y sacudió la cabeza. Se miró en el reflejo que le ofrecía la vitrina. Apenas pudo distinguir su figura en la imagen oscura que vio. Tomó aire y golpeó el vidrio con los nudillos.

  —¡Doña Carmen! —gritó—. ¡Doña Carmen, es María!

  Se quedó un segundo esperando, y pronto su atención fue recompensada con el ruido de un cuerpo moviéndose en su dirección.

  —Ah, niña. . . —pareció quejarse la mujer que venía desde el fondo de la tienda—. Es que es igualita a su papá, mijita. —María sonrió y bajó los ojos—. ¿Quiere algo, agüepanela, una gaseosa?

  —Una gaseosa, doña Carmen, gracias —respondió María, y vio como el cuerpo enorme de la mujer se movía despacio buscando la botella y la destapaba.

  —Tome —dijo, entregándosela.

  María tomó un sorbo.

  —¿Y ya sabe algo? —preguntó.

  —Todavía no es seguro —respondió la mujer—, pero creo que mañana me consiguen el teléfono de un señor en el pueblo donde está su papá. Con él le pueden mandar razón.

  María abrió los ojos y dejó la botella sobre el mostrador.

  —¿En serio?

  La mujer asintió con una sonrisa contenida.

  —Sí, mijita, eso parece.

  —Gracias —susurró María.

  —No es nada seguro todavía, pero eso parece. No se ilusione porque después no quiero lágrimas en esos ojitos tan bonitos —dijo, y le pasó la mano pesada y rugosa por la mejilla a la niña.

  María asintió y trató de contener las lágrimas que la mujer había visto asomándose en sus ojos.

  —Increíble, niña, ¿cuántos años es que tiene?

  —Doce —respondió María, bajando la mirada.

 

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