—¿Qué fue? —gritó el otro desde afuera.
—Nada —respondió el que buscaba entre las sombras, dirigiendo el haz de luz de su linterna hacia todas partes—. Seguro que fue el viento —concluyó, y alumbró el lugar de la malla contra el que se había golpeado David. Luego alumbró los restos de la obra que había movido la malla de lugar. Respiró el aire de la montaña y vio a su compañero que seguía bregando con las brasas. Un chorro de luz lamió el borde de la caneca, y David apretó los ojos y el cuerpo obligándose una vez más a no moverse. El hombre pateó un balde, movió una carretilla, alumbró las paredes e insistió una vez más en mirar detrás de la malla, hacia la cancha de fútbol.
—¡Mire bien! —le ordenó el que se había quedado afuera después de soplar intensamente el brasero.
—Ya miré —aseguró el que alumbraba—. Eso tuvo que ser el viento —insistió devolviéndose.
Al oírlo, David dejó que sus pulmones se desocuparan aliviados; pero al volver a llenarlos, el aire cargado de químico lo hizo toser. La luz de la linterna del celador bordeó nuevamente la parte alta de la caneca y, sin que el hombre se detuviera a mirar dentro de ella, la apagó empezando a alejarse, dejando el cuerpo del niño entre la confusión de sombras que se había apoderado de las cosas.
—Eso debió ser el viento —lo alcanzó a oír David al pasar a su lado—. Eso tuvo que ser el viento —repitió, y se alejó definitivamente.
Después de un rato, con el mayor sigilo posible, David se desenroscó del fondo de la caneca en la que su cuerpo había estado sumergido. Asomó la nariz para confirmar lo que ya sabía y, una vez se cercioró de su soledad, terminó de sacar el cuerpo entumecido. Respiró con ansiedad el aire limpio, y reconoció que el mal olor había impregnado todo su cuerpo.
Para continuar debía devolverse y rodear el edificio por el otro lado. Es decir, pasar a pocos metros del lugar donde los celadores atizaban el fuego para su asado. Pensó que había sido un buen intento, pero no quería ser atrapado. Temía ser considerado un criminal. Podrían llevarlo a la policía, perder el cupo en el colegio para el próximo año o de pronto ser llevado a Bienestar. Debía salir de ahí y alejarse sin que nadie lo notara. Tal vez alguno de sus hermanos hubiera conseguido algo. Se tuvo que sostener contra la pared para no caerse. No supo si culpar de ese mareo al olor que no abandonaba su cuerpo o al hambre que su estómago insistía en recordarle. Se escurrió hasta que sus nalgas tocaron el piso y se abrazó las rodillas. Ahí por lo menos nadie lo vería. Cerró los ojos y pensó que las cosas deberían ser más fáciles para él. Se había portado mal algunas veces, es cierto, pero siempre había tratado de hacer todo de la mejor manera. No era malo, y al pensarlo quiso llorar. Apenas sintió la humedad escurriéndose por sus mejillas, entendió lo inútil y tonto de su actitud. No sólo continuaba exponiéndose a ser descubierto sino que había abandonado por completo su resolución. Tomó aire, recordó las manos antes regordetas de su hermana Manuela y se levantó decidido a llegar hasta donde debía estar el charco.
Una vez en camino, las cosas resultaron más fáciles de lo que esperaba. Los celadores estaban tan entretenidos manteniendo el fuego y bebiendo sus cervezas, que apenas se dieron cuenta de la sombra de su cuerpo pasando sobre ellos. En cambio, después de atravesar la cancha de fútbol, no supo dónde empezar a buscar. Atónito por no haber pensado antes en eso, se quedó acurrucado dejando que su silencio hiciera crecer el croar de las ranas. Siempre que había jugado en esa parte del colegio lo había hecho de día. Entonces, la pelota caía con demasiada frecuencia en ese charco que nunca se secaba. Alguien le dijo que era un nacimiento, otro que un charco maldito, uno se burló diciendo que debía ser un tubo roto. Eso era lo de menos. Nacimiento o no, si había agua en el charco, allí debía encontrar lo que buscaba. Pero la noche, que llenaba todo de indefinición, enmarañaba su proyecto. Sin embargo, resuelto a no irse sin por lo menos haberlo intentado, se arrastró unos metros hacía el final de la cancha. Reptó pensando lo divertido que sería contarle a Manuela su aventura hasta que su codo se hundió en algo helado y húmedo. Tenía que ser el charco. Sacó una bolsa plástica de su bolsillo y la sumergió hasta el fondo del agua. La movió de un lado al otro llenándola del líquido y la sacó. Emocionado, comprobó que en la bolsa aleteaban dos criaturas de ojos enormes y cola larga, aterradas seguramente por el repentino encierro. Tomó otra bolsa y con cuidado traspasó los animales a la que sería su prisión. Repitió el proceso hasta que con la poca luz que llegaba del último farol comprobó que había llenado la bolsa de renacuajos.
LA MISA DE siete había terminado y la iglesia estaba vacía. Nadie más que una vieja, que daba la impresión de no poder moverse, seguía sentada en una de las bancas de madera. Hacía mucho tiempo no entraba a la iglesia. Miró la imagen de Cristo y alejó sus ojos del gesto de dolor intenso que tenía el rostro. Recordó que debía sentirlo y no mirarlo. Se acercó hasta el atrio, se santiguó por segunda vez hincándose de rodillas y cerró los ojos con la ligera esperanza de diluirse en el aire frío y calmado de la iglesia. La luz de las veladoras encendidas a Santa María del Socorro se colaba por su párpado derecho llenándolo de luz roja. Rezó en silencio. Pidió consuelo y perdón anticipado por lo que haría. Explicó sus razones, y estas le parecieron todavía más claras. Cada vez más se dibujaban como la única salida, mucho más que cuando lo había pensado por primera vez. Las caras de sus hermanos pasaron frente a sus ojos cerrados, y a cada uno de ellos le explicó que eso era lo único que le quedaba por hacer. Cuando terminó sus oraciones, quiso quedarse en silencio un rato tratando de oír alguna voz que tal vez le diera consuelo. El silencio de la iglesia se llenó de repente con el ruido de los pies que arrastraba la anciana que salía. Héctor se quedó otro momento más con los ojos cerrados hasta que tuvo la triste certeza de que nadie le hablaría. Sin embargo, apretó los ojos, como si quisiera evitar a toda costa que se abrieran, y se dispuso a esperar unos instantes más.
—Vamos a cerrar —le dijo la única voz que oyó, y con un peso increíble en su bolsillo delantero salió de la iglesia.
Afuera, el aire frío se iluminó con el resplandor de los voladores.
SU PELO RECOGIDO le daba un aire mayor. Llevaba de la mano a Manuela y, detrás de ellas, iba Robert golpeando piedras con un palito. Cuando llegaron a la tienda se miraron un momento antes de entrar. María apretó los labios como si se dispusiera a todo, y arrastró a sus dos hermanos al interior iluminado del local. En la única mesa había un hombre dormido que gimoteaba alguna canción incomprensible. Doña Carmen levantó los ojos de su costura al verlos entrar, y les indicó por señas que la siguieran al fondo y en silencio. Los tres obedecieron tratando de no molestar al dormido. Una vez estuvieron todos en el lavadero, la mujer prendió una pequeña luz que los cubrió con una verde transparencia.
—Están flacos —dijo doña Carmen, y de inmediato se tapó la boca como si hubiera dicho algo indebido.
—¿Mi papá? —preguntó Robert sin preámbulos, y la mujer le hizo una nueva seña para que hablara más bajito.
—¿Mi papá va a venir con los regalos? —completó Manuela.
Sin decir nada, la mujer se agachó con dificultad al lado de la pequeña y le pasó la mano por el pelo.
María la miraba atentamente esperando su respuesta, Robert en cambio jugaba con el palo en el agua de la alberca. Manuela esquivó la caricia que la mujer pretendía hacerle.
Doña Carmen abrió la boca, pero de su garganta cerrada sólo salió un débil gemido. En cambio, una lágrima lenta y densa se escurrió por su mejilla curtida. En el cielo relampaguearon las luces de los voladores.
Como una centella llena de ira, María cogió a sus dos hermanos y, casi levantándolos en vilo, salió corriendo con ellos de la tienda haciendo un enorme estruendo. Sin embargo, el ruido no alcanzó a despertar al borracho.
La mujer se asomó a la puerta de su tienda, su cuerpo grande se agitó mientras se limpiaba la lágrima que seguía escurriendo por su cuello, mientras trataba de divisar las figuras de los tres niños corriendo calle abajo en la penumbra.
Sólo oyó el estruendo de más voladores y la música a todo volumen de un carro que pasó subiendo. Suspiró, se santiguó y volvió al interior de su local.
SUS PASOS LO condujeron de nuevo al parque. Aunque ya había tomado una decisión y sabía qué hacer, quiso tentar a la fortuna, a ver si le daba una última oportunidad de deshacerse del arma y desechar su plan. Se sentó a esperar varios minutos, no supo cuántos. Sólo el miedo lo hizo levantarse y salir corriendo. El furgón de la policía se detuvo frente a la cancha de básquet y, aunque estaban lejos de él, la sola idea de que pudieran requisarlo como hacían usualmente, lo puso muy nervioso. Debía tratar de evitarlo a toda costa. Al principio se alejó fingiendo despreocupación, pero apenas sintió que las paredes cubrían su espalda, se lanzó disparado en una carrera que lo llevó hasta uno de los potreros de la parte más alta del barrio. Aterrado todavía, se tiró sobre el pasto y dejó que las estrellas se metieran en su cabeza y la llenaran de punticos de luz. Poco a poco su respiración fue volviendo a la normalidad. Pasó sus dedos por la presencia que acariciaba su pierna en el bolsillo del pantalón y decidió cambiar de idea. Se convenció de que era una locura. Nadie lo aprobaría. Bienestar no podía ser tan malo, sería algo temporal, su papá tendría que volver algún día. Se levantó y caminó hasta uno de los árboles a mitad del potrero. Hizo el ademán de estar orinando, y sacó con cuidado el arma de su bolsillo. Una vez la tuvo en la mano, dudó si debía simplemente dejarla caer o lanzarla lejos y alejarse corriendo. No supo cuánto tiempo se quedó meditando para tomar la decisión. El metal se calentó con la tibieza de su mano y, aunque no se dio cuenta de ello, todo su cuerpo palpitaba contra él. Cuando ya pensaba dejarla escurrirse entre sus dedos como si fuera agua que cayera al suelo, sin que le importara más qué tan escondida pudiera quedar, fue sorprendido por un brazo que rodeó su nuca y la apretó.
—¿Le gusta mear en el jardín? —le bufó el que lo apretaba, y Héctor sintió el horrible tufo alcohólico que el otro le echaba encima. Como pudo escondió el revólver en el bolsillo sin que el atacante se diera cuenta.
—¿Raúl? —preguntó Héctor, tratando de darse vuelta. El torniquete sobre su cuello aflojó, y pudo terminar de voltearse.
—¿Usted quién es? —preguntó el otro, volviéndole a echar el aliento a mil cervezas sobre la cara.
—Héctor, quiubo —le dijo sonriendo—. Está tan borracho que no se acuerda —se quejó.
—¿Cómo no me voy a acordar? ¡Y yo que lo quería joder! —dijo Raúl sonriendo—. ¿Qué hace por acá tan escondido?
Héctor levantó los hombros evaluando si contarle lo que pensaba hacer, si dejarle caer encima a ese viejo amigo borracho el relato de todos los planes y las vacilaciones que había sufrido en las últimas horas. Lo miró, y comprobó la mirada estrábica del alcohol y le quedó claro que no le contaría a nadie que tenía un arma en el bolsillo y mucho menos lo que pensaba hacer con ella; no ahora, que otra vez le había sido imposible librarse de la misma.
—¡Es Navidad! ¡Vamos a celebrar hermano! —dijo Raúl—. ¡En Navidad no puede pasar nada malo!
Raúl lo abrazó empujándolo a la calle.
LA BOLSA LLENA de renacuajos estaba en medio de la mesa de cocinar. Manuela hundía de vez en cuando el dedo contra la película transparente y sentía el cuerpo débil de alguno de los bichos que chocaba contra él. María miraba la bolsa sin que de sus ojos dejaran de salir lágrimas. David tenía la mejilla sobre la superficie de la mesa y, adormilado, miraba como los movimientos de los bichos se iban haciendo cada vez más y más lentos.
—¿Qué hacemos? —preguntó David, levantando la mejilla marcada con las vetas de la madera.
—¿Seguimos esperando? —preguntó Manuela.
—Un. . . —empezaba a decir María cuando la puerta se abrió de golpe.
En el umbral apareció Héctor, tenía una botella de gaseosa en la mano y los miró sonriendo.
—¡Vamos a celebrar, es Navidad! —les dijo a sus hermanos, mostrándoles la botella.
—Yo tengo hambre —dijo David—. ¿Trajo algo de comer?
—No, pero traje de beber —dijo, y puso la botella al lado de la bolsa de los renacuajos.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Renacuajos, ¿se pueden comer? —preguntó Manuela.
—¿Vamos a comer renacuajos en Navidad? —se rio Héctor.
—¿Verdad que se pueden comer? —quiso saber David, solicitando la aprobación de su hermano mayor.
Héctor miró a sus hermanos y, de repente, se detuvo en las lágrimas de María.
—¿Y a usted qué le pasa? —le gruñó.
María sin responderle levantó la bolsa en el aire.
—¿No tenemos más? —le preguntó María.
Héctor negó con la cabeza y ella se tiró sobre la cama. La cercanía de la mesa le recordó la presencia dura sobre su muslo.
—Vamos a comerlos —dijo Héctor apretando la pierna contra la mesa y sintiendo que el metal se hundía en su carne—. Mejor crudos que cocinados. Seguro que cocinados se desbaratan. Una fila —ordenó.
Los tres pequeños se miraron intrigados y pusieron en primer lugar a Manuela. Héctor abrió la bolsa y desocupó el contenido en un platón. Al sentir el cambio de presión, los renacuajos parecieron reavivarse y agitaron sus colas con frenesí. Con un cucharón, Héctor sirvió una porción en una taza y se la ofreció a Manuela que dudó en recibirla.
—Por lo menos lávelos y cámbieles el agua —sugirió María, levantándose de la cama sin que dejaran de correrle las lágrimas por las mejillas.
Héctor sonrió y, una vez los tuvo en agua clara, los animales le parecieron menos repulsivos. Sirvió de nuevo una porción en la taza y mirando a los ojos a su hermana menor se la entregó. Manuela la recibió con desconfianza.
—¿Puede ser con gaseosa? —quiso saber la menor.
Héctor le sirvió un chorro de gaseosa que se diluyó en el agua y escoció la piel de los animales, que sacudieron sus cuerpos con vigor en ese mundo de burbujas.
—Sin respirar —le aconsejó Robert, empujándola por la espalda. Quería terminar con el asunto lo más pronto posible.
Manuela se tapó la nariz y, como si se dispusiera a sumergirse en una piscina, se bebió el agua tragándose a todos esos seres viscosos. Aterrada dio un grito, y corrió a buscar su cajón cogiéndose la barriga. Los demás la miraban sonriendo.
—¿Feos?
—No sé —dijo la niña—, no me di cuenta. Pero se siguen moviendo en la barriga —concluyó, y se enroscó en el cajoncito que sacó de debajo de la cama. Aunque las piernas ya no le cabían, trató de meterse en su interior.
—Ahora usted —le dijo Héctor a David, y mirando su cara de hambre le entregó la taza con su porción de renacuajos. David se tapó la nariz y se bebió el contenido sin chistar. Sintió una arcada que pudo contener. Y como su hermana se tendió en la cama.
—¿Qué? —le preguntó Héctor que los miraba sonriendo—. ¿Buenos?
—No sé, pero ya no tengo hambre —confesó David.
Robert recibió su porción y la bebió sin chistar.
—No son tan feos —dijo, entregándole la taza a Héctor.
—Ahora usted —le dijo a María.
—No, yo no quiero esa porquería —se quejó la mayor.
—Todos —gruñó Héctor con autoridad—. ¡Todos juntos en todo! —repitió, y le entregó una taza llena. La niña la bebió sin mirar y como los demás corrió a tirarse a la cama.
—Falta usted, Héctor —lo acusó María.
—Sí —dijo Héctor con sequedad—. Yo soy el último. ¿Nadie quiere gaseosa? —preguntó, y ni siquiera obtuvo respuesta.
Héctor se sirvió una porción de renacuajos con gaseosa y se la tragó con cuidado de no masticarlos.
—¡Asqueroso! —dijo, y se tendió al lado de María que yacía con la cara entre las manos.
—¿Pero qué le pasa? —le volvió a preguntar en voz baja, apenas pudo olvidar el gusto a podrido que los animales le habían dejado en la boca.
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bsp; María sacó la cara bañada en lágrimas y miró a su hermano mayor. Con el dedo índice le hizo una seña para que se acercara, y le susurró algo al oído.
Héctor se alejó de su hermana, y ella sintió que él la veía por primera vez en su vida. Se asustó al ver la forma en que sus ojos se desorbitaban. Un gemido contenido, casi como un silbido salió de sus labios, y sin dejar de mirarla se puso de pie y retrocedió hasta la puerta del cuarto para salir.
María se quedó sentada en la cama viendo como la puerta se cerraba. Apretó los ojos y quiso que sus lágrimas dejaran de salir. Se preguntó qué hacer para pulsar el mecanismo que las había desatado, ya que quería contenerlas para siempre y, entonces, oyó el sonido. Al principio le pareció el croar de una rana pequeña, pero después se convirtió en el repugnante sonido de las arcadas. Abrió los ojos y confirmó que David no estaba. Se asomó por la ventana y lo vio empinarse para llegar hasta el lavadero y vomitar. Cuando expulsó el último renacuajo, se enjuagó la boca y entró de nuevo a acostarse temblando.
—¡Cobarde! —le gruñó Robert, que había seguido a su hermana mayor hasta el puesto de observación—. Nos hizo tragar esa cochinada y usted sí la vomitó.
—No fue mi culpa, yo no quería vomitar —se disculpó David.
—Sí, seguro que no fue su culpa —dijo María con crueldad—. Usted sabía. Usted lo que quería era matarnos.
David abrió los ojos sin poder creer lo que su hermana le decía, y chillando se metió debajo de la cama, al fondo, debajo de las cajas de ropa, donde ni siquiera el rayo de sol más pertinaz pudiera alcanzarlo, donde ni el relámpago más astuto pudiera iluminar su rostro. Se encogió en el fondo de la guarida, cerró los ojos, se metió un taco de papel mascado en cada oreja y quiso que nadie pudiera verlo nunca más.
Cuando pudo controlar las convulsiones que se habían adueñado de su cuerpo, Héctor sintió de nuevo en su boca el tacto viscoso de los renacuajos y revisó que el revólver estuviera en su bolsillo. Lo tomó en la mano, y pensó que debían ser las doce porque los voladores convertían la noche en una masa de explosiones que hacían imposible olvidarse de la celebración. Lo haría en el mismo orden de los renacuajos. Afirmó el dedo en el gatillo y pidió nuevamente perdón por lo que ya no podía dejar de hacer.
The Immortal Boy Page 15