by Donna Leon
– Yo puedo ir a buscar las malditas píldoras. -Se levantó del sofá apoyándose en las manos y cruzó rápidamente la habitación. Segundos después, llegaba a la sala el ruido seco de otro portazo.
Flavia se recostó en el respaldo de su sillón, levantó la copa de champaña y tomó un sorbo.
– Caliente -murmuró. ¿El champaña? ¿El ambiente? ¿El genio de Brett? Echó el champaña de su copa en la de Brett y vació la botella en la suya. Tomó un sorbo de prueba y sonrió a Brunetti-. Así está mejor -dijo, dejando la copa en la mesa.
Brunetti, que no sabía si todo esto era un recurso teatral, decidió mantenerse a la expectativa. Estuvieron saboreando el champaña en plácida compañía hasta que, finalmente, Flavia preguntó:
– ¿En qué medida era necesario ponerle vigilancia en el hospital?
– Hasta que pueda hacerme una idea más clara de lo que ocurre no sabré en qué medida es necesario lo que se haga -respondió.
Ella sonrió ampliamente.
– Es reconfortante oír a un funcionario público reconocer ignorancia -dijo inclinándose para dejar la copa vacía en la mesa.
Terminado el champaña, su voz cambió a un registro más grave:
– ¿Matsuko? -preguntó.
– Probablemente.
– Pero, ¿cómo conoció ella a Semenzato? ¿O, por lo menos, cómo supo que él era la persona que debía abordar?
Brunetti reflexionó.
– Al parecer, él tenía cierta reputación, por lo menos, aquí.
– ¿La clase de reputación que habría llegado a oídos de Matsuko?
– Quizá. Hacía años que ella trabajaba con antigüedades, por lo que probablemente había oído rumores. Y dice Brett que su familia es muy rica. Quizá los muy ricos saben estas cosas.
– Sí, las sabemos -convino ella con espontaneidad-. Es casi como un club privado, como si hubiésemos hecho voto de guardarnos los secretos unos a otros. Y siempre es fácil, facilísimo, saber dónde puedes encontrar a un asesor fiscal marrullero, y no es que los haya de otra clase, por lo menos, en este país, o a quien proporcione droga, o chicos, o chicas, o a alguien que se encargue de que un cuadro pase de un país a otro discretamente. Desde luego, no sé cómo funcionan estas cosas en el Japón, pero no creo que allí sea muy distinto de aquí. La riqueza tiene su propio pasaporte.
– ¿Había oído algo a propósito de Semenzato?
– Ya le dije que sólo lo vi una vez y no me gustó, por lo que no me interesaba lo que pudiera decirse de él. Y ahora ya es tarde para preguntar, porque todo el mundo se empeñará en hablar bien. -Se inclinó, tomó la copa de Brett y bebió un sorbo-. Aunque, desde luego, dentro de unas semanas las cosas cambiarán y la gente volverá a decir la verdad. Pero ahora no es momento de hacer indagaciones. -Puso la copa en la mesa.
Aunque creía saber la respuesta, Brunetti preguntó:
– ¿Brett ha dicho algo de Matsuko? Concretamente, después de que mataran a Semenzato.
Flavia movió la cabeza negativamente.
– No ha dicho mucho de nada. Por lo menos, desde que empezó todo esto. -Se inclinó y movió la copa unos milímetros hacia la izquierda. -Brett teme la violencia. Lo cual no tiene sentido, porque ella es muy valiente. Nosotras, las italianas, no somos valientes. Desenvueltas y descaradas, sí, pero carecemos de valor físico. Cuando está en China, pasa la mitad del tiempo viajando por el país y durmiendo en tiendas de campaña. Hasta se fue al Tíbet en autobús. Me dijo que, como los chinos no quisieron darle visado, falsificó los papeles y se fue. No la asustan estas cosas, las cosas que a la mayoría nos aterran, como los conflictos con las autoridades o el arresto. Pero la violencia física le da miedo. Yo diría que porque es muy cerebral, porque ella se plantea y resuelve las cosas con el intelecto. Desde que esto ocurrió no es la misma. No quiere abrir la puerta. Finge no oír el timbre y espera a que conteste yo. Y es que tiene miedo.
Brunetti se preguntaba por qué Flavia le contaba estas cosas.
– He de irme dentro de una semana -dijo ella en respuesta a su pregunta-. Mis hijos se han ido con su padre dos semanas a esquiar y regresan entonces. Ya he suspendido tres actuaciones y no puedo suspender ninguna más. Ni quiero. Le he pedido que venga conmigo, pero no quiere.
– ¿Por qué?
– No lo sé. No quiere darme la razón. O no puede.
– ¿Por qué me dice esto?
– Creo que a usted le escucharía.
– ¿Si le dijera qué?
– Si le pidiera que fuera conmigo.
– ¿A Milán?
– Sí. Luego, en marzo, tengo que estar un mes en Munich. Podría acompañarme.
– ¿No ha de volver a China?
– ¿Para acabar desnucada en el fondo de la fosa? -Aunque sabía que su cólera no era para él, Brunetti cerró los ojos.
– ¿Ella ha hablado de volver?
– Ella no ha hablado de nada.
– ¿Sabe cuándo pensaba marcharse?
– No creo que tuviera un plan. Cuando llegó, dijo que no tenía reserva para el regreso. -Se encaró con la mirada inquisitiva de Brunetti-. Eso dependía de lo que averiguara por medio de Semenzato. -Por su tono, él dedujo que ésta era sólo una parte de la explicación. Esperó el resto-. Pero también dependía de mí, imagino. -Desvió la mirada un momento y agregó-: Me consiguió una invitación para dar lecciones magistrales en Pekín. Quería que fuera con ella.
– ¿Y? -preguntó Brunetti.
Flavia desechó la idea agitando la mano y dijo tan sólo:
– Aún no lo habíamos decidido antes de que ocurriera esto.
– ¿Y después?
Ella movió la cabeza negativamente.
Con tanto hablar de Brett, hasta aquel momento no reparó Brunetti en que hacía ya mucho rato que ella había salido de la sala.
– ¿Es ésa la única puerta? -preguntó.
La pregunta fue tan repentina que Flavia tardó unos instantes en entenderla y luego en descubrir su significado.
– Sí. No hay otra salida. Ni otra entrada. Y el tejado está aislado, no se puede acceder a él. -Se levantó-. Voy a ver qué hace.
Estuvo fuera mucho tiempo, durante el cual Brunetti hojeó el libro que Brett había dejado en el sofá. Miró largamente la puerta de Istar, tratando de averiguar a qué parte de la figura correspondía el ladrillo que había matado a Semenzato. Era como un rompecabezas, y no consiguió encontrar, en el grabado de la puerta, el lugar en el que pudiera encajar la pieza que ahora se encontraba en el laboratorio de la policía de la questura.
Transcurrieron casi cinco minutos antes de que Flavia regresara. Mientras hablaba, se quedó de pie al lado de la mesa, con lo que dio a entender a Brunetti que la visita había terminado.
– Ahora duerme. El analgésico que toma es muy fuerte, me parece que contiene tranquilizante. Además, el champaña habrá influido. Dormirá hasta la tarde.
– Necesito volver a hablar con ella.
– ¿No puede esperar a mañana?
Realmente, no podía, pero no había más remedio.
– Sí. ¿Le parece bien que venga a la misma hora?
– Desde luego. Le diré que ha quedado en volver. Y trataré de limitar el consumo de champaña. -La visita podía haber terminado pero, al parecer, la tregua continuaba.
Brunetti, que había decidido que Dom Pérignon era una bebida excelente para media mañana, pensó que esta precaución era innecesaria y confió en que al día siguiente Flavia hubiera cambiado de opinión.
12
¿Era esto señal de un alcoholismo incipiente?, pensó Brunetti al descubrir que, durante el camino de regreso a la questura, sentía deseos de entrar en un bar a pedir otra copa de champaña. ¿O era, sencillamente, la reacción inevitable a la perspectiva de tener que hablar con Patta aquella mañana? Le parecía preferible la primera explicación.
Cuando abrió la puerta de su despacho, sintió una oleada de aire caliente tan palpable que se volvió a mirar si la veía rodar por el pasillo y arrollar a algún inocente que no estuviera familiarizado con los c
aprichos del sistema de calefacción. Todos los años, alrededor del día de santa Ágata, 5 de febrero, el calor invadía todos los despachos del lado norte de la cuarta planta de la questura al tiempo que desaparecía de los pasillos y despachos del lado sur de la tercera planta. La situación se prolongaba unas tres semanas, generalmente, hasta san Leandro, al que la mayoría de los empleados solían agradecer el favor de su liberación. Nadie había sido capaz no ya de corregir sino de comprender siquiera el fenómeno, a pesar de que hacía por lo menos cinco inviernos que se reproducía la anomalía. La caldera principal había sido objeto de exámenes, revisiones, reajustes, improperios y puntapiés de diversos técnicos, ninguno de los cuales había conseguido repararla. Los que trabajaban en aquellas dos plantas ya se habían resignado y adoptaban las medidas oportunas: unos se quitaban la chaqueta y otros se ponían los guantes.
Brunetti asociaba el fenómeno con la fiesta de santa Ágata tan estrechamente que no podía ver una imagen de la santa mártir, representada indefectiblemente llevando en una fuente los dos pechos cortados, sin imaginar que lo que la santa exhibía eran dos piezas de la caldera central: quizá dos grandes arandelas.
Se quitó el abrigo y la chaqueta mientras cruzaba el despacho y abría las dos altas ventanas. Al instante se quedó helado y recuperó la chaqueta de encima de la mesa adonde la había lanzado. Durante los años, había desarrollado una cronología para abrir y cerrar las ventanas que, si por un lado regulaba eficazmente la temperatura, por el otro, le impedía concentrarse en el trabajo. ¿Estaría a sueldo de la Mafia el encargado de mantenimiento? Al leer los periódicos, daba la impresión de que una persona de cada dos lo estaba, ¿por qué no, pues, el encargado?
Encima de la mesa tenía los consabidos informes de personal y peticiones de información de la policía de otras ciudades, además de cartas de particulares. Una mujer de la pequeña isla de Torcello le escribía para pedirle personalmente que buscara a su hijo, que había sido secuestrado por los sirios. La mujer estaba loca y varios miembros de la policía recibían periódicamente cartas suyas, todas las cuales se referían al mismo hijo inexistente, pero los secuestradores variaban de acuerdo con la actualidad política mundial.
Si iba ahora mismo, podría ver a Patta antes del almuerzo. Con tan halagüeña perspectiva, Brunetti tomó la delgada carpeta que contenía los papeles relacionados con los casos Lynch y Semenzato y bajó al despacho de su superior.
Los lirios frescos abundaban pero la signorina Elettra no estaba en su sitio. Quizá había ido a ver a su jardinero paisajista. Brunetti llamó con los nudillos a la puerta de Patta y fue invitado a entrar. El despacho del vicequestore no estaba expuesto a las veleidades del sistema de calefacción y se mantenía a la óptima temperatura de 22 grados centígrados, ideal para que su ocupante pudiera permitirse el lujo de quitarse la chaqueta si el ritmo de trabajo se hacía muy intenso. Pero hasta este momento había sido dispensado de tal necesidad, y Brunetti lo encontró sentado detrás de su escritorio, con la americana de mohair bien abrochada y el alfiler de corbata de brillantes en su sitio. Como siempre, Patta parecía haberse escapado de una moneda romana, con sus grandes ojos castaños enmarcados por las restantes perfecciones de su rostro.
– Buenos días, señor -dijo Brunetti, tomando el asiento que Patta le indicaba.
– Buenos días, Brunetti. -Cuando Brunetti se inclinó para poner la carpeta encima de la mesa, su superior la rechazó con un ademán-. Ya lo he leído. Y muy despacio. Veo que usted parte de la hipótesis de que la agresión a la dottoressa Lynch y el asesinato del dottor Semenzato están relacionados.
– Sí, señor. No veo la posibilidad de que no lo estén.
Durante un momento, Brunetti pensó que Patta, según su costumbre, disentiría de una opinión que no era la suya, pero su jefe lo sorprendió al mover la cabeza afirmativamente diciendo:
– Probablemente, esté en lo cierto. ¿Qué ha hecho hasta ahora?
– He hablado con la dottoressa Lynch -empezó, pero Patta lo interrumpió:
– Espero que con la mayor cortesía.
Brunetti se limitó a un simple:
– Sí, señor.
– Bien, bien. Es una gran benefactora de la ciudad y debe ser tratada con la mayor consideración.
Brunetti dejó pasar la observación sin comentarios y prosiguió:
– Una ayudante japonesa vino a la clausura de la exposición a supervisar el embalaje y expedición de las piezas a China.
– ¿Una ayudante de la dottoressa Lynch?
– Sí, señor.
– Entiendo. -El tono de Patta era tan obsceno que Brunetti tuvo que esperar un momento antes de preguntar:
– ¿Puedo seguir, señor?
– Sí, sí, por supuesto.
– La dottoressa Lynch me dijo que esa mujer murió en un accidente en China.
– ¿Qué clase de accidente? -preguntó Patta, como si ello tuviera que resultar consecuencia ineludible de su orientación sexual.
– Una caída, en la excavación arqueológica en la que trabajaban.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace tres meses. Fue después de que la dottoressa Lynch escribiera a Semenzato que pensaba que varias de las piezas que habían llegado a China eran falsas.
– ¿Y esas piezas habían sido embaladas por la que murió?
– Eso parece.
– ¿Preguntó a la dottoressa Lynch cuál era su relación con esta mujer?
En realidad, Brunetti no podía decir que se lo hubiera preguntado.
– No, señor; no se lo pregunté. La dottoressa parecía muy afectada por su muerte y por la posibilidad de que esa joven estuviera implicada en lo que ahora sucede aquí, sea lo que sea. Pero eso es todo.
– ¿Está seguro, Brunetti? -Patta incluso entornó los ojos al preguntarlo.
– Completamente. Apostaría mi reputación. -Como hacía siempre que mentía a Patta, lo miró a los ojos sin pestañear-. ¿Puedo continuar, señor? -Nada más preguntarlo, Brunetti descubrió que no tenía nada más que decir, o por lo menos, que decir a Patta. No le diría que la familia de la japonesa era tan rica que, probablemente, ella no podía tener un interés económico en sustituir las piezas. La idea de la forma en que Patta reaccionaría a la hipótesis de que el móvil pudieran ser los celos le hacía sentir una ligera náusea.
– ¿Cree usted que la japonesa sabía que las piezas que se enviaban a China eran falsas?
– Es posible.
– ¿O incluso que lo hubiera organizado ella? -dijo Patta con énfasis-. Tuvo que ayudarla alguien, alguien de aquí, de Venecia.
– Eso parece, señor. Es una posibilidad que estoy investigando.
– ¿Cómo?
– He iniciado una investigación de las cuentas del dottor Semenzato.
– ¿Con qué autoridad? -ladró Patta.
– La mía, señor.
Patta se reservó el comentario.
– ¿Qué más?
– He hablado de Semenzato con varias personas, y espero recibir información sobre su reputación real.
– ¿A qué se refiere con lo de su «reputación real»?
Ah, cuan raramente la fortuna pone en nuestras manos al enemigo para que hagamos con él lo que queramos.
– ¿No le parece, señor, que todo funcionario tiene una reputación oficial, lo que la gente dice de él en público, y una reputación real, lo que la gente sabe que es verdad y dice de él en privado?
Patta apoyó la mano derecha en la mesa con la palma hacia arriba haciendo girar con el pulgar el anillo del dedo meñique, aparentemente concentrado en el movimiento.
– Quizá, quizá. -Levantó la mirada de la palma de la mano-. Prosiga, Brunetti.
– He pensado empezar por estas dos cosas y ver adonde me llevan.
– Sí; me parece lógico -dijo Patta-. Recuerde que quiero saber todo lo que hace y todo lo que averigua. -Consultó su Rolex Oyster-. No quiero entretenerlo más, Brunetti, para que pueda ponerse con esto cuanto antes.
Brunetti se levantó, comprendiendo que había sonado la hora d
el almuerzo de Patta. Empezó a caminar hacia la puerta, curioso por descubrir la forma en que Patta le recordaría que debía tratar a Brett con guantes de terciopelo.
– Una cosa, Brunetti -dijo Patta cuando su subordinado llegaba a la puerta.
– ¿Sí, señor? -preguntó él con verdadera curiosidad, un sentimiento que Patta muy raramente le inspiraba.
– Quiero que trate a la dottoressa Lynch con guantes de terciopelo. -Vaya, conque ésta era realmente la fórmula.
13
De nuevo en su despacho, lo primero que hizo Brunetti después de abrir la ventana fue llamar a Lele. En su casa no contestaban, por lo que Brunetti probó en la galería, donde el pintor descolgó el aparato después de seis señales.
– Pronto.
– Ciao, Lele, aquí Guido. Te llamo por si has podido averiguar algo.
– ¿Sobre esa persona? -preguntó Lele, dándole a entender que no podía hablar con libertad.
– ¿Hay alguien contigo?
– Ah, sí, ahora que lo menciona, yo diría que sí. ¿Estará todavía en su despacho dentro de un rato, signor Scarpa?
– Sí, estaré aquí una hora todavía.
– Muy bien, signor Scarpa. Le llamaré en cuanto termine.
– Gracias, Lele -dijo Brunetti y colgó.
¿Quién podía ser la persona que estaba con Lele que no debía saber que éste hablaba con un comisario de policía?
Repasó los papeles de la carpeta, haciendo anotaciones aquí y allá. Había estado varias veces en contacto con la sección de la policía encargada de la investigación del robo de obras de arte, pero en este momento lo único que podía darles era el nombre de Semenzato; pruebas, ninguna. Aunque era posible que Semenzato tuviera una reputación que no aparecía en los informes oficiales, una reputación que no llegaba al papel.
Hacía cuatro años, Brunetti había tratado con uno de los capitanes de la brigada antirrobo de arte de la policía de Roma, acerca de un retablo gótico robado de la iglesia de San Giacomo dell'Orio. Giulio nosecuántos, no recordaba el apellido. Descolgó el teléfono y marcó el número de la signorina Elettra.