by Donna Leon
Él sacó del bolsillo interior las fotos de la policía de Salvatore La Capra y las pasó a Brett:
– ¿Era éste uno de ellos?
Ella miró las fotos unos momentos y se las devolvió.
– Eran sicilianos -dijo-. A estas horas ya habrán cobrado y estarán otra vez en casa con la mujer y los niños. Su viaje fue un éxito, hicieron todo lo que se les había encargado: asustarme a mí y matar a Semenzato.
– Eso no tiene sentido.
– ¿Y qué lo tiene?
– He hablado con gente que lo conocía o que había oído hablar de sus actividades, y parece ser que Semenzato estaba involucrado en ciertas cosas en las que un director de museo no debería intervenir.
– ¿Por ejemplo?
– Era socio comanditario de un negocio de antigüedades. Otros dicen que su opinión profesional estaba en venta. -Al parecer, Brett no necesitaba que le explicasen el significado de este último.
– ¿Y eso qué importancia tiene?
– Si su intención hubiera sido matarlo, hubieran empezado por ahí y luego hubieran venido a decirle a usted que se callara si no quería que le sucediera lo mismo. Pero no: empezaron por usted. Y, si eso hubiera resultado, Semenzato no se hubiera enterado, por lo menos oficialmente, de la sustitución.
– Usted da por descontado que él estaba involucrado -dijo Brett. Al ver que Brunetti movía la cabeza afirmativamente, comentó-: Eso es mucho suponer.
– No cabe otra explicación -adujo él-. ¿Cómo si no iban a saber dónde encontrarla y estar al corriente de la cita?
– ¿Y si, a pesar de lo que me hicieron, yo hubiera hablado con él?
A él le sorprendió que ella no lo hubiera deducido por sí misma, y no deseaba revelárselo ahora. No contestó.
– ¿Y bien?
– Si Semenzato estaba implicado en esto, lo que hubiera ocurrido si usted hubiera hablado con él es evidente -dijo Brunetti, reacio a ser más explícito.
– Pues sigo sin entenderlo.
– En lugar de matarlo a él la hubieran matado a usted -dijo simplemente.
La miraba a la cara al decirlo. Vio el efecto, primero, en los ojos, espanto e incredulidad, y luego observó cómo apretaba los labios y se le crispaba la cara al comprender la enormidad de la revelación.
Afortunadamente, Flavia eligió este momento para hacer su entrada en la sala, trayendo consigo ese aroma floral de jabón, champú o alguna de esas cosas que usan las mujeres para oler divinamente en el momento del día menos indicado. ¿Por qué la mañana y no la noche?
Vestía un sencillo vestido de lana marrón, ceñido a la cintura por varias vueltas de una faja color naranja anudada a un lado que le colgaba hasta más abajo de la rodilla y ondeaba al andar. No llevaba maquillaje y, al mirarla, Brunetti se dijo que no le hacía ninguna falta.
– Buon giorno -dijo ella sonriendo al darle la mano.
Él se levantó para estrechársela. Flavia miró a Brett para incluirla en su ofrecimiento:
– Voy a hacer café. ¿Queréis una taza? -Y con una sonrisa-: Es un poco temprano para champaña.
Brunetti aceptó y Brett rehusó la invitación. Flavia dio media vuelta y se fue a la cocina. Su breve paso había abierto un inciso en la conversación, dejando en suspenso la última frase, pero ahora había que volver a ella.
– ¿Por qué lo mataron? -preguntó Brett.
– No lo sé. ¿Quizá por diferencias con los otros implicados? ¿Por una desavenencia acerca de lo que había que hacer con usted?
– ¿Está seguro de que lo mataron por este asunto?
– Creo preferible trabajar con esta hipótesis -respondió él escuetamente. No le sorprendía que ella se resistiera a admitir su punto de vista. Ello supondría reconocer que estaba en peligro: muertos Matsuko y Semenzato, ella era la única persona que podía denunciar el robo. Quien hubiera matado a Semenzato no creería que ella no había traído de China sólo sospechas sino también pruebas y pensaría que matándolo a él borraba la única pista. Si un día llegaba a descubrirse el robo, no era fácil que el Gobierno de la República Popular China sospechara de la codicia criminal de los capitalistas occidentales sino que probablemente buscaría a los ladrones en su propio país.
– En China, ¿quién estaba al cuidado de las piezas seleccionadas para la exposición?
– Tratábamos con un empleado del museo de Pekín, llamado Xu Lin. Es uno de sus principales arqueólogos y una autoridad en Historia del Arte.
– ¿Viajó él con las piezas?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No; su pasado político se lo impedía.
– ¿Por qué?
– Su abuelo era terrateniente, por lo que él estaba considerado políticamente indeseable o, cuando menos, sospechoso. -Observó la expresión de sorpresa de Brunetti-. Ya sé que parece irracional. -Hizo una pausa y agregó-: Es irracional, desde luego, pero así son las cosas. Durante la Revolución Cultural, este hombre pasó diez años cuidando cerdos y abonando con estiércol los campos de coles. Pero, terminada la Revolución, volvió a la universidad y, como era un estudiante brillante, no pudieron evitar que obtuviera ese empleo en Pekín. De todos modos, no le permiten salir del país. Los únicos que viajaron con la expedición fueron altos funcionarios del partido que querían salir al extranjero para ir de compras.
– Y usted.
– Sí; y yo. -Al cabo de un momento, añadió en voz baja-: Y Matsuko.
– ¿Así que usted es la única a la que pueden hacer responsable del robo?
– Desde luego, soy la responsable. No van a acusar a los funcionarios del partido, que venían en viaje de placer, si pueden echar la culpa de todo a una occidental.
– ¿Qué cree usted que ocurrió?
Ella agitó la cabeza a derecha e izquierda.
– No hay nada que tenga sentido y, si algo lo tiene, no puedo creerlo.
– ¿Y es? -Lo interrumpió la llegada de Flavia con una bandeja. Pasó por su lado, se sentó en el sofá al lado de Brett y dejó la bandeja en la mesa delante de ellos. En la bandeja había dos tazas de café. Dio una a Brunetti, tomó la otra y se arrellanó en el sofá.
– Le he puesto dos terrones. Creo que es así como le gusta.
Ajena a la interrupción, Brett prosiguió:
– Alguien de aquí debió de abordar a alguno de los funcionarios del partido. -Aunque Flavia no había oído la pregunta que había dado pie a esta explicación, no trató de disimular su reacción a la respuesta. Se volvió a mirar fijamente a Brett en hosco silencio y luego intercambió una mirada con Brunetti. Como ninguno de ellos decía nada, Brett admitió-: De acuerdo. De acuerdo. O a Matsuko. Quizá fue Matsuko.
Antes o después -Brunetti estaba seguro-, se vería obligada a retirar el «quizá».
– ¿Y Semenzato? -preguntó Brunetti.
– Es posible. En todo caso, alguien del museo.
– ¿Alguno de esos funcionarios del partido hablaba italiano? -preguntó él repentinamente.
– Sí, dos o tres.
– ¿Dos o tres? -repitió Brunetti-. ¿Cuántos había?
– Seis. El partido cuida bien de los suyos.
Flavia resopló.
– ¿Y lo hablaban bien? ¿Lo recuerda?
– Bastante bien -respondió ella lacónicamente. Después admitió-: No lo bastante bien como para eso. Yo era la única que podía entenderme con los italianos. Si hubo algún trato, tuvo que hacerse en inglés. -Brunetti recordó que Matsuko se había licenciado por Berkeley.
Flavia, exasperada, saltó:
– Brett, ¿cuándo te dejarás de estupideces y te darás cuenta de lo que ocurrió? A mí no me importa lo tuyo con la japonesa, pero tú tienes que ver las cosas con claridad. Es tu vida lo que está en juego. -Acabó de hablar tan repentinamente como había empezado, se llevó la taza a los labios y, al encontrarla vacía, la dejó en la mesa con un golpe seco.
Se hizo un largo silencio hasta que, finalmente, Brunetti preguntó:
– ¿Cuándo pudo haberse hecho la sustitución?
– Despu
és de la clausura de la exposición -dijo Brett con voz insegura.
Brunetti miró a Flavia que, en silencio, se contemplaba las manos cruzadas en el regazo.
Brett suspiró profundamente y dijo casi en un susurro:
– De acuerdo. De acuerdo. -Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se quedó mirando las gotas de lluvia que repicaban en el cristal de la claraboya. Al fin dijo-: Ella vino a supervisar la operación de embalado. Tenía que comprobar cada pieza antes de que la policía de aduanas italiana sellara cada caja y luego la jaula.
– ¿Ella hubiera reconocido una falsificación? -preguntó Brunetti.
La respuesta de Brett tardó en llegar.
– Sí; ella hubiera visto la diferencia. -Durante un momento, él pensó que iba a decir más, pero calló. Miraba la lluvia.
– ¿Cuánto tardarían en embalarlo todo?
Brett reflexionó un momento antes de contestar:
– Cuatro o cinco días.
– ¿Y entonces qué? ¿Adonde fueron las jaulas?
– Fueron a Roma con Alitalia, pero se quedaron allí más de una semana porque en el aeropuerto había huelga. De Roma fueron a Nueva York, donde la aduana americana las retuvo. Finalmente, fueron embarcadas en un avión de las líneas aéreas chinas y llevadas a Pekín. Cada vez que las jaulas se cargaban y descargaban de un avión, se inspeccionaban los sellos y en los aeropuertos extranjeros había guardias que las vigilaban.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que las piezas salieron de Venecia hasta que llegaron a Pekín?
– Más de un mes.
– ¿Y cuánto, hasta que usted las vio?
Ella se revolvió en el sofá antes de contestar, y sin mirarle dijo:
– Como ya le he dicho, no volví a verlas hasta este invierno.
– ¿Dónde estaba usted cuando fueron embaladas?
– Ya se lo dije, en Nueva York.
– Conmigo -intervino Flavia-. Yo debutaba en el Met. Estrenábamos dos días antes de que la exposición se clausurara aquí. Pedí a Brett que me acompañara y ella vino.
Al fin Brett apartó la mirada de la lluvia y se volvió hacia Flavia.
– Y dejé que Matsuko se encargara del embarque. -Volvió a apoyar la cabeza en el sofá y a mirar las claraboyas-. Me fui a Nueva York para una semana y me quedé tres. Luego me fui a Pekín a esperar el embarque. Como no llegaba, volví a Nueva York y gestioné el despacho por la aduana de Estados Unidos. Pero entonces -agregó- decidí quedarme en Nueva York. Llamé a Matsuko para decirle que me retrasaría y ella se ofreció a ir a Pekín para revisar la colección cuando por fin llegara a China.
– ¿Ella tenía que examinar las piezas que componían la expedición? -preguntó Brunetti.
Brett asintió.
– Si usted hubiera estado en China, ¿hubiera desembalado la colección personalmente?
– Es lo que acabo de decirle -respondió Brett secamente.
– ¿Y hubiera descubierto la sustitución en aquel momento?
– Naturalmente.
– ¿Vio alguna de las piezas antes de este invierno?
– No. Cuando llegaron a China, desaparecieron en una especie de limbo burocrático durante seis meses, luego fueron exhibidas en unos almacenes y finalmente fueron devueltas a los museos que las habían prestado.
– ¿Y fue entonces cuando se dio cuenta de que no eran las mismas?
– Sí, y escribí a Semenzato. Fue hace unos tres meses. -Bruscamente, levantó la mano y golpeó el brazo del sofá-. Cerdos -dijo con la voz ahogada por el furor-. Cerdos canallas.
Flavia le puso la mano en la rodilla para calmarla.
Brett se volvió hacía ella y sin cambiar la voz le dijo:
– Flavia, no es tu carrera la que está arruinada. El público seguirá acudiendo a oírte cantar hagas lo que hagas, pero esa gente ha destruido diez años de mi vida. -Se interrumpió un momento y agregó, suavizando la voz-: Y toda la de Matsuko.
Cuando Flavia fue a protestar, prosiguió:
– Se acabó. Cuando los chinos se enteren, no me dejarán volver. Yo era responsable de esas piezas. Matsuko me trajo los papeles de Pekín y yo los firmé cuando regresé a Xian. Daba fe de que estaban todas y de que se hallaban en el mismo estado que cuando salieron del país. Hubiera debido estar allí comprobándolo todo, pero la envié a ella en mi lugar porque yo estaba en Nueva York contigo, oyéndote cantar. Y eso me ha costado mi carrera.
Brunetti miró a Flavia, la vio enrojecer ante la cólera creciente de Brett, vio la elegante línea que formaban hombro y brazo mientras miraba a Brett ladeando el cuerpo, contempló la curva de su cuello y su mentón. Quizá valía el sacrificio de una carrera.
– Los chinos no tienen por qué enterarse -dijo él.
– ¿Qué? -preguntaron las dos a la vez.
– ¿Dijo a esos amigos que hicieron las pruebas de qué eran las muestras? -preguntó a Brett.
– No. ¿Por qué?
– Entonces, al parecer, nosotros somos los únicos que saben lo ocurrido. Eso, a no ser que usted lo dijera a alguien en China.
Ella denegó con la cabeza.
– No se lo dije a nadie. Sólo a Semenzato.
Aquí intervino Flavia para decir:
– Y no hay que temer que él se lo dijera a alguien, aparte de la persona a la que los vendió.
– Pero yo tengo que decirlo -insistió Brett.
Brunetti y Flavia se miraron. Los dos sabían lo que había que hacer en este caso, y a ambos les costó un gran esfuerzo no exclamar: «¡Americanos!»
Flavia decidió explicárselo:
– Mientras los chinos no se enteren, tu carrera estará a salvo.
Para Brett fue como si Flavia no hubiera dicho nada.
– Esas piezas no se pueden exhibir. Son falsas.
– Brett -dijo Flavia-, ¿cuánto tiempo hace que han vuelto a China?
– Casi tres años.
– ¿Y nadie se ha dado cuenta de que no son auténticas?
– No -concedió Brett.
Aquí intervino Brunetti:
– Entonces no es probable que llegue a descubrirse. Además, podrían haberse sustituido en cualquier momento de los cuatro últimos años.
– Pero nosotros sabemos que no es así.
– Eso es precisamente lo que yo digo, cara. -Flavia decidió volver a explicárselo-. Aparte de los que robaron los vasos, nosotros somos los únicos que lo sabemos.
– Eso no importa -dijo Brett, alzando de nuevo la voz con indignación-. Además, antes o después alguien lo descubrirá.
– Y, cuanto más tarde en llegar ese momento, mejor para ti, menos probable será que asocien contigo lo ocurrido. -Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran efecto y agregó-: A no ser que quieras echar por la borda diez años de trabajo.
Brett estuvo mucho rato sin hablar. Los otros la observaban mientras ella consideraba todo lo dicho. Brunetti estudiaba su expresión y le parecía estar viendo la pugna entre sentimiento y razón. Cuando vio que ella iba a hablar, dijo impulsivamente:
– Claro que, si descubrimos quién mató a Semenzato, es probable que recuperemos los vasos originales. -No podía saberlo, pero había visto la cara de Brett y sabía que iba a negarse a callar.
– Pero, aunque así fuera, tendrían que volver a China, y eso es imposible.
– Imposible no -replicó Flavia riendo. Al comprender que Brunetti sería más receptivo, se volvió hacia él y explicó-: Las lecciones magistrales.
Brett saltó al instante:
– Dijiste que no, rechazaste la invitación.
– Eso fue el mes pasado. ¿De qué me serviría ser prima donna si no puedo cambiar de opinión? Tú misma me dijiste que, si aceptaba, me tratarían como a una reina. No iban a registrarme las maletas en el aeropuerto de Pekín, estando allí el ministro de Cultura para recibirme. Como soy una diva, esperarán que viaje con once maletas. No es cosa de decepcionarlos.
– ¿Y si, a pesar de todo, abren las maletas? -preguntó Brett, pero no había temor en su voz.
La reacción de Flavia
fue inmediata:
– Si mal no recuerdo, a uno de nuestros ministros le encontraron droga en un aeropuerto de África y no pasó nada. Y en China tiene que ser mucho más importante una diva que un ministro. Además, lo que nos preocupa es tu reputación, no la mía.
– Seriedad, Flavia.
– Hablo en serio. No existe ni la más remota posibilidad de que registren mi equipaje, por lo menos, al entrar. Tú me has dicho que el tuyo no lo han mirado nunca, y hace años que entras y sales de China.
– Siempre puede darse el caso, Flavia -dijo Brett, pero Brunetti percibió que no lo creía.
– Por lo que me has contado de sus ideas sobre mantenimiento, más probabilidades hay de que el avión se estrelle, pero no por eso vamos a dejar de ir. Además, podría ser interesante. Quizá me dé alguna idea sobre Turandot. -Brunetti creyó que había terminado de hablar, pero entonces añadió-: ¿Y por qué perdemos el tiempo hablando de esto? -Miró a Brunetti como si le hiciera responsable del robo de los vasos.
Brunetti descubrió entonces con sorpresa que no tenía ni idea de si ella hablaba en serio cuando decía que llevaría las piezas a China de contrabando. Y dijo a Brett:
– En cualquier caso, ahora no puede usted decir nada a los chinos. Quienquiera que haya matado a Semenzato no sabe que nos ha hablado de la sustitución, y tampoco, que hemos descubierto el móvil del asesinato. Y quiero que siga ignorándolo.
– Pero usted ha venido a esta casa y también fue al hospital -objetó Brett.
– Brett, usted misma dijo que aquellos hombres no eran venecianos. Yo podría ser cualquiera, un amigo, un pariente. Y no me han seguido. -Era verdad. Sólo un nativo de la ciudad podría seguir a otra persona por sus estrechas calles, sólo un veneciano podía conocer sus intrincados vericuetos y sus callejones sin salida.
– Entonces, ¿qué hago? -preguntó Brett.
– Nada -respondió él.
– ¿Qué quiere decir?
– Eso, sencillamente. En realidad, sería prudente que se fuera de la ciudad durante una temporada.
– No me apetece mucho andar por ahí con esta cara -dijo ella, pero lo dijo humorísticamente: buena señal.
Flavia dijo entonces a Brunetti:
– He estado tratando de convencerla para que me acompañe a Milán.
Buen aliado, Brunetti preguntó: