by Donna Leon
– Sí. Pero un café no vendría mal.
– Ah, venga conmigo. Bajaremos a mi estudio y haré que nos lo traigan. -Con estas palabras, el hombre salió de la habitación y condujo a Brunetti por la escalera abajo. En el segundo piso, abrió una puerta y retrocedió cortésmente para que Brunetti entrase primero. Los libros cubrían dos de las paredes; y unas pinturas muy necesitadas de una buena limpieza, lo que las hacía parecer mucho más valiosas, la tercera. Tres altas ventanas dominaban el Gran Canal, en el que se observaba el habitual tráfago de embarcaciones en una y otra dirección. La Capra indicó a Brunetti un diván tapizado de seda y él se acercó a un largo escritorio de roble, donde descolgó el teléfono, pulsó un botón y pidió que subieran café al estudio.
Su anfitrión cruzó el despacho y se sentó frente a Brunetti, subiéndose cuidadosamente el pantalón para que no se le marcaran rodilleras.
– Como le decía, dottor Brunetti, me parece muy considerado por su parte el que haya venido a hablar conmigo. No dejaré de dar las gracias al dottor Patta cuando lo vea.
– ¿Es amigo del vicequestore? -preguntó Brunetti.
La Capra levantó la mano en un ademán de modesta negación de semejante distinción.
– No tengo tanto honor. Pero ambos somos miembros del Lions' Club, por lo que coincidimos en ciertos actos sociales. -Hizo una pausa y agregó-: Esté seguro de que le daré las gracias por su consideración.
Brunetti asintió en señal de gratitud, sabiendo muy bien lo que pensaría Patta de aquella consideración.
– Dígame, dottor Brunetti, ¿de qué desea prevenirme?
– No es que yo pueda prevenirle de algo en concreto, signor La Capra. Pero creo que debe usted saber que, en esta ciudad, las apariencias engañan.
– ¿Sí?
– Da la impresión de que tenemos una ciudad pacífica… -empezó Brunetti y se interrumpió para preguntar-: ¿Sabe que hay sólo setenta mil habitantes?
La Capra asintió.
– Por lo tanto, a primera vista puede parecer que es una apacible ciudad de provincias, que sus calles son seguras. -Aquí Brunetti se apresuró a puntualizar-: Y lo son; la gente puede transitar por ellas a cualquier hora del día o de la noche con toda tranquilidad. -Hizo otra pausa y añadió, como si acabara de ocurrírsele-: Y, en general, también puede estar segura en su casa.
– Si me permite que le interrumpa, comisario, ésta es una de las razones que me impulsaron a venir, para gozar de esa seguridad, de esa tranquilidad que sólo en esta ciudad parece subsistir aún hoy.
– ¿Usted es de…? -preguntó Brunetti, aunque el acento que afloraba a pesar de los esfuerzos de La Capra por disimularlo, no dejaba lugar a dudas.
– Palermo -respondió La Capra.
Brunetti no respondió enseguida, dejando que el nombre flotara en el aire.
– A pesar de todo -prosiguió-, y de ello he venido a hablarle, existe el riesgo de robo. En esta ciudad viven muchas personas ricas, y algunas de ellas, engañadas quizá por el sosiego que aparentemente reina en ella, no toman todas las precauciones convenientes por lo que respecta a las medidas de seguridad de sus viviendas. -Miró en derredor y prosiguió con un airoso ademán-: Puedo ver que tiene usted aquí muchas cosas bellas. -El signor La Capra sonrió, pero rápidamente inclinó la cabeza con aparente modestia-. Espero que se habrá preocupado de protegerlas debidamente -terminó Brunetti.
A su espalda se abrió la puerta y entró en la habitación el mismo joven de antes, que traía una bandeja con dos tazas de café y un azucarero de plata que descansaba en tres esbeltas patas armadas de garras. Permaneció en silencio al lado de Brunetti mientras éste tomaba una taza y le echaba dos cucharaditas de azúcar. Repitió el proceso con el signor La Capra y salió de la habitación sin haber pronunciado ni una palabra, llevándose la bandeja.
Mientras removía el azúcar, Brunetti observó que el café estaba cubierto de la fina capa de espuma que sólo producen las cafeteras exprés eléctricas: en la cocina del signor La Capra no se hacía el café en fogón de gas.
– Es muy amable al venir a prevenirme, comisario. Es cierto que muchos de nosotros vemos Venecia como un oasis de paz en lo que es una sociedad cada vez más criminal. -Aquí el signor La Capra movió la cabeza a derecha e izquierda-. Pero puedo asegurarle que he tomado todas las precauciones para garantizar la seguridad de mis bienes.
– Me alegra oírlo, signor La Capra -dijo Brunetti dejando taza y plato en una mesita de mármol situada al lado del diván-. No me cabe duda de que habrá extremado la prudencia, teniendo objetos tan hermosos. Al fin y al cabo, le habrá costado mucho adquirir algunos de ellos.
Esta vez, la sonrisa del signor La Capra, cuando llegó, estaba muy velada. Apuró el café y se inclinó hacia adelante para dejar la taza al lado de la de Brunetti. No dijo nada.
– ¿Lo consideraría una intrusión si yo le preguntara qué clase de protección ha dispuesto, signor La Capra?
– ¿Intrusión? -preguntó La Capra abriendo mucho los ojos con expresión de sorpresa-. En modo alguno. Estoy seguro de que la pregunta obedece al interés que siente por sus conciudadanos. -Dejó que sus palabras se sedimentaran y entonces explicó-: Mandé instalar una alarma antirrobo. Pero, lo que es más importante, tengo vigilancia las veinticuatro horas. Uno de mis empleados está siempre aquí. Yo me fío más de la lealtad de mi personal que de cualquier dispositivo mecánico comprado. -Aquí el signor La Capra elevó la temperatura de su sonrisa-. Quizá parezca anticuado, pero yo creo en los valores de la lealtad y el honor.
– Por supuesto -dijo Brunetti sin convicción, pero sonrió dando a entender que había comprendido-. ¿Permite que la gente vea las otras piezas de su colección? Si éstas son una muestra -dijo Brunetti abarcando con un ademán toda la habitación-, debe de ser impresionante.
– Ah, comisario, lo siento -dijo La Capra moviendo ligeramente la cabeza-, pero ahora no podría enseñárselas.
– ¿No? -preguntó Brunetti cortésmente.
– Verá, el caso es que la habitación en la que pienso exponerlas no está terminada a mi entera satisfacción. La iluminación, las baldosas del suelo, hasta los paneles del techo me desagradan y me sentiría violento, sí, francamente violento, enseñándolos ahora. Pero con mucho gusto le invitaré a ver mi colección cuando la sala esté terminada y… -buscaba la palabra adecuada y al fin la encontró-: Y presentable.
– Es usted muy amable, signore. ¿Entonces puedo esperar que volvamos a vernos?
La Capra asintió, pero no sonrió.
– Debe usted de ser una persona muy ocupada -dijo Brunetti poniéndose en pie. Qué extraño, pensaba, que un amante del arte fuera reacio a enseñar su colección a un visitante que mostrara curiosidad o entusiasmo por las cosas bellas. Brunetti nunca había visto algo igual. Y más extraño todavía era que, hablando de la delincuencia en la ciudad, La Capra no hubiera creído oportuno mencionar ninguno de los dos incidentes que, esta misma semana, habían destruido la calma de Venecia y la vida de personas que, al igual que él, tenían amor al arte.
Al ver que Brunetti se levantaba, La Capra se puso en pie y fue con él a la puerta, bajó la escalera, cruzó el patio y lo acompañó hasta la entrada del palazzo. Sostuvo la puerta mientras Brunetti salía a la calle. Se estrecharon la mano cordialmente y el signor La Capra permaneció en la puerta mientras Brunetti se alejaba por la estrecha calle hacia campo San Paolo.
20
Después de pasar media hora con La Capra, Brunetti se decía que hablar ahora con Patta sería demasiado para una sola tarde, pero decidió ir a la questura de todos modos, por si tenía algún mensaje. Habían llamado dos personas: Giulio Carrara, que rogaba que Brunetti le llamara a Roma, y Flavia Petrelli, que decía que volvería a llamar.
Brunetti pidió que le pusieran con Roma y al poco rato hablaba con el maggiore. Carrara no perdió el tiempo en conversación personal sino que empezó inmediatamente con Semenzato.
– Guido, aquí tenemos algo que indica que estaba metido en más cosas de las que nos imaginábamos.
– ¿Qué
cosas?
– Hace dos días, interceptamos un cargamento de ceniceros de alabastro que llegaron a Livorno procedentes de Hong Kong, para un mayorista de Verona. Lo normal, el hombre recibe los ceniceros, les pone una etiqueta y los vende, «Made in Italy».
– ¿Por qué interceptaron el cargamento? No parece que se trate de cosas que normalmente hayan de interesarles.
– Uno de nuestros confidentes dijo que no sería mala idea echar un vistazo al cargamento.
– ¿Por lo de las etiquetas? -preguntó Brunetti, desconcertado-. ¿No es cosa de la aduana?
– Oh, ésos habían cobrado -dijo Carrara con displicencia-. El cargamento hubiera estado seguro hasta Verona. Pero esa persona nos avisó por lo que venía con los ceniceros.
Brunetti captó la insinuación.
– ¿Y qué encontraron?
– ¿Sabe qué es Angkor Wat, ¿verdad?
– ¿De Camboya?
– Si pregunta eso es que lo sabe. Cuatro de las cajas contenían estatuas procedentes de templos de allí.
– ¿Está seguro? -Nada más decirlo, Brunetti deseó haber hecho la pregunta en otros términos.
– Nuestro trabajo es estar seguros -dijo Carrara, pero como simple explicación-. Tres de las piezas fueron vistas en Bangkok hace años, pero desaparecieron del mercado antes de que la policía pudiera confiscarlas.
– Giulio, no sé cómo pueden estar seguros de que vienen de Angkor Wat.
– Los franceses hicieron muchos dibujos de los templos cuando Camboya era aún una colonia, y luego se han hecho fotos. Dos de las estatuas habían sido fotografiadas, y por eso estamos seguros.
– ¿Cuándo se tomaron las fotografías? -preguntó Brunetti.
– En 1985. Un equipo de arqueólogos de una universidad estadounidense pasó allí varios meses, dibujando y retratando, pero entonces la zona de combate se extendió hacia allí y tuvieron que huir. Pero disponemos de copias de todas las reproducciones. Por eso estamos seguros, completamente seguros, de dos de las piezas. Y probablemente las otras dos tienen la misma procedencia.
– ¿Alguna idea de adonde se enviaban?
– No. Sólo tenemos la dirección del mayorista de Verona.
– ¿Han hecho algo al respecto?
– Hemos puesto a dos hombres a vigilar el almacén de Livorno y hemos intervenido los teléfonos, tanto el del almacén como el de la oficina de Verona.
A Brunetti le parecía que el hallazgo de cuatro simples estatuas no justificaba semejante despliegue, pero se reservó la opinión.
– ¿Y del mayorista qué se sabe?
– Nada; es nuevo para nosotros. Los de aduanas tampoco tienen nada contra él.
– ¿Usted qué piensa?
Carrara reflexionó un momento antes de contestar:
– Yo diría que está limpio. Y probablemente eso significa que, antes de que se haga la entrega, alguien retirará las estatuas.
– ¿Dónde? ¿Cómo? -preguntó Brunetti. Y entonces añadió-: ¿Sabe alguien que abrieron ustedes las cajas?
– Hicimos que los de la policía de aduanas cerraran el almacén y armaran mucho revuelo a propósito de un envío de encaje que venía de las Filipinas. Mientras ellos abrían esos bultos, nosotros echamos un vistazo a los ceniceros, volvimos a cerrar las cajas y lo dejamos todo como estaba.
– ¿Y los encajes?
– Oh, lo de siempre. Venía el doble de mercancía de la que se declaraba en los documentos, de modo que confiscaron todo el envío y ahora están calculando el importe de la multa.
– ¿Y los ceniceros?
– Siguen en el almacén.
– ¿Qué harán con ellos?
– Yo no me encargo de ese asunto, Guido. Corresponde a la oficina de Milán. Hablé con el que lo lleva, y dice que quiere intervenir en el momento en que vayan a recoger las cajas con las estatuas.
– ¿Y usted qué opina?
– Yo dejaría que se las llevaran y trataría de seguirlos.
– Si se las llevan -dijo Brunetti.
– Aunque no se las lleven, tenemos vigilancia permanente en el almacén, y cuando se muevan lo sabremos. Además, el que sea enviado a recoger las estatuas no será importante y probablemente no sabrá mucho, aparte de adonde tiene que llevarlas, de modo que no servirá de gran cosa arrestarlo.
Finalmente, Brunetti preguntó:
– Giulio, ¿no es una operación muy complicada para cuatro estatuas? Y aún no me ha dicho cómo se ha relacionado con esto a Semenzato.
– Una idea clara tampoco nosotros la tenemos, pero el hombre que nos llamó nos dijo que en Venecia había gente, y se refería a la policía, Guido, que podía estar interesada en esto. -Antes de que Brunetti pudiera interrumpirle, Carrara agregó-: No quiso dar más explicaciones, pero dijo que había más envíos. Que éste era sólo uno de tantos.
– ¿Todos de Oriente? -preguntó Brunetti.
– Eso no lo especificó.
– ¿Hay aquí mercado para esas cosas?
– Aquí, en Italia, no, pero lo hay en Alemania y, una vez en Italia la mercancía, es fácil hacerla llegar allí.
Ningún italiano se molestaría en preguntar por qué no se hacían los envíos directamente a Alemania. Se rumoreaba que los alemanes consideraban la ley como algo que había que cumplir, mientras que los italianos la veían como algo que había que analizar y luego evadir.
– ¿Cuál puede ser el valor, el precio? -preguntó Brunetti, sintiéndose el típico veneciano.
– Fabuloso, no por la belleza de las estatuas en sí sino porque proceden de Angkor Wat.
– ¿Podrían venderse libremente en el mercado? -preguntó Brunetti, pensando en la sala que el signor La Capra había dispuesto en el tercer piso de su palazzo y preguntándose cuántos signor La Capra podría haber.
Nuevamente, Carrara reflexionó antes de contestar.
– No; probablemente, no. Pero eso no significa que no haya mercado para ellas.
– Comprendo. -Era sólo una posibilidad, pero preguntó-: Giulio, ¿tienen algo acerca de un tal La Capra, Carmello La Capra? De Palermo. -Mencionó la coincidencia con Semenzato en los viajes al extranjero: las mismas ciudades y las mismas fechas.
Después de una breve pausa, Carrara respondió:
– El nombre me resulta vagamente familiar, pero no puedo asociarlo a algo concreto. Déme una hora, miraré en el ordenador si hay algo sobre él.
La siguiente pregunta de Brunetti obedecía a simple curiosidad profesional:
– ¿Tienen mucha información en su ordenador?
– Montones -dijo Carrara con audible orgullo-. Listados de nombres, ciudades, siglos, formas de arte, artistas, técnicas de reproducción. Pida usted lo que quiera: si ha sido robado o falsificado, aparecerá en el ordenador. Ese hombre podría estar con su apellido o con cualquier alias o mote que pueda tener.
– El signor La Capra no es hombre que consienta que le pongan mote -explicó Brunetti.
– Ah, vamos, uno de ésos. Pues en tal caso podría estar en «Palermo» -y entonces Carrara añadió, innecesariamente-: Es un archivo muy voluminoso. -Hizo una pausa para dar tiempo a Brunetti a asimilar el comentario y preguntó-: ¿Le interesa algún tipo de arte en especial, alguna técnica?
– Cerámica china -apuntó Brunetti.
– Ah -dijo Carrara prolongando la exclamación y elevando el tono-. De ahí me sonaba el nombre. No recuerdo exactamente qué fue, pero si el nombre me suena por esa asociación, estará en el ordenador. Luego le llamo, Guido.
– Se lo agradeceré, Giulio. -Entonces, por simple curiosidad, preguntó-: ¿Existe la posibilidad de que lo envíen a Verona?
– No lo creo. Los hombres de Milán son de lo mejor que tenemos. Yo iría sólo si resultara que eso está relacionado con alguna de mis investigaciones en curso.
– Comprendo. Llámeme si encuentra algo sobre La Capra. Estaré toda la tarde. Y gracias, Giulio.
– No me las dé hasta que sepa lo que puedo decirle -repuso Carrara, y colgó antes de que Brunetti pudiera contestar.
Brunetti preguntó por teléfono
a la signorina Elettra si había recibido la lista de llamadas de La Capra y Semenzato y descubrió con satisfacción que no sólo Telecom había enviado las listas sino que, además, ella había podido detectar numerosas llamadas hechas entre los teléfonos de sus respectivos domicilios y despachos en Italia, así como a hoteles del extranjero cuando uno de los dos hombres se hospedaba en ellos.
– ¿Quiere que se las lleve, comisario?
– Si tiene la bondad, signorina.
Mientras la esperaba, Brunetti abrió la carpeta de Brett y marcó el número que allí se indicaba. El teléfono sonó siete veces pero nadie contestó. ¿Significaba esto que ella había seguido su consejo y se había ido a Milán? Quizá Flavia había llamado para comunicárselo.
Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de la signorina Elettra, hoy, vestida de gris, muy sobria; sobria, hasta que Brunetti bajó la mirada y vio unas medias negras decoradas con un abigarrado dibujo ¿de flores? y unos zapatos rojos, con unos tacones más altos que los que Paola se había atrevido a llevar nunca. Se acercó a la mesa y le puso delante una carpeta marrón.
– He marcado con un círculo las llamadas que se corresponden -explicó.
– Gracias, signorina. ¿Se ha guardado copia?
Ella asintió.
– Muy bien. Vea ahora si puede conseguir la lista de llamadas de la tienda de antigüedades de Francesco Murino, de campo Santa Maria Formosa, y si Semenzato o La Capra lo llamaron o él a ellos.
– Me he tomado la libertad de llamar a la American Telegraph and Telephone a Nueva York -dijo la signorina Elettra-, para averiguar si alguno de ellos utilizaba tarjetas de llamadas internacionales. La Capra, sí. El hombre con el que he hablado me ha dicho que me pasaría por fax una lista de las llamadas de los últimos años. Quizá la tenga esta misma tarde.
– ¿Ha hablado usted personalmente con él, signorina? -preguntó Brunetti, admirado-. ¿En inglés? ¡Un amigo en Banca d'Italia y, además, habla inglés!
– Naturalmente, él no hablaba italiano, a pesar de trabajar en la sección internacional. -¿Debía escandalizarse Brunetti por este fallo? Si así era, se escandalizaría, porque era evidente que la signorina Elettra estaba escandalizada.