Aqua alta

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Aqua alta Page 22

by Donna Leon

– Tenga -dijo Brunetti cerrando el paraguas y dándoselo. Rápidamente, se inclinó y la tomó en brazos. Ella, desprevenida, con un movimiento reflejo, se le agarró al cuello y le golpeó la cabeza con el mango del paraguas que él acababa de entregarle. Él dio un traspiés, pero recuperó el equilibrio y echó a andar. Dobló las dos esquinas que faltaban y al llegar a la puerta de la casa la dejó en el suelo.

  El pelo le chorreaba, el agua se le metía por el cuello y le resbalaba por el cuerpo. Mientras la traía en brazos, había tropezado y el agua fría le había entrado en la bota mojándole el zapato. Pero había conseguido traerla a casa. Cuando la dejó en el suelo, se apartó el pelo que tenía pegado a la frente.

  Rápidamente, ella abrió la puerta y entró en el zaguán, donde el agua tenía la misma altura que en la calle. Empezó a subir la escalera. El segundo peldaño ya estaba seco. Al oír a Brunetti chapotear a su espalda, ella subió dos peldaños más y se volvió a mirarlo.

  – Gracias. -Se quitó el otro zapato, que dejó tirado en la escalera, y siguió subiendo. Él la seguía de cerca. En el segundo rellano, oyeron la música que fluía escaleras abajo. Al llegar arriba, frente a la puerta metálica, ella eligió una llave, la introdujo en la cerradura y la hizo girar. La puerta no se movió.

  Ella sacó la llave, eligió otra y abrió la cerradura de la parte superior de la puerta, luego accionó la primera cerradura.

  – Es extraño -dijo volviéndose hacia él-. Está cerrada con dos llaves.

  A él le pareció lógico que Brett echara las dos llaves desde dentro.

  – Brett -gritó Flavia al empujar la puerta. La música salió a su encuentro, pero Brett no-. Soy yo -dijo Flavia-. Guido ha venido conmigo.

  Nadie contestó.

  Descalza, dejando un reguero de agua en el suelo, Flavia entró en la sala y fue al fondo del apartamento, a mirar en los dos dormitorios. Cuando volvió estaba más pálida. A su espalda, cantaban violines, vibraban trompetas y se restauraba la armonía universal.

  – Brett no está en casa, Guido. Se ha marchado.

  21

  Aquella tarde, cuando Flavia salió del apartamento, Brett, sentada a su escritorio, miraba las hojas esparcidas ante ella. Contemplaba gráficos de las temperaturas a que ardían distintos tipos de madera, tamaños de los hornos descubiertos en China Occidental, los isótopos hallados en el vidriado de los vasos de las tumbas de la zona y una reconstrucción ecológica de la flora local dos mil años atrás. Si interpretaba y combinaba los datos de un modo, obtenía un esquema de la forma en que se cocía la cerámica, pero si disponía las variables de otro modo, su tesis se venía abajo, todo era absurdo, y ella hubiera debido quedarse en China, donde estaba su sitio.

  Esta idea le hizo preguntarse si podría volver algún día, si Flavia y Brunetti conseguirían arreglar el estropicio -no encontraba otra palabra- y ella podría volver al trabajo. Apartó los papeles con impaciencia. No tenía objeto terminar el artículo, si dentro de poco la autora iba a ser desacreditada por haber sido instrumento de un sonado fraude artístico. Se levantó de la mesa y se acercó a las hileras de CDs pulcramente clasificados, buscando una música apropiada para su estado de ánimo. Nada vocal. No estaba de humor para oír a unos tarados obesos cantar sus amores y sus nostalgias. Amor y nostalgia. Y tampoco nada de arpa: su sonido quejumbroso le haría estallar los nervios. Bien, ya lo tenía: si algo podía demostrarle que en el mundo aún quedaba un poco de cordura, alegría y amor, era la Sinfonía Júpiter.

  Ya estaba convencida de que había cordura y alegría y empezaba a creer otra vez en el amor cuando sonó el teléfono. Contestó porque pensó que podía ser Flavia, que hacía más de una hora que había salido.

  – Pronto -dijo, consciente de que era la primera vez que usaba el teléfono en casi una semana.

  – ¿Professoressa Lynch? -preguntó una voz masculina.

  – Sí.

  – Unos amigos míos le hicieron una visita la semana pasada -dijo el hombre con una voz bien modulada y serena, alargando las sílabas con el sonsonete del acento siciliano. Como Brett no respondiera, agregó-: Estoy seguro de que lo recuerda.

  Ella siguió sin decir nada, sosteniendo el teléfono con una mano rígida y recordando la visita con los ojos cerrados.

  – Professoressa, he pensado que le interesaría saber que su amiga -la voz recalcó irónicamente la palabra-, su amiga la signora Petrelli está ahora con esos mismos caballeros. Sí, en este momento, mientras usted y yo hablamos, mis amigos dialogan con ella.

  – ¿Qué quiere? -preguntó Brett.

  – Ah, había olvidado lo directos que son ustedes los americanos. Pues quiero hablar con usted, professoressa.

  Después de un largo silencio, Brett preguntó:

  – ¿Hablar de qué?

  – Oh, pues de arte chino, naturalmente, especialmente, de unas cerámicas de la dinastía Han que supongo que deseará ver, Pero antes tenemos que hablar de la signora Petrelli.

  – Yo no quiero hablar con usted.

  – Eso me temía, dottoressa. Por ello me he tomado la libertad de rogar a la signora Petrelli que viniera a mi casa.

  Brett dijo lo único que se le ocurrió:

  – Ella está aquí conmigo.

  El hombre se echó a reír.

  – Vamos, dottoressa, no se haga la estúpida conmigo, yo sé que es usted una mujer muy inteligente. Si ella estuviera con usted, hubiera colgado el teléfono inmediatamente y en este momento estaría llamando a la policía en lugar de hablar conmigo. -Dejó que sus palabras surtieran efecto y preguntó-: ¿Me equivoco?

  – ¿Cómo puedo saber que está con ustedes?

  – Ah, no puede, dottoressa, y eso forma parte del juego. Pero sabe que no está con usted y sabe que está fuera de casa desde las dos y catorce, hora en que ha salido a la calle y se ha encaminado hacia Rialto. Hace un día muy desapacible para pasear. Llueve mucho. Ya tendría que haber vuelto. En realidad, si me permite la observación, ya hace rato que debería haber vuelto, ¿no? -Brett no contestaba y él insistió-: ¿No?

  – ¿Qué quiere? -preguntó Brett con cansancio.

  – Así me gusta. Quiero que venga a verme, dottoressa. Quiero que venga ahora, que se ponga el abrigo y salga del apartamento. Alguien que está esperándola me la traerá. En cuanto usted salga, la signora Petrelli podrá marcharse.

  – ¿Dónde está?

  – No esperará que le diga eso, ¿verdad? -preguntó él con fingido asombro-. Conteste, ¿hará lo que le pido?

  La respuesta salió espontáneamente, sin pensar:

  – Sí.

  – Muy bien. Una sabia decisión. Estoy seguro de que se alegrará de haberla tomado. Lo mismo que la signora Petrelli. Cuando acabemos de hablar, no cuelgue el teléfono, no quiero que haga llamadas. ¿Lo ha entendido?

  – Sí.

  – Oigo música. ¿La Júpiter?

  – Sí.

  – ¿Qué versión?

  – Abbado -respondió ella con una creciente sensación de irrealidad.

  – Ah, no es buena elección, ni hablar -dijo él rápidamente sin tratar de disimular la decepción que le causaba su gusto-. Los italianos no tienen idea de cómo hay que dirigir a Mozart. Bueno, podemos hablar de eso cuando venga. Quizá incluso escuchemos una grabación de Von Karajan. Creo que es muy superior. De momento, deje la música, póngase el abrigo y baje la escalera. Y no trate de dejar un mensaje porque alguien subirá con sus llaves para cerciorarse, de modo que puede ahorrarse la molestia. ¿Entendido?

  – Sí -respondió ella sin ánimo.

  – Entonces deje el teléfono, vaya a buscar el abrigo y salga del apartamento -ordenó él con una voz que por primera vez se aproximaba al que debía de ser su tono natural.

  – ¿Cómo sé que dejarán marchar a Flavia? -preguntó Brett, tratando de que su voz pareciera serena.

  Esta vez él se rió.

  – No lo sabe. Pero yo le aseguro, es más, le doy mi palabra de caballero de que tan pronto como usted salga del apartamento con mis amigos alguien hará una llamada y la signora Petrelli podrá marcharse. -Como ella
no respondiera, él agregó-: No hay alternativa, dottoressa.

  Ella puso el teléfono en la mesa, salió al recibidor y descolgó el abrigo del armario. Volvió a la sala, fue a su escritorio y tomó una pluma. Rápidamente, escribió unas palabras en un papel pequeño y fue a la librería. Miró el panel de control del tocadiscos, oprimió la tecla «Repetir» y puso el papel en la caja vacía del CD, la cerró y la dejó apoyada en la puerta del tocadiscos. Recogió las llaves de encima de la mesa del recibidor y salió.

  Cuando abrió la puerta de la calle, dos hombres entraron rápidamente en el zaguán. En uno de ellos reconoció al más bajo de los que la habían golpeado y tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un paso atrás. Él sonrió y extendió la mano.

  – Las llaves -exigió. Ella las sacó del bolsillo y se las dio. El hombre desapareció por la escalera arriba y tardó cinco minutos en volver, durante los cuales el otro hombre estuvo observándola, mientras ella miraba el agua que entraba por debajo de la puerta con la pequeña ondulación que señalaba la llegada del acqua alta.

  Cuando el hombre volvió, su compañero abrió la puerta y salieron a la calle inundada. Seguía diluviando y no llevaban paraguas. Rápidamente, se encaminaron hacia Rialto. Iban uno a cada lado de ella y cuando en las estrechas calles se cruzaban con otros transeúntes se situaban uno delante y otro detrás. Al otro lado del puente, los dos hombres trataron de ir hacia la izquierda, pero el agua había subido mucho a lo largo del Gran Canal, y tuvieron que seguir por el mercado, en el que sólo quedaban los más atrevidos. Torcieron a la izquierda, subieron a una de las pasarelas de madera colocadas sobre los soportes metálicos y siguieron hacia San Polo.

  Ella comprendía que había sido imprudente. No podía estar segura de si el que la había llamado tenía a Flavia. Aunque, si no la había seguido, ¿cómo podía saber la hora exacta en que ella había salido del apartamento y adonde se dirigía? Tampoco podía tener la certeza de que aquel hombre dejara marchar a Flavia a cambio de que ella se aviniera a hablar con él. Era sólo una posibilidad. Pensó en Flavia, la recordó sentada junto a su cama cuando despertó en el hospital, recordó a Flavia en escena, en el primer acto de Don Giovanni, cantando «E nasca il tuo timor dal mio periglio» y recordó otras cosas. Era una posibilidad y se había arriesgado.

  El que iba delante se volvió hacia la izquierda, bajó de la pasarela al agua y fue hacia el Gran Canal. Ella reconoció la calle Dilera, recordó que allí había una tintorería especializada en prendas de ante y se admiró de poder pensar en algo tan trivial en un momento semejante.

  Con el agua por encima del tobillo, se pararon delante de una gran puerta de madera. El más bajo la abrió con una llave y Brett se encontró en un patio, bajo la lluvia que batía el agua atrapada en su interior. Los dos hombres, uno delante y otro detrás de ella, le hicieron cruzar el patio. Subieron un tramo de la escalera exterior, abrieron otra puerta y entraron. Allí los recibió un hombre más joven que, con un movimiento de la cabeza, les indicó que podían marcharse. Luego, sin decir nada, dio media vuelta, condujo a Brett por un largo pasillo, una segunda escalera y luego una tercera. Al llegar arriba, se volvió para decirle:

  – El impermeable.

  Se situó detrás de ella, que, con dedos torpes de frío y de angustia, peleaba con los botones. Por fin consiguió quitarse el impermeable. Él lo tomó, lo dejó caer al suelo con indolencia, la abrazó bruscamente y le manoseó los pechos mientras se frotaba rítmicamente contra ella y le susurraba al oído:

  – Tú aún no sabes lo que es un italiano de verdad, ¿eh, angelo mio? Espera, espera y verás.

  Brett dejó caer la cabeza hacia adelante y sintió que se le doblaban las rodillas. Luchó por permanecer de pie y lo consiguió, pero perdió su otra batalla contra las lágrimas.

  – Ah, eso está bien -dijo el hombre a su espalda-. Me gusta cuando lloráis.

  Dentro de la habitación sonó una voz. Con la misma brusquedad con que la había abrazado, el hombre se apartó de ella y abrió la puerta. Se hizo a un lado para que ella entrara y cerró la puerta quedándose fuera. Ella, empapada, empezaba a tiritar.

  Había un hombre de unos cincuenta años en el centro de aquella habitación con suelo de madera llena de vitrinas de plexiglás sobre soportes cubiertos de terciopelo que se alzaban hasta la altura de los ojos. Unos focos disimulados en las gruesas vigas de madera del techo iluminaban las vitrinas, vacías algunas de ellas. Similar iluminación tenían las hornacinas que vio en las blancas paredes, pero éstas todas parecían contener algún objeto.

  El hombre se adelantó sonriendo.

  – Dottoressa Lynch, es un gran honor. Nunca imaginé que tendría el placer de conocerla personalmente. -Se detuvo delante de ella, con la mano extendida todavía y prosiguió-: Quiero que sepa ante todo que he leído sus libros y me han parecido muy ilustrativos, especialmente, el dedicado a las cerámicas.

  Ella no hacía ademán de darle la mano, por lo que el hombre bajó la suya, pero no se apartó.

  – Celebro que haya accedido a venir.

  – ¿Tenía elección? -preguntó Brett.

  El hombre sonrió.

  – Claro que tenía elección, dottoressa. Siempre hay elección. Sólo que cuando la elección es difícil decimos que no la tenemos. Pero siempre hay elección. Hubiera podido negarse a venir, y hubiera podido llamar a la policía. Pero no lo hizo, ¿verdad? Sonrió otra vez y hasta su mirada se hizo más cálida, quizá por su sentido del humor, quizá por algo tan siniestro que Brett prefirió no analizarlo.

  – ¿Dónde está Flavia?

  – Oh, la signora Petrelli está bien, se lo aseguro. Lo último que he sabido de ella es que volvía de la Riva degli Schiavoni, camino de su apartamento.

  – ¿Entonces no la tiene usted?

  Él se echó a reír.

  – Claro que no, dottoressa. En ningún momento. No hay necesidad de mezclar a la signora Petrelli en este asunto. Además, si algo pudiera ocurrirle a su voz, nunca me lo perdonaría. Y no es que me entusiasme todo lo que canta -añadió con la condescendencia de la persona de gusto más refinado-, pero su talento me inspira franco respeto.

  Brett dio media vuelta y fue hacia la puerta. Hizo girar el picaporte, pero no pudo abrir. Probó otra vez, con más fuerza, y tampoco consiguió que la puerta cediera. Mientras tanto, el hombre se había situado frente a una de las vitrinas iluminadas. Cuando ella se volvió, lo vio contemplar las pequeñas piezas que contenía la vitrina, casi ajeno a su presencia.

  – ¿Va a dejarme marchar? -preguntó ella.

  – ¿Le gustaría ver mi colección, dottoressa? -preguntó él como si no la hubiera oído.

  – Quiero salir de aquí.

  Nuevamente, fue como si no hubiera dicho nada.

  Él seguía mirando las dos figuritas de la vitrina.

  – Estas dos pequeñas piezas de jade deben de ser de la dinastía Shang, ¿no le parece? Probablemente, del período An-yang. -Dio la espalda a la vitrina y sonrió a Brett-. Desde luego, es un período muy anterior al de su especialidad, dottoressa, unos mil años, pero sin duda le resultarán familiares. -Fue hacia la siguiente vitrina y se paró a mirar su contenido-. Fíjese en esta bailarina. Todavía conserva casi toda la pintura; es algo insólito en una pieza del Han Occidental. Tiene unas muescas en la parte inferior de la manga, pero si la pongo un poco ladeada no se ven. -Extendió los brazos, levantó la cubierta de plexiglás del soporte y la dejó en el suelo. Cuidadosamente, tomó la figura, que medía unos treinta centímetros, y cruzó la habitación.

  Al llegar frente a Brett, puso la estatua cabeza abajo para que ella pudiera ver los pequeños desconchados de una de las largas mangas. La pintura que cubría la parte superior del vestido seguía siendo roja, al cabo de tantos siglos, y la negra falda aún relucía.

  – Debe de haber salido de alguna tumba hace muy poco, o no estaría tan bien conservada, imagino.

  Enderezó la estatua y permitió a Brett una última mirada antes de llevársela y ponerla cuidadosamente en su pedestal.

  – Qué gran idea, la de enterrar cosas bellas, mu
jeres bellas, con los muertos. -Reflexionó sobre lo que acababa de decir y agregó, mientras volvía a poner la cubierta-: Claro que estaba mal sacrificar a criados y esclavos para que los acompañaran en su viaje al otro mundo. Pero, a pesar de todo, es una hermosa idea, honra mucho a los muertos. -La miró otra vez-. ¿No opina lo mismo, dottoressa Lynch?

  Ella se preguntaba si esta escena tan teatral no tendría por objeto intimidarla para que secundara sus oscuros fines. ¿Era fingido su interés por aquellos objetos, o pretendía hacerle creer que estaba loco y que, por lo tanto, era capaz de hacerle daño si se resistía? ¿O quizá sólo quería que admirara su colección?

  Ella miró en derredor, empezando a ver realmente los objetos. Ahora él estaba junto a una olla neolítica decorada con el motivo de la rana, con dos pequeñas asas en la parte inferior. Parecía tan bien conservada que ella se acercó para verla mejor.

  – Una preciosidad, ¿verdad? -comentó él, voluble-. Si viene por aquí, professoressa, le enseñaré algo de lo que estoy especialmente orgulloso. -Se paró delante de otra vitrina en la que sobre un panel forrado de terciopelo negro, descansaba un disco de jade blanco profusamente tallado-. Qué hermosura -dijo, inclinándose a admirarlo-. Diría que es del período de los Estados en Guerra, ¿no cree?

  – Sí -respondió ella-. Lo parece, especialmente, por el motivo de los animales.

  Él sonrió con auténtico gozo.

  – Eso es exactamente lo que me convenció, dottoressa. -Volvió a mirar el medallón y luego a Brett-: No imagina lo halagador que es para un aficionado el que un especialista confirme su opinión.

  Ella no era especialista en objetos del neolítico, pero no consideró oportuno sacarlo de su error.

  – Cualquier marchante o el departamento oriental de cualquier museo hubiera podido confirmárselo.

  – Desde luego -dijo él distraídamente-. Pero prefiero no acudir a ellos.

  El hombre se alejó hacia el otro extremo de la habitación, y se detuvo frente a una de las hornacinas de la que sacó una pieza metálica alargada con artísticas incrustaciones de oro y plata.

 

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