by Joe Hayes
Then they heard Pedro say, “No, Diablo. Neither one is any good. You can take them both!”
When the two men heard that, they thought the Devil would be coming over the wall any minute to get them. They sobered up in a hurry, jumped to their feet and ran home as fast as they could. They slammed their doors and locked them tight!
And they say that from that day on, those two men stayed home every night. And they never touched another drop of whiskey for the rest of their lives!
PEDRO Y EL DIABLO
Una vez en un pueblito de la sierra vivían dos hombres muy amigos. Uno se llamaba Pedro. ¿El otro? Bueno, parece que nadie se acuerda ya de su nombre, pues no lo llamaban por nombre, sino por el apodo que le habían puesto. Cuando apenas tenía siete u ocho años todo el mundo empezó a llamarlo “el Diablo” porque era muy travieso.
En la escuela, si los muchachos le hacían una travesura a la maestra, lo más seguro es que era el Diablo a quien se lo ocurrió. Metía a todos los muchachos en el juego, y luego cuando los pescaban todos se encontraban en apuros, menos el Diablo. Éste siempre sabía la manera de salir sin castigo. Así que los otros muchachos dejaron de frecuentar al Diablo. Pero no su gran amigo Pedro.
En todos los grados primarios y los de la secundaria también el Diablo metía a su amigo en líos. Hasta cuando eran hombres y ya deberían haberse reformado, seguía la misma cosa. El Diablo llevaba a Pedro a los malos caminos.
Por ejemplo, una vez el Diablo le dijo a su amigo: —Oye, Pedro, ¿has visto las manzanas que tiene el viejo Martínez en el árbol de su patio? Son de maravilla. ¿Por qué no robamos algunas esta noche? Estará obscuro. Nadie nos va a ver.
Pedro le dijo: —Oh, no. El viejo Martínez tiene ese perro grandote. Me va a mochar la pierna de una mordida.
Pero el Diablo le dijo: —No te preocupes del perro. Lo tiene en la casa por la noche. Vamos. Agarremos unas manzanas.—Y convenció a su amigo.
Aquella noche los dos amigos tomaron un costal grande y fueron a la casa del viejo Martínez. El perro sí estaba dentro. Deslizaron dentro del patio y se pusieron a pizcar manzanas. Llenaron el costal de manzanas y luego salieron sin ruido al camino.
Pedro susurró: —Hay que encontrar dónde repartir estas manzanas.
Por supuesto que el Diablo tenía la solución: —Vamos al camposanto—dijo—. Nadie nos va a molestar en el cementerio.
Se fueron por el camino hasta llegar al cementerio. Entraron por la puerta y siguieron la tapia baja de adobe que cercaba el camposanto hasta encontrar un lugar muy oscuro junto a la pared.
Se sentaron y echaron las manzanas en la tierra y se pusieron a separarlas en dos montoncitos. Mientras repartían las manzanas decían en voz baja: —Una para Pedro. . .una para el Diablo. Una para Pedro. . .una para el Diablo. . . . —Así fueron haciendo las dos pilas de manzanas.
Bueno, tocó la casualidad de que un par de hombres del pueblo habían hecho parranda esa noche, bailando y festejando y tomando un poco demás. A decir la verdad, habían tomado tanto que no podían llegar a casa. Se habían dormido recostados contra la pared al lado opuesto de donde Pedro y el Diablo repartían las manzanas. Uno de los borrachos era un tipo grande y gordo. El otro era viejo y flaco, con la cara muy arrugada.
Al cabo de unos minutos, el viejo se despertó. Desde el otro lado de la pared, allá en el cementario, oyó una voz que decía: —Una para Pedro. . .una para el Diablo. Una para Pedro. . .una para el Diablo. . . .
Al pobrecito se le salieron los ojos—. ¡Ay, Dios mío! — boqueó—. San Pedro y el diablo están repartiendo las almas muertas en el camposanto.
Despertó a su amigo y los dos se quedaron ahí pasmados, mirándose boquiabiertos sin poder hablar. Y la voz seguía diciendo: —Una para Pedro. . .una para el Diablo. Una para Pedro. . .una para el Diablo. . . . —hasta que Pedro y el Diablo habían repartido todas las manzanas.
Luego los dos hombres oyeron al Diablo decir: —Bueno, Pedro, ya están todas.
Pero sucedió que Pedro notó dos manzanas que habían rodado hasta la pared. Una era bien gorda y redonda. La otra no era tan buena, pues era muy arrugada.
Oyeron a Pedro decir: —No, Diablo, todavía quedan dos que no estaban aquí con las demás. Ahí junto a la pared hay una muy gorda y otra bien reseca y arrugada.
A los hombres se les paró el pelo de la nuca. Creían que las almas de que hablaron eran las suyas. Escucharon atentos y oyeron que el Diablo dijo: —Bueno, Pedro, tú te llevas la gorda, y yo me quedo con la arrugada.
Y luego oyeron decir a Pedro: —No, Diablo, ni la una ni la otra está buena. Quédate con las dos.
Cuando los borrachos oyeron eso, pensaron que el diablo iba a brincar la tapia en cualquier momento para agarrar sus almas. Pronto se les bajó la borrachera. Se levantaron de un salto y se fueron corriendo a casa a toda carrera. Cerraron la puerta de golpe y la atrancaron.
Y se cuenta que a partir de aquella noche esos dos hombres se quedaron en sus casas todas las noches. Y nunca más en la vida tomaron ni una sola gota de whisky.
GOOD ADVICE
This is the story of a man and wife who had just one son. He was a good boy, both likeable and hardworking, but sometimes a little slow to learn.
One day the parents told the boy he would have to go look for work and bring some money into the family, as they were very poor. So the boy set out and soon came to a ranch and began to work there. At the end of the first month, the rancher paid the boy one silver coin, and the boy started for home to give the money to his parents.
On the way, the boy met an old, old man with a long grey beard. “Buenas tardes,” the boy greeted him. “What are you doing here on the road?”
The man told him, “I’m selling advice.” And he told the boy that for one silver coin he would sell him some advice of great value.
The boy handed him the coin and the old man whispered in his ear:
Dóndequiera que fueras, haz lo que vieras.
Wherever you may go, do as you see others do.
The boy walked on home repeating that advice over and over to himself. When he got home and his parents learned that he had spent all his wages on one piece of advice, they scolded him sharply and told him to go back to work.
The boy returned to the ranch and worked another month. He received his silver coin and started for home. Again he met the old man, who said he had a second bit of advice that was even more valuable than the first.
The boy paid him and received these words:
Hombre casado, tenga cuidado.
A married man should be on his guard.
The boy walked on home repeating the rhyme to himself. When he arrived home, his parents were furious. “Foolish boy!” they shouted. “We’re depending on you to help us with the money you make, and you waste it on advice. Here’s some better advice: Go back to work and don’t come home until you have some money to offer!”
They chased the boy from the house, and he returned to the ranch. You can guess what happened at the end of the month. Again he met the old man on the road. But this time he hesitated. He explained to the old man, “If I spend this money, I can’t go home.”
“What is money?” asked the old one. “Money comes and it goes. Good advice will last you all your life.”
The boy paid his coin to the old man again. In return, the old man told him:
Aunque pobre, eres sano.
Trabaja con la mano.
If you’re a poor but healthy man,
earn your living with your hands.
With that, the old man disappeared. The boy thought, Now I can never go home. If I do, they’ll chase me off again. I’ll go into the world and seek my fortune. And he set out for foreign lands.
After traveling a long time he came to a city built around a great castle. The boy made his way to the castle gate, and there he saw a troop of soldiers marching back and forth with rifles on their shoulders.
Suddenly the boy remembered the first bit of advice he had bought. “I must do what I see being done,” he said to himsel
f.
He had no rifle so he picked up a broom that he saw leaning against a nearby wall and fell in with the soldiers.
Now, it just so happened that the princess was looking out from her window at that moment, and there is something you must know about her: she was very sad. Indeed, she hadn’t laughed in years.
The princess had been sad for so long that her father, the king, had declared that any man who could make her laugh could marry her!
When the princess saw that boy take up a broom and march along with the soldiers, she burst forth in peals of laughter. The boy was immediately brought into the castle to be married to the princess.
But there is something more you must know. The reason for the princess’ sadness was that she had been married a hundred times, but each of her husbands had disappeared on their wedding night, never to be seen again. It was whispered that some horrible monster had eaten them!
The boy was married to the princess, and after the marvelous wedding feast, they went up to her chambers. The princess lay down on the bed, but the boy remembered the second piece of advice and said to himself, “I’m a married man now. I’d better be careful.” He made up his mind to stay awake all night and be on his guard.
Just at midnight he was beginning to doze off when he heard a slithering and hissing sound. He opened his eyes, and there, not two feet from his face, was the gaping mouth of a great serpent! Its eyes were bright yellow and its long red tongue flashed in and out of its mouth.
The boy jumped up, and seizing a sword that hung on the wall, chopped at the snake until he killed it. That was the monster that had eaten the other bridegrooms—and now it was dead.
In the morning when everyone saw that the princess’ husband was alive, a big celebration began. It lasted for seven days and seven nights. But the boy kept thinking about the third advice he had bought:
If you’re a poor but healthy man,
earn your living with your hands.
“This dancing and feasting is all very nice,” the boy told his wife, “but my advice tells me I should be working with my hands.” And he declared that the next day he would go find work
“You’re married to a princess,” the wife told him. “You don’t have to work.”
But he insisted. “Your money is yours. I must still earn my own.”
In the morning he went to the palace of a neighboring king and asked for a job and was put to work building a wall with some other laborers. The other workmen soon saw that the boy knew nothing about laying stone or mixing mortar, and he struck them as a bit foolish. They all began to make fun of him.
Finally the boy grew angry. “You can say what you like,” he told his fellow workers. “But I’m married to a princess. Can any of you say as much?”
Of course the other workers didn’t believe him. One of them reported to the king that the boy was boasting and pretending to be royalty, claiming that he was married to a princess.
The king was enraged and sent for the boy. But when he saw what a simple fellow he was, the king laughed and said, “So you claim to be a nobleman.”
“No, Your Majesty,” the boy replied. “But my wife is a princess.”
Now the king laughed even louder, but the boy told him, “If you don’t believe me wait until noon. You’ll see when she brings my lunch.”
The king was growing annoyed. “Yes, I’ll wait until noon, and if I don’t see a princess coming with your lunch, you may expect to spend the rest of your life in my dungeon!”
“Fine,” said the boy. “And if you do see a princess, what will you give me?”
The king lost his patience. “If you’re married to a princess,” he roared, “I’ll pay you your weight in gold!”
The boy went back to work on the wall, and just at twelve o’clock he called to the workers, “Look! Here comes my wife.”
Up the road came a carriage drawn by twelve white horses. In front rode fifty mounted soldiers, and fifty more rode behind. The carriage stopped in front of the workmen and the princess descended and handed the boy his lunch.
The king was watching from his window, and when he saw the princess he began cursing and muttering to himself, but there was no getting out of his bargain.
A big scale was brought out and the boy sat on the right side. Gold from the king’s treasure was placed on the left until the two sides rested perfectly level.
The boy returned home with the princess, and since they lived happily for the rest of their lives, there’s really nothing more to tell about them.
BUENOS CONSEJOS
Éstos eran un hombre y una mujer que tenían un solo hijo. Era buen muchacho, amable y aplicado, pero a veces un poco lento para aprender.
Un día los padres le dijeron al hijo que tenía que dejar la casa para buscar trabajo y traer dinero a la familia, porque eran muy pobres. El muchacho se fue y a poco de caminar llegó a un rancho y se puso a trabajar allí. Al final del primer mes el ranchero le pagó una moneda de plata al muchacho, y este se encaminó para regresar a casa y darles el dinero a sus padres.
En el camino, el muchacho se encontró con un anciano de larga barba gris. El muchacho lo saludó: —Buenas tardes. ¿Qué anda usted haciendo aquí en el camino?
El viejo le dijo: —Vendo consejos. —Y le dijo al muchacho que por una moneda de plata le daría un consejo muy valioso.
Así que el muchacho le puso la moneda en la mano, y el viejo le susurró a la oreja:
Dóndequiera que fueras,
haz lo que vieras.
El muchacho siguió caminando a casa repitiéndose el consejo una y otra vez. Cuando llegó a casa y sus padres supieron que había gastado todo el dinero por un consejo, lo regañaron severamente y lo mandaron volver a trabajar.
El muchacho regresó al rancho y trabajó otro mes. Recibió su moneda de plata y se encaminó a casa. Otra vez se encontró con el viejito que le dijo que tenía un segundo consejo aún más valioso que el primero.
El muchacho le pagó la moneda y recibió estas palabras:
Hombre casado,
tenga cuidado.
El muchacho siguió su camino repitiéndo el verso. Cuando llegó a casa sus padres se pusieron furiosos.
—¡Muchacho bruto! —le gritaron—. Contamos contigo para ayudarnos con el dinero que ganas y tú lo despilfarras en consejos. Pues, te tenemos otro consejo: vete a trabajar y no vuelvas a casa sin dinero.
Echaron al hijo de la casa y el muchacho regresó al rancho. Habrás adivinado lo que sucedió al terminar el mes. Otra vez el muchacho se encontró con el viejito en el camino. Pero esta vez vaciló. Le explicó al viejo: —Si le doy esta moneda, no puedo volver a casa.
—¿Qué importa el dinero? —le dijo el anciano—. El dinero viene y se va. Los buenos consejos duran por toda la vida.
El muchacho le dio su moneda. A cambio recibió estas palabras:
Aunque pobre, eres sano.
Trabaja con la mano.
Con eso, el viejito se perdió de vista. El muchacho pensó “ya no puedo volver a casa. Si lo hago, me van a echar. Voy a correr mundo para buscar suerte”. Y se dirigió hacia tierras desconocidas.
Después de caminar durante mucho tiempo llegó a una ciudad ubicada alrededor de un castillo. El muchacho siguió hasta el portón del castillo y allí vio una fila de soldados que marchaban de arriba para abajo con rifles al hombro.
De repente el muchacho se acordó del primer consejo que había comprado. Se dijo:
—Debo hacer lo que veo hacer los demás.
Como no tenía rifle tomó una escoba que vio recargada contra una pared y se puso a marchar con los soldados.
Tocó la casualidad de que en ese momento la princesa miraba por la ventana, y hay que saber algo de ella: estaba muy triste. Efectivamente, no había reído desde hace años.
La princesa llevaba tantos años de tristeza que su padre, el rey, había echado el bando de que cualquiera que la hiciera reír podría casarse con ella.
Cuando la princesa vio al muchacho tomar la escoba e incorpo
rarse a la fila de soldados, soltó una carcajada. De inmediato el muchacho fue conducido dentro del palacio para que se casara con la princesa.
Pero hay que saber algo más de la princesa. La causa de su tristeza era que había casado cien veces, pero cada uno de los novios había desaparecido durante la noche de bodas, para no volver a ser visto nunca jamás. Corría la voz de que algún monstruo horrible los había devorado a todos.
El muchacho se casó con la princesa y después de una suntuosa cena de bodas subieron a las habitaciones de ella. La princesa se acostó en la cama, pero el muchacho se había acordado del segundo consejo y se dijo: —Ahora estoy casado. Vale más que tenga cuidado. —Y decidió permanecer en vigilia y a la defensa toda la noche.
A la medianoche empezaba a dormitar cuando oyó que algo se silbaba y se arrastraba hacia él. Abrió los ojos y a sólo dos pies de su cara vio las fauces abiertas de una gran serpiente. Sus ojos amarillos centelleaban y su larga lengua roja salía y se metía ondulante.
El muchacho se levantó de un salto y tomando una espada que halló colgada en la pared le dio a la serpiente hasta matarla. La serpiente era el monstruo que se había comido a todos los novios anteriores, y ahora estaba muerta.
En la mañana, cuando vieron que el marido de la princesa seguía con vida, hicieron una gran fiesta que duró siete días con sus siete noches. Pero el muchacho no podía más que pensar en el tercer consejo que había comprado:
Hombre pobre, eres sano.
Trabaja con la mano.
Al fin el muchacho le dijo a su esposa: —Esto de pasar los días bailando y comiendo está agradable, pero tengo un consejo que dice que debería trabajar con las manos. —Y anunció que al próximo día saldría a buscar trabajo.
—Estás casado con una princesa —le dijo su esposa—. Tú no tienes que trabajar.
Pero el muchacho insistió: —Tu dinero es tuyo. Todavía me toca ganar el mío.
A la otra mañana se fue al palacio de un rey vecino y pidió empleo. Lo mandaron a trabajar con un grupo de obreros que levantaban una pared. Los otros trabajadores se dieron cuenta de que el muchacho no sabía nada de la albañería, y además, les pareció un poco sonso. Todos empezaron a burlarse de él.