Building Fires in the Snow

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  The heartbeat of the earth is never felt as strongly as on the nights of zafra, the sugarcane harvest. As soon as the sun goes down and the moon is ready, we ignite the fields. The fire pulses, the cinders dance, the air becomes drunken and sweet. A heat so strong, it can melt glaciers.

  A few years ago You and I went to the archaeological site at Tajín, about a five-hour drive from town. On the way back, I took a wrong turn at the lighthouse and we ended up lost for hours and hours. When we finally found our way, we were amid the biggest zafra of the season. There was fire on the roadside for miles, to our left towering flames, to our right, the same. I drove fast and steadily until the scent and heat that hung around us palpitated in my chest and my heart gave. I pulled over and was sick with overwhelming emotion. I sweated cold in the middle of the fire, and in an instant I confused the sweet odor of the night with the blue smell of snow about to fall in Alaska.

  The fire turned me inside out, and my skin burned along with the sugarcane. I felt as exposed as the tender cane itself. It was then that I realized the transformative power of the harvest. I could not drive, so You did. The darkness grew as we distanced ourselves from the fire, and my head, which had previously expanded and felt detached, came back into place.

  We are now racing the dusk to New Orleans. I suspect we will lose. The sun sets faster than we can travel. We’re almost to the Louisiana border. I hallucinate the smell of sea salt. I haven’t been back to New Orleans for years. There are no friends with me this time. The air is warm and moist. Past lovers fade, making way for new ones. I sleep well, I dream of my Mother, I dream of friends, and my dogs. I also dream of the mischievous brunette who delighted me with conversation, a Rochester “garbage plate,” and her company.

  19 Crescent

  Reina: “¿Cómo, desde donde empezamos, es que llegamos a esta Navidad?” Rey: “Paso a paso.”

  —El león en invierno

  Después de todos estos años, todos los amantes y unas relaciones significativas que me rompieron el corazón para que así pudiera abrir; después de las tardes noches dedicadas a engrasar las ruedas de la América corporativa y soportando las deficiencias del sector público; después de cometer un millón de errores, hiriendo y siendo herida, aún duermo bien por las noches.

  No sé si es porque mi conciencia está limpia o si simplemente porque perdí la cuenta de todos los amantes que forman el paisaje de mi vida. El sueño viene sin importar qué y todas las cosas vividas, grandes y pequeñas, se pliegan a la historia de mi cuerpo.

  Ilusiones y desilusiones, haciendo y deshaciendo, creando y destruyendo, todo conduce al mismo lugar.

  La Media Luna 19 sacude las vías y acuna mi sueño. El viaje es largo desde Nueva York a Nueva Orleans. El paisaje es extraño para mí. El Sur se desenreda. Es mucho más salvaje que el Norte. Reconozco el estado de entropía que se refleja en el caos ferroviario que se arrincona al costado de las vías. Lamento la pérdida de los trenes de pasajeros en México. Recuerdo el tren con cabinas de Laredo a ciudad de México. El lujoso coche comedor con camareros que llevaban bandejas imponentes de vajillas de porcelana y vistiendo trajes que no les quedaban, y servían comidas, vino y whisky. Las torres de platos que sonaban y se balanceaban anunciando una implosión de trastes y caos que nunca llegó. Todavía me sonrojo recordando el suave toque a la puerta de mi compartimento de un extraño conocido brevemente en el bar que preguntando si podía pasar la noche. Las vías atraviesan el desierto Mexicano. El valor de la tierra se encuentra en la colocación de estas vías. De lo contrario, la tierra es seca y agrietada y sólo el nopal, las serpientes y lagartijas pueden sobrevivir y prosperar. Pero aún así y desafiando la naturaleza del inhabitable paisaje, la gente quien es invisible ante la sociedad, construye viviendas de madera. Dispersas a las orillas del ferrocarril, las chozas de madera se aferran a las tierras federales. En áreas más densas, esta gente forma los suburbios ocultos en los cuales se esconden los secretos de las ciudades más grandes. De pie en los vagones del tren y al aire libre, pasamos hormigueros de existencia. Niños corren junto con el tren justo en el momento que el motor se ralentiza. Sus sonrisas disimuladas esconden su desesperación, una desesperación que se arrastra por el humo venenoso del tren, y se queda atrás con los sonidos del acero chirriante que lloriquean y se alargan. Nunca supe cómo sentirme o qué pensar, no hubo tiempo. Pasajeros bien vestidos, hombro con hombro se paran de pie junto a mí y arrogancia saludan y sonríen al montón de niños semidesnudos y polvorientos. De pie entre los burgueses en los vagones al aire libre, yo soy igual de culpable.

  Cortando a través de los 48 estados continentales, los cambios en el suelo evocan imágenes de un corte transversal geográfico, con capas que representa el tiempo. El suelo se ha convertido de verde oscuro a negro, de negro a rojo, de rojo a amarillo y de amarillo a blanco. Enterrados entre capas metafísicas están las historias de los lugares, desde el principio de los tiempos hasta el presente. En esta parte del país, la historia de la esclavitud y la injusticia calcificada sostiene las vías ferrocarrileras que nos transportan. El acero frío se calienta con las altas velocidades hasta que saltan chispas. Se braza el tren de las curvas siguiendo los contornos de los ríos, otros trenes vienen hacia nosotros y pasan rasándonos a la misma velocidad, de alguna manera no chocan contra nosotros. La física es verdaderamente poética.

  El desenlace del sur afloja mis lazos con Alaska. Entre más pierdo, más recupero de mí misma. Recogiendo mis pasos, desde el trópico, a los arenosos desiertos, de la niebla que se arrastra por San Francisco, hasta del norte al desierto ártico, y ahora me siento humillada al realizar soy un huérfano. Mi mayor consuelo es que pertenezco a una familia de huérfanos como yo. Amistades que se convierten en familia. En casa se dice que uno no sabe lo que es está que aprende a amar a Dios en una tierra ajena. Soy atea, pero creo que entiendo. El amor es el principio, la fuerza sustentadora y lo que esperamos al final—pero en el camino tenemos la responsabilidad permanecer fuera de uno mismo, sin importar la angustia, le debemos más al mundo, que el mundo a nosotros. No tengo derecho a quejarme.

  Entre más profundo nuestro camino al sur, más frecuentes son los retrasos. Un pasajero se queja de que tiene que estar en un lugar y ya será tarde. Me harta. Es curioso que la temperatura en el tren baja cada vez que se para. Hay partes del sur que están oxidadas, los trenes están oxidados y hay maquinaria pudriéndose en la parte posterior de las tierras a lo largo de las vías. Hay coches viejos o dañado que siendo abandonados esperan a desaparecer con el tiempo. En contraste, la estación de tren, Meridian Mississippi Union Station se encuentra orgullosa y muy querida en medio de jardines, con la frente en alto, es un guardián de ladrillos rojo. El sur es una muestra representativa de la historia Americana que, como las capas geográficas del lecho de un río, tiene en sus pliegues los restos de la historia y el pasado. La América industrial se amontona sobre América agrícola y sobre la América de la Guerra Civil, con los vagones transportando LNG que ruedan sobre tapas de los esqueletos industriales y raíces agrícolas desplazadas. El suelo anteriormente firme cede a los pantanos, y a los árboles que son más secos, y a la luz que es más brillante.

  Ubicado en el desierto del sur se encuentran nidos de opulencia. Desde el verde, y a lo lejos las pelotitas pequeñas y blancas parecen moscas volando hacia las banderas que bailan en postes flacos que señalan su meta. En el vagón de descanso está un hombre entretenido con su juego de baraja solitaria. Parece estar frustrado, seguro su contrincante es mejor que él. Y más allá, el sol perezoso vibra a través de la cortina de árboles como lo hace en el trópico.

  El latido del corazón de la tierra nunca se siente igual de fuerte como en las noches de zafra, la cosecha de la caña. Tan pronto como cae el sol y la luna está lista, incendiamos el campo. El pulso del fuego, las cenizas que bailan, el aire que se emborracha con dulzura. Un calor tan fuerte para derretir glaciales.

  Hace unos años Tu y yo fuimos a la zona arqueológica de Tajín, a cinco horas de la cuidad por coche. De regreso tomé un camino
equivocado justo al llegar al faro y terminamos perdidas durante horas y horas. Cuando por fin encontramos el camino, nos hallamos en medio de la zafra más grande de la temporada. Había fuego por la carretera por muchas millas, a nuestras izquierda imponentes llamas de fuego, a nuestra derecha lo mismo. Manejaba rápidamente y perseverantemente hasta que el olor y calor que palpitaba en mi pecho y mi corazón se detuvo. Detuve el auto y me enfermé con una abrumadora emoción. Sudé frío en medio del fuego y en un instante confundí el dulce olor de la noche con el olor azul que tiene la nieve cuando está a punto de caer en Alaska. El fuego volvió mi ser al revés y mi piel se quemó junto con la caña de azúcar. Me sentí igual de desnuda que la caña tierna. Fue entonces que me di cuenta de la fuerza transformadora de la cosecha. No pude manejar más, así que Tu lo hiciste. La oscuridad crecía mientras nos alejábamos del fuego, y mi cabeza, que previamente se había ampliado y distanciado, regresó en su lugar.

  Ahora estamos corriendo contra el atardecer a Nueva Orleans. Sospecho que vamos a perder. El sol se pone más rápidamente de lo que podemos viajar. Casi hemos llegado a la frontera con Louisiana. Alucino el olor del mar salado. No he vuelto a Nueva Orleans durante años. Esta vez no ay amigos a mi lado. El aire es caluroso y húmedo. Los amantes del pasado se destiñen, abriendo camino para los nuevos amantes. Duermo bien, sueño con mi madre, sueño con amigos y con mis perros. También sueño con la traviesa de pelo castaño que me deleito con su conversación, un platillo “de basura” que se acostumbra en Rochester, y con su tierna compañía.

  EGAN MILLARD

  Egan Millard’s poetry has appeared in Cirque, The Worcester Review, Used Furniture Review, and elsewhere. Originally from New York, he lives in Anchorage, where he is an editor for Alaska Dispatch News. He is the host and founder of The Siren, a poetry and music show in Anchorage.

  Mondegreen

  Most of the city is asleep, or nearly so, since it’s late on an October Sunday night. Downtown Anchorage is deserted, but crackling with the sound of ice pellets bouncing off pavement, windows, rooftops. Just the night before, hordes of people—boy-men, soldiers, bachelorette parties, and the last tourists of the year—flooded Fourth Avenue, their full, round faces gleaming with sweat after emerging from the Gaslight, the Avenue, the Pioneer or the new dance spot where Club Soraya used to be, which no one seemed to know the name of, if it had one at all.

  Now there are no shouts, no clouds of breath or taxis double-parked. Cars navigate the slick streets cautiously, purposefully. The lights of Fourth Avenue still shine behind bar windows, but as the glass becomes clouded by ice and freezing fog, “OPEN” and “COORS LIGHT” look less like advertisements and more like disembodied thoughts floating in the night.

  A figure pauses at the corner of Fifth and C, then turns east, holding the hood of his red sweatshirt low over his face. The wind is blowing directly at him now, and he walks diagonally, almost sideways, so the ice pellets won’t blow down his shirt.

  The clouds over the city are churning rolls of sea foam, glowing a dirty yellow as they absorb the lights of the city, as if lit faintly from within.

  Mad Myrna’s is dead, even for a Sunday. There are four people inside, and each is wondering why he’s there. At this point, they’re mostly waiting around to see if the sleet will let up.

  Like the other downtown bars, Myrna’s has had a rowdy Friday and Saturday, so its regular crowd is mostly at home recovering. There’s still a dusting of glitter and confetti on an unswept corner of the empty dance floor, and the marquee over the doorway to the cabaret room still reads, “CHARLOTTE’S HARLOTS—1 NITE ONLY $7.”

  The stocky bartender is unloading glasses from the dishwasher under the bar as he chats with the young bar-back, who’s leaning against one of the pool tables. They’re commiserating about someone named Brian. One of the old Star Wars movies is playing on the muted TV.

  The two patrons are seated at opposite corners of the rectangular bar. In the corner by the cigarette machine, a bald middle-aged man peruses a copy of the Press while his bottle of Blue Moon goes warm. At the other corner, by the pool table, an old man in unconvincing drag is perched on a stool, sipping a Mai Tai and peering out over the room with the eyes of a vaguely annoyed cat.

  “Yeah, I mean,” the bartender sighs, “that’s all he would’ve had to say. You know me—that would’ve been fine.”

  “Yeah, totally,” nods the bar-back. “Just be real. Nobody has time for those—”

  The door swings open. For a second or two, the sound of sleet crackling against the pavement outside carries into the bar, clear and crisp. The man in the red hoodie steps inside. The door shuts with a metallic clunk. He’s a young man. The draft of cold, damp air washes over the bar. He removes the hood of his sweatshirt; a rosy blush lingers around his nose and cheeks. He’s just a kid.

  He shuffles over to the bar, rubbing his hands together. His eyes dart back and forth as he surveys the scene. He settles on a stool halfway down the bar, near the bald man, trying to appear as casual as possible. The bartender sets a glass up on the shelf and leans forward.

  “ID, please?”

  He digs an old snakeskin wallet out of his pocket, along with a crumpled piece of paper, which he quickly stuffs back inside. He takes out a Delaware driver’s license and slides it across the bar. The bartender holds it up and studies it, his eyes flickering back and forth. Then he stares into the young man’s eyes for a long moment. He sets the license down.

  “What can I getcha, sweetheart?”

  “Um . . .” He looks up at the rows of bottles. “I’m not sure yet.”

  “OK,” the bartender laughs, turning away. “Well, when you—”

  “Do you like Irish coffee?” the bald man asks, swiveling on his stool and setting down the paper. “You look cold. It’ll warm you up.”

  “Yeah, I guess.”

  The bald man holds up two fingers. The bartender nods and walks down to the coffee maker at the other end.

  “Thanks,” the young man says.

  “Sure.” The bald man smiles and looks back down at the paper for a while, then folds it closed and pushes his glasses up to the top of his head.

  “So,” he says. “Delaware?”

  The young man lets out an unexpected laugh, as if it had been a punch line, then quickly gathers himself. “Yeah. It’s a long story.”

  “I’ve got time,” the bald man says, his smile inching wider. “I’m Marty, by the way.” He offers his hand as the bartender sets their drinks down.

  “Oh, I’m James.” He puts his hand in Marty’s.

  “God, you really are cold,” Marty says. “You don’t have a coat or anything?”

  “No, I’m fine.” James wraps his hands around the warm glass and stirs it with the little straw.

  “I guess you haven’t been here long, then.”

  “Just a week, actually.”

  “Ah, a cheechako!” Marty finishes off his Blue Moon and gives his Irish coffee a quick stir, then takes a sip. “So what brings a young man like you halfway around the world?”

  James gazes up at the bottles again. Many of them bear the names of much warmer places: Malibu, Curaçao, Havana Club, Bombay Sapphire. Outside, a gust of wind whips a barrage of ice pellets against the window facing Fifth Avenue.

  “I mean, it seems like everyone in this state has some kind of crazy story about how they got here,” Marty continues. “Except me. I was born and raised in Juneau. Lived there for most of my life. But I come up here every year for the pediatrics convention. That’s what I do—I’m a pediatrician.”

  “Oh, OK,” James says. “Do you . . . have a partner or anything?”

  “No. Not at the moment. Used to be married, though.”

  “Oh.”

  “And I have three kids. Two of them live with their mother in Juneau and one’s in college in Oregon.”

  “Do you get to see the younger ones a lot?”

  “I do. I’m very lucky. There’ve been times when I thought I wasn’t.
Really bad times. But God, I realize now I was lucky all along. For all of it.”

  The bar-back goes over to the stereo to play “Chandelier” for the third time. He hops up on the corner of the bar and sways lazily to the music, singing under his breath.

  “So what’s your story?” Marty asks James. “Visiting someone? Working?”

  “I followed someone up here,” James says, turning to face Marty. “A man.” He raises his glass to his lips and sips.

  “Ah.” Marty smiles again, but looks a few years older this time. “And how’s that working out?”

  “It’s not. It didn’t.” He takes a bigger sip. “I guess I knew it wouldn’t. I shouldn’t have expected . . .”

  “He took you up here with him from Delaware? Or you came on your own?”

  “I went with him. I wouldn’t say he took me.”

  “That’s a long way.”

  “Yeah.” James drinks, then sits up straighter. “You ever been?”

  “I have, actually.”

  “Oh, no way!”

  “Rehoboth Beach. Beautiful.”

  “Yeah.” James sighs. “I’m from Dover.”

  “Mmm. Air Force?”

  “He is.”

  “Commissioned?”

  James’s voice softens. “He’s . . . he’s high up.”

  “Oh.” Marty sets his drink down. “I see. Wow.”

  “Yeah. Wow.”

  The old drag queen sets down her empty glass and starts drumming her fingers along the side of it, her rings clinking against the glass, summoning the bartender back from the pool table.

  “One more, Jolene?” he asks.

  She nods sleepily.

  “You driving tonight?”

  Jolene shakes her head, her red wig hanging a bit askew. The bartender refills her glass, going lighter on the rum this time.

 

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