Dancing with the Devil and Other Stories from Beyond / Bailando con el diablo y otros cuentos del más allá

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Dancing with the Devil and Other Stories from Beyond / Bailando con el diablo y otros cuentos del más allá Page 11

by René Saldaña, Jr.

Cecilia se dio vuelta y empezó a correr a casa porque pensó que el toro la iba a atacar. Poco después, dejó de correr y empezó a caminar, estaba pendiente del camino atrás, debía asegurarse que el toro no la estuviera siguiendo. Cuando vio que no la atacaría, escogió otro camino para llegar al pueblo. Era uno más aterrador y oscuro, pero uno que el toro no podría atravesar porque había muchos arbustos de huisache.

  Ahora tenía que abrirse camino entre las ramas espinosas y desviarse por las parcelas de nopales que ansiosas esperaban sacrificar sus espinas y fastidiar a cualquier miembro de la raza humana que pasara por allí. Pero estaba bien porque pronto estaría haciendo su entrada triunfal y entonces Ernesto . . .

  Cecilia no podía creer lo que veía. El toro estaba directamente enfrente de ella otra vez. ¿Cómo llegó aquí antes que yo? se preguntó. No tenía sentido.

  Vio un sendero despejado a su izquierda, lo que sabría sería un atajo hacia el otro camino, y corrió hacia él, dejando atrás al toro, su anillo, su bufido y sus cuernos. Zigzageó entre las parcelas de nopales, dejó que algunas de las ramas del huisache le golpearan los brazos, ligeramente arañándole las mejillas. Pero cuando llegó al camino original, allí estaba el toro otra vez.

  Estupefacta y asustada, corrió a casa. Se encerró en su cuarto y se asomó por la ventana para ver si el toro la había seguido. Se dijo —Me voy a dar treinta minutos. Para entonces el toro ya se habrá ido. Entonces iré al baile. —Cada dos minutos se asomaba por la ventana, desde allí tenía una vista clara de la cerca principal y el camino que tendría que tomar. Cuando pasó la media hora, salió a la puerta y el toro reapareció en la cerca como de la nada, bloqueando cualquier posibilidad de atravesarla. Corrió al otro lado, esperaba salir por la cerca del jardín pero en cuanto salió a la galería de atrás se encontró con el mismo toro negro obstruyendo también esa salida.

  Corrió adentro de la casa y se metió a la cama, boca abajo y empezó a llorar. Poco después se quedó dormida. Estaba deshecha. Se había perdido el baile, y había perdido la oportunidad de abrazar a Ernesto y que él la abrazara.

  Cuando sus papás llegaron a la medianoche, la pasaron a ver y la habrían despertado para averiguar por qué no fue al baile habían escuchado rumores de que un insufrible muchacho estaba dispuesto a hablar con el padre de Cecilia para pedirle autorización de salir con ella, pero como dormía tan serenamente decidieron no hacerlo.

  A la mañana siguiente, Julia y María tocaron a la puerta de la recámara. Segundos después, Cecilia se asomó, aún llevaba el vestido de gala y las joyas. El vestido se había arrugado horriblemente y probablemente no tendría arreglo. Las dejó entrar al cuarto y con cuidado se asomó al pasillo. Después fue a la ventana y echó un vistazo, luego se sentó en la cama cuando comprobó que el toro no estaba afuera.

  —¿Pasa algo? —preguntó María.

  —No, ¿por qué? —contestó Cecilia, otra vez estirando el cuello hacia la ventana y volviendo a ver a sus primas de inmediato—. No pasa nada.

  —Bueno, ¿por qué no fuiste al baile? —preguntó Julia.

  —¿Al baile? ¿Por qué no fui?

  —Sí. Ernesto te esperó toda la noche. Cuando anunciaron la última canción, se tomó el pecho como si se le hubiera roto el corazón y salió corriendo —dijo María.

  —Fue una escena terrible —agregó Julia.

  —Pero dinos, ¿por qué no fuiste?

  Después de varios minutos de tratar de conseguir alguna explicación y no recibirla, las muchachas dijeron que vendrían a verla durante el fin de semana. Antes de salir al pasillo, María se dio vuelta y dijo —Ah, por cierto, Cecilia, el alcalde anunció que el próximo baile será el mes que entra. Espero que sí vayas a ese.

  Cecilia se asomó por la ventana, y sin voltearse para ver a sus primas dijo —Sí iré, pero sólo si Diosito quiere.

  Ay, la canica que te tengo

  Con o sin el título, Toño hizo trampa en el campeonato de canicas de Peñitas el año pasado. Estoy segurísimo. No sé cómo, pero hizo trampa. No fue algo obvio como cambiar los tiros cuando ya había empezado el juego, o usar un balín. Pero algo pasó y aún no sé qué fue. No tiene ningún sentido que la persona que ha perdido en los últimos tres años se transforme en un genio de las canicas así de la nada.

  Con o sin trucos, voy a ganar este verano. Así es que estoy practicando cada vez que puedo, también estoy estudiando videos de varios de los torneos de canicas más concurridos de todo el país y un par de publicaciones de You Tube sobre algunos eventos internacionales. Haré cualquier cosa por conseguir alguna ventaja. Digo, cualquier cosa menos vender mi alma, que probablemente es lo que hizo Toño. No me extrañaría. Siempre había querido ganarse el título. Y probablemente yo haría lo mismo por el precio adecuado. ¿Y cuál sería ese precio? Un tiro mágico. Escuché de una canica así. Una niña de Suecia pagó más de 200 dólares por una canica llamada Vórtice del Espacio Sideral, una orbe de vidrio que tiene atrapada una nube siniestra en forma de caracol. La muchacha ganó un premio internacional y dijo que lo había logrado con su tiro mágico, la canica de mármol echa a mano que encontró en la red.

  Eso es lo que estoy buscando. Un tiro que me dé una ventaja sobrenatural. Así le ganaré a Toño y volveré a ser el campeón del torneo “Gran maestro de canicas de Peñitas”. Tengo que hacerlo este año, a los 15, porque el próximo año seré demasiado grande para concursar. Así es que este torneo es mío.

  Como es verano puedo practicar todos los días y todo el día y todo lo que mis papás me dejen, que es bastante porque entreno en el patio de mi casa. Practico a lanzar mi tiro desde atrás de la raya hasta la meta, parado con las rodillas dobladas ligeramente, el brazo colgando a mi lado y luego lo muevo para atrás y para adelante tres veces, después lanzo el tiro por el aire en un arco perfecto, usualmente bota una vez antes de rodar hasta parar a una o dos pulgadas antes de la meta. Cada intento lo hago con mi viejo tiro. La canica perfecta me dejaría a unos milímetros de la línea, si no justo encimita de ella. Yo quiero esa canica.

  Pero no tengo 200 dólares para comprármela.

  —Si lo que buscas es la canica perfecta —dijo Miguelón, mi entrenador y seudo amigo que vive en la misma cuadra que yo—, puede que sepa algo sobre ella. Escuché a un chavo cerca del Circle 7 decir que tiene exactamente lo que buscas.

  —¿Sí? ¿Ya la viste? —pregunté.

  —No. Toño fue quien me contó del chavo. Toño dice que es algo indescriptible (sus mismas palabras), hasta mejor que la Vórtice, definitivamente mejor que cualquier canica que él tiene. Dice que parece que es de pura plata, pero no lo es, las reglas no lo permiten. Es de vidrio. Juró que es una belleza.

  —¿Cómo sabe que no es de metal? Una de metal no me sirve de nada.

  —Toño la sostuvo en sus dedos, la colocó en el huequito entre el pulgar y el índice. Dijo que sintió como magia pero que había algo extraño en el chavo. Que tenía un vacío en los ojos y algo de sequedad en la voz. No era una sequedad rasposa, como cuando tienes sed; sino más como el crujir de una hoja arrugada. Bueno, Toño es quien con un campeonato bajo el cinto piensa que Muhammed Ali habla como poeta. ¡Qué importa! En todo caso, el chavo le dijo que se la podía quedar sin pagarle nada, y que había muchas más. Lo único que tenía que hacer era seguirlo al motel donde su mamá los esperaba. Dijo que el chavo le dijo, “Vamos, Toño, tienes que venir conmigo. Tienes que hacerlo”. Toño pensó que estaba loco por muchas razones, pero la más importante de todas, ¿cómo sabía su nombre cuando jamás se lo había dicho? Así es que Toño dejó caer la canica y corrió, fuerte.

  No lo podía creer. Toño no había aprovechado la oportunidad que había tocado a su puerta. La dejó pasar. ¡Qué tonto! Yo no cometeré el mismo error. Volteé hacia Miguelón, y le pregunté —Y el chavo con la canica, ¿dijiste que estaba en la tienda?

  —Sí, en el Circle 7. Espera, ¿qué piensas hacer? —Me tomó por los hombros—. No, no lo vas a hacer, Felipe. Cuando Toño me contó la historia, vi en sus ojos que tenía miedo. No estaba bromeando. Ese chavo lo aterró. Dime que no lo
vas a ir a buscar. —Como no le contesté, dijo—, Felipe, dime que no vas a hacer una estupidez.

  Eso se lo puedo decir, hasta le puedo prometer que no lo haré. Pero ya estoy planeando ir a buscar al chavo. Esa canica plateada puede ser la respuesta a mis problemas. En todo caso, ¿que es más tonto que dejar pasar esa oportunidad? Con esa orbe mágica, ganaré en Peñitas. Después triunfaré en el campeonato nacional. Y luego en el mundial, ¿por qué no? Además, como lo veo, sólo voy a tomar una canica. La milagrosa que me conseguirá cientos, sino miles de canicas cuando gane todo. Y soy demasiado inteligente como para irme con un extraño a cualquier lugar, aunque parezca un niño indefenso. Estaré satisfecho con sólo una canica.

  Sonrío. —Claro, Miguelón. No voy a hacer una tontería. Haré lo opuesto, confía en mí.

  La transacción se da sin complicaciones. Yo necesito una canica, él tiene una y me la da y no pide nada a cambio excepto decirme que hay canicas mejores, muchas más, en donde consiguió la que me da. —Si ésta no te dura mucho, Mamá tiene una dorada, un orbe que se transforma en un ojo cuando la sostienes contra la luz. Mamá dice que ese ojo verá por ti en el ring. Te dirá lo que tienes que hacer para ganar. Lo único que tienes que hacer es venir conmigo. Mamá te la dará. Seguro que la canica hará lo que necesitas.

  Claro, el chavo es espeluznante con esos ojos negros saltones y la piel pálida y el cabello áspero. Pero cuando le digo que no necesito todo lo demás que ofrece, deja de hablar. —Sólo quiero que lo sepas, allí estará si lo necesitas. —Apunta en la dirección del motel a éste lado de la acequia.

  Aunque es tentador, no estoy menso. ¿Quién es el chavo? No lo conozco ni lo he visto antes. Así es que me guardo la canica plateada en el bolsillo del pantalón y camino rápido por el callejón detrás de la tienda, sin voltear hacia atrás ni una vez. Ya tengo lo que vine a buscar, y regreso al patio de mi casa para practicar.

  El torneo es en una semana. Si el tiro me va a funcionar, tengo que acostumbrarme a él, ver cómo se porta bajo el estrés.

  En el patio, no trato a TCB con cuidado, decido llamarla así TCB: Taking Care of Business. La lanzo contra las otras canicas. Es decir, la tiro fuerte contra mis vidrios y ordinarias, y para asegurarme de que va a funcionar, contra mis balines. Cada vez que tomo mi nuevo tiro, lo inspecciono para ver si tiene alguna grieta o pequeñas mellas. Pero no tiene nada. Se mantiene sólida aún con el trato más agresivo. Es una ganadora. ¡Mi ganadora!

  Además, cuando lanzo el tiro contra mi canica inglesa de la serie especial, logro quitar de en medio a la canica en la mira, y sacar a otras dos del cocol cuando rebota. Además, en cada tiro logro que mi TCB se detenga en el centro del ring. ¡Pura magia! Es perfecta. Toño no sabrá qué le pegó.

  A la semana siguiente empieza el torneo de tres días. Es el que más público ha tenido. Vienen jugadores de todos lados: de aquí de Peñitas de Arriba, de Peñitas de Abajo, de Tierra Blanca, de Tom Gill, hasta viene un niño de Ojo de Agua. Eso significa que hay muchas canicas de por medio. Cada concursante tiene que poner 100 canicas que serán agregadas al pozo cada vez que van saliendo. Las reglas son simples: dos jugadores se enfrentan y el que queda al último se queda con todas las canicas; con todito.

  El primer día de la competencia va y viene sin dificultad para mí. Gano mis dos partidos. El segundo día avanza también tranquilamente. Estoy en el último juego. Estoy listo para lanzar mi tiro, apunto, inicio la magia y saco la última canica de mi rival del cocol. Pero descubro un raspón en mi canica plateada. Es más grande que una picadura de pulga, pero es aún pequeño. Tal vez, pienso, no va a haber problema. Sólo me quedan unos partidos antes de la final. Si pudiera hacer que me durara. Acaricio mi tiro mientras camino a casa. Cuando llego al patio de mi casa, con el dedo del pie rozo la raya, lanzo la canica hacia la meta y ésta se detiene lejos de la marca, a un pie de distancia, cada vez que la tiro. Y cuando la lanzo contra otra canica, no sé si falla de entrada o cuando pegan, pero mi pobre TCB prácticamente rebota contra una de las canicas más comunes. Y lo que es peor, el raspón se convierte en una grieta del grueso de un pelo y por tonto la lanzo tan fuerte que se quiebra por la mitad. Mi canica mágica está acabada. Fuera de comisión. Seguro que mañana me enfrentaré a Toño en la primera ronda, y allí estaré con las manos vacías. ¡Nooooo! Quiero gritar. Se me llenan los ojos de lágrimas. ¿Qué voy a hacer? pienso. Y no tengo una respuesta. Camino a mi cuarto bien triste. Mi último año en el torneo, y voy a perder. Llegué tan lejos, casi puedo tocar la victoria, sólo para perder ante un chiripazo. Y Toño está jugando con una magia feroz, como un verdadero ganador. Mi antiguo tiro no va a ganar. De repente se me ocurre algo: a primera hora, antes de empezar el torneo, iré a buscar al chavo del motel.

  Lo vi en el torneo en un par de ocasiones, siempre entre la multitud pero alzándose y empujando para acercarse cuando nos tocaba jugar a mí y a mi TCB. En ese momento recuerdo que me dijo que su mamá tenía una canica mejor, y eso es lo que necesito. Entonces decido que si él me dice, ve por ese camino para conseguir la canica dorada, lo seguiré. ¿Qué es lo peor que podría pasar? Es un chavo escuálido; yo puedo contra él. Y su mamá no debe ser tan fuerte, digo, es mujer, ¿verdad? Un poco más relajado, empiezo a dormirme.

  Pero antes de quedarme completamente dormido, me despierta un aullido y un estertor afuera de mi ventana. Como si alguien estuviera llorando a gritos y tratando de meterse a la fuerza. Al principio tengo demasiado miedo como para bajarme de la cama y comprobar que sólo es un repentino viento del norte que hace que la ventana tiemble así. Pienso en gritarle a Papá, pero eso significa que siempre tendría que depender de un viejo para todo, hasta para espantar los monstruos de viento, Que por cierto, me digo, no existen. Tiene que haber sido el viento. Así es que voy de puntillas a la ventana y confirmo que esté bien cerrada. Lo está. Hasta echo un vistazo hacia la oscuridad y menos mal que no veo nada o a nadie entre las sombras. —El viento —susurro—. Tiene que haber sido el viento.

  Justo en ese momento chilla el viento otra vez, esta vez es un gemido largo y triste. Me volteo hacia la cama y estoy a punto de saltar hacia ella y meterme bajo la seguridad de la cobija, pero me quedo parado en donde estoy. Mientras me doy vuelta, por el rabillo del ojo veo una figura en la ventana, el chavo, tal vez, que sostiene la canica dorada. Me doy vuelta para verlo, pero me encuentro de frente con la ventana y el chavo no está allí y mi corazón late rápidamente en mi pecho. Todo está en mi cabeza, intento decirme. Aun así, estoy aterrado, así es que salto a mi cama y en un solo movimiento, me meto debajo de la cobija y me tapo hasta la cabeza. No duermo casi nada.

  Al día siguiente, temprano, con los párpados pesados por el sueño, voy derechito a la tienda. Cuando llego, no veo al chavo por ningún lado. Entro y le pregunto a Nena, que está detrás de la caja, si ha visto al niño de pelo alborotado y de piel pálida que ha estado pasando el rato por el teléfono.

  —No. Por la mañana sólo viene gente que pasa a comprar desayuno antes de ir a trabajar.

  Salgo de la tienda. Tengo que encontrar al chavo, y rápido. Sólo falta media hora para que empecemos a tirar, y si no llego a tiempo, perderé mi partido. No estoy listo para hacer eso. Pero conforme pasan lo minutos entiendo que mi carrera con las canicas está llegando a un rápido y vergonzoso final. Deja de pensar así, me digo. Vas a ganar. Sólo tienes que tener paciencia. Vendrá, conseguiré lo que necesito, y así será.

  Y, como por arte de magia, llega el chavo. Hablando rápido, le explico mi situación. Sonríe, y cuando le pregunto —¿Por qué te ríes? —Él me dice— Por nada. Estoy contento porque, bueno, éste, te puedo ayudar. Y tal vez tú me puedas ayudar a mí. ¿No te haría sonreír eso a ti?

  Tiene razón, estoy a punto de ganar el campeonato, nada me va a detener. Le regreso una sonrisa de oreja a oreja.

  El chavo dice, —Bueno, me llamo Porfirio, pero llámame Fito. Segundo, tengo la canica que necesitas, la dorada de la que te hablé.

  El corazón me está latiendo en la garganta. Lo escuché bien; me dijo que me daría la canica dorada. Me estoy a
sustando porque ayer por la noche cuando imaginé que veía a Fito en mi ventana tenía en la mano un tiro dorado. Qué miedo, pero ni modo. Él tiene algo que necesito, y que necesito ahora mismo. O en todo caso dentro de los próximos 15 minutos. —Bueno, dámela, Fito —digo, con ansiedad.

  —No la tengo conmigo. Se la tenemos que pedir a Mamá. Ella te va a dar lo que necesitas. Qué bueno que me encontraste esta mañana cuando vine a comprar unos tacos porque Mamá y yo estábamos a punto de irnos. Qué chistoso cómo funcionan las cosas, ¿verdad? Puede que esto funcione para nosotros.

  No tengo idea de lo que está diciendo, pero digo —Sí, que bueno, como sea, vamos. —El tiempo es oro.

  Llegamos al viejo y deteriorado motel. Adentro del cuarto está oscuro, y el aire pesa. La mamá de Fito está sentada de espaldas a nosotros cerca de una ventanita que da hacia la acequia. —Mamá —dice Fito—. Mira quién está aquí. Es Felipe.

  Al escuchar mi nombre, respira profundamente. Como que me conoce. Como si hubiera estado lejos por mucho tiempo y ahora estoy aquí, en sus brazos. ¡Qué extraño!

  —¿En verdad? No puede ser que esté tan cerca —dice a nadie en particular—. ¿No tendré que volver a deambular sin rumbo, buscando, siempre buscando? —Como les dije, fue algo raro. En otro momento me habría ido porque me estaba dando miedo, pero ella tenía algo que yo quería. Así es que si se levanta, hace un bailecito y me abraza dándome besos mojados y descuidados en las mejillas, bueno, que así sea, mientras me dé la canica dorada.

  Voltea hacia mí y sonríe, y hace un ademán para que la siga al pequeño escritorio en la esquina de su cuarto —Ven. Ay, la canica que te tengo.

  Eso es. Ya la tengo. Ya casi estoy allí, casi puedo oler el triunfo, pero me gustaría que se apurara. Se me está acabando el tiempo. Seguramente los otros ya se están juntando, puliendo sus tiros, platicando nerviosamente. Haciendo predicciones. Algunos preguntando —¿Han visto a Felipe? Escudriñando el callejón, y cuando no me ven por allí, el grupo entero de jugadores habla con entusiasmo.

 

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