by Lydia Gil
—Mira, Silvia, a mí siempre me ha preocupado tu grandísima panza y la cantidad de caramelos que te comes al día, y nunca te digo lo que tienes que hacer. Así que hazme el favor de dejarme en paz.
Inmediatamente me siento horrible por lo que dije. Pero me tiene harta con sus comentarios. ¿Qué sabe ella de lo que me está pasando?
El resto del día se me va como una niebla. Entre los perros del vecino que se la pasan ladrando y los sueños extraños, no he estado durmiendo bien. Ahora Silvia y Karen están en una esquina; probablemente murmuran cosas de mí. Y para colmo, veo que la pesada de Amanda viene hacia mí con su sonrisa plástica.
—Celeste, te perdiste las últimas tres clases de baile —dice, corriendo los dedos por su larga cabellera rubia—. Una más y no bailas en el recital.
—Ya no voy a bailar más —le digo—. Así que no te preocupes porque ya no tienes competencia.
—¿Competencia? ¿En serio? ¿Tú te crees que eres mi competencia? —dice—. Ay, Celeste, qué mal estás.
—Lárgate de aquí, Amanda —le digo, tratando de esconder la rabia en mi voz.
—No, Celeste, quien se tiene que ir eres tú —me dice—. Regrésate a tu país.
Tengo tanta rabia que no sé qué contestarle. Le doy un empujón, y ella finge caerse al suelo y se echa a llorar. Sé que está fingiendo. Pero si de veras le duele, pues mejor todavía.
Me sorprende que Lisa me haya venido a buscar. Al menos puedo ver una cara sonriente en este día de perros. Corro a saludarla, y ella me da un abrazo tan fuerte que casi me tumba al suelo.
—Hola, linda —me dice—.¿Qué tal tu día?
—Ni preguntes.
—Pues, hablemos de algo feliz … ¿Qué cocinaste anoche?
—Pollo con mariquitas y una ensalada. Bueno, doña Esperanza me enseñó a sazonar el pollo y Mami frió las mariquitas.
—¡Qué rico! Algo me decía que debía pasar por allá anoche.
—No fue nada especial —le digo—. Además, estamos comiendo tanto pollo que a veces creo que vamos a empezar a poner huevos.
—De seguro que tu abuelita te va a enseñar a preparar otros platos pronto —me dice—.¡Mira todo lo que has aprendido ya!
Me quedo con la boca abierta. ¿Cómo lo sabe? Pienso por un segundo que quizás ella ha estado escribiendo las cartas. Pero no puede ser. Estoy segura que es la letra de Abuela.
—Yo creo en esas cosas, Celeste —me dice, sospechando mi sorpresa—. Cuando las personas mueren, hay algo que se queda aquí con nosotros … y nos sigue hablando y enseñando cosas.
La escucho, pero no sé qué pensar.
Desde la esquina oigo los ladridos. Nunca sé si los perros del vecino me están saludando o advirtiéndome que no me acerque. Yo los miro de lejos, pero Lisa mete la mano por la reja y los acaricia. Ellos se calman como por arte de magia y le lamen las manos. Yo, por si acaso, me meto las manos en los bolsillos. Ahí están seguras.
Al llegar a casa veo que el cartero ya ha traído la correspondencia. Entre las cuentas y anuncios hay un sobre blanco escrito a mano y sin remitente. ¡No tengo que abrirlo para saber que es de Abuela!
Mi querida Celeste,
Estoy un poco cansada, pero sé que pronto voy a descansar. No quiero despedirme sin antes decirte que tú y tu mami me han hecho tan feliz. Tu mami, tan leal, tan cariñosa conmigo y tan dedicada contigo … Dile que estoy muy orgullosa de ella. Y de ti también, mi nieta querida. De tus buenas notas, tu dedicación al baile, tu interés en los cuentos de antes y, sobretodo, de tu buen corazón.
¡Cómo me gustaría ayudarte a preparar estas recetas! Pero sé que tú ya puedes. Y también sé que cuando no puedas, sabrás pedir ayuda. ¡Nunca dudes en pedir ayuda! A la mayoría de la gente le gusta ayudar. Recuérdalo siempre.
Aquí te copio mi receta para Ropa vieja que tanto te gusta. Ya verás qué fácil es. (Y no le tengas miedo a la olla de presión, ¡no va a estallar!)
Tu abuela que te adora,
Rosa
La carta de Abuela me pone un poco triste. Me pregunto si será la última. Pero me repongo y llamo a doña Esperanza para darle la noticia. Después de todo, ¡ella ha estado esperando esta receta durante años!
—¡Me llegó! —le digo—. ¡Por fin me llegó!
—¿Qué te llegó? —me pregunta, confundida.
—La receta de Abuela … ¡para Ropa vieja!
—Voy para allá ahora mismo —me dice y cuelga el teléfono.
En la cocina, empiezo a juntar los ingredientes ¡pero me faltan tantos! Ni siquiera tenemos carne, que es lo esencial. Esto sí que va a ser un plato de pobre.
Al poco tiempo llega doña Esperanza con un bolso lleno de cosas: carne, salsa de tomate, ajíes, ajo, comino … ¡Es un supermercado ambulante!
—Déjame ver —me dice, arrancándome la carta de las manos.
Me encanta verla así, casi tan emocionada como yo.
Entre las dos empezamos a cortar las verduras. A mí me toca la cebolla y, como siempre, me echo a llorar. Pero esta vez no son sólo lagrimitas de cebolla. Lloro por mi abuela, porque la extraño, y por mis amigas, porque no me entienden. Y por Mami, porque no está aquí con nosotras.
—¿Qué te pasa, m’ija? —me pregunta doña Esperanza—. ¿Es la cebolla?
—Sí y no —le digo—. Hay una chica en la escuela que me está haciendo la vida imposible. Y para colmo, desde que empezaron a llegar las cartas de Abuela, mis amigas me tratan como si estuviera loca.
—Y tú, ¿qué crees? ¿Crees que te estás volviendo loca?
—A veces no sé —le digo, limpiándome la cara con un paño de cocina—. Me gusta que mi abuela me escriba … pero también es un poco raro.
—Yo que tú, no me preocuparía mucho —dice mientras deja descansar el cuchillo por un instante—. Como decía tu abuela, “Todo llega y todo pasa”. Yo que tú, disfrutaría las cartas sin preocuparme tanto de cómo llegaron.
Me arden los ojos. Esta vez por la cebolla. Doña Esperanza la termina de cortar y yo me pongo a picar el ajo. Huele fuerte, pero al menos no me hace llorar.
Al rato llega Mami y se sorprende al ver a doña Esperanza en plena faena en nuestra cocina.
—¿Y esta sorpresa? —dice, mirando bailar la válvula de la olla de presión.
—Ropa vieja —le contesto—. Estará lista como en media hora.
Mami se sienta a la mesa y nos mira cocinar. Pero el descanso termina pronto. A los pocos minutos, doña Esperanza se quita el delantal y se lo pone a mi mamá en la cintura.
—Vente, Rosita, para que nos ayudes con el sofrito —le dice—. Es lo más importante.
Veo que Mami quiere protestar, pero doña Esperanza le pone el ajo en la mano para que se lo eche al aceite caliente.
No quiero que se me note para no romper el hechizo, pero por primera vez en este día me siento feliz.
Ropa vieja
3 cucharadas de aceite de oliva, separadas
2 libras de carne de falda
1 lata de 8 onzas de salsa de tomate
½ taza de caldo de res
1 cucharada de sofrito preparado
2-4 dientes de ajo picado
2 hojas de laurel
1 cebolla cortada a la mitad y rebanada
1 ají verde picado
½ taza de aceitunas (rellenas de pimiento, enteras)
Sal y pimienta a gusto
Rodajas de limón verde (opcional)
• Cubre el fondo de una olla de presión con dos cucharadas de aceite de oliva y calienta a fuego alto. Dora la carne por ambos lados. Inmediatamente después, llena la olla de agua hasta que cubra completamente la carne. Cierra la olla de presión completamente y cocina bajo presión estable de 30 a 40 minutos.
• Mientras tanto, aparte, prepara el sofrito en una sartén grande precalentada a fuego medio. Después de cubrir el fondo de la sartén con el resto del aceite de oliva, añade la cucharada de sofrito preparado y el ajo. Cocina, revolviendo constantemente, durante 1 minuto. Agrega la salsa de tomate, el caldo de res y las hojas de laurel, y cocina durante 1 m
inuto adicional, revolviendo de vez en cuando. Sazona con sal y pimienta y agrégale un chorrito de aceite de oliva por arriba. Deja que cocine a temperatura mínima mientras se cuece la carne.
• Después de 40 minutos de haber cocinado la carne a presión estable, quita la olla de presión de la hornilla y déjala reposar hasta que haya perdido la presión por completo. Esto toma alrededor de 15 minutos.
IMPORTANTE: Llama a un adulto para que abra la olla de presión, ya que el vapor puede quemar.
• Saca la carne y colócala en una bandeja o plato grande —guardando el líquido. Quítale cualquier pellejo o grasa y desmenúzala usando dos tenedores.
• Añade la carne desmenuzada y el líquido de la olla de presión al sofrito, junto con la cebolla, el ají y las aceitunas, mezclando bien. Si la carne no está completamente cubierta por la salsa, añade un poco más de caldo de res, según sea necesario. Cubre la sartén y mantenla a temperatura mínima durante 20 minutos. Ajusta la sal y pimienta, si es necesario.
• Sirve sobre arroz blanco o congrí acompañada de una rodaja de limón verde (opcional).
7
MALENTENDIDOS
Mami y yo caminamos juntas a la escuela. En silencio. Yo camino despacio mirándome los pies. Mami ha pedido permiso del trabajo para llegar unas horas tarde. Dice que recibió un mensaje del director de la escuela que necesitaba vernos lo más pronto posible. Creo que sé de qué se trata, pero no se lo digo a Mami. Tengo un poco de vergüenza.
Cuando llegamos a la oficina del director, Silvia y su mamá están allí. Ya sé con certeza por qué estamos aquí. Pero Mami parece sorprendida.
—Hola, Rosa —le dice la mamá de Silvia a mi mamá en un tono sobrio—. Siento tanto tu pérdida.
Mami le da las gracias por el pésame y se sienta a su lado en silencio.
El director nos llama a su oficina.
—Bueno, ustedes saben por qué están aquí —nos dice a Silvia y a mí—. Pero quizás sus madres no lo saben … ¿Quién les quiere contar lo que pasó?
Yo no dejo de mirar mis zapatos. Quisiera hacerme invisible y ponerle una cinta adhesiva a la boca de Silvia para que no hable.
—Celeste me llamó gorda —dice—. Me señaló la panza y dijo que era enorme, ¡enfrente de todos!
—¡Eso no es cierto! —protesto—. Sólo dije que me preocupaba que comieras tantos caramelos.
—¡Mentirosa! —grita.
—Bueno, bueno —interrumpe el director—. A ver, Celeste, ¿por qué le dijiste que te preocupaba su dieta?
—Es que me tienen harta, ella y Karen, ¡tratándome como si estuviera loca!
El director se queda callado, como si esperara una explicación. Pero ninguna de las dos dice nada.
—Ustedes saben que en esta escuela no tenemos ninguna tolerancia para la intimidación —dice finalmente el director—. Y herirle los sentimientos a otra persona ¡a propósito! es intimidación. Además, Celeste, ésta no es la primera queja que recibimos de ti. También empujaste a Amanda tan fuerte que tuvo que ir a la enfermería. Ese tipo de quejas no se pueden pasar por alto.
Nadie habla. Nos quedamos en silencio durante lo que parecen ser horas. Finalmente habla Silvia.
—Yo vi lo que pasó con Amanda —dice—. Celeste no la empujó fuerte. Además, después de lo que Amanda le dijo, yo probablemente hubiera hecho lo mismo.
—¿Y qué fue lo que te dijo, Celeste? —me pregunta el director.
—Yo le dije que se largara y me dejara en paz, y ella me contestó que quien tenía que irse era yo … que regresara a mi país.
El director mira a Silvia como para corroborar mi historia. Yo bajo los ojos, no tanto por vergüenza, sino porque no quiero ver los de Mami.
—Pues, de Amanda me encargo yo —dice—. ¿Y lo que le dijiste a Silvia?
—No lo quise decir, pero estoy tan cansada de que mis propias amigas no crean lo que me está pasando… .
—Yo sólo quería ayudar a Celeste —dice Silvia—. Sé que es triste que su abuela se haya muerto, porque ellas eran muy unidas, pero ella dice que su abuela le escribe cartas y la enseña a cocinar por correspondencia.
Yo la miro como si hubiera revelado el mayor secreto del universo. La quisiera fulminar con la mirada. Aunque no me doy vuelta, presiento que Mami me está mirando como si tuviera mil preguntas.
—¿Es cierto que dijiste eso, cielo? —pregunta Mami.
—Sí, ¡pero es la verdad!
De repente todos me miran como si hubiera dicho que los extraterrestres se han apoderado de la escuela.
—¡Claro que mi abuela me escribe! —le digo a Mami en español—. ¿Cómo crees que aprendí a preparar los cangrejitos y el congrí?
—Pero, Celeste, mi amor, los muertos no pueden escribir cartas —me contesta, cambiando al inglés.
—Te las puedo mostrar cuando lleguemos a casa… . Las tengo todas en mi mesita de noche. Yo no te lo quería contar para que no te pusieras triste.
Todas nos quedamos en silencio. Creo que están esperando que diga algo, que pida disculpas o algo por el estilo. Lo hago, pero sólo por lo que le dije a Silvia. Por lo otro, no puedo decir que lo siento ¡porque no he hecho nada! Si estoy en este lío es por haber dicho la verdad.
—Lo siento —le digo a Silvia—. No fue mi intención hacerte sentir mal.
—Está bien —me dice—. Pero déjate de esos cuentos de espíritus que me dan un miedo terrible.
Silvia se me acerca y nos abrazamos. Luego le explicaré que no son cuentos. Por el momento, lo único que quiero es salir de aquí.
—Pues cuando resuelvan el misterio de las cartas del más allá —dice el director—, por favor, déjenme saberlo, porque el cuento está interesantísimo. Pero ahora váyanse a sus clases porque los espíritus no les van a hacer la tarea.
Mami se despide con un beso, pero la veo confundida. Vamos a tener mucho de qué hablar esta noche.
8
PEDIR AYUDA
Lisa vino a buscarme y le cuento lo que pasó. Dice que tengo que enseñarle las cartas a Mami. Que aunque Mami no crea en esas cosas, la evidencia la va a hacer creer. Al frente de una de las casas que pasamos en nuestro recorrido han crecido unas florecitas blancas. Parece como si los arbustos estuvieran cubiertos de mariposas. Lisa recoge un ramo pequeñito y me lo da.
—Pero, Lisa —le digo, en protesta—, ¡no son tuyas!
—¡Shhh! —dice colocándome el dedo sobre los labios—. Hoy tú necesitas las flores más que ellos. Si nos dicen algo, yo se lo explicaré.
Las flores son hermosas.
—Sencillas y silvestres —pienso—, como Abuela.
De repente siento un escalofrío. Pienso por un instante que no caminamos solas.
Esa tarde me pongo a pensar en algo que escribió Abuela en su última carta: “A la mayoría de la gente le gusta ayudar”. ¿Se referiría a doña Esperanza? ¿A Lisa? ¿A Mami? También Silvia había querido ayudarme. ¿Y si yo no quiero ayuda? Nadie me puede ayudar con lo que quiero: que Mami no trabaje tanto y que yo pueda de algún modo regresar a las clases de baile. Para el resto me las arreglo yo sola bastante bien. No tengo que andar mendigándole a nadie. Yo no soy así.
Oigo la puerta de la calle, y me asusto porque no espero a Mami hasta tarde. Hoy, sin embargo, ha llegado a casa temprano.
—¡Mami! —grito y corro a darle un abrazo.
—Cielo, ¿qué tal el resto de tu día? —me pregunta.
Hace tanto que no la oigo preguntarme eso que no sé qué contestar. —Bien —le digo—. Sin dramas.
Mami nos prepara el café con leche y yo, sin preguntar, pongo a tostar el pan. Es casi como era antes, cuando estaba Abuela.
—Tenemos que hablar, Celeste —me dice sin mirarme. Le pone azúcar al café y lo revuelve muy lentamente como si recitara un encantamiento.
—Lo sé.
Subo a mi cuarto para buscar las cartas. Las había colocado en una caja vacía de chocolates con la esperanza de que algún día estuviera llena. Pero sospecho que no me llegarán muchas más. Coloco la caja sobre la mesa de la cocina.
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br /> —Aquí están todas.
Mami abre la caja con cuidado y examina el primer sobre. Comienzan a correrle lágrimas por las mejillas. Pero creo que sonríe también.
—No sé cómo lo hizo —le digo, señalando el matasellos—. Pero la verdad es que estas cartas me quitaron un poco de la tristeza que estaba sintiendo.
Mami saca la primera carta y la lee en silencio. Sin tomar un sorbo de café, hace lo mismo con las otras. Cuando termina, las guarda en la caja y me mira.
—¿Crees que habrá más cartas? —me pregunta.
—Ojalá.
Nos comemos las tostadas como lo hacía Abuela: mojando los pedazos en el café hasta que se derrite la mantequilla.
—Mami, ¿qué crees que quiso decir Abuela con que a la gente le gusta ayudar?
—Ella siempre decía eso, que a todos nos cuesta mucho más pedir ayuda que darla.
Me quedo pensando en esto mientras termino la merienda. Creo que sé lo que Abuela quería decirme… .
Apenas termino, corro a mi escritorio a buscar el número de teléfono de mi maestra de baile. Tengo un poco de miedo de que no me vayan a salir las palabras. O que me vaya a decir que no. Pero estoy decidida a hacerlo.
“A la mayoría de la gente le gusta ayudar”, me repito como si fuera un mantra.
De todos modos, que me diga que no es lo peor que puede pasar.
—¿Miss Robyn? Habla Celeste. —Me tiembla un poco la voz—. ¿La interrumpo?
—¡Qué sorpresa oír de ti, Celeste! —me dice Miss Robyn—. Te hemos extrañado mucho. ¿Cómo sigue tu abuela?
—Falleció hace unas semanas.
—¡Cuánto lo siento! No lo sabía.
—Ya no estoy tan triste, aunque sí la extraño mucho.
—A ella le encantaba verte bailar. ¿Cuándo vas a regresar a clase?
—Bueno, por eso la llamo. Me encantaría regresar, pero mi mamá no puede pagarme las clases por ahora… .
—Cuando estés lista, Celeste, sabes que siempre tengo un espacio para ti.
—Bueno, yo estaba pensando que quizás podría conseguir un trabajo —le digo, tímidamente.
—Pero, Celeste, eres demasiado joven para trabajar.