by John Barlow
Una docena de altavoces Bose emiten desde el techo música comercial de las emisoras locales. Él no quiere ni pensarlo, pero sabe que la música típica de los bares de copas es buena para el negocio.
–Freddy todavía no ha llegado –dice una chica de ojos negros que sostiene una taza pequeña y un platillo junto a la máquina de café exprés.
–Estupendo. Gracias, Connie.
–Sí, ya lo sé –dice, con una voz marcada por las vocales de una lengua extranjera además de por el bostezo–. No sabes qué hicieses sin mí.
–Harías. Lo que yo haría sin ti –la corrige.
–Sí. Eso.
Su cabello es el mismo de la foto, un caos esculpido, tan negro como el de John pero elevado sobre la cabeza como si fuese un enorme nido, con unos tirabuzones rebeldes cayéndole a los lados. Un disparate perfecto.
–Has salido bien en el periódico –le comenta a ella, para luego tomar el primer sorbo de café solo– ¿Lo has visto?
–¿Eh? Ah, el periódico, sí. Ahí está. Pero tú no sales bien en la foto –dice, recogiendo el Yorkshire Post de una de las pequeñas y cuidadas mesas que pueblan la zona de recepción–. Mira, casi no se te ve. Pero Freddy tiene buen aspecto.
–Parece un niño grande vestido de traje –dice John.
–Yo pienso que se parece a un, cómo le llaman, ¿boxador?
–Boxeador.
–Sí, boxeador. ¿No crees?
–De los pesos pluma, desde luego. Díselo. Creo que le encantaría oírlo. ¿Has leído el artículo? –añade, mirando el reloj y luego el exterior a través de la gran extensión de cristal de la parte posterior del edificio, mientras se pregunta dónde ha ido Freddy.
–No. ¿Lo has leído tú?
–Todavía no.
John enciende su iPhone. Normalmente nunca lo apaga, pero ayer por la noche fue una excepción. Además, estaba con Den; ninguno de los dos tenía que estar atento a las llamadas.
Connie se pone a leer el artículo del Post, haciendo pasar suavemente un dedo por debajo de cada línea del artículo, con gesto reconcentrado en la lectura. John se toma el café a sorbos, contento de que por lo menos ella haya llegado a tiempo, porque es la encargada de traer cruasanes recién hechos y ya los ha visto junto a la máquina de café.
Hace un mes apareció a la puerta, con una mochila al hombro, no muy risueña. Veintiséis años, uno de esos cuerpos delgados llenos de curvas, con un piercing en la nariz y el cabello como el de la cantante Siouxsie Sioux después de una pelea de gatos. Llevaba un pantalón vaquero ceñido, con un corte en el trasero. Visto desde atrás, mientras caminaba, parecía como si te estuviesen guiñando el ojo.
Su nombre real: Concepción Ángeles García Garrido. Desde el primer momento él le había advertido que Concepción no era la mejor manera de anunciar sus encantos femeninos en el oeste de Yorkshire, así que se quedó como Connie.
Aunque no entiende muy bien los detalles, resulta que es una pariente distante suya que ha venido de España, la tierra de su gente, el país de sus antepasados. La costurera de un tío tercero suyo, o algo por el estilo. Los españoles son así: su padre llegó a Inglaterra hace más de medio siglo, pero en su tierra de origen siguen considerando a los Rays como familia propia, especialmente cuando se tiene una hija rebelde a la que no le van muy bien las cosas en Madrid y necesita empezar de nuevo.
Decir que a Connie le falta la amabilidad típica de una recepcionista es quedarse corto. Con todo, compensa la ausencia de un rostro alegre con su insistencia tenaz en que todos los clientes tomen al menos un café y algo para comer. Cuando se acaban los cruasanes, prepara rápidamente unas tapas y, por la tarde, habrá pasado a las tartaletas de almendra. Sabe tomar nota de los recados, y frecuentemente se malinterpreta su indiferencia absoluta a sonreír como rigurosa eficacia. Se pasa la mayor parte del día con el móvil pegado a la oreja, hablando con una red de amigos de la localidad que pareció conocer nada más llegar. A pesar de todo, las tartaletas de almendra no tienen precio.
Ésta es Connie García, su segunda empleada, porque es que su primer empleado todavía no ha aparecido.
John sale un momento por la parte de atrás a echar un vistazo por los alrededores. El cierre de seguridad de la puerta trasera se abre con una serie de chirridos y, tras darle una patada a un pesado cerrojo en la parte inferior de la puerta, éste se desliza con un golpe seco.
En el iPhone tiene diez llamadas perdidas realizadas varias veces durante la noche, todas de Freddy.
Qué extraño.
La puerta se abre. Mira fuera.
Mierda.
No está.
Mierda. Mierda.
El tercer coche por la parte de atrás, en la fila del medio. Han cambiado de sitio el coche de atrás, y el hueco, justo frente a la puerta, está vacío. El Mondeo rojo no está.
Me cago en la puta.
Vuelve para adentro corriendo…
–Connie –dice, mientras se dirige a zancadas a la máquina de café. Al tropezar con ella y tira algunos granos sobre el mostrador–. Teníamos un Mondeo –dice como loco, con manos temblorosas, mientras toma aire–. ¿Uno rojo que compramos el lunes?
Respira agitadamente ahora.
Connie no responde. Lo mira fijamente, con los ojos abiertos y la boca cerrada, como si eso fuese lo que él debiese hacer.
–¿Es usted el señor John Ray?
Se da media vuelta.
De pie a cierta distancia de mostrador aparece un hombre joven, desgarbado, con el pelo muy corto y un traje pésimo. Detrás de él hay un policía de uniforme.
El agente Matthew Steele se presenta.
John traga saliva. Apenas puede oír nada por el fuerte bombeo de la sangre en los oídos.
Departamento de investigación criminal. Policía del oeste de Yorkshire.
–Sí… sí…
Escucha las modulaciones no deliberadas de su propia voz mientras los pulmones se le llenan y vacían demasiado deprisa.
–¿Freddy? ¿Fue él quien se lo llevó?
Algo le dice que no debe mencionar a Freddy.
–Ningún problema –se oye a sí mismo decir. Pero, ¿qué le están preguntando?
Respira. Respira con normalidad. Tranquilo. Muy tranquilo.
–¿Señor Ray?
El joven trajeado sigue hablando. John asiente.
Los policías hacen ademán de marcharse.
–¿Puedes encargarte de todo? –pregunta John, dirigiéndose a Connie.
–Claro. ¿Y si llama alguien?
–Diles que estaré de vuelta más tarde. Supongo. ¿Me puedo llevar ese periódico?
Ella se encoge de hombros, viendo como se inclina para coger el Yorkshire Post.
–Vídeo de seguridad –murmulla en español mientras toma el periódico–. El vídeo de seguridad. El Mondeo rojo.
–De acuerdo –responde, sonriendo–. Me encargo de todo aquí, tranquilo.
Ella se dirige, tranquila y eficiente, hacia el pequeño despacho en la parte de atrás de la sala.
Connie. Una bendición.
Capítulo 5
YORKSHIRE POST, Edición de la mañana:
FAMILIA DE DELINCUENTES
OBTIENE BENEFICIOS LEGÍTIMOS
John Ray, hijo del desaparecido capo del crimen Antonio Ray, recibió anoche el premio al Concesionario de Automóviles de Ocasión del Año, en el hotel Metropole de Leeds. Hace dos años se hizo con el negocio familiar, tras el asesinato de su hermano, presuntamente cometido por el hampa. El premio ha escandalizado a mucha gente de la industria del motor.
Vehículos Tony Ray está presente en la ciudad desde 1963. El negocio lo abrió el padre de John, Antonio. Además de vender coches, el local de la avenida Hope sirvió como cuartel para diversas actividades fuera de la ley, un lugar bien conocido por los bajos fondos de la región así como por la policía del oeste de Yorkshire.
Antonio llegó como inmigrante al oeste de desde España a finales de los 50 y pronto ganó notoriedad como experto en trapicheo, al hacerse cargo de una red de distribución de productos falsifica
dos que operaba desde su cuartel en Leeds. Las falsificaciones que importaba, principalmente desde Hong Kong y Filipinas, incluían bolsos, perfume, y aparatos de radio. Como personaje legendario, tuvo su momento de fama en 1985, cuando fue juzgado (y absuelto) en la Audiencia de Londres por estar implicado en introducir en el mercado más de un millón de libras en billetes falsificados.
Hace dos años, el hijo mayor de Antonio, Joe, fue tiroteado en el concesionario de la avenida Hope, un crimen que sigue sin resolver. El propio John Ray fue testigo del asesinato.
“Cuando murió Joe, sabía que había cosas que cambiar”, comenta, mientras aparta de la frente una mota de pelo moreno. A pesar de contar con cuarenta y tres años, no tiene ni una cana en el pelo. “Joe estuvo implicado en algunos asuntos turbios. Eso no es un secreto. Mi padre, en su día, también, pero a mí nunca me ha interesado ese mundo”, comenta, mientras observa los techos impolutos de sus vehículos en stock.
Le pregunto si es la oveja blanca de la familia. El antiguo contable sonríe y me dice que no es la primera vez que se lo dicen. Tiene un toque de fogosidad española en sus ojos dorados, pero sus forma de ser viene atemperada por la elegancia y el realismo típicos de Yorkshire. “No me voy a convertir en un tipo legal, porque es que siempre lo he sido”.
Suena a frase manida, pero teniendo como padre a Antonio Ray, seguramente lo mejor es ponerse a la defensiva cuanto antes.
Habla de los disparos que mataron a su hermano, y de cómo esta experiencia fue para él un momento decisivo en su vida. Tras abandonar su carrera como contable de empresa, decidió cambiar totalmente el negocio familiar, demoliendo el anticuado edificio construido en los años sesenta y levantando el concesionario actual, de estilo futurista y fabricado con cristal y acero. Lejos quedan los días en que el local no era más que una fachada para tapar los sucios negocios familiares. En la actualidad, Vehículos Tony Ray tiene fama de ofrecer buen servicio y automóviles fiables, tal y como han reconocido los lectores de la revista Auto Trader.
“El secreto está en la honradez”, dice Ray. “Todos sabemos que incluso el mejor coche usado puede fallar, así que ofrecemos una garantía completa durante dieciocho meses, además de una inspección técnica, llantas nuevas, bujías nuevas, filtros nuevos, de todo. Y si nos vienes con un coche que has comprado aquí, sea cual sea el vehículo, nos quedamos con él al adquirir uno nuevo, sin preguntas, a precio de mercado. Así de simple. Lo que intento demostrar es que la compra de un automóvil usado no tiene por qué ser algo arriesgado”.
Nos sentamos en un pequeño despacho en la parte de atrás del concesionario, mientras nos bebemos un café bien cargado, una costumbre que quizás le viene de sus raíces españolas. Adorna la pared una fotografía enmarcada de un coche de carreras modelo Subaru. Suena música en un segundo plano, y sobre nos otros se desliza un aura de calma, sólo rota por las frecuentes llamadas al móvil de la recepcionista.
Curiosamente, para ser un vendedor de automóviles de segunda mano, Ray es tímido delante de las cámaras. Afirma que no le gusta estar expuesto a la mirada del público, pero si se le menciona el tema de los coches usados, lo tendrás hablando todo el día. Su entusiasmo parece infinito, aunque trata de dejar claro que sólo se trata de un premio de la edición local de Vendedores de coches. Y, añade, no tiene planes de ampliar el negocio. Le gusta Leeds. Aquí nació y se crió, aunque sigue en contacto con un par de familiares de su padre en España.
Hemos charlado durante un rato de coches, música y dinero, las tres cosas que parecen explicar cómo es John Ray. Pero ahora lo dejamos acudir a la llamada de los clientes.
“Un último detalle”, le pregunto, mientras me extiende una mano grande y bien cuidada. “El nombre sobre la puerta. ¿Cómo es que no lo has cambiado?”
“Mi padre todavía sigue entre nosotros”, explica, con una sonrisa de arrepentimiento en los labios.
Por lo que parece, algunas cosas no cambian en Vehículos Tony Ray.
Yorkshire Post
Capítulo 6
Millgarth es un búnker de ladrillo y cemento que se alza con aspecto feroz. Su sección central de ladrillo compacto se eleva seis o siete plantas, sin ningún tipo de ventana, como si fuese una central nuclear y no una comisaría. Ante tal edificio uno no puede dejar de preguntarse: ¿Qué hacen ahí dentro?
Millgarth. Hace mucho tiempo del caso de David Oluwale, pero la gente todavía se acuerda. Un hombre de raza negra, sin hogar, tuvo que soportar durante meses las palizas y las intimidaciones de dos oficiales de policía de la comisaría. Por diversión, iban a buscarlo, lo golpeaban hasta dejarlo casi sin sentido y luego orinaban encima mientras yacía en el suelo. También solían conducirlo durante la noche a algún lugar abandonado, fuera de la ciudad, y dejarlo allí, golpeado y desorientado, para que tuviese que encontrar solo el camino de vuelta. Después de un tiempo, lo mataron a patadas y tiraron su cuerpo al río. Dos policías del antiguo cuartel de policía de Millgarth.
Luego ocurrió lo del Destripador de Yorkshire. Desde este mismo edificio se coordinó la larga y desesperada búsqueda de Sutcliffe. Las viejas vigas de Millgarth tuvieron que soportar el peso de toneladas de papeleo. El lugar se vio sembrado de desesperación y caos, todo el cuerpo de policía buscando un hombre, y enloqueciendo en el proceso. Y sólo lo capturaron por casualidad. Después de eso demolieron el edificio. El nuevo Millgarth: fuerte pero honrado, el rostro de la nueva policía que luchaba por hacer olvidar el caso Oluwale. Aunque todavía se llama Millgarth. Eso es lo que deberían haber cambiado; el nombre, no el edificio.
John espera sentado uno de los cuatro asientos de plástico atornillados al suelo en la pequeña entrada al público de la comisaría. A sus espaladas en la pared hay una foto enmarcada del Sargento John Speed, muerto en acto de servicio en 1984. Lo recuerda perfectamente. Se lo habían comentado en el colegio, un momento de profundo dolor ciudadano durante un año lleno de odio, con la huelga de los mineros desgarrando Yorkshire, justo unos años después de que el Destripador hubiera hecho lo mismo.
Es curioso, piensa mientras relee la dedicatoria al valor del Sargento Speed, que siempre haya admirado a la policía, a pesar de que hubiesen tratado de poner a su padre entre rejas desde que tenía uso de razón. Y es que hay muchos más héroes en el cuerpo que los muertos. Por ejemplo, Den. Estuvo a su lado la noche que mataron a Joe y lo sigue estando desde entonces. Hay heroísmo en eso.
¿Y ahora qué? Joven detective de policía se acuesta con John Ray. No culparía de nada a Den si lo dejase. Piensa en tu carrera, le debe estar diciendo alguien al oído en estos momentos. No la eches a perder, Den, no por escoria como esa. No la culparía. Probablemente sería lo mejor para los dos.
Le han dicho que espere al inspector Baron. Conoce el nombre. Steve Baron fue el encargado de investigar el asesinato de Joe. Eso fue hace dos años: Den, conocida entonces como la agente Danson, fue la primera en presentarse en la escena del crimen, aunque Baron llegó de allí a poco corriendo desde Millgarth, tan pronto como se recibió la llamada del tiroteo. Malos contra malos, lo denominan, delincuentes contra delincuentes. Muchas cosas sucedieron aquella noche. Malas, pero también buenas. Por ejemplo, conoció a Den. Pero ¿ha sido algo bueno para ella, a largo plazo? Quizás de lo malo sólo sale lo malo si eres policía.
Den dejó de vestir el uniforme de policía después del caso de Joe Ray, y Baron se convirtió en su jefe. Ella ha mencionado su nombre unas cuantas veces desde entonces: se trata de un buen poli, que no destaca por su compasión. Los del Departamento de Investigación Criminal son un grupo de lo más curioso. Son capaces de mostrar el mayor respeto por el más grande cabrón vestido de paisano si es bueno en su trabajo. Y Baron lo es. Den nunca habla de él con mucho afecto, pero en sus palabras aflora una verdadera admiración. La mayoría de los agentes de policía estarían más que satisfechos si sus carreras corriesen la misma suerte que la de Baron.
Llega el inspector. Saluda con la cabeza. Apenas habla. No le da la mano. Se dirige directamente a la puerta de entrada.
Ocupan la primera sala de interrogatorios a la
que llegan, y se sientan a ambos lados de una mesa vacía, como en las series de televisión. En circunstancias normales John haría algún comentario. Pero nada va a ser normal a partir de ahora, y menos tras la desaparición del Mondeo.
El traje de Baron, de un azul un tanto intenso, complementa su corto cabello. Ambos están pensados para hacerle parecer inteligente, duro y hambriento. Y funciona, hasta cierto punto. La forma del cabello, por ejemplo, también está pensada para ocultar las entradas. De esta manera consigue aparentar unos treinta años.
–Ya conoces al agente Steele –dice Baron mientras los tres hombres ocupan sus asientos.
Al otro lado de la mesa se encuentra el rostro cetrino de Steele, que tiene la boca ligeramente torcida, como si estuviese conteniendo las ganas de vomitar. Después de un rato, John se da cuenta de que esa es su expresión natural.
Baron consulta el reloj para a continuación activar la grabadora situada al final de la mesa, junto a la pared.
John no había visto la grabadora. Intenta permanecer tranquilo mientras Baron sigue con las formalidades, haciendo las presentaciones. Supone que podría fumar si quisiese, pero a Baron no se le ve ningún paquete de tabaco, y Steele no mueve ni un músculo. Además, no hay ningún cenicero. Además, él tampoco tiene tabaco.
Dios, necesito un cigarrillo.
Tanto Steele como Baron han colocado ejemplares del Yorkshire Post sobre la mesa.
–Toda una celebridad local –dice Baron, encarando a John.
–A todos nos llega la fama.
Se hace una pausa. Baron hace el número de echarle un vistazo al artículo, como si todavía no lo hubiese leído.
–Nunca detuvimos a nadie por lo de Joe, lamentablemente.
–Lo sé.
¿Lo lamenta? A Joe le habían arrancado la mitad de la cabeza con una escopeta, justamente en el viejo concesionario, y lo único que lamentaba Baron era que su primer caso como inspector fuese uno de malos contra malos.
–¿Qué tal le va a Vehículos Tony Ray con los nuevos gestores? –pregunta Baron golpeando el periódico con un dedo–. ¡Parece un negocio con mucho estilo!