by John Barlow
–Sí, jódete tú también –responde con una ligera sonrisa.
Fuman en silencio durante un rato.
–Me llamaron a la escena del crimen. Una muchacha en el maletero.
Él vuelve a darle una buena chupada al cigarrillo. Pensar en la chica muerta en el Mondeo, al tiempo que recibe la ráfaga repentina de nicotina, le hace temblar.
–Dios. No sé qué cojones hacía esa chica, pero nadie merece que… La boca de Den se abre ligeramente.
Los dos se quedan mirando mientras tres autobuses de color turquesa y crema salen, uno a continuación del otro, de la estación, para confundirse con el tráfico de los sábados de la calle Saint Peter.
–¿Sabes algo de todo esto? –le pregunta ella tras la pausa.
–¿Qué?
Ella no dice nada. Espera su respuesta.
–Ayer estuve contigo, ¿no te acuerdas?
Los autobuses dan la vuelta en dirección a Headrow y desaparecen de la vista, cambiando de marcha mientras se preparan para ascender la cuesta.
–Den, no tengo ni idea. No sé quién es, o por qué estaba en mi coche… No conozco para nada a esa muchacha.
–De acuerdo, de acuerdo –cree en lo que dice.
Continúan fumando.
–También se habla de una violación –comenta ella.
Él asiente con la cabeza.
–John, ¿sabes dónde está Freddy? –dice en una voz tan baja que es difícil de entender.
–No, pero trató de ponerse en contacto conmigo anoche –dice, observando la punta encendida de su cigarrillo–. Diez veces. A lo largo de toda la noche.
–¿Le has contado eso a Baron?
Suspira.
–No.
–¿Y ahora? ¿Freddy no contesta?
John niega con la cabeza.
–¿Diez veces? Nadie forzó la entrada en el concesionario, ¿verdad?
Nuevamente niega con la cabeza.
–Esto no tiene buena pinta, y tú lo sabes.
Él observa fijamente sus ojos.
–¿La viola, la asesina, y luego la deja tirada en un coche que pueden rastrear hasta su lugar de trabajo? ¿Haría Freddy algo así? –se detiene y pasa la mano por la cara–. ¿Y si alguien le ha tendido una trampa?
–Si es así, ¿por qué ha desaparecido?
El comportamiento de ella es firme, tranquilo. Muestra compasión, pero en el fondo está sopesando los hechos, buscando la forma apropiada de actuar a partir de ese momento. Lo mismo que cuando tirotearon a Joe. Los dos en el viejo concesionario, el cuerpo de Joe sobre el suelo junto ellos, con un reguero de sangre extendiéndose alrededor de la cabeza. Ella sabía lo que había que hacer, también entonces. Y sabía qué decir.
–Sé lo mucho que Freddy significa para ti, John.
Él se ríe.
–¡Qué tópico! Lo quiero como a un hijo.
–Lo sé, no tienes por qué…
–Por Dios, Den, no puedes creer que fuese él quien lo hiciese. ¡Tú lo conoces!
Mientras lo escucha, la pena amenaza con abrumarla. No por la chica; ya ha visto bastantes muertes como para haber aprendido a eliminar ese recuerdo. ¿Pero John? Para él Freddy es alguien más importante que un hijo. Conoció a Freddy en el funeral de Joe y de inmediato le cayó muy bien, por lo que depositó en él su confianza cuando su instinto le decía que no confiase en nadie. Juntos montaron el concesionario e hicieron que tuviese éxito. Freddy Metcalfe, un gallito de gran corazón con un enrevesado historial delictivo propio. John haría cualquier cosa por Freddy. Si al final su instinto resulta equivocado, todo lo que ha conseguido durante los últimos dos años no habrá servido para nada.
–Otra cosa –dice ella, resistiéndose a la tentación de pasar los dedos por el cabello de él–. Ésta es la última vez que podré verte. No debería estar hablando contigo ahora.
–Muy bien.
–¿Me has oído?
John enciende un nuevo cigarrillo, tras tirar a la alcantarilla el que sólo había fumado en parte.
Ninguno quiere que se acabe la conversación.
–La chica del coche –dice, como para sí misma–. Llevaba Opium.
Una de las líneas de productos más populares del padre de John había sido una falsificación de Opium. Lo del perfume es un chiste privado entre ellos, un símbolo de la ruptura de John con su pasado. El acto de pagar un precio elevado por el producto auténtico se ha convertido en un homenaje distorsionado a la extinta dinastía delictiva de la familia Ray.
Pero John apenas escucha.
–No tiene familia –dice él–. Su madre falleció recientemente, y el padre los abandonó cuando era un bebé. No tiene a nadie a quien acudir. Se pasó la juventud cambiando constantemente de residencia. Que yo sepa no tenía amigos del colegio. Debe de estar solo en algún lugar, cagado de miedo. Tengo que encontrarlo.
Ella asiente.
–¿Me ayudarás?
–No puedo, John –dice, articulando las palabras silenciosamente–. Dios, es que no puedo, lo que quiero decir es que…
Se detiene, deja caer el cigarrillo al suelo y lo pisotea hasta que aparecen hebras de tabaco en las grietas del asfalto.
–Te llamaré más tarde –dice ella, todavía mirando fijamente el suelo–. Ya veré que puedo averiguar. Y, por favor, no le hables de esto a nadie.
Se da la vuelta para marcharse.
Baron aparece a la entrada de la comisaría, los ve y se acerca a ellos.
–Agente Danson.
–Steve.
Ella duda. No se mueve.
John sigue apoyado contra la pared, lo que le hace perder unos centímetros de estatura y tener los ojos a la altura de los de Baron.
–Señor Ray –dice el inspector–. Nos sería de gran ayuda que estuviese buscando el paradero de su querido Freddy.
–Estoy en ello –dice John, y se aleja por la calle pisando fuerte, mientras surgen detrás de él unas nubes de humo azul.
Los dos ven cómo se aleja aquel cuerpo fornido pero lleno de brío, una mezcla entre Gerdard Depardieu y un soldado de asalto, con la chaqueta negra abierta agitándose al viento. Baron se pregunta: ¿De dónde saca la presencia que tiene? Vaya a donde vaya, John Ray irradia un intenso aplomo, una mezcla de tranquilidad y peligro. Y siempre tiene el aspecto de haber salido de un casino a las siete de la mañana.
–Sabes que no deberías…
–Me envió un mensaje de texto. Lo estaba informando de las reglas. Ya no tendremos contacto. Lo entiende.
–Esto tiene mala pinta. Tenemos una investigación por asesinato y una oficial de policía que resulta ser la coartada de uno de los principales testigos.
–Lo sé.
John se esfuma al llegar a uno de los extremos del edificio. Los dos siguen observando, como si fuese a aparecer de nuevo.
–Muy mal –dice Baron despacio, como si estuviese esperando algo–. Realmente tienes que poner en claro esta relación, Den.
No es asunto de Baron, se dice así misma. Pero ella no tiene razón. Ahora es asunto de la policía. John Ray es asunto de la policía. Y ella está metida en todo esto.
–Es una relación poco convencional –dice, mientras busca cigarrillos en los bolsillos, sabiendo que no tiene ninguno–. Con John, no hay nada… –busca con dificultad la palabra adecuada– …permanente.
–¿De vedad?
–Tú mismo lo sabes, Steve. Cuando mataron a su hermano, no quería ver a nadie. Ni al psicólogo, ni a la familia ni a nadie. Sólo quería verme a mí. Estaba hecho un lío.
Baron asiente. Conoce la historia. Den sacó a John Ray del pozo de la desesperación, y su relación surgió de aquello, algo inesperado pero de alguna manera inevitable. Ella nunca ha tratado de ocultarlo a sus compañeros. Eso sería meterse en problemas. Toda la comisaría lo sabe. Y Baron más que nadie.
–¿Qué tal los premios anoche? ¿Comida para finolis, cócteles?
–Estuvo bien.
–Escucha, Den. Una cosa es tener una muda de ropa preparada en casa de John y otra meterle mano en una sala llena de vendedores de coches
de segunda mano y periodistas.
–¿Es esa la forma en que lo ha expresado tu amiga periodista? –pregunta Den–. Un poco sensacionalista, ¿no crees?
Baron acerca la cabeza hacia ella.
–Supongo que te refieres a la chica del Yorkshire Post –dice él, haciéndose la inocente–. La vi allí anoche.
Suena el teléfono de Baron. Ella reconoce el tono de llamada de inmediato: Derrrr-DA... Derrrr-DA... el sonido del violonchelo de Tiburón.
–Me lo descargó mi hijo –dice mientras busca el teléfono en los varios bolsillos del traje.
Hoy le tocaba llevar a sus hijos a dar una vuelta. Era su fin de semana con ellos. Cuando llamó para anular la cita, mientras todavía contemplaba el cadáver de la muchacha en el maletero del coche, los gemelos ya habían terminado de desayunar y estaban listos para salir.
–Baron. Sí, estoy a la entrada… De acuerdo. Muy bien. Sí. Gracias.
Durante un instante asimila las noticias. John Ray decía la verdad: el viaje de ayer a Peterborough, y su paradero el lunes por la mañana, incluyendo lo del taxi. Todo concuerda. Incluso están analizando las cámaras de Kirkstall Road para comprobar si realmente adquirió allí el Mondeo.
–Muy bien. ¡Ahora a buscar a Freddy! –dice mientras se da la vuelta y se dirige adentro.
Den entra detrás de él. Y mientras se contempla a sí misma en el cristal de la puerta, una testigo desorientada echa la vista atrás.
Capítulo 8
De regreso al concesionario, huele incluso mejor que antes.
–Pensé que lo mejor era seguir como si no hubiese pasado nada –dice Connie, saliendo de la cocina con una gruesa tortilla de patatas de varios dedos de grosor y que sobresale del plato en que está depositada.
Con sólo verla ya está pensando con nostalgia en España.
–¿Quieres? –le pregunta.
–No, ahora no, gracias.
–¿Seguro?
La deja junto a la Gaggia y se sirve un pedazo.
–Creo que podríamos estar atrayendo más clientela con la comida que con los coches –echa un vistazo al concesionario vacío–. Aunque no esta mañana.
–La policía –dice ella, agitando un cuchillo delante de sí, mientras sus palabras llegan un tanto apagadas por la suave textura de la patata– probablemente ha ahuyentado a la gente.
–Han estado aquí otra vez, ¿no?
–Vinieron en dos coches que dejaron aparcados fuera. Uno de ellos, ya sabes, con las luces de la sirena puestas.
John asiente, y de inmediato se da cuenta de lo extraordinario del silencio que reina en el lugar. No se oye la música, pero no se trata sólo de eso. Es Freddy. Sin él el concesionario resulta aburrido, insulso. Estos son los dominios de Freddy, el lugar en que hace sus ventas. Es él quien se encarga de tenerlo todo listo, y cuando entra un cliente por la puerta sabe perfectamente cómo guiarlo. Es el perfecto vendedor.
Sin Freddy, Vehículos Tony Ray no es nada. Junto a John había sido testigo de cómo instalaban las grandes planchas de cristal curvo, y los dos habían brindado con champán el día de la apertura del local, cuando se preguntaban quién demonios se iba a arriesgar a acercarse a Hope Road para comprar un BMW de segunda mano. Sobre un ochenta por ciento de las ventas las hace Freddy, por lo que John, a veces, bromea diciendo que el negocio debería ser suyo por derecho propio. Lo cierto es que nunca ha sido una broma. Si todo va bien, en cinco años el negocio pasará a manos de Freddy. Él todavía no lo sabe. Y podría no llegar a saberlo porque las cosas se están empezando a torcer…
–¿Dos coches? Supongo que pensaban que Freddy estaba aquí.
–Sí, pero resulta que no está. Aunque he de decirte que me llamó por teléfono.
–¿Te llamó?
–Esta mañana, nada más llegar. “Dile a John que lo siento”. Eso es todo lo que dijo.
–¿Por qué no me lo habías dicho hasta ahora?
–¿Habría servido de algo? –Ella mantiene abiertas las manos, en un gesto casi protector, como una madre que le consiente algo a su hijo adolescente–. Mi tío Enrique, ya sabes, siempre dice: “piensa y luego habla”. Y eso es lo que hice. Primero pensar, y ahora hablo.
–En el futuro, quizás lo mejor sea hablar, ¿entendido?
–Parecía estar en un apuro –dice, metiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros negros ajustados–. De todos modos, fue a mí a quien llamó. Si quieres, le hablo del asunto a todo el mundo, a ti, a la policía, a todo el mundo. Freddy… el Mondeo…
–¿Eso es todo lo que te dijo? –pregunta él, pasando por alto su petulancia–. ¿Qué lo sentía por mí?
–Sí. Nada más. Luego colgó.
John se deja caer al suelo. Con la espalda apoyada en un coche, extiende las piernas sobre el reluciente suelo de cemento.
–Se trata de la chica, ¿no? –dice ella–. La de las noticias. La policía no quería decirme por qué habían venido, pero lo oí en la radio cuando llegaste.
–Mierda, son sólo las once. ¿Ya ha salido en las noticias?
–Sí. Una muchacha, decían. La encontraron muerta en un coche.
–En el Mondeo. Estaba en el maletero –dice, mientras le cuelga la cabeza y frota la cara con las manos–. ¿Qué te dijo la policía?
–Me preguntaron dónde estuve anoche.
–¿Y tú qué les dijiste?
–Que fui a ver una película, luego cené una pizza en el piso de un amigo, y luego estuvimos haciendo el amor hasta tarde.
–¿Les contaste eso?
–¿Por qué no? Es la verdad. Y que los vecinos de abajo golpean el techo cada vez que ponemos música. Ya sabes, son de esos que…
Ya sé, son de esos que quieren dormir por la noche.
No tiene más remedio que sonreír. Tanto él como Connie tienen la misma coartada para lo de anoche, sólo que Connie tiene a varios testigos armados con escobas.
–Tuve que darles el número de teléfono de mi amigo –añade–. Uno de los policías salió fuera y lo llamó de inmediato –dice mientras sostiene en el móvil en la mano–. Les contó lo mismo que yo.
Ella guarda el móvil y se pone a comer un poco más de tortilla.
–¡Piensa y luego habla! –dice John–. ¿En qué trabajaba tu tío Enrique?
–En lo mismo que tu padre.
–¿Enrique? ¿No fabricaba azulejos o algo así?
Ella responde tras un suspiro.
–Y tu padre vendía coches, ¿no es así?
El brillo de su mirada sólo lo apaga la negrura de sus ojos, ligeramente salientes. Los ojos, y no los vecinos, pueden confirmar lo que estuvo haciendo anoche.
Él se queda sentado en el suelo, viendo cómo come. Sus pensamientos lo retrotraen a España, y luego a su padre. Era una tarde cálida, magnífica, y estaban en los jardines muy bien cuidados de una residencia de ancianos, rodeada de los geriátricos más lujosos de la región. Se trata de una muchacha española, le dijo su padre. La hija de alguien de su tierra que conocía, una chiquilla, una niñita…
Era la única vez que su padre le había pedido algo. Haz esto por mí, le dijo con una sonrisa de lo más natural, la sonrisa típica de Tony Ray, la que siempre le había ayudado a conseguir lo que quería. Deja trabajar a esta chiquilla en el nuevo concesionario. Se trata de un favor que le hago a su familia, que vive en nuestra tierra.
Durante mucho tiempo no se tuvo noticias de la chica, y John se olvidó por completo del asunto, hasta que llegó un día, con su cabello largo y el pantalón desgarrado en el trasero. Y lo cierto es que aunque no sabe explicar cómo o por qué, Connie había resultado ser un regalo del cielo.
*
Preparan el café y se lo llevan fuera. Un sol casi de verano ha descendido poco a poco sobre Hope Road y se ha calmado el viento. Protegidos por los vidrios cóncavos de la fachada del concesionario, la sensación era la de un mediodía en el sur de Europa.
–Entonces –dice él, encendiendo un cigarrillo y saboreando el subidón del tabaco al inhalar, tratando de no prestar atención a la embriagadora mezcla de auto-desprecio y placer inconf
esable propios del ex fumador arrepentido–. ¿Qué te preguntó la policía sobre el coche?
–Querían saber dónde estaba, así que los llevé hasta él, en la parte de atrás. Comprobaron que la puerta, sin daños, todavía estaba cerrada con llave. Al entrar, me preguntaron si lo tenemos en el ordenador.
–¿El Mondeo?
–Les dije que sí, que suponía que sí. Buscamos y no está. Y ya sabes, les dije que lleva aquí unos días, que no hemos tenido tiempo para meter los datos –lo mira y le da una gran calada al cigarrillo–. Lo he hecho bien, ¿no?
–Sí. ¿Algo más?
–Se llevaron la grabación de las cámaras de seguridad.
–Mierda, el vídeo. ¿Pudiste visionarlo antes de que llegasen?
–Sí. Freddy se llevó el coche unos minutos más tarde de la media noche. Parecía apurado. Y preocupado.
–¿Se llevaron todas las grabaciones de video-vigilancia de la semana pasada?
Niega con la cabeza.
–No –dice, tomando un sorbo de café y luego jugueteando con el cigarrillo–. El resto de los vídeos los metí en el archivador de la oficina.
–¿Los escondiste?
Se encoge de hombros.
–Allí es donde está la grabadora de vídeo. Es lo normal. La policía me preguntó si esa era la única cinta. Creo que se referían a la de anoche. Y es verdad.
¿Ocultación de pruebas?
John detecta en ella una ligera sonrisa mientras al tiempo que, despreocupadamente, llena los pulmones de humo de tabaco que luego expulsa en una larga nube por encima de sus cabezas.
John vuelve a llamar a Freddy. Esta vez Freddy responde.
–¡Freddy! –dice, introduciendo un dedo en el oído–. ¿Dónde demonios estás?
Escucha con atención, pero lo que dice Freddy no tiene mucho sentido, a excepción de que no para de pedir perdón.
–Freddy, escucha. ¿Qué es lo que ocurrió?
–Está muerta –es todo lo que oye entre largos ataques de tos llenos de flema, como si arrastrase las palabras por el cansancio.
–¿Quién, Freddy?
–En la habitación –dice, pero en voz baja, como intentando asegurarse de que nadie le oye.
–¿Qué habitación, Freddy? ¿Qué ocurrió?