Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition) Page 10

by John Barlow


  –¿Confesando? Acaba de darle una bofetada a Baron. Fin de la entrevista.

  –Estás de broma…

  John deja entrever una sonrisa.

  –No te rías –dice Moran–. Sus explicaciones son confusas y no tiene respuestas. Esto no pinta bien para él, nada bien. Y tiene miedo, miedo de algo.

  –O de alguien.

  –De lo que sea. A ver qué me dice cuando se haya calmado un poco.

  –¿Van a presentar cargos contra él?

  –¿Con estas pruebas? Es de suponer que sí. No se trata sólo de Freddy. Ahí dentro se está cociendo algo. Están tratando de ponerle punto final a esto por la vía rápida –dice mientras suena su teléfono móvil–. Hablando del rey de Roma…

  Contesta a la llamada. Un sí cortante, luego otro. Diez segundos.

  –Nos han visto. Vamos.

  *

  –Vayamos al grano –dice Baron, haciéndolos pasar a una pequeña sala de entrevistas en la planta baja. Tiene la piel de debajo del ojo enrojecida y ligeramente hinchada, pero por la forma en la que actúa está claro que nadie se lo va a mencionar.

  –Henry, necesito saber a quién representas en este caso. Existe un posible conflicto de intereses. Haré que conste en acta si no solucionas esto ahora.

  Moran hace como que no lo ha oído.

  –Mi cliente es Owen Metcalfe.

  –Si te ven asesorando legalmente al señor Ray…

  –El señor Ray es un viejo amigo con el que acabo de encontrarme. ¿Es eso todo, Steve?

  –Por favor –Baron le dice a John–. Tome asiento.

  Hay una mesa y cuatro sillas en la habitación, además de la inevitable grabadora. John está sentado esperando mientras el inspector y Moran charlan junto a la puerta. La mayoría de los policías de Leeds aborrecen a Moran. Pero cuando se meten en líos es a Henry a quien acuden buscando consejo legal gratuito, principalmente en temas de divorcio. Él se interesa por los hijos de Baron. Le pregunta si están contentos en la nueva escuela, utilizando el mismo tono cortante de siempre, como si estuviese tomando nota de los hechos con un cliente. Luego se dan un apretón de manos y se marcha, sin dirigirle ni siquiera una mirada a John.

  –Sólo serán unas cuantas preguntas –dice Baron mientras se desliza hacia una silla al otro lado de la mesa–. Se trata de aclarar unas cosas. ¿Necesita un abogado de oficio?

  Conoce la respuesta.

  –Bien.

  Se abre la puerta.

  –Creo que ya conoce al agente Steele –dice Baron mientras el joven detective de rostro cetrino entra y toma asiento. Parece más engreído ahora, más ágil, contento de encontrarse allí.

  Baron pone a grabar la cinta y repasa los detalles. Luego observa a John.

  –El viernes por la tarde viaja en tren a Peterborough con cincuenta mil libras en el bolsillo para comprar un vehículo. Regresa sin vehículo y con cincuenta mil libras.

  –Así es.

  –Esa es justo la cantidad de dinero hallada en su Mondeo junto a la muchacha muerta.

  –¿Cincuenta? Creí entender que usted había dicho cuarenta.

  –¿Todavía tiene los cincuenta mil en su piso?

  –Sabe perfectamente dónde puede encontrarme.

  –Sí, en el viejo instituto. Volvemos al punto de partida, ¿eh?

  John consulta el reloj.

  –Iré al grano –dice Baron.

  Del bolsillo de la chaqueta extrae dos bolsas de plástico transparente, de las que utilizan para meter las pruebas, y las coloca sobre la mesa. En cada bolsa hay un billete de veinte libras.

  –Como es sábado, nuestros expertos en billetes están jugando al golf y los bancos están cerrados, pero creemos que estos billetes son falsos.

  Se reclina en el asiento.

  –¿Tiene esto que ver con toda la oleada de falsificaciones de la que hablan los periódicos? –pregunta John mientras toma la primera bolsa y la aproxima a la luz, para luego acercarla al rostro.

  –Un hombre de negocios como usted, señor Ray, tiene que estar alerta ante este tipo de dinero.

  John no le hace caso y examina el primer billete cuidadosamente. Es falso. De calidad aceptable. Fácil de distinguir.

  –Me hubiese gustado ver los que falsificaba su padre –dice Baron–. Supongo que se los llevaron a Londres durante el juicio en el tribunal de Old Bailey.

  John no presta mucha atención, pero Baron continúa.

  –Eran buenos, o eso es lo que me han dicho. Muy buenos. Un poco como éstos.

  –Por lo que sé, a mi padre no lo declararon culpable –comenta John mientras toma el otro sobre.

  No precisa observarlo mucho tiempo. Engañaría a casi todo el mundo, incluidos algunos cajeros de banco. Es de una calidad extraordinaria. Los dos billetes no podrían ser más diferentes.

  –Bueno –dice– no voy a negar que nunca haya visto un billete falso con anterioridad.

  –Vamos haciendo progresos.

  –Los dos son falsos.

  Cuidado con lo que dices…

  –Explíquese –dice Baron, casi en un susurro.

  –Pues bien. Sin tocarlos se me hace difícil apreciarlos, pero el papel parece bueno. Las marcas de agua son convincentes. Están impresas, no son marcas de agua verdaderas, pero están bien. El papel debe de ser libre de ácido, ya sabe, para que no lo detecten esos rotuladores mágicos que tienen en los cajeros de los supermercados.

  Recorre los sobres con los dedos

  –Supongo que tiene más de estos, los números de serie son diferentes… Baron no dice nada.

  –Debieron de utilizar una prensa profesional para numerarlos. Eso es lo que pienso. Están bien hechos. Son copias presentables, diría yo.

  Se detiene y suspira de manera un tanto teatral.

  –Mire, no estoy muy al tanto de los últimos avances en este campo. Los hologramas aparecen un tanto apagados pero, ¿quién lo va a notar? Se requeriría disponer de luz ultravioleta para comprobar los detalles fluorescentes y una buena lupa para observar con detenimiento las micro-impresiones. Pero en un pub lleno de gente o en una tienda estos detalles pasarían inadvertidos.

  Baron se toma su tiempo. Recupera los dos objetos.

  –Están apareciendo por todos lados –dice, sosteniendo la primera de las bolsas y observándola de cerca.

  –Pronto llegarán a Leeds, ¿no?

  –Es posible –dice el inspector–. ¿Supone entonces que estos dos son iguales?

  Dobla las bolsas con las pruebas con cuidado y las devuelve al bolsillo.

  –Creo que sí –dice John–. Pero como ya le he dicho, no soy un experto.

  –Gracias por su tiempo, señor Ray.

  Cuando los tres se incorporan para marcharse, John se da cuenta de que el detective Steele no ha abierto la boca.

  *

  Un momento más tarde camina por la calle George. Henry Moran se encuentra apoyado sobre un Mercedes de color plateado.

  –¿De qué se trataba?

  –Nada. Tonterías.

  –¿Hay algo que me quieras comentar, John?

  –No eres es mi abogado.

  –¿Nada de confidencias conmigo?

  –Primero saquemos a Freddy de la cárcel.

  –Muy bien. Te mantendré informado.

  Después de esto, Moran se da la vuelta y se marcha.

  Baron los observa desde la fea entrada de cemento de la comisaría, no con una risa, pero casi.

  –Mientes muy mal, John. Muy mal.

  Capítulo 16

  De vuelta al piso, se encuentra sin mucho que hacer. Baron llegará de un momento a otro. ¿Qué tipo de música convendría para la ocasión? Consulta su iPod. Jazz, desde luego. ¿Pero de qué tipo? Cuando está bajo de moral, le gusta seguir con la cabeza el ritmo de los rags de piano de Scott Joplin, con el volumen a tope. Pero se trata de una velada con la policía. ¿Y si lo envolviese todo en la voz caliente del jazz de Nora Jones? Sería rebajarse demasiado. ¿Y el Modern Jazz Quartet? Demasiado cerebral. ¿Y el Birth of the Cool de Miles Davis? Por supuesto. Eso tranquilizaría incluso a la caballerí
a.

  Mete una botella de Manchego Blanco en el congelador y se dirige a la ventana para ver la puesta de sol. Fuma un cigarrillo. Dos. Ya no puede aguantar más. Llama a Den.

  –¿John? Se supone que no debes llamarme.

  –Ya.

  –¿Estás bien?

  –Supongo que sí. Estoy esperando una visita del gordo y el flaco. Ese Steele, ¿es un gilipollas o sólo me lo parece a mí?

  –Es un muy buen policía, por lo que sé.

  –Mejor que no te pille de malas, me parece.

  –Los señores Bilyk y Bokyo –dice ella–. ¿Te interesan? ¿O prefieres seguir insultando a la policía?

  –Me interesan.

  –La empresa de tractores Galey existe. Por lo que parece, los negocios de Bilyk son reales. Ha efectuado algunas ventas en la zona durante las pasadas semanas. Tractores a precios reducidos, grandes descuentos. Las compras parecen de verdad, por lo que he podido averiguar.

  –Así que es un tipo legal.

  –Mira, he hecho unas cuantas llamadas, de modo totalmente extraoficial, y es Bilyk el que hace las ventas.

  –¿Qué me dices de su compañero, el jovencito?

  –Nadie ha mencionado su nombre, ninguna de las personas que adquirieron un tractor de Bilyk.

  –¿Se sabe dónde está?

  –¿El jovencito? No. Han estado interrogando a Bilyk casi todo el día. El otro tipo ha desaparecido.

  Reflexiona sobre esto un instante.

  –¿Podrías darme los nombres de las personas que han comprado tractores?

  –De eso nada. Mira, si hay algo sospechoso, los del Departamento de Investigación Criminal lo descubrirán.

  Emite un suspiro a través de la línea de teléfono.

  –¿Por qué te interesan tanto los ucranianos? –dice ella–. ¿Y Freddy?

  –¿Se sabe algo?

  –Está hecho un lío. Es lo único que sé. ¿Sabías que le dio una bofetada a Baron?

  –Sí. ¡Algo es algo, por lo menos!

  –No tiene gracia, John. Lo tienen sentado en una celda de la comisaría esperando a que formulen cargos contra él. No tiene protección.

  –¿Y cómo es que ese joven ucraniano no es el principal sospechoso? ¿Porque ha desaparecido? ¿Qué es lo que os pasa, que os fijáis en la primera persona disponible y no seguís investigando?

  –Vete a la mierda. Los del Departamento de Investigación Criminal están haciendo su trabajo. Si tan seguro estás de su inocencia, ¿cómo es que te pones a utilizar esas influencias familiares tuyas? ¿Para dar con información útil? Porque es que en estos momentos Freddy está metido en un lío de cojones.

  –No crees que él lo hiciese, ¿o sí?

  –Por supuesto que no. Pero no estamos hablando de eso.

  –¿Estás dispuesta a ayudarme, a pesar de todo?

  Ella resopla. Se toma su tiempo.

  –Depende. Puedes pedírmelo.

  –Lo haré.

  Hay una pausa.

  –¿John? –dice–. El dinero que había en el Mondeo es falso.

  –Sí, Baron me lo dio a entender.

  Mientras intentaba que yo cayese en la trampa.

  –Lo de tu padre, ya sabes, la gente siegue acordándose…

  –Ya.

  *

  El rostro de Steele aparece agrandado delante del interfono, lo que magnifica su nariz y le hace parecer un hombre elefante verde-gris. Detrás del él está Baron, con los brazos cruzados.

  John los deja entrar y abre las puertas del apartamento. Luego trae el vino, le quita el corcho, y deja reposar la botella en el refrigerador de aluminio. Eso hace que se sienta mejor.

  Aparecen en la puerta y se detienen, contemplando el gran tríptico victoriano frente a ellos, tres enormes ventanales que emiten un fuerte color naranja moteado de rojo mientras se van apagando los últimos rayos del sol.

  –Entren, por favor –dice John, al tiempo que dispone tres copas sobre la encimera que se encuentra en el centro de la cocina–. Supongo que los del Departamento de Investigación Criminal no acostumbran a decir eso de estoy de servicio.

  –Debería saberlo –dice Steele–. Yo me tomaré uno.

  –Yo no –dice Baron.

  Tiene algo enrojecida la mejilla izquierda, debajo del ojo, la piel brillante.

  John sirve dos copas y le da una a Steele, que bebe a sorbos y hace un gesto de aprobación.

  –Es bueno.

  John toma un sorbo.

  –Mmm… almendras, con unas notas dulces de hierba.

  –¿Un buen año? –dice Baron, poniendo los ojos en blanco con desprecio.

  –Bueno, ya sabe, es un Manchego fresco. Hay que beberlo joven.

  –Ah.

  –Le echaré un vistazo a la casa, si no le importa –dice Steele–. Parece que hay pocos muebles. ¿Se acaba de mudar alguien?

  Recorre un lado de la habitación, deteniéndose a observar los cuadros de yates, a hojear montones de revistas, a leer los títulos de los libros.

  –Concesionario de coches usados del año –dice Baron, al ver el premio de plexiglás junto al fregadero, al lado de los dos vasos de whisky.

  –De la región de Yorkshire.

  –Se acepta la modestia. Pero ¿por qué a usted? Un coche es un coche, ¿no?

  –Pura cuestión demográfica. Tengo muchos clientes de profesiones liberales. Doctores, abogados, contables, funcionarios, maestros, profesores universitarios…

  –¿Es ese su secreto?

  –Esa es la clientela que intento captar. Las personas que necesitan buenos coches pero que tienen que conformarse con que sea uno de segunda mano. Les vendo el coche a un precio justo, y si no les funciona, voy y se lo arreglo, sin discusiones.

  –¿De verdad es eso lo que hace?

  –De verdad. Y cuando a alguien le ofrecen ese tipo de servicio, se entera toda la oficina. ¿Un vendedor de coches de segunda mano honrado? Todo un acontecimiento. Además, los profesionales liberales suelen ser de fuera de la ciudad. No saben quién era mi padre, hace años. Muchas de mis ventas las hago con los recién llegados.

  Baron asiente a lo que oye. Ahora está más contenido. Si John no lo conociese tanto podría pensar que el inspector estaba reparando el daño que había hecho por la mañana, o tratándolo bien, dado que hasta este momento él le había proporcionado datos sobre la escena del crimen y el sospechoso principal. Pero él sabe que no es así. Es como la música de fondo. Birth of the Cool suena relajado, espontáneo. Pero fue planeado con antelación, compuesto, nota a nota, como una sinfonía. Baron y su compañero también están desempeñando sus papeles, sólo que no lo están haciendo tan bien como Miles Davies.

  –Aquí está –dice John, indicando un pequeño cofre de madera sobre la encimera–. ¿Quiere…?

  –Sólo quiero verlo, no me obligue a buscarlo yo mismo.

  –Muy bien.

  John abre el cofre, saca media barra de pan, y luego encuentra cinco sobres de color blanco que llevan impreso Barclays Bank en una esquina. Cada sobre tiene el tamaño y la forma de un pequeño ladrillo. Vacía uno de ellos sobre la encimera. Hay diez finos paquetes de billetes de veinte libras, cada paquete atado con una cinta roja.

  –Hay diez fajos de mil en cada uno. Y cinco sobres.

  –¿Cuándo los sacó del banco?

  –El lunes, a primera hora de la mañana, en el Barclays, en la oficina de Headrow. Siempre los aviso con mucha antelación.

  Baron no puede evitar mirar fijamente el dinero. Prácticamente su sueldo bruto anual. Aunque, después de impuestos, seguridad social, la pensión de la policía, la pensión alimenticia a su mujer y a los gemelos, además de la mayor parte de los gastos del colegio de los críos, a él sólo le queda aproximadamente un tercio, más o menos lo que cuesta uno de los mejores coches de segunda mano de John Ray.

  –Con su permiso –dice, antes de extraer con cuidado un billete del montón superior y examinar su autenticidad.

  John alarga la mano para coger sus cigarrillos y observa la escena, preguntándose si Baron realmente sabe lo que hace.

 
; Cuando el encendedor hace clic, la cabeza de Baron da una sacudida.

  –Lo siento –dice John, acercándole el paquete mientras expulsa el humo.

  –No.

  Baron vuelve a prestar atención al billete que tiene entre manos.

  –Cincuenta mil es mucho dinero.

  –Cuando se compra un Porsche, no.

  –Usted lo hace a menudo, ¿no?

  –¿Porsches? Para que lo sepa, casi nunca. Mis existencias las componen tanto coches para ejecutivos medios como utilitarios. Desde BMWs hasta Golfs.

  –¿Entonces el Porsche es sólo un capricho?

  –Más o menos.

  –¿Y por qué tuvo que ir tan lejos, hasta Peterborough?

  –Se trataba de un GT3, ya sabe, no era un Boxster.

  –Tenía varios coches muy parecidos en venta en un radio de cuarenta y cinco quilómetros –dice Baron, que continúa examinando el billete.

  –¿De veras?

  –Esta tarde, en cinco minutos, encontramos tres en Internet. De la misma antigüedad y precio similar. Y no ha ido a verlos.

  –Como le dije esta mañana, cuando se gasta una cantidad de dinero tan grande, se trata de instinto.

  –¿Por eso no lo compró? ¿Fue por instinto?

  –Sí.

  Le entrega el billete a John.

  –La vendedora era una mujer.

  –Pues sí.

  –Usted dijo que le echó un vistazo y salió corriendo.

  –Vi lo que había. Vi un coche muy caro, y tomé una decisión. En un abrir y cerrar de ojos. ¿Ha leído ese libro? Las decisiones rápidas son con frecuencia las mejores.

  –Una madre joven, en posibles dificultades económicas. ¿Por qué le habría de importar? Esta mañana dijo que si ve que tienen problemas de dinero usted puede hacer que bajen el precio.

  –Tomé una decisión al momento. No la conocía para nada. Así es como trabajo.

  –Sabía que debían dinero por el coche. Le podría haber hecho un favor comprándoselo.

  –Ese no es mi trabajo, inspector.

  –Está muerto.

  –¿Qué?

  –El marido. Hace tres semanas. Estaba sano como un roble. Un ataque al corazón repentino. Imagíneselo.

  –Dios.

  –Le ha dejado una hipoteca enorme, cuatro hijos, y no tiene ingresos. El Porsche es todo lo que le queda. E incluso le queda por pagar algo del coche.

 

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