by John Barlow
–¿Pero ayer Craig la cambió, antes de que tú llegases?
–Sí. Quienquiera que esté allí, la cambia.
–Que le dieses para atrás a la cinta hace que Freddy sea el principal sospechoso.
Pearce se encoge de hombros.
–Les conté lo que había hecho, y les conté todo lo que sé. No puedo hacer más que eso.
–¿Qué les contaste sobre Freddy?
–No conozco al muchacho.
–¿Les dijiste eso?
–Sí.
–¿Y qué hay de cierto en ello?
Pearce se rasca el pecho.
–¿Trabaja para ti, verdad?
–Sí. ¿Y qué?
A John no le gusta la insinuación.
–A mí que no me impliquen.
–¿Qué te impliquen en qué? Yo vendo coches. No estamos hablando de la vieja familia Ray.
–Ya, pero es que últimamente Freddy ha estado haciendo alarde de dinero. Ha venido por aquí con ese muchacho ucraniano, a beber champán, darse palmaditas en la espalda, y toda esa mierda. Lo único que le queda es repartir cigarros a todo el mundo.
–¿Fedir?
–El mismo.
–¿Trabaja para ellos?
–¿Para los ucranianos? Supongo. Lo han visto en el hotel muchas veces.
–¿Un gran vendedor de tractores? ¿En Leeds?
–Algo por el estilo.
–Tonterías.
–A mí también me parece que lo son, amigo.
–¿Le mencionaste todo esto a la policía sobre Freddy?
–No.
–Creía que les habías dicho toda la verdad.
Pearce sonríe.
–Si vas a empezar a meter las narices en los asuntos de todo el mundo, señor Ray, más vale que recuerdes el apellido que tienes.
John no sabe si esto es una amenaza o un consejo, así que lo pasa por alto.
–Donna Macken. ¿La conocías?
–La vi una o dos veces en el hotel. Pobre muchacha.
–¿Qué tipo de chica era?
–Ya te he dicho que no la conocía.
Pearce consulta el reloj de nuevo.
–Te invito a otra ronda –dice John.
–Claro, ¿por qué no?
*
John pide dos vasos de whisky Laphroaig en la barra. Roberto sigue allí.
–¿Has encontrado a Mike? –pregunta.
–Pues sí.
Con un gesto de la mano Roberto indica que el whisky va por cuenta de la casa.
–Gracias –dice John–. Una última pregunta. Donna era un rostro habitual por aquí, ¿verdad?
–Claro.
–Supongo que los clientes habituales la conocerían.
–No están ni ciegos ni sordos.
Se detiene.
–¿No ves lo tranquilo que está todo sin ella? Dios mío, Donna… John toma los vasos.
–Encantado de verte de nuevo, Roberto.
–Mantennos al corriente, John. De parte del jefe. ¿Me has oído?
*
Se beben su Laphroaig durante un rato.
–Lo de tomar una copa aquí todas las noches –pregunta John, despegándose de las notas seductoras a turba quemada y algas del whisky de malta–, ¿le contaste eso también a los polis?
–¿Estás de broma? ¿Si bebieses aquí, se lo dirías?
–Tienes razón. Tengo que irme.
Se levanta.
–¿Todavía te tiras a esa policía? –añade Pearce como un último disparo.
–No tanto como crees.
–Si entras en sitios como éste, es mejor que no te pongas a hacerle el trabajo a los polis.
–Trato de ayudar a Freddy. Ni más ni menos.
–Sí, bueno, quizás lo hizo Freddy. Alguien lo hizo.
*
Las luces de las calles le lanzan una mirada hostil mientras conduce lentamente por la ciudad. Hay borrachos alborotadores en la calzada, jóvenes e invencibles, esquivando el tráfico como si la vida fuese un juego en el que siempre se gana. Las once y cinco. A estas horas el ligue de Connie debe de estar como una moto.
¿Qué había de confesión en lo que había contado Mike Pearce, mientras se aferraba a su whisky, Dios sabe cuántas horas sin dormir? ¿Sinceridad o remordimiento? Unos ojos de persona cansada. Pero, ¿eran los ojos de un asesino?
Dos años atrás, John había podido fijarse en los ojos de un asesino. Hace dos años, en el concesionario, Joe tirado en el suelo, muerto. Recuerda la noche en estos momentos. Había quedado con Joe en la avenida Hope para decidir qué hacer con su padre y con el concesionario. A John nunca le había gustado aquello en lo que se había convertido su hermano, una versión embrutecida y triste de su padre. Joe había descuidado el concesionario. Llevaban varios meses sin vender un coche. Ni siquiera intentaban hacer funcionar el negocio, como había ocurrido con su padre.
Así pues se encontraban en el concesionario, hablando del tema, paseándose arriba y abajo por el lugar que había sido el cuartel de los Ray desde 1963. Entonces explotó algo en el aire, lo que sacudió a John de arriba abajo. Algo lo había golpeado. Se dio la vuelta a tiempo para ver cómo el cuerpo de Joe caía al suelo fláccido y sin vida, sin parte de la cabeza.
Y allí estaba. El asesino de Joe. A tres metros, inmóvil, sosteniendo una escopeta a la altura de la cintura. Observaba a su víctima caída. Luego levantó la vista. Ojos azules, claros y fijos, sin arrepentimiento. Un instante después ya se había ido.
John permaneció allí de pie, mientras notaba cómo le caían goteando por un lado de la cara trozos del cerebro de su hermano.
Y tomó una decisión.
En un abrir y cerrar de ojos.
SEGUNDA PARTE – DOMINGO
Capítulo 19
A su padre siempre le había gustado el café fuerte. Cada vez que su madre lo hacía demasiado flojo (lo cual ocurría normalmente), añadía un poco de café instantáneo a la taza cuando ella no lo veía y les guiñaba el ojo a los chicos. Después de treinta y nueve años de matrimonio, era el único tema en el que no se ponían de acuerdo. En cuanto al té, después de pasarse la mayor parte de su vida adulta en Inglaterra, nunca había sido capaz de beber un sorbo sin que le produjese náuseas.
John prueba el café esta mañana. Es como el agua del baño que tragas cuando eres un crío, tibio y un tanto empalagoso. Y no tiene un frasco de Nescafé a mano.
–¿Te ayudo con eso, papá? –pregunta.
Tony Ray está sentado en una silla de ruedas, aunque puede caminar con ayuda. Su cabello todavía es gris oscuro, aunque lo lleva más corto de lo que lo solía llevar. Aquí se lo cortan corto, así les da menos trabajo. Y lo mismo cabe decir de la silla de ruedas. El anciano baja lentamente la cabeza y observa la taza situada encima de la mesa de hierro forjado que tiene delante, concentrándose en ella. Luego su atención se desvanece.
Diversos ataques de apoplejía habían puesto de manifiesto que no era práctico que viviese solo en su casa de campo en la calle Grange. Como la mayor parte de las cosas que hacía Tony Ray, la decisión la llevó a cabo rápidamente y con discreción. Cuando comentó su traslado con John, la única preocupación del viejo era si la venta de la casa sería suficiente para cubrir los gastos de una residencia tan cara. Ahora, después de dieciocho meses en este lugar, parece haber encogido un poco, como si su cuerpo estuviese empequeñeciendo.
–¿Tienes que ponerte esa ropa tan horrible? –dice John.
El rostro de su padre se ensancha hasta sonreír. Lleva puesto un chándal verde esmeralda que parece acentuar su cuerpo huesudo. (¿Come? Dicen que come. Dicen que su peso es el normal, el esperado). De todas formas, tiene mal aspecto. Antes siempre iba bien vestido, con trajes hechos a medida, zapatos de piel acordonados (¡a veces de color marrón!), corbatas de seda… Y llevaba camisas con cuellos de quita y pon en la época en que los Beatles se separaron, o eso es lo que solía decir su madre. Ahora lleva el pelo rapado un poco descuidado y viste una jodida ropa deportiva.
Al menos él es capaz de ver el lado cómico de todo esto.
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bsp; John nunca ha tenido que pedirle consejo a su padre. Pero ahora no le importaría pedírselo. ¿Qué habría hecho Tony Ray en su lugar, con Freddy en comisaría y una chica muerta en el depósito de cadáveres? Primero, habría llamado a Henry Moran y le habría contado todo. Cuéntale siempre todo a tu abogado. Así actuaba Tony Ray. No era exactamente la filosofía de un santo, pero tiene su mérito.
Los ojos de su padre cerrados, su labio superior temblando ligeramente mientras respira, el mentón apoyado en el pecho. John ha venido preparado. Ojea un número de la revista El mundo de los yates hasta que encuentra un reportaje sobre un Jeanneau de dieciocho metros de eslora. Ocho páginas de pornografía náutica. Un yate con un motor de un millón de dólares. ¿Qué tal adquirir uno de segunda mano dentro de algunos años? ¿O uno nuevo dentro de cinco? El viernes por la tarde habría dicho que la decisión era fácil de tomar. Ahora no está tan seguro…
Sí, es un hecho que Freddy la ha pifiado. Pero, ¿es un asesino? No se sabe lo que está pasando por la cabeza del muchacho, pero si no quiere hablar con su abogado, no se puede hacer nada por él. Tiene el mejor abogado de la ciudad. Pero la ha pifiado, cualquiera que sea el papel que haya jugado en todo esto. ¿Qué hay de irónico en esta situación? Ha arruinado su propio futuro y ni siquiera lo sabe. El concesionario iba a ser todo suyo.
John deja a un lado la revista y se pregunta si debería hablar con alguien del aspecto que tiene su padre. ¿Tan difícil sería vestirlo como es debido, por Dios? ¿No podrían hacer que llevase una camisa y una corbata, al menos? ¿Para eso paga cuatro mil al mes, para que lo lleven en una silla de ruedas vestido sólo con un pijama?
Decide no decir nada. Si ofendes al personal, ¿qué ocurrirá después de que te hayas ido? Mil libras a la semana y te tienen atado de pies y manos. Lanza una mirada a su alrededor. Hay media docena de personas en silla de ruedas, todos ellos sobre la terraza que da a unos campos enormes, muy cuidados. Se oye el canto de los pájaros, animado y caótico. ¿Gorriones? Solía saber los nombres de todos los pájaros, de las flores, árboles, nubes… Todo lo que sabes de pequeño y que olvidas de mayor. Podrían ser gorriones. Mierda, ojalá fuese niño otra vez.
Cierra los ojos. Ayer había estado tumbado en la cama, haciendo el vago, viendo vestirse a Den. Desde entonces las cosas se han descontrolado. ¿Y qué es lo que queda? ¿Den? No lo parece. ¿Y los cincuenta mil del maletero? Dios, Freddy, ¿qué es lo que has hecho?
Algo lo sobresalta. Abre los ojos y mira alrededor. Debe de haber sido una puerta que se cerraba de golpe en algún lugar. Luego se fija en una cámara de seguridad sobre el techo, con la pequeña luz roja parpadeante. En todo el edificio hay más cámaras, puede ver cinco, sólo en este lado. El día que habían venido a ver lugar, el gerente les había mostrado la sala de vigilancia, así como las imágenes difundidas por más de una docena de cámaras, todas ellas grabadas en discos duros. También tenían puertas electrónicas, alarmas en todos los lugares, y línea directa con la comisaría de policía.
Se ríe pensando en todo ello. Cuando recuerda aquel día a su padre observando con detenimiento todas las medidas de seguridad, no le cuesta nada saber qué estaba pensando en ese momento. ¿Cómo se podría entrar a robar en un lugar como éste? En los años 50, con un corta-vidrios y una palanca, era fácil entrar. ¿Y ahora? Nada más entrar ya te están grabando sabe Dios cuántas cámaras. ¿Cómo es posible cometer un delito rodeado de tantas cámaras?
Se recuesta en la silla. ¿La respuesta? Te aseguras de que tengan un viejo sistema de vídeo de lo más precario. Luego rebobinas la cinta. Mike Pearce, a media noche. La chica muere y él rebobina la cinta. Cuando llega la poli, se lo confiesa todo. Le di al botón de rebobinado, agente, pero yo no la maté… O es un criminal de lo más inteligente o un tonto. Lo malo es que allí también estaba Freddy, la última persona que vieron salir de la habitación en el vídeo. Y desde luego no se está comportando de forma inteligente en estos momentos. Se está comportando como un idiota.
Piensa.
Tenemos a Fuller, el gerente de un hotel vacío en la avenida York, y al chico del heavy metal. ¿Los ucranianos? Piensa un poco, John. Dejan el hotel, seguidos por Freddy. Del video desaparecen casi veinte minutos. Luego la sacan a rastras del hotel, cuando ya está muerta.
No fue Freddy.
No puede ser.
De su bolsillo extrae una tarjeta de visita.
Konstyantyn Bilyk
Maquinaria agrícola Galey
Kiev
Ucrania
*
Le responde una voz masculina, con un leve acento, casi imperceptible.
John se presenta.
–¡Buenos días, señor Ray!
–¿Esperaba mi llamada?
–Supongo, sí. Este lío por lo de la chica resulta fatal para nuestros negocios, ¿verdad? ¿Por qué no hablamos?
–De acuerdo.
–¿Ha desayunado?
–No, todavía no.
–Yo se lo llevo.
–¿Me lo lleva? –pregunta John.
–Al concesionario.
–De acuerdo. Allí estaré en media hora.
–Bien. ¡Nos vemos en el negocio de Tony Ray!
–¿Sabe usted dónde…?
Pero Bilyk ya no está al aparato.
*
Su padre se despierta, levanta la cabeza.
–Creía que estabas dormido, papá.
–¡Bah! ¿Qué tal le va a esa muchacha?
Le cuesta hablar y lo hace despacio, acompañándose de una ligera sonrisa.
–¿Connie? Está bien. Se ha adaptado bien.
Su padre asiente. Parece contento.
–Escucha, tengo algo que decirte –dice John–. ¿Has llegado a conocer a alguien llamado Bilyk, un ucraniano? Ya sabes, en tus negocios.
La sonrisa desaparece.
–¿Quién?
–Bilyk. Un ucraniano.
–No.
El viejo se detiene, tratando de recuperar fuerzas para poder continuar.
John se acerca, hasta que siente el aliento del viejo en un lado de la cara. Le pone un brazo sobre los hombros y escucha.
–Los del este de Europa son listos. Buena mercancía. Pero… –y ahora Tony Ray cambia al español, mientras su voz es menos que un susurro, nada más que el movimiento de los labios y su respiración débil–. Aléjate de todo eso. No es para ti. Que no pase lo de tu hermano. No me dejes solo, John. ¿Comprendes?
Sus labios encuentran le mejilla de John.
Los dos permanecen allí, reconfortados por el sol y el canto de los gorriones. Si es que lo son.
–Vamos –dice, enderezando el cuerpo–. Te llevaré dentro. ¿O prefieres…?
Pero su padre se ha vuelto a quedar dormido.
Capítulo 20
–¡Así que éste es el local! Automóviles Tony Ray…
La voz del ucraniano llena el concesionario. Camina entre los coches, haciendo pasar las puntas de los dedos por encima de las carrocerías.
–Ganador de un premio –dice John, que sale del despacho y señala el premio de plexiglás de la revista Auto Trader. Piensa que luce mejor aquí que en el apartamento.
–No –dice Konstyantyn Bilyk, que se da la vuelta para ver a John por primera vez y eleva sus cejas oscuras hasta que parecen separadas de la frente, como trabillas de un abrigo o pequeños doseles peludos–. Me refiero al viejo concesionario. El verdaderamente célebre, ¿o no?
–Depende de quién lo diga.
–Usted lo es, señor Ray.
Mientras se aproxima, Bilyk lleva las manos caídas a ambos lados. Es tan alto como John, pero tiene una constitución más atlética.
–He oído que ha estado hablando con todo el mundo. Haciendo de detective. El hijo de Tony Ray resolviendo crímenes. ¡Eso está muy bien!
–Me alegra que eso le divierta.
–Hay un dicho ucraniano que dice: Un cuervo nunca llegará a ser un halcón.
John refunfuña en su fuero interno. ¿Es que quiere ponerse a intercambiar metáforas con un eslavo?
–Yo no soy un cuervo,
señor Bilyk.
El ucraniano pasea la mirada por toda la gama de vehículos en venta.
–Quizás me estoy erigiendo en juez.
–Quizás. ¿Un café?
John se dirige hacia la Gaggia.
–Ni yo ni usted hemos elegido nuestras familias –dice John, dándole la espalda, mientras manipula uno de los mandos de la máquina–. Espero que le guste cargado. No tenemos leche.
–Bien cargado está bien.
Bilyk toma asiento junto a una de las mesas de la sala de ventas.
–Mire, he traído el desayuno.
De cada bolsillo de la chaqueta saca una bolsa de papel a rayas.
–Donuts. No tenían nada más. Es domingo por la mañana.
John reparte el café para luego sentarse al otro lado de la mesa. El ucraniano abre las dos bolsas, lo que deja ver cuatro donuts de mermelada en cada una de ellas. Toma uno y se lo mete en la boca.
–Yo tampoco –dice masticando–. Me refiero a mi padre. ¡Yo tampoco elegí que fuese comunista!
Abre los ojos, desafiante, como si tuviese gracia.
–¿Miembro del partido?
–¿Mi padre? ¡Pues claro! Era capataz en una fábrica de dulces en Kiev. No ganaba un ochavo. Pero era un hombre importante del partido. Crecí en un apartamento que tenía una cocina compartida y un cuarto de baño al final del pasillo. Para usar el baño tenías que llevar tu propia llave para abrir el agua. ¿Qué, no tiene hambre? –pregunta, tomando otro donut y acerándolo a la boca mientras habla–. Yo tenía diecinueve años. La Unión Soviética se estaba desplomando y todo lo que nos decían en casa era lo grande que había sido la URSS y cómo iban a empeorar las cosas para todos.
–¿Y empeoraron?
–Oh, sí. Mi padre tenía razón. ¡Por primera vez en su vida! Ucrania se independizó, vino la corrupción, y la recesión económica. Yo lo único que quería era largarme. Así es como llegué a Inglaterra.
–¿A Londres?
Durante un instante Bilyk frunce el ceño.
–¡No se sorprenda! –dice John, sentado frente a Bilyk y tomando un donut–. Es el primer lugar al que iría cualquier persona. Yo hice lo mismo en cuanto me escapé de este lugar. Como ya le he dicho, no soy un cuervo.
Se mete el donut en la boca.