by John Barlow
–Le han pedido específicamente que no… –comienza Fuller.
–Estaba aparcado aquí, ¿verdad? Usted lo debería saber, ya que estaba dentro del hotel, junto con los dos huéspedes, la noche en que la mataron. Usted también ayudó a sacar a la fallecida del la habitación para luego apoyarla contra la pared, mientras un matón no paraba de golpear su cara muerta.
Coloca un cigarrillo entre los labios y lanza una mirada hacia la cámara situada en la parte de arriba de la pared.
El policía frunce los labios, cambia la posición de los pies.
–Tengo que pedirle que no entre en el hotel, señor.
–Desde luego –dice John.
Fuller se da la vuelta y se mete en el hotel. El sargento se queda donde está.
–¿Pensaba que era el único de fiar, señor Ray?
–¿Señor Ray? Mi reputación me precede, ¿verdad?
Le ofrece sus cigarrillos.
–No –dice el policía. Avanza unos pasos hacia John, hasta que está tan cerca de él que podría sujetarlo si quisiese–. Lo conozco por Denise.
–Sí, ya veo.
–¿Me permite un consejo?
–Puedo no hacerle caso.
–Váyase a la mierda y no vuelva hasta que acusen a alguien de esto. Y rece para que no sea usted.
El sargento no pestañea.
Al ser hijo de Tony Ray, ha adquirido un buen olfato para los policías. Y éste le parece a John un buen tipo. Por algún motivo quiere contarle su secreto, el que sólo Den ha oído.
Yo quería ser policía. De verdad que quería ser policía.
–No volveré –dice John, que se da la vuelta para marcharse–. ¿Ve esa cámara de seguridad sobre la pared? Ayer estaba estropeada. Para ser un fin de semana se han dado prisa en traer a alguien para que la arregle.
El sargento ve cómo se aleja hasta la esquina del edificio, cruza y está de vuelta en su coche.
–Imbécil –dice para sí, abriendo la puerta de incendio.
*
John enciende un cigarrillo y se recuesta en el Saab mientras fuma. Incluso a esta distancia puede ver un rostro familiar que lo observa desde detrás de una persiana color beige en una de las ventanas de la planta baja, el cabello pelirrojo iluminado por la luz.
Un instante más tarde lo ve salir del hotel. Hoy lleva puesta una camiseta de Motorhead, y una chaqueta de lona de los excedentes del ejército.
–¡Por qué no nos deja en paz! –dice Craig mucho antes de llegar al Saab, con una voz sorprendentemente fuerte para alguien tan enjuto.
–¿Qué te deje a ti en paz?
–Sí. ¿Por qué no deja que la policía haga su trabajo para que sepamos quién la mató? Eso es lo que queremos, ¿no?
Craig tiene un aspecto hiperactivo y taciturno al mismo tiempo. Las sombras oscuras de debajo de los ojos aparecen más pronunciadas que las de ayer. Duda, sin estar seguro de lo que ha de hacer.
John deja que se haga silencio durante un rato. Luego añade:
–Estuve en comisaría buena parte del día de ayer.
–¿Usted?
–Se la llevaron en uno de mis coches.
Craig se endereza.
–¿Y Freddy?
John reflexiona sobre la pregunta.
–Mira, tengo que irme. ¿Te llevo a algún sitio?
*
De camino a la ciudad explica que siguen interrogando a Freddy, y deja escapar unos cuantos detalles, el arresto en la carrera de caballos, y la sugerencia de que hay dinero falso de por medio. Craig, necesitado de respuestas, asiente a todo como un perro.
–¿Y está investigando, como Sherlock Holmes?
John sonríe.
–Algo por el estilo. Intento averiguar qué es lo que ocurrió.
Salen de la avenida York, rodeando el centro de la ciudad.
–¿Y tú qué le contarías a Holmes? –pregunta John–. ¿Todavía tienen detenido al portero de noche?
–No lo sé. Le diré lo que le conté a la policía. Es la verdad. El viernes, estaba en el bar. Ella entra…
–¿Donna?
–Sí. Entra sobre las once y cuarto. Estará en el vídeo…
Eso no puedo verlo.
–Está molesta. Enfadada. Algo relacionado con dinero que no es legal.
–¿Relacionado con qué?
–Estaba borracha, o colocada, o las dos cosas. Lo que sea. Los billetes eran todo lo que tenía, así que le serví una bebida. Un vodka doble. Me dio uno de los billetes. Me dijo que me quedase con él.
–¿Le contaste eso a la policía?
–Sí. ¿Por qué no? No parece muy importante en estos momentos.
–¿Y te quedaste con el billete?
–Me lo gasté. Ya sé, es ilegal. Como si les importase.
Mientras habla, John vigila el tráfico.
–¿No querías quedarte con él, por curiosidad? ¿Qué ocurrió después?
–Se fue a la habitación de los ucranianos. Ya sabes, ella era su…
–Sí, ya sé lo que hizo –dice John.
–Estaba harta. Cansada de esos cerdos. La trataban como si fuese una mierda.
Se le apaga la voz.
Se dirigen a un centro comercial junto a la carretera de circunvalación y dejan el coche en un lugar apartado del aparcamiento.
–Mike rebobinó la cinta –dice Craig, fijando la vista en sus manos.
–¿Quién te contó eso?
–Él. Anoche.
Por lo que parece, se lo dijo a todo el mundo. ¿Vas por ahí publicando tu historia, Mike?
–Algo extraño si eres inocente, ¿no crees?
Craig se revuelve en el asiento del pasajero. Se quita el cinturón.
–Yo estaba en recepción. Al llegar Mike yo me fui. Eso es todo.
–¿Y tú cambiaste el video antes de marcharte?
Craig sigue con la vista fija en sus manos.
–Sí. De ahí mi confusión cuando vimos el vídeo ayer. No hay imágenes de cuando me marché ni de Mike haciendo la ronda.
John hace tamborilear los dedos sobre el volante.
–Mira. Estoy seguro de que Fuller está molesto por todo esto. No es bueno para el negocio. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para él?
–Sobre un año, por las tardes, principalmente. No sé si lo seguiré haciendo durante más tiempo. El lugar está vacío. Y sobre todo ahora, después de esto.
–Pareces muy abatido por lo que ha ocurrido.
–Pues sí, lo estoy.
–Te gustaba, ¿verdad?
–Tengo que irme.
–Claro.
John extiende su mano, y Craig la estrecha de mala gana, todavía con la vista fija en el suelo.
Cuando trata de retirarla, John se la agarra con fuerza.
–Mírame, Craig.
–Eh, ¿qué demonios…?
–Dime qué es lo que pasaba en ese hotel. Fuller, Bilyk…
–¡Déjame en paz!
–Dímelo. Dime lo que sabes…
En los ojos de Craig asoman lágrimas, mientras lucha por retirar su brazo, como si el matón del colegio lo hubiese acorralado y no se atreviese a pedir ayuda
–Yo… no –dice, dándole un tirón al brazo hasta quedar libre–. ¡Malito cabrón!
–Hasta luego, Craig –grita John tras él.
Pero Craig ya se ha ido, dejando abierta la puerta.
*
Cinco minutos más tarde se encuentra en PC World echándole una ojeada a una exposición de impresoras y vigilando a Craig, que paga algo y luego sale de la tienda, cabizbajo, caminando rápidamente. El joven que lo ha atendido deja la caja y se ocupa en ordenar devedés en la parte trasera.
John busca en su chaqueta hasta tocar diez fajos, mil libras en cada uno de ellos.
Sabía que hoy lo iba a necesitar…
–Hola, Andy –dice, tras leer la placa con el nombre del joven y agarrarlo por la mano.
–Perdón, pero…
John le clava la mirada en los ojos.
–El pelirrojo delgado que llevaba una camiseta de Motorhead, ¿qué es lo que
ha comprado? Ahí tienes doscientas libras en la palma de la mano.
Sigue sonriendo mientras observa a Andy, cuyos ojos se agrandan, para luego entrecerrarlos un poco.
–Un lápiz de memoria. Sesenta y cuatro gigas.
John asiente.
–Tiene cuenta de cliente con vosotros, ¿verdad?
–Sí.
–Acércate a la caja y dame su dirección.
–No puedo hacer eso.
–Ochocientas libras más dicen que sí. Nunca volverás a verme otra vez y serás mil libras más rico.
Sesenta segundos más tarde John sale de PC World. Andy acaba de doblar su renta disponible de un mes. John tiene un pedazo de papel en la mano. Lee la dirección y no sabe si reír o llorar: Craig vive en Harehills.
Capítulo 23
Comprueba el nombre del edificio. Pisos propiedad del ayuntamiento, levantados en los años sesenta, con paredes prefabricadas y suelos de cemento. Funcionales. Tristes. Aunque, bien pensado, no todo el mundo puede permitirse vivir en un estudio de arte. Consulta una vez más la lista de teléfonos de su iPhone. Sólo hay un Macken. En el piso diez.
Echa la vista atrás, John. Víctima de los psicólogos especializados en crímenes que te preparaban tazas de té, y detectives rondando el vestíbulo tratando de aparentar preocupación, pidiendo pasar un poco de tiempo contigo, buscando de forma desesperada información para poder irse.
Se sienta, con el motor todavía en marcha, preguntándose si todavía estarán allí. Ha pasado un día desde que encontraron muerta a la chica. Conoce la situación, sabe cómo es. El familiar lleno de pena, el que queda vivo pero no tiene respuestas.
Décimo piso. Han remodelado estos viejos edificios. Ya no hay ascensores que huelen a meados. Ahora hay un portero, una puerta de seguridad con cámara e interfono. Ha de mentir para poder entrar en el edificio. Dice que es un amigo. Amigo de su hija fallecida.
Mintiéndole a los que acaban de perder un ser querido, John. Otro ejemplo de ética.
*
–Se han ido por donde han venido –dice la mujer, encendiendo un cigarrillo, ocupada en buscarle un cenicero–. Y ahora usted, como quiera que se llame…
Se sienta en una silla frente a él, sosteniendo otro cenicero, atenta a no tirar ceniza sobre la alfombra.
–¿Han venido a verla los psicólogos?
–Y los polis. Estuvieron por aquí buena parte del día de ayer. Sobre todo una joven, que se quedó hasta tarde, y que volvió esta mañana. Le dije que prefería hacerme yo la cena. Me dijo que volvería esta tarde.
Él no sabe qué decir.
Pero ella se lo pone fácil.
–¿Por qué ha venido?
En su voz resuena un leve tono de acusación, una amargura que él no consigue entender.
–Soy un amigo –dice–. Además, un par de personas con las que trabajo la conocían. Gente más joven que yo, claro.
Siente la sospecha en su silencio. Un par de personas con las que trabajo. Gente más joven que yo. Menuda estupidez.
Ella sigue fumando en silencio.
–Era una buena persona –añade, a pesar de la breve pero muy negativa descripción que ha hecho de la muchacha–. Activa, inteligente. Vaya, no es que la conociese mucho, pero…
–Hizo lo que pudo en el colegio.
La mujer habla sin emoción, como si hubiese pasado por esto tantas veces que su significado se hubiese evaporado.
–No parecía que le importase a nadie. Siempre había algún problema. Y yo, estando sola, no podía hacer mucho. Lo mismo cuando dejó el colegio. Se apuntó a un curso básico de arte, pero no consiguió terminarlo. De peluquera tampoco estuvo mucho tiempo. Después de eso no la admitían en los cursos. Al final, le dieron trabajo de croupier en un casino. Allí estuvo un tiempo. Parecía feliz. Pero hace un año o así la empresa tuvo que despedirla. Fue entonces que se metió a, ya sabe, eso otro. Se diría que tenía un lado rebelde.
–No siempre fue un desastre –dice John. Otro comentario de mal gusto, y se odia a sí mismo por haberlo hecho.
–Lo eres si terminas muerta en el maletero de un coche
Se detiene para apagar el cigarrillo
–Así son las cosas. Mi hija única. Una prostituta.
–Hay cosas peores.
Maldito hijo de puta.
Preferiría no haber venido.
–¿Como qué? –pregunta ella.
–Gente peor, quiero decir. El cerdo que lo hizo, por ejemplo.
Se detiene. Recuerda con exactitud esta conversación. Nombres distintos, lugar distinto, pero la conversación era la misma. Palabras que se dicen en el vacío que deja una muerte que no sabes explicar. Tu cuerpo aplastado y agotado, casi sin sentir… tocas las cosas y no te enteras; los sonidos, los sabores, todo confuso y poco definido.
Den lo había acompañado después de lo sucedido. Recuerda el chirrido de su transmisor portátil, lo borroso de su voz, y luego otra persona. Al oír el disparo habían venido corriendo. Ella había utilizado la manga de su uniforme para limpiarle la cara.
–Por ejemplo –se oye decir a sí mismo–. Mi hermano tenía unas cuantas casas en Harehills. Las llenó de inmigrantes ilegales y les hizo pagar de lo lindo. Luego los echaba, y a los que no se querían ir los sacaban fuera y los golpeaban con bates de béisbol. Uno acabó en una silla de ruedas.
La observa.
–Eso es peor.
–Menudo elemento es ese muchacho suyo.
–Lo era. Le volaron la mitad de la cabeza con una escopeta.
Ella toma aire, recostándose un poco sobre la silla.
–Yo estaba presente cuando sucedió. A unos metros –añade.
Ella lo mira, con pena en los ojos.
–Lo siento, cielo.
–Joe era peor que su hija, señora Macken. Hay gente mala, y hay gente que comete errores. Las muchachas jóvenes no saben lo que quieren. ¿Quién lo sabe?
–¿Eso es todo?
–Eso es todo. La culpa no fue de su hija. Ni suya.
–Estaba intentando dejarlo, lo de ser chica de compañía. No le gustaba. Sólo necesitaba un amigo, alguien en quien pudiese confiar.
Freddy. ¿Por qué dejaste que ocurriese esto?
–¿Tenía novio? –pregunta John.
–Tenía a alguien. Era como una personalidad dividida durante estas últimas semanas, una adolescente loca de amor en un momento dado, tensa y nerviosa un instante después.
–¿Le dio algún nombre?
Niega con la cabeza.
–No era el de antes. Aquel sí me lo prometió.
–¿Quién?
–Sugar. Me lo prometió.
¿Sugar?
–¿Prometió qué?
–Cuidar de ella. Yo no era capaz. Se le habían subido los humos a la cabeza.
Ella paga el cigarrillo. Tose.
–¿Le contó eso a la policía?
Ella no le hace caso. Busca un teléfono junto a la silla.
–No sé quién es usted, y tampoco me dijo su nombre. Pero no es amigo de Dona, ¿me equivoco?
–No, no lo soy. Hago preguntas aquí y allí, tratando de averiguar qué es lo que ocurrió. Tengo algunos contactos, ya sabe, gente a la que puedo acudir.
–Como si me fuese a servir de algo –dice ella, mientras encuentra un número y llama–. ¿Va a quedarse aquí hasta que venga la policía?
–No –contesta.
–Me lo suponía.
Ella no se levanta.
*
De regreso al coche, envía un mensaje de texto.
Hace dos años. Gracias por cuidar de mí. Jxxx
Lo relee una docena de veces. Selecciona el número de Den. Luego borra el mensaje.
Sigue sentado allí durante un rato.
¿Sugar?
Llama por teléfono.
–¿Roberto? Soy John Ray.
Capítulo 24
Ella está en un rincón. Desde allí ve perfectamente la puerta y el aparcamiento.
–Ya has comido –dice él, viendo delante de ella el cartón de un Big Mac manchado de kétchup y
una ración de patatas fritas sin terminar.
–Pensé que lo mejor sería llegar aquí temprano y asegurarme de que no te seguían otra vez.
–Tienes buen aspecto –dice él, sentado al otro lado de la mesa.
–Estoy hecha una mierda, como tú.
Lo cierto es que incluso cuando está hecha una mierda tiene un aspecto magnífico. Quiere tocarla, pasarle los dedos por las mejillas y ver cómo le tiembla la nariz; quiere verla desnuda en la cama leyendo una de esas noveluchas que le gustan, y ver cómo las pasa canutas comiendo noodles con palillos, mientras le gotea la salsa por la barbilla.
–¿Qué pasa? –dice ella.
–Necesito saber qué piensas de este tipo. Le llaman Sugar. A ver qué nos tiene que decir. Por lo que me dijo por teléfono, sabe algo.
–¿Y no ha se ha puesto en contacto con el inspector Baron porque…?
–Porque quiere mantenerse al margen. No es de los que cooperan.
–¿Y yo? ¿Le has dicho que yo iba a estar aquí?
Él la observa tomar una patata y comérsela a mordiscos.
–La verdad es que fue idea suya.
–Joder, ¿sabe quién soy?
–¿La joven detective de la policía de Leeds que sale con el hijo de Tony Ray? No hay un delincuente al norte de Nottingham que no sepa quién eres, Den.
–Pues es una idea reconfortante. Si Baron lo averigua, voy a perder el trabajo. ¿Lo sabes?
Él niega con la cabeza.
–Sugar me ha dado su palabra.
–Así está mejor…
–No te preocupes. No se lo dirá a nadie. Créeme, el nombre de mi padre todavía cuenta mucho.
–El honor entre los ladrones, supongo.
–No te rías. A mí tampoco me gusta todo esto.
–¿No? Pues lo estaba dudando…
Los dos levantan la vista. Saben que no están solos.
Él está en la puerta de la entrada, observando la habitación. La cabeza afeitada, el tatuaje de un ángel en la parte de atrás del cuello, con las alas medio extendidas, como si estuviesen sujetas. Hay algo suave y femenino en él, la seguridad parecida al desdén propia de un gato. John está seguro de que Sugar, de uno setenta y cinco de alto y de menos de sesenta y cinco quilos, haría un buen guardaespaldas.