by John Barlow
–¡Cintas de vídeo! –dice ella, observando la imagen llena de grano en la pantalla, cuatro encuadres de baja resolución, uno de ellos sin imagen.
–La alternativa más barata. Un equipo de segunda mano –dice él–. El hotel tiene un presupuesto de lo más reducido. Cuatro cámaras pésimas, y la que está fuera ni siquiera funciona.
¿Y qué hay del hotel? Un sargento de policía acaba de enviar por teléfono un nuevo informe desde el Eurolodge. La cámara exterior ya funciona, aunque no hay constancia de que hubiese llegado a la escena del crimen ningún electricista. Al preguntarle, el director del hotel asegura que fue el mismo quien la arregló. Nadie pudo ver cómo lo hacía.
Policías de uniforme con mucha experiencia a sus espaldas, dice para sí Baron. Les llaman pateadores y es que así es cómo lo hacen. Se patean todos los lugares hasta que van acumulando pruebas, poco a poco. ¿La cámara? ¿Cuánto tiempo llevaba estropeada? Ese detalle lo tendrán en cuenta para el caso. Se abrirán más líneas de investigación, más informes…
En uno de los recuadros de la pantalla, dos hombres salen de la habitación del final del pasillo. Llevan trajes, pero sin corbata.
–¿Cómo va lo de los tractores ucranianos? –pregunta ella.
–Sus libros de contabilidad están bien. Mañana lunes nos pondremos en contacto con la compañía de tractores de Kiev. Y también con la policía ucraniana.
Los dos hombres se acercan a la cámara, y luego vuelven a aparecer en el área de entrada del hotel. El joven está animado, sonríe mientras habla. Pero, ¿y Bilyk? No les ha dicho muchas cosas. Estuvo retenido la mayor parte del día de ayer para interrogarlo. Se mostró muy dispuesto a cooperar, pero no les contó nada que no supieran con antelación.
Entontes Freddy sale de la habitación.
–Para la cinta –dice ella.
Freddy tiene la boca abierta, y el rostro fijo en una expresión que recuerda a la de El grito de Munch.
–Ha tenido tiempo, Steve. Solo, allí dentro, con ella. Tenía magulladuras antes de morir, ¿verdad? No se tarda mucho en hacerlo.
–No estoy seguro.
Ella toma aire, frunce la boca.
–Entiendo.
–La siguiente cinta comienza dieciocho minutos más tarde –dice, abriendo otro fichero–. Llegó el portero de noche, encontró muerta a la chica y le entró el pánico, así que salió de la habitación y rebobinó la cinta.
–¿A qué hora?
–Llegó a media noche. Tenemos imágenes de distintas cámaras de seguridad en las que se le ve caminando por la avenida York cinco minutos antes, a cinco minutos de distancia a pie.
Ella asiente. Habían retenido a Pearce toda la noche de ayer. Se mantuvo en sus afirmaciones. Solicitó un abogado pero realmente no llegó a requerirlo. Al final lo dejaron ir con condiciones. Tiene que presentarse en comisaría esta tarde.
Baron pone de nuevo la grabación. Hace avanzar la cinta hacia adelante, al punto donde suceden los acontecimientos.
El Mondeo se detiene fuera del hotel. Freddy y los ucranianos salen de él. Ninguno de ellos sonríe. En ese preciso momento, Adrian Fuller sale de su oficina, que está al fondo del pasillo, y llama a la puerta de la habitación número doce, gritando, golpeando la puerta con el puño, mientras sostiene en la mano una llave maestra.
El menor de los ucranianos se une a él y abre la puerta de una patada antes de que Fuller consiga abrir con la llave…
–Mmm, no es la primera vez que hace eso –dice ella.
Se meten en la habitación. Pasa un minuto y medio. Luego salen, un hombre a cada lado, sosteniendo a la chica, que arrastra los tacones por la alfombra.
Doblan la esquina al final del pasillo y la arriman contra la pared. Fedir, que lleva una bolsa de viaje al hombro, le hace un gesto admonitorio con el dedo, fingiendo que la está advirtiendo de algo. Luego la golpea tres veces en el rostro, antes de sujetarla por el cuello de la chaqueta y llevársela a empujones hacia un lugar fuera de la vista, en la salida de incendios.
El espectáculo ha terminado.
–Volvamos a ponerlo –dice ella, con una nota de curiosidad en la voz.
Se rebobina la cinta. Se vuelve a poner en marcha.
Mientras sacan a la chica de la habitación y luego fuera por la puerta de incendios, Bilyk toma asiento en la zona del bar en la que permanecerá durante las siguientes dos horas, a la vista de todos. Mientras tanto, Fuller regresa a su despacho y cierra la puerta. La chica, Freddy y el otro ucraniano no vuelven a aparecer.
–Es a Bilyk a quien deberíamos meter entre rejas –dice ella–. Menudo cabrón.
Baron se encoge de hombros.
–Ya veremos de qué podemos acusarlo mañana.
El vídeo continúa, pero los dos saben cómo termina, dos horas con Bilyk en el salón del hotel.
Matt Steele entra en la sala de investigaciones policiales corriendo, ve a la comisaria jefe, y se detiene.
–Señora.
Ella hace un gesto con la mano hacia el portátil.
–¿Qué piensas, Matt?
–¿Sobre los vídeos? –dice Steele–. Me parece que hay un gran lapso de tiempo entre los dos.
–Ni que decir tiene –dice ella.
–La primera cinta acaba a las 11.48, señora –dice Steele, indiferente a su sarcasmo–. La cinta estaba llena. El muchacho que trabaja allí pone una nueva justo antes de que termine su turno.
–Craig Bairstow –dice ella.– Como el jugador de cricket, aunque sois demasiado jóvenes como para acordaros.
–¿Bairstow? –dice Matt, confuso–. Juega en el Yorkshire, ¿no?
Ella se echa a reír.
–Efectivamente. Eso te dará la pista sobre mi edad, Matt. ¡Me refería a su padre! De cualquier manera, díganos lo que piensa, agente Steele.
–Llega Mike Pearce y la ve muerta, así que a las 12.06 le entra pánico y rebobina la cinta.
–¿Qué me quieres decir? –dice ella–. Lleva varias bebidas encima, le entra el pánico… Steele se defiende.
–¿Un solitario medio borracho con antecedentes por violencia, señora? ¿Encuentra un cadáver, rebobina la cinta, y luego nos lo cuenta todo? No me lo trago.
Le gusta Steele. Es un gallito. Se lo sabe todo.
Se produce una pausa.
–Por cierto, acabamos de encontrar a Sugar –dice, casi en voz baja, como si le diese vergüenza anunciar las noticias.
–¿Quién? –pregunta ella.
–La madre de la chica nos habló de él –explica Baron–. Se suponía que debía estar cuidando de ella, era una especie de guardaespaldas.
–Bien, bien. Que venga.
–Sólo hablará con nosotros en terreno neutral –dice Steele.
En un acto reflejo, Baron observa a la comisaria jefe.
–¿Te ha hablado de algún lugar en especial? –pregunta ella.
–Sí. Ese es el problema.
Capítulo 26
Él mira por los tres grandes ventanales y recuerda el viejo colegio tal y como era, el eco de sus pasillos oscuros, el olor a humedad que te daba la bienvenida cada mañana. Dentro de estas paredes había planeado su escapada: secundaria, bachillerato, y luego lejos. Cuando era un adolescente, leía en secreto por las noches, hasta gastarlos, catálogos de universidades y un mapa de las líneas de trenes.
Para cuando estaba a punto de terminar el bachillerato, su padre fue a juicio por falsificación y el nombre de la familia llegó a aparecer constantemente en las noticias. Aquí, en el colegio, una conspiración de apoyo silencioso le sirvió de ayuda para pasar los exámenes. Pero luego vino la hora de marcharse, incluso antes de que terminase el juicio. Si a su padre lo enviaban a la cárcel, Joe se ocuparía de todo. John no quería estar presente para verlo.
Y ahora está de vuelta, viviendo en el mismo colegio que había hecho posible su escapada.
–¿Quiere té? –pregunta él.
Sugar está sentado en uno de los dos sofás de piel en medio de la habitación, mientras ojea una copia de la revista El mundo de los yates.
–No, graci
as.
–A propósito. Sobre las cinco mil libras que te debo. Probablemente lo mejor es que no se las entregue aquí. Pero si está pensando en largarte una temporada, tendré que saber cómo hacértelas llegar.
–Déselos a la madre de Donna. Dígale que es para el funeral. ¿Sabe dónde vive?
–Sí.
–No se olvides.
–Claro que no.
–Sabré si lo hace.
–No me olvidaré.
Sugar vuelve a prestar atención a la revista, mientras sostiene en lo alto dos páginas para poder apreciar mejor el póster de un yate, como si fuese una revista pornográfica.
–Gracias de nuevo por esto –dice John.
–De nada –dice Sugar–. Por cierto, tengo un mensaje que darle.
–¿Sí?
Sugar se toma un tiempo antes de responder.
–¿Cree que averiguará quién lo hizo?
–Es posible –dice John.
–Hay cincuenta mil libras para quien sepa su nombre, quienquiera que sea. Ese es el mensaje.
De repente la situación es mucho más clara: el motivo por el que Sugar ha aceptado hablar con la policía, y la razón por la que Roberto aceptó ponerse en contacto con Sugar… Quieren saber quién mató a Donna, y si Sugar deja que le hagan preguntas, el interrogatorio de Baron podría conducirlos en la buena dirección. Pero si John puede decirles quién la mató, mejor que mejor. Lo que de verdad quieren es descubrirlo antes de la policía.
–Veré lo que puedo hacer. ¿Ha hablado con Lanny sobre esto?
Sugar vuelve a colocar El mundo de los yates sobre la mesa de cristal alargada que hay entre los sofás.
–Sólo le diré una cosa. Hasta que alguien encuentre al que lo hizo, el mejor lugar para Freddy está en una celda de la comisaría.
*
–El señor Graeme Lyle –dice Baron, leyendo en voz alta mientras Steel conduce–. Nació en un hogar desecho, algunos problemillas de adolescente, acusado de lesiones graves, absuelto. Nada desde entonces. Ha trabajado para Lanny Bride, pero en general se ocupa de sus propios asuntos.
Habían conseguido recuperar una ficha reciente sobre Graeme Lyle, alias Sugar. A Baron no le gustaba que un testigo y posible sospechoso les dictase la hora y el lugar de la entrevista. Pero la comisaria jefe Kirk había decidido que tenían que seguirle el juego y ver lo que Sugar tenía para contarles.
–Dos acusaciones por delitos con arma blanca, retiradas por falta de pruebas en 2007. Trabaja como portero en clubs para VIPS. Se sospecha que está implicado en tráfico de drogas pero, nuevamente, sin pruebas. Es sexualmente promiscuo y se sabe que se mueve en ambientes de chulos y prostitutas. Se sugiere que pudo haber trabajado como gigoló cuando era adolescente. Parece tener frecuentes arranques de violencia. Se ha hecho en el cuello un tatuaje en forma de ángel.
Baron deja caer la ficha sobre la guantera cuando entran en el aparcamiento del viejo instituto.
–Menuda escoria.
–¿Ah sí? –dice Steele, mientras aparca en un lugar anunciado como PRIVADO–. Por lo que he oído, hay un montón de mujeres que lo encuentran muy atractivo.
Suena de nuevo el tono de Tiburón en el móvil. Baron responde la llamada, y se pone a la escucha. Sí, sí… Le da las gracias al que llama.
–Se trata de las cámaras de la avenida Kirkstall. Resulta que nuestro querido amigo, el señor John Ray, sí le compró un Mondeo a un tipo en esa calle, el lunes.
–Justo lo que nos contó ese cabrón, ¿no?
Steele abre la puerta de golpe y observa el viejo instituto con odio poco disimulado.
Baron se queda donde está, con el móvil en la mano. Es domingo por la tarde. ¿Haría bien en llamar a los gemelos? Tienen dos fines de semana al mes con su padre, y ayer a las ocho y media de la mañana tuvo que cancelar otra visita. Se lo tomaron bien, como siempre. Se trata niños de siete años que no son capaces de entender por qué algo llamado trabajo es tan importante. Esta mañana volvió a hablar con ellos, mientras se estaban preparando para ir a un parque de atracciones. Probablemente no han regresado todavía.
Se mete el teléfono en el bolsillo y se prepara para entrar en la guarida privada del delegado del colegio.
*
Sugar sigue sentado en uno de los dos sofás en medio de la habitación cuando llega Baron, y no muestra señales de moverse.
El antiguo delegado del colegio está ocupado haciendo té, aunque los dos policías rechazan la oferta de refrigerios. La atmósfera en el piso aparece extrañamente apagada. Hay un silencio casi violento. Ni Baron ni Steele reconocen la presencia de Sugar, aunque Steele ya lo ha mirado de arriba abajo un par de veces con aparente placer.
Baron se encarama torpemente en una silla de la cocina, mostrando tensión en cada músculo de su cuerpo. Los ojos se le van a las letras doradas de las listas de clase en la pared. Delegado del colegio, 1984-5 John Ray.
–¿Le apetece un cigarrillo? –le pregunta John a Baron como para animar el ambiente.
Baron apenas le presta atención. Está pensando en sus chicos, en cómo van creciendo, y en cómo se lo está perdiendo todo por culpa de esto.
–¿Algo de la bodega? –añade John.
–No, gracias –dice Baron–. ¿Empezamos, señores?
–Muy bien –dice John–. Yo me voy. Hay té y otras cosas por si alguien quiere.
Cruza toda la distancia de la habitación tan rápidamente como puede y se mete en el dormitorio del fondo antes de que Baron tenga ocasión de pedirle que tenga la amabilidad de abandonar el lugar. Cierra bien la puerta detrás de sí y se queda tumbado en la cama, sabiendo que a pesar de la pared interior oirá todo lo que se dice con claridad. Colegios victorianos, hechos para durar; conversaciones modernas, hechas de yeso.
Baron toma asiento en el sofá frente a Sugar, separados por la mesa de centro. Se presenta a sí mismo y a Steele, que se queda de pie detrás.
–Señor Lyle –dice–. A usted se lo conoce como Sugar. ¿Es eso cierto?
–Sí.
–¿Y a qué se dedica? Es un dato que parece que desconocemos.
–Especialista en seguridad. Autónomo.
Lo dice como si fuese un chiste conocido por los tres.
–¿Cuándo vio por última vez a Donna Macken?
–El viernes.
–¿Este viernes, el día doce?
–Sí.
Sus respuestas son cortas y directas.
–¿Dónde?
–A la entrada del club Majestic, la plaza. Cuando yo entraba, ella salía. Borracha y un tanto drogada, por el aspecto que tenía.
–¿Cómo iba?
–Como he dicho. Borracha. Los ojos entreabiertos. No se le entendía muy bien lo que decía.
–¿Podría decirnos lo que decía o no? –interrumpe Steele.
Sugar alza la cabeza para observar al joven detective.
–Más o menos. Echaba pestes de los ucranianos.
–¿Qué es lo que decía exactamente de ellos? –pregunta Baron.
–Lo que decía era caótico. Eran unos hijos de puta… los odiaba… Y comentaba algo sobre un dinero, que alguien le debía un montón de dinero.
–¿Los ucranianos?
–Supongo.
–¿Supone? –dice Steele, un poco impacientemente–. Tendrá que ser mucho más específico, amigo mío.
Sugar suspira.
–Eso es lo que recuerdo. Estoy aquí por propia voluntad, ¿no?
–Podemos hacer que eso cambie.
Baron deja que la tensión se palpe durante un momento, y luego prosigue.
–¿Qué más dijo?
–Algo sobre un billete falso, por lo que escuché. No le habían aceptado uno de veinte en el bar. Ahora tienen escáneres.
Baron no dice nada, pero sabe que la chica no tenía billetes falsos encima cuando la encontraron; sólo los había en el maletero del coche.
Mi nuevo amigo del alma Craig Bairstow recibió ese billete, dice para sí mismo John en el dormitorio. Luego se lo gastó, por lo que parece.
–¿Un billete falso? –pre
gunta Baron.
–Están por toda la ciudad. ¿O es que no lo sabía? Llegó una avalancha de ellos el viernes por la noche.
–¿Una avalancha? Háblenos de eso, señor Lyle.
Sugar frunce la boca, receloso ante tener que explicar cómo se falsifica el dinero.
–Eligen una ciudad. Tan pronto como los bancos cierran el viernes, empiezan a introducir billetes. Tan rápidamente como pueden, antes de que suene la alarma. En pubs, clubs, puestos callejeros, mercados, cuanto más concurridos, mejor. Lo hacen en una sola ciudad al mismo tiempo.
Baron asiente, y no dice nada más. Ya conoce la avalancha de billetes en la ciudad. También sabe que el dinero falso que ha aparecido en Leeds durante el fin de semana es distinto de los billetes hallados en el Mondeo. El asesinato es lo primero, se dice a sí mismo. Pero tiene la mira puesta en John Ray…
–Lo que dijo Donna sobre el dinero falso –pregunta–. ¿Tenía que ver con los ucranianos?
–Yo no estaba allí –dice Sugar–. Pero creo que sí.
Steele se ha encaramado en uno de los brazos del sofá, mientras observa a Sugar, con los brazos cruzados.
–Nos acaba de decir que estaba allí.
–Cuando no le aceptaron el billete, ella estaba dentro del club, en el bar, como ya he dicho. Yo la vi fuera. Como ya he dicho. Debería prestar más atención, jovenzuelo.
Sugar se vuelve hacia Baron.
–Eso es lo que me contaron. Cuando la vi salir, estaba borracha y enfadada. Dijo que se iba a que le diesen lo que le debían. Creo que podrá encontrar la cámara de vídeo del Majestic sobre la puerta, sargento –dice, mientras observa a Steele.
–¡Mira que gallito! –dice el agente Steele, todavía divertido por la actitud de Sugar.
Sugar se traga la flema.
–¿Qué es lo que ha pasado? –pregunta Baron–. ¿Por qué la mataron?
–Dígamelo usted. Todo lo que sé es que era una bocazas, tenía mal genio y bebía demasiado. ¿Por qué no busca al último tipo al que puso verde?
Sus palabras se apagan y fija la vista en el suelo.
–¿Ha mencionado a los ucranianos? –pregunta Steele, que se agita apoyado en el brazo del sofá–. Da la impresión de que los conoce.
–Bill y Bo, Bo no sé qué más.
–Bilyk y Boyko –dice Steele. Un número de circo. Háblenos del señor Bilyk.