by John Barlow
Nuestros pensamientos se dirigen ahora al menú. Susana pertenece a una familia en la que el tiempo necesario para consultar la carta es de, por lo menos, una hora; si la selección no merece tanta demora, lo mismo valdría una pizza a domicilio, y listo. De todos ellos, Susana es la primera en decidir, ya que es vegetariana, una frase que a muchos gallegos les suena a chino. Ser vegetariana aquí, en la tierra de la carne y de las patatas, la convierte en la más extraña de los gallegos, objeto de lástima e incomprensión. Cuando habla con otros paisanos de su condición, éstos, especialmente los de mayor edad, fruncen el ceño y le preguntan si come pollo. Y no es una broma. «¿Alergia? —preguntan— ¿Tienes alergia? ¿Un problema de estómago? ¿Y conejo? ¿Puedes comer conejo? ¡Ay, pobrecilla!»
Le echamos un vistazo rápido al menú de la cantina, sólo por Susana. En la mesa de al lado, dos mujeres jóvenes le dedican sonrisas permanentes a nuestro niño, que duerme como un angelito. (En España todo el mundo les sonríe a los niños.) Las chicas visten ropa elegante, y tienen un aspecto algo frágil, no desnutridas, aunque tirando a flacas. Si surgiese la necesidad, yo podría llevar una debajo de cada brazo sin ningún problema. Después de aguzar el oído un poco más, puedo decir que son doctoras y que trabajan en un hospital (más funcionarias), así que es muy posible que sus conocimientos sobre nutrición sean más equilibrados que los míos. Sea como sea, de lo que no padecen es de falta de apetito. Han pedido cocido. Las enormes raciones llegan de mano de la jefa con cara de pocos amigos. Instintivamente, aprovecho su presencia para pedir lo mismo, porque no he hecho todo este trayecto para comer otra cosa. Si en enero vas a un restaurante tradicional gallego y no pides cocido, algo malo te pasa. Como por ejemplo, que tengas gustos vegetarianos.
Los dos hombres que acaban de devorar una olla de caldo también piden cocido. Es una reacción en cadena, una ola galaica de manos alzadas y contagiosos movimientos de cabeza. Justo en ese momento, una ruidosa pareja de jubilados cruza las cortinas a toda prisa, agita sus bastones de forma amenazadora y, literalmente, pide cocido a grito pelado, para asegurarse de que todos los que estamos en la sala nos enteramos. Al parecer, son clientes habituales, y eso les da derecho a chillar. En Galicia no hay que preocuparse por armar un follón, basta con decir las cosas en un tono de voz innecesariamente elevado: serás uno más.
El cocido, como su propio nombre indica, es la sencillez en sí misma. Hazte con una olla del tamaño de una bañera, echa varios barreños de agua, un saco de patatas, tres o cuatro metros de chorizos, un cubo de garbanzos y varios animales (en trozos). Ponlo todo a hervir y déjalo reposar hasta la semana siguiente. Luego, el jueves, añádele los grelos.
De hecho, el cocido es una selección de carnes cocinadas a fuego lento. Todo lo que hay dentro de la olla se sirve: chorizos, patatas, garbanzos, grelos, un trozo de ternera (por variar) y un buen montón de carne de cerdo. La atracción principal es el lacón, pero también está la panceta, el codillo, el morro, la carrillera, el sobaco... y cualquier otra parte del cerdo que tengan a mano. Una versión carnívora y comestible del país de la Cocaña. Tradicionalmente, éstas eran las partes que se conservaban en sal, para después cocinarlas a lo largo del invierno, cuando no había mucho más que comer.
Decir que el cocido es poco sofisticado es un error. La combinación del fuego lento, el contacto de la carne con los huesos y la piel, la grasa de cerdo que se va disolviendo gradualmente y el pimentón que sueltan los chorizos; todo esto, armonizado por las patatas y avivado por el amargor de los grelos — reducidos hasta conseguir una suavidad fibrosa y rezumando los aromas carnosos de la olla— convierte al cocido en una experiencia culinaria tan satisfactoria como sea posible imaginar. Si no te encanta, es que estás loco. O te llamas Susana, que pide rape.
Aunque, más que los ingredientes, el cocido representa absolutamente todo lo que me gusta de la comida gallega. Porque, por un lado, se puede servir con decoro. En un restaurante elegante te pondrían todo esto en un plato, en cantidades razonables, bien presentado y no por ello de peor calidad. Pero aquí, la bandeja viene cargada con kilo y medio de carne, y puedes comer cuanto quieras. No hay nada que los gallegos aprecien más que un buen apetito. La combinación de una cultura rural que ha crecido muy próxima al campo, junto con una historia de pobreza y dificultades ha dado como resultado una gente reconfortada por la comida, que disfruta comiendo, especialmente cuando se trata de un viejo plato como el cocido, que suele prepararse en ocasiones especiales durante los fríos meses de invierno. Sin embargo, y puesto que los cerdos son sacrificados a finales de noviembre o comienzos de diciembre, es en el periodo previo al Carnaval (literalmente, el ‘tiempo de la carne’) cuando la tradición manda cocinar este plato cuya estrella es el lacón, que lleva en salazón desde la matanza, y ahora, una vez desalado, se cocinará a fuego lento hasta que quede perfecto. Un cocido es la forma ideal de empezar una ruta porcina por Galicia, y ésta es la razón por la cual estamos hoy aquí.
A nuestro lado, las flacas doctoras devoran su comida. Les echamos varias miradas furtivas a la bandeja que tienen delante, y vemos como disminuye poco a poco, a medida que van dando cuenta de una asombrosa cantidad de carne. Los barbudos de los jerséis están logrando incluso mayores progresos; inclinados sobre sus platos, hablan ahora sólo de forma intermitente y ya llevan la botella de rioja por la mitad. Por un instante, los miro con admiración. Tienen un trabajo para toda la vida, vino a buen precio y tanto cocido como sean capaces de embutir en sus tensos abdómenes. ¿Habrá, pues, una satisfacción mayor? Durante una milésima de segundo, pienso en presentarme a una oposición.
Empezamos la comida con calamares a la romana. Un plato omnipresente en los menús del levante español, donde cada verano millones de turistas alemanes, británicos y holandeses se dan un festín de calamares excesivamente enharinados que se conservan en el congelador desde que Franco estaba en el poder, cocinados en un aceite que lleva tanto tiempo en las grasientas freidoras que los calamares parece que hayan sido sumergidos en un barril de petróleo. Por el contrario, en Galicia la gente entiende de calamares. Al fin y al cabo, es de aquí de donde procede gran parte del marisco español. Debemos dejar claro que Galicia no sólo es un sitio para la carne y las patatas; el marisco es excelente. Los calamares que nos han servido hoy son muy tiernos, posiblemente los hayan puesto a remojo en leche, y el sabor cremoso de su carne resulta tan cautivador como siempre.
No obstante, los como por pura gula e inercia. En realidad yo no quería un entrante, y trato de no coger otro calamar, ni otro... Al final, he tratado de no comer más de la mitad del considerable montón. ¡Con un cocido no hacen falta entrantes! Es como si Paul Newman, en la escena de La leyenda del indomable en la que come 50 huevos duros en una hora, empezase el ágape con un buen plato de albóndigas. Me recuesto en la silla, cabreado conmigo mismo, y adopto una postura que, en mi opinión, permitirá que los calamares se asienten.
Nico, que sigue profundamente dormido, tiene nueve meses y empieza a cogerle el gusto al puré de zanahoria, aunque todavía tengo grandes esperanzas en su futuro carnívoro. Mientras tanto, su madre se come el pescado. Así que, sólo yo voy a almorzar cocido, y espero una bandeja más pequeña que la de las otras mesas. No obstante, aunque la cantidad de cerdo que no tarda en llegar descansa sobre un recipiente más modesto, la diferencia es de unos milímetros. No creo que el cocinero sepa que me voy a enfrentar yo sólo a esta tarea. Lo habitual es comer cocido en grupo, así que una ración individual sería algo raro, o quizás inaudito. Ahora bien, la mayoría de la gente no está casada con vegetarianos que ni siquiera comen pollo.
La fuente de cocido ofrece un espectáculo magnífico. Es como si Picasso y Pollock despachasen una botella de coñac de cocina y después decidiesen improvisar una cena a base de cerdo. Colocan la bandeja al lado de mi plato completamente vacío. Examino la cantidad de materia animal que tengo delante y cojo los cubiertos.
Un buen trozo de carne de ternera emerge de uno de los lados de la montaña como un arbotante apuntalando peligrosamente un hueso del jarrete, con su carne tierna y
fibrosa desprendiéndose del hueso. Imagino que, en algún sitio debajo de todo esto, debe de estar un trozo de lacón del tamaño de la rueda de un camión, probablemente aún conserve la piel, aunque por ahora todavía no lo he podido comprobar. En algunos países, el cuarto delantero también recibe el nombre de «paletilla de picnic», pero lo que tengo delante no es ninguna merienda. Dos chorizos descansan al borde de la montaña. Son extraordinariamente duros y macizos y, en otras circunstancias, podrían constituir el sustancioso elemento principal de una comida. Pero ahí están, como los actores que portan las lanzas en Julio Cesar.
Los garbanzos se amontonan en la base de la pila de carne. Llevan tanto tiempo sentados en los jugos de la olla que su cremosa suavidad ya habrá adquirido un carácter casi carnoso. Volveré a los garbanzos hacia el final, con alivio, del mismo modo que, tras un filete especialmente pesado, nos llevamos a la boca una hoja de lechuga; no es que te apetezca, pero la frescura, la sensación de algo ligero y delicado es un cambio que se agradece. En un cocido, un bocado de garbanzos bañados en carne es el equivalente a una ensalada.
Después, a un lado se encuentra el monte de patatas y, esparcidos por encima en un estilo que sólo se podría describir como sin «estilo alguno», están los grelos, de color verde oscuro, humeantes y con todo el aspecto de haber perdido hasta la última gota de vida. Los grelos nunca deben cocerse tanto que parezcan muertos. Aún así, no han perdido ni un ápice de su sabor amargo a berza; está todo en la olla, formando parte de los jugos que han entrado y salido cientos de veces mientras se cocinaba a fuego lento.
Los chorizos —puedo revelaros ahora— tienen un papel algo más importante que el de portar lanzas. En trocitos finos, pueden combinarse con otras carnes y, una vez en el tenedor, la combinación se adorna con un poco de patata y se remata con una fibrosa corona de grelos. Quizá sea ésta la única ocasión en la que un chorizo constituye el elemento más ligero de una comida. Del mismo modo, también puede añadirle sabor a un bocado de los cortes menos glamorosos del cerdo; fibras de carne marrón tal vez arrancadas del jarrete o un trozo de grasa gelatinosa y sin identificar, esa cosa empachosa para la que ni siquiera debe de existir un nombre. Para esta última también son útiles los grelos. Por cierto, los grelos combinan a la perfección con la panceta, así que, si alguna vez te entran dudas sobre la conveniencia de comer tocino grasiento y curado, pruébalo con grelos, o algo que se le parezca.
Como rápido, y mi respiración enseguida empieza a ser pesada. Aún así, la montaña casi no ha mermado. No sería la primera vez que después de un buen cocido me tengo que echar un rato; y en una de esas ocasiones pensé seriamente que algo había estallado dentro de mí.
Tras una pequeña exploración, descubro un trozo de rabo enterrado entre el resto de la comida. Es la punta enrollada, como las que hacen los niños cuando dibujan un cerdito. Pero la piel, de un color hueso bastante soso, está moteada y ligeramente picada. Decido que hoy no toca rabo, y lo empujo bajo una gruesa capa de grasa y piel que acabo de retirar del lacón, como si mi intención fuese adormecerlo debajo de un grueso edredón.
Finalmente, mi duro trabajo comienza a dar sus frutos; ya voy por el último medio kilo de carne. El rape ya hace tiempo que desapareció del plato de Susana, y ahora me observa desde el otro lado de la mesa con esa expresión tan propia de los vegetarianos —parte disgusto, parte incomprensión, parte envidia inconsciente.
— «No tienes que comértelo todo, ¿sabes?», dice, mientras bebe un trago de agua con gas, aunque puedo asegurar que está bastante impresionada con la cantidad que mi estómago ha sido capaz de tolerar.
Hago una pausa, me paso el pulgar por la frente húmeda, emito un gruñido en señal de afirmación, y vuelvo a la faena. Llega un momento —de eso estoy convencido— en el que el placer de saborear la comida da lugar a un placer más visceral y casi delirante que es el acto mismo de comer, lo que viene siendo, más o menos, la definición de gula según la Iglesia católica. Hace un par de años, una amiga corrió la Maratón de Londres y me explicó que la estimulante sensación de tener los pulmones a pleno rendimiento, tras veinticinco kilómetros se transforma en un sentimiento instintivo, casi primitivo; en el acto mismo de conducir tu cuerpo a lo largo de los últimos y dolorosos kilómetros, consiguiendo así un amargo placer. También me contó que cuando iba por el kilómetro treinta y cinco se sintió como si hubiese tomado heroína. Bueno, ni siquiera el cocido gallego será capaz de hacer eso por ti. No obstante, es tu oportunidad de saltarte uno de los siete pecados capitales sin que nadie te mire con desaprobación. Aunque sólo sea por este motivo, deberías atiborrarte de cerdo hasta perder el sentido.
Imbuido de este espíritu de autodescubrimiento bíblico, sigo comiendo hasta llegar, por último, a las bolas de carne que hace ya tiempo se liberaron de sus amarras para convertirse en nódulos irregulares sin un origen claro. A estas alturas, casi puedo oír cómo mis arterias se van agarrotando, medio ahogadas por la angustia. Las aplaco lo mejor que puedo con tragos de ribeiro frío y ligeramente ácido. Manejo los cubiertos con lentitud y torpeza, y soy consciente de que el fin no puede andar muy lejos. Pero el esfuerzo ha merecido la pena, y la bandeja, antes abarrotada de carne en actitud desafiante, ahora conoce la derrota: he ganado yo. Esto es lo único que ha quedado: el edredón de grasa del lacón (para poder apreciarlo tienes que haber nacido en esta tierra), algunos estratos de aquel misterioso material parecido a la gelatina para el cual no existe una denominación, el codillo (completamente limpio) y el rabo durmiente. Los grelos ya hace tiempo que se acabaron, y donde estaban los chorizos con sus lanzas, apenas quedan los jugos que lo tiñen todo de un alegre color escarlata.
He acabado. No puedo comer nada más. Dejo el cuchillo y el tenedor como si de pronto fuesen demasiado pesados para sostenerlos en la mano, me echo hacia atrás e intento minimizar la presión de la barriga, que me oprime el pecho y me hace sentir lleno de cemento.
Susana observa la bandeja fijamente, examinándola como si tuviese vida propia.
—¡Te has comido todo el cerdo! —dice, echando en su vaso el agua con gas que le quedaba, y me dedica una leve sonrisa mientras le da un sorbo.
—Todo menos los andares.
No contesta.
[Fin de capítulo 1]
Reseñas & criticas
Con buen humor y entusiasmo desvergonzado, ha escrito una deliciosa nota a la carne. Veredicto: Leer. — Time Magazine
Una aventura deliciosa. —LA Times
Una de las historias más divertidas y conmovedoras de la llamada "nueva España". —La Nación (Argentina)
Al igual que Bill Bryson, el Sr. Barlow controla bien la comedia astuta ... Lo que ambos escritores dominan con encanto cerebral que puede rayar en bufonada. —New York Times
Tal vez aún más satisfactorio que sus experiencias delirantes de cocinar y comer llevadas al extremo son las observaciones citables de Barlow acerca de los gallegos. —New York Post
Un diario fascinante de sus andanzas gallegas. Lo que se comunica es un profundo afecto, no sólo por los cerdos de Galicia ... sino también por la gente de Galicia y su cultura. —The Economist
Te da ganas de coger el primer vuelo a Santiago y comer cocido! Rick Stein, cocinero-presentador de la BBC
Un estridente y cariñoso viaje, en el que no sabes de dónde viene la próxima comida. —Irish Times
Fascinante y divertido. —Toronto Star
Barlow es un escritor muy fino, y exhibe genio al descubrir nuevas formas para describir la comida. —Edmonton Journal
Un libro irresistible y delicioso. Esta es una entrada fina y notable a cualquier biblioteca seria de comida española, y una lectura obligada para cualquiera que esté contemplando un viaje a este rincón verde de España. —Hollywood Reporter
Un viaje sublime de los sentidos. —Publishers Weekly (critica estrellada)
Barlow es un escritor en primer lugar. Él abraza a su cultura adoptada con una sonrisa cariñosa y sabia... Un cuaderno de viaje sabroso con ideas que van más allá del sabor y la textura. —Kirkus
Everything but the Squeal (version del libro en inglés) fué finalista en los premios Cordon Bleu World Food Awards 2010.
*** VERSIÓN ORIGINAL ***
HOPE ROAD
#1 novel in the LS9 crime mystery series
by John Barlow
Copyright © 2011 by John Barlow
Cover design: Sidonie Beresford-Browne
Cover photograph: Alejandro Rivera @ istockphoto
This book is a work of fiction. All characters, names, places and incidents are either products of the author’s imagination or are used merely to add authenticity to the work. Any resemblance to actual events, locales, or persons is entirely coincidental. All rights reserved. No part of this publication can be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, without permission in writing from John Barlow.
What’s money? A man is a success if he gets up in the morning and goes to bed at night and in between does what he wants to do.
Bob Dylan
JOHN BARLOW and LS9
JOHN BARLOW’S prize-winning fiction and non-fiction has been published by HarperCollins, Farrar, Straus & Giroux, 4th Estate and various others in the UK, US, Australia, Russia, Italy, Germany, Spain and Poland. His current project, the LS9 crime mystery series, is set in Leeds and follows the life of John Ray, the half-Spanish son of crime boss Antonio ‘Tony’ Ray. The series will eventually comprise nine novels.