Los silbidos se hicieron más fuertes. La gente miraba al tipo que silbaba, un calvo regordete de traje y corbata, y algunos se reían.
– Me va a sacar de quicio -dijo Seth.
– Que no te saque -dije, pero ya era demasiado tarde. Seth se dirigía al otro extremo de la barra. Saqué un cigarrillo y lo encendí mientras miraba cómo se inclinaba sobre la barra, fulminando con la mirada al tipo de los silbidos, como si fuera a agarrarlo de las solapas pero se estuviera conteniendo. Dijo algo. Hubo risas entre los que rodeaban al que silbaba. Fresco y relajado, Seth empezó a regresar. Se detuvo para hablar con dos mujeres hermosas, una rubia y una morena, y les sonrió.
– Ya está. No me creo que sigas fumando -me dijo-. Bastante estúpido, teniendo en cuenta lo de tu padre.
Sacó un cigarrillo de mi paquete, lo encendió, dio una calada y lo puso sobre el cenicero.
– Te agradezco que no me agradezcas que no fume -dije-. ¿Y tu excusa cuál es?
Exhaló a través de la nariz.
– Me gustan las tareas múltiples, tío. Además, en mi familia no hay cáncer, sólo locura.
– Él no tiene cáncer.
– Bueno, enfisema. Como se llame esa mierda. ¿Cómo está el viejo?
– Bien. -Me encogí de hombros. No quería tocar el tema, y Seth tampoco.
– Una de esas nenas quiere un Cosmopolitan, la otra un granizado. Detesto eso.
– ¿Por qué?
– Demasiado esfuerzo, y me darán veinticinco centavos de propina. Las mujeres no dejan propina, me he dado cuenta de eso. Pero abres un par de cervezas y te dejan dos dólares. ¡Granizados! -Sacudió la cabeza-. Joder…
Se alejó unos minutos, comenzó a mover cosas de aquí para allá entre los gritos de la licuadora. Sirvió las bebidas lanzando a las chicas una de sus sonrisas de conquistador. No le dejarían veinticinco centavos. Se giraron hacia mí, me sonrieron.
Cuando regresó, Seth dijo:
– ¿Tienes planes para más tarde?
– ¿Más tarde? -dije. Ya eran casi las diez, y tenía cita con un ingeniero de Wyatt a las siete y media de la mañana. Un par de días entrenando con él, uno de los responsables del proyecto Lucid, luego un par de días más con el jefe de marketing de Nuevos Productos, y sesiones periódicas con un «entrenador ejecutivo». Me habían armado un calendario agotador. Trabajos forzados para lameculos, así lo veía yo. Se acabó lo de hacer el gilipollas, lo de llegar a las nueve o las diez. Pero no se lo podía contar a Seth; no se lo podía contar a nadie.
– Termino a la una -me dijo-. Esas dos me han preguntado si quiero ir a bailar salsa con ellas. Les he dicho que tenía un amigo. Ya te han visto y les ha gustado la idea.
– No puedo -dije.
– ¿Eh?
– Tengo que llegar temprano al trabajo. Mejor dicho, ser puntual.
Seth parecía preocupado, incrédulo.
– ¿Qué dices? ¿Qué está pasando?
– El trabajo se está poniendo serio. Mañana hay que madrugar. Es un proyecto importante.
– Estás de broma, ¿no?
– Desafortunadamente, no. ¿No tienes tú también que trabajar por la mañana?
– ¿Te estás volviendo uno de ellos? ¿Uno de los muertos vivientes?
Sonreí.
– Ya es hora de crecer. No más juegos de niños.
Seth parecía asqueado.
– Nunca es tarde, tío. Nunca es tarde para una niñez feliz.
Capítulo 7
Después de diez agotadores días de tutoría y adoctrinamiento de parte de ingenieros y gente de marketing, todos los cuales habían estado involucrados en lo del Lucid, la cabeza se me llenó con toda suerte de informaciones inútiles. Me asignaron un diminuto «despacho» en la suite ejecutiva, un lugar que antes era un almacén de suministros, aunque yo nunca lo usaba. Me presentaba diligentemente al trabajo, no causé problemas a nadie. No sabía cuánto tiempo más sería capaz de mantener el ritmo sin perder la chaveta, pero la imagen de la litera de la cárcel en Marion me mantuvo motivado.
Una mañana me convocaron en un despacho del corredor ejecutivo, dos puertas más allá del despacho de Nicholas Wyatt. El nombre que aparecía marcado sobre la placa de cobre de la puerta era Judith Bolton. El despacho era completamente blanco: alfombra blanca, muebles tapizados blancos, un bloque de mármol en vez de escritorio, e incluso flores blancas.
Nicholas Wyatt estaba sentado sobre un sofá de cuero blanco, junto a una mujer atractiva, de unos cuarenta años, que le hablaba con familiaridad, tocándole el brazo y riendo. Pelo rojo cobrizo, piernas largas cruzadas a la altura de la rodilla, y un cuerpo esbelto, para el cual obviamente había trabajado duro, enfundado en un traje azul marino. Tenía los ojos azules, labios lustrosos en forma de corazón, cejas arqueadas de manera provocativa. Era evidente que había tenido éxito en su época, pero sus facciones se habían endurecido.
Me di cuenta de que la había visto antes, durante la última semana, siempre junto a Wyatt, cuando él llegaba de visita rápida a mis sesiones de entrenamiento con los chicos de marketing y los ingenieros. La mujer siempre estaba susurrándole al oído y observándome, pero nunca nos habían presentado, y siempre me había preguntado quién era.
Sin levantarse del sillón, extendió una mano cuando me acerqué -dedos largos, esmalte rojo en las uñas- y me dio un apretón firme y sin ambages.
– Judith Bolton.
– Adam Cassidy.
– Llega tarde -dijo.
– Me he perdido -dije tratando de aligerar la atmósfera.
Movió la cabeza, sonrió, apretó los labios.
– Usted tiene problemas con la puntualidad. No quiero que vuelva a llegar tarde nunca más, ¿está claro?
Le sonreí yo también, con la misma sonrisa que usaba cuando los policías me preguntaban si sabía a qué velocidad iba. La mujer tenía carácter.
– Por supuesto -dije, y me senté en una silla frente a ella.
Wyatt observaba nuestro intercambio, divertido.
– Judith es uno de mis mejores jugadores -dijo-. Mi «entrenador ejecutivo». Mi consigliere y su mentor. Le aconsejo que preste atención a cada puta palabra que le diga. Yo, al menos, lo hago.
Se puso de pie y se excusó. Ella le dijo adiós con la mano.
Nadie me habría reconocido. Yo era otro hombre. Nada de coche de cuarta mano: ahora conducía un Audi A6 plateado, alquilado por la empresa. Tenía, también, un nuevo guardarropa. Una de las asistentes de Wyatt, la negra, que resultó ser una ex maniquí de las Indias Occidentales, me llevó de compras una tarde a un lugar muy caro que yo sólo había visto desde fuera, donde ella, según dijo, compraba la ropa de Nick Wyatt. Escogió algunos trajes, camisas, corbatas y zapatos, y lo cargó todo a una tarjeta empresarial Amex. Incluso compró lo que ella llamaba «calcetines para caballero», es decir, medias. Y no se trataba de la mierda de Structure que yo solía llevar, sino de Armani, Hermenegildo Zegna. Las prendas tenían cierta aura, y uno sabía que habían sido cosidas a mano por viudas italianas que escuchaban a Verdi.
Las patillas -«empuñaduras para sodomitas», las llamaba ella- tendrían que desaparecer. El aspecto peinado-de-almohada tampoco funcionaría. Me llevó a una peluquería lujosa, y cuando salí parecía un modelo de Ralph Lauren, sólo que no tan maricón. Empecé a temerle a la próxima vez que me viera con Seth; sabía que sus burlas durarían para toda la vida.
Inventaron una tapadera. Se les informó a mis colegas y jefes de la división de routers de la empresa de que me habían «reasignado». Circulaba el rumor de que me iban a enviar a Siberia porque el jefe de mi división estaba harto de mi actitud. Según otro rumor, uno de los vicepresidentes de Wyatt había quedado impresionado con un memorando escrito por mí; mi «actitud» le gustaba, de manera que me estaban dando más responsabilidades, no menos. Nadie sabía la verdad. Todo lo que llegaron a saber fue que un día desaparecí de mi cubículo.
Si alguien se hubiera molestado en mirar de cerca el organigrama del sitio web de la empresa, se habría dado cuenta de que ahora mi cargo era director de Pro
yectos Especiales, Despacho del presidente ejecutivo.
Estaban creando los papeles y los soportes electrónicos necesarios.
Judith se volvió hacia mí y continuó como si Wyatt nunca hubiera estado presente.
– Si Trion lo contrata, debe usted llegar a su cubículo con cuarenta y cinco minutos de anticipación. Bajo ninguna circunstancia beberá durante la comida ni después del trabajo. Nada de happy hours, ni de cócteles, nada de «andar por ahí» con «amigos» del trabajo. Nada de fiestas. Si tiene que ir a una fiesta relacionada con el trabajo, beba agua con gas.
– Habla como si estuviera en Alcohólicos Anónimos.
– Emborracharse es señal de debilidad.
– Asumo entonces que de fumar ni hablar.
– Asume mal -dijo-. Es un hábito sucio y desagradable, e indica falta de autocontrol, pero hay otras consideraciones. Estar en el área de fumadores es una forma excelente de polinizar, conectarse con gente de otras unidades, obtener información útil. Ahora bien, acerca de su manera de saludar… -Negó con la cabeza-. La ha cagado. La decisión de contratar o no se toma en los primeros cinco segundos, durante el apretón de manos, y quien le diga algo distinto le está mintiendo. Uno consigue el empleo con el saludo, y el resto de la entrevista lucha por conservarlo, por no perderlo. Como soy mujer, usted ha ido suave conmigo. No lo haga. Sea firme, hágalo con fuerza, y mantenga.
Sonreí con picardía y la interrumpí:
– La última mujer que me dijo eso… -Noté que se quedaba paralizada a media frase-. Lo siento.
Enseguida, con la cabeza echada hacia un lado como una gatita, sonrió.
– Gracias. -Hizo una pausa-. Mantenga el apretón uno o dos segundos más. Míreme a los ojos y sonría. Ponga todo su empeño en conquistarme. Intentémoslo de nuevo.
Me levanté, le di otra vez la mano a Judith.
– Mejor -dijo-. Usted tiene talento. La gente lo conoce y piensa: hay algo de este tío que me gusta, pero no sé lo que es. Usted tiene el talento necesario.
Me miró como evaluándome.
– ¿Se ha roto la nariz en alguna ocasión?
Asentí.
– Déjeme adivinar: jugando al fútbol.
– Hockey, en realidad.
– Qué bonito. ¿Es usted deportista, Adam?
– Lo era. -Volví a sentarme.
Se inclinó hacia mí, con el mentón apoyado en una mano cóncava, observándome.
– Se nota. En su forma de caminar, la forma en que maneja su cuerpo. Me gusta. Pero no está sincronizado.
– ¿Disculpe?
– Tiene que sincronizar. Espejo. Si me inclino hacia delante, usted hace lo mismo. Si me recuesto, usted se recuesta. Si cruzo las piernas, usted cruza las suyas. Observe la inclinación de mi cabeza e imíteme. Sincronice hasta su respiración con la mía. Pero sea sutil, no sea descarado al hacerlo. Es así como uno conecta con los demás a nivel subconsciente, es así como los hace sentirse cómodos con usted. A la gente le gusta la gente que se le parece. ¿Está claro?
Mi sonrisa la desarmó, o pensé que la desarmaría, en cualquier caso.
– Una cosa más -dijo. Se inclinó aún más, hasta que su cara estuvo a pocos palmos de la mía, y susurró-: Usa demasiado aftershave.
La cara me quemaba de vergüenza.
– Déjeme adivinar: Drakkar Noir -dijo, y no esperó mi respuesta, porque sabía que estaba en lo cierto-. Todo un semental de instituto. Apuesto que a las animadoras les temblaban las piernas.
Más tarde supe quién era Judith Bolton. Era vicepresidente senior, y la habían traído a Wyatt Telecom unos años atrás como consultora principal de McKinsey & Cía para aconsejar personalmente a Nicholas Wyatt en ciertas cuestiones personales, «resolución de conflictos» en los niveles más altos de la compañía, ciertos aspectos de estrategia psicológica en los acuerdos, los negocios y las adquisiciones. Tenía un doctorado en psicología del comportamiento, así que todos la llamaban «Doctora Bolton». Ya te refirieras a ella como «entrenadora ejecutiva» o como «estratega de liderazgo», lo cierto es que para Wyatt ella era algo así como su entrenadora olímpica privada o su preparadora personal. Le aconsejaba acerca de quién era material ejecutivo y quién no, quién debía ser despedido, quién conspiraba a sus espaldas. Tenía ojos con rayos X para la deslealtad. Era obvio que Wyatt la había contratado sacándola de McKinsey con un salario absurdo. Aquí, ella tenía el poder y la seguridad suficientes para contradecirlo en su propia cara, decirle cosas que él no aceptaría de nadie más.
– Bueno, nuestra primera misión es aprender a hacer una entrevista de trabajo -dijo.
– Conseguí que me contrataran aquí -dije débilmente.
– Ahora jugaremos a un nivel muy distinto, Adam -dijo ella, sonriendo-. Usted es un as, y tiene que dar la entrevista como un as, alguien que Trion querrá robarnos cueste lo que cueste. ¿Qué le parece el trabajo en Wyatt?
La miré y me sentí estúpido.
– Pues estoy tratando de irme, ¿no es así?
Puso los ojos en blanco, respiró hondo.
– No. Sea siempre positivo. -Giró la cabeza hacia un lado e hizo una sorprendente imitación de mi voz-: ¡Mi trabajo me encanta! ¡Es completamente estimulante! ¡Mis colegas son geniales!
La imitación era tan buena que por un momento me hizo sentirme raro; era como si oyera mi voz en la grabación de un contestador automático.
– Y entonces ¿por qué estoy presentándome en Trion?
– Por las oportunidades, Adam. Su trabajo en Wyatt no tiene nada de malo. No está descontento, tan sólo está tomando el paso más lógico en su carrera, y en Trion hay más oportunidades para hacer cosas aún más grandes, aún mejores. ¿Cuál es su debilidad más grande, Adam?
Pensé un instante.
– No tengo ninguna, en realidad -dije-. Nunca hay que admitir debilidades.
Frunció el ceño.
– Ay, por Dios. Pensarán que está delirando o que es estúpido.
– La pregunta tiene trampa.
– Por supuesto que la pregunta tiene trampa. Las entrevistas de trabajo son campos de minas. Uno tiene que admitir debilidades, pero nunca hay que decir nada peyorativo. Así que diga que es usted un marido demasiado fiel, o un padre demasiado cariñoso -otra vez puso su voz de Adam-. A veces me siento tan cómodo con un programa de software que no llego a explorar otros. O: a veces, cuando me molesto por pequeñas cosas, prefiero no decirlo en voz alta, porque imagino que acabarán por pasar. ¡No se queja lo suficiente! Y qué tal esto: tiendo a involucrarme demasiado con los proyectos, y a veces trabajo demasiadas horas en ellos, porque me encanta llevarlos a cabo, y hacerlo bien. Tal vez trabajo más de lo necesario en cada cosa. ¿Me entiende? Se les hará la boca agua, Adam.
Sonreí, asentí. ¿En qué diablos me había metido?
– ¿Cuál es el error más grande que ha cometido en su trabajo?
– Obviamente tengo que admitir algo -dije nerviosamente.
– Aprende rápido -dijo ella con sequedad.
– Tal vez asumí demasiadas responsabilidades, y…
– ¿Y la cagó? ¿Así que usted no conoce los límites de su propia incompetencia? No, no va por ahí la cosa. Diga: «Nada importante. Una vez, estaba preparando un informe importante para mi jefe y olvidé hacer copia de seguridad, el ordenador se estropeó y lo perdí todo. Tuve que quedarme hasta las tres de la madrugada y rehacer desde cero el trabajo perdido. Vaya si aprendí la lección: siempre hacer copia de seguridad.» ¿Entiende? El error más grande que usted ha cometido no fue su culpa, y además terminó por hacerlo todo bien.
– Entiendo -dije. El cuello de la camisa me apretaba, y quería salir de allí.
– Usted tiene un talento innato, Adam -dijo-. Todo va a salir perfectamente.
Capítulo 8
La víspera de mi primera entrevista en Trion, fui a ver a mi padre. Era algo que hacía por lo menos una vez por semana, a veces más, dependiendo de si él me llamaba para invitarme a pasar por su casa. Me llamaba con frecuencia, en parte porque se sentía solo (mamá había muerto
seis años atrás) y en parte porque los esteroides que tomaba lo habían puesto paranoico, y creía que sus enfermeros querían matarlo. Así que sus llamadas nunca eran amistosas, nunca eran para conversar; eran quejas, peroratas, acusaciones. Algunos de sus analgésicos habían desaparecido, me decía, y estaba convencido de que la enfermera Caryn se los robaba. El oxígeno proporcionado por la compañía de oxígeno era una mierda. La enfermera Rhonda tropezaba todo el tiempo con la manguera de aire, tirando de los tubitos que mi padre tenía en la nariz y casi arrancándole las orejas.
Decir que era difícil conservar a la gente que lo cuidaba sería un eufemismo cómico. Rara vez duraban más de unas pocas semanas. Francis X. Cassidy era un hombre malhumorado, lo había sido desde que yo tenía memoria, y su humor había empeorado a medida que se hacía más viejo y se ponía más enfermo. Siempre había fumado un par de cajetillas diarias y tenía una tos sonora y áspera, y siempre estaba con bronquitis. Así que no fue ninguna sorpresa que le diagnosticaran un enfisema. ¿Qué esperaba? Hacía años que no podía soplar ni las velas de su pastel de cumpleaños. Ahora, su enfisema estaba en lo que llaman etapa final, lo cual quiere decir que podía morir en un par de semanas, o meses, o tal vez en diez años. Nadie lo sabía.
Desafortunadamente me tocó a mí, su único vástago, encargarme de su cuidado. Todavía vivía en el piso con sótano del edificio de tres plantas en el que yo había crecido, y no había cambiado absolutamente nada desde la muerte de mi madre: la misma nevera de color dorado que nunca funcionaba bien, el sofá que se hundía de un lado, las cortinas de encaje que se habían vuelto amarillentas con el tiempo. No tenía ahorros, y su pensión era lamentable; apenas tenía lo suficiente para cubrir sus gastos médicos. Eso quería decir que parte de mi sueldo lo destinaba a cubrir su alquiler, el sueldo del asistente médico, lo que fuera. Nunca esperé agradecimiento alguno, y nunca lo recibí. Mi padre no me pediría dinero ni en un millón de años. Ambos fingíamos que vivía de rentas o algo así.
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