Paranoia

Home > Other > Paranoia > Page 8
Paranoia Page 8

by Joseph Finder


  A mi lado había un tío de mediana edad, de pelo gris y vestido con un polo de color azul con el logo de Trion, que tecleaba algo sobre un Maestro, probablemente un correo electrónico. Era delgado pero tenía un poco de tripa; tenía los brazos flacos y los codos huesudos asomando bajo las mangas cortas de su polo, un flequillo de pelo canoso y patillas grises e inesperadamente largas, orejas grandes y coloradas. Llevaba lentes bifocales. Si vistiera otro tipo de camisa, probablemente llevara un protector de plástico para el bolsillo. Parecía uno de esos ingenieros empollones de la vieja escuela, salido de la época de las calculadoras Hewlett-Packard. Tenía los dientes pequeños y marrones, como si mascara tabaco.

  Tenía que ser Phil Bohjalian, el viejo, aunque, por la manera en que Mordden me había hablado de él, casi esperaba verlo escribiendo con pluma de ganso en un pergamino o quizás un papiro. Me echaba miradas furtivas y nerviosas una y otra vez.

  Noah Mordden entró silenciosamente a la habitación, sin saludarme -en realidad, sin saludar a nadie-, y abrió su ordenador portátil en el otro extremo de la mesa de conferencias. Otras personas llegaron, riendo y hablando. Ahora había tal vez una docena de personas en la habitación. Chad terminó de trabajar en la pizarra y puso sus cosas en el puesto vacío que había a mi lado. Me dio una palmada en el hombro.

  – Me alegro de tenerte con nosotros -dijo.

  Nora Sommers carraspeó, se puso de pie y caminó hasta la pizarra.

  – ¿Por qué no comenzamos? Muy bien, quisiera presentar al nuevo miembro de nuestro equipo a los que no habéis tenido el privilegio de conocerlo. Bienvenido, Adam Cassidy.

  Agitó sus uñas rojas hacia mí y las cabezas giraron. Sonreí modestamente, bajé la cabeza.

  – Tuvimos la buena fortuna de sacar a Adam de Wyatt, donde fue uno de los jugadores estrella del proyecto Lucid. Esperamos que aplique algo de su magia al Maestro.

  Sonrió beatíficamente.

  Chad habló en voz alta y mirando de un lado al otro, como si estuviera compartiendo un secreto.

  – Este chico travieso es un genio. He hablado con él, así que todo lo que habéis oído es cierto.

  Se giró hacia mí, con sus ojos azules de bebé bien abiertos, y me dio la mano. Nora continuó:

  – Como bien sabemos, el Maestro está recibiendo fuertes ataques. En todo Trion, las espadas se han desenvainado. No tengo que mencionar nombres. -Hubo risitas en voz baja-. Se avecina un acontecimiento de mucha importancia: una presentación ante el señor Goddard en persona, en la cual sostendremos que la línea de producción del Maestro debe mantenerse. Esto es mucho más que una rutinaria reunión informativa, mucho más que una sesión de control. Es un caso de vida o muerte. Nuestros enemigos nos quieren llevar a la silla eléctrica; nosotros solicitaremos una suspensión de la sentencia. ¿Está claro?

  Miró alrededor de forma amenazante y vio cabezas que asentían con obediencia. Entonces se dio la vuelta y tachó el primer ítem de la agenda, tal vez con demasiada violencia. Volvió a darse la vuelta, como un latigazo, le entregó a Ghad un fajo de papeles grapados, y él comenzó a repartirlos a izquierda y a derecha. Parecían especificaciones de algún tipo, definiciones de producto o protocolos de producto o algo así, pero el nombre del producto, que presumiblemente estaba en la primera página, había sido arrancado.

  – Bien -dijo ella-, ahora quisiera que hiciéramos un ejercicio. O, si lo prefieren, una demostración. Algunos de ustedes pueden reconocer este protocolo; si es así, guarden el secreto. Puesto que trabajamos para renovar el Maestro, me gustaría que por un instante adoptáramos otro punto de vista, y quisiera pedirle a nuestra nueva estrella que le eche un vistazo a esto y nos dé su opinión.

  Me estaba mirando de frente.

  Me toqué el pecho y dije, estúpidamente:

  – ¿Yo?

  – Usted.

  – ¿Mi… opinión?

  – Así es. Funciona/No funciona. Luz verde para el proyecto o no. En este producto, Adam, es usted el guardián junto a la puerta. Díganos qué le parece. ¿Vamos a por ello, o no?

  El estómago me dio un vuelco. El corazón me empezó a latir con furia. Traté de controlar la respiración, pero sentía que la cara se me inundaba de sangre mientras pasaba las páginas. Era prácticamente inescrutable. No sabía para qué demonios servía aquello. Alcanzaba a oír risitas nerviosas en medio del silencio, a Nora tapando y destapando el rotulador Expo, haciendo girar la tapa con un crujido. Alguien jugaba con la pajita de plástico de su zumo de manzana en tetra-brick, sacándola y metiéndola y haciéndola chirriar.

  Asentí sabia, lentamente, mientras repasaba el documento, tratando de no parecer un ciervo paralizado frente a las luces de un coche, que era como me sentía. Había allí una especie de jerigonza acerca de «análisis del segmento del mercado» y «cálculo aproximado del tamaño del mercado». La música desquiciadora de Jeopardy sonaba en mi cabeza.

  Crujido, crujido. Chirrido, chirrido.

  – ¿Y bien, Adam? ¿Funciona o no?

  Asentí de nuevo, tratando de parecer fascinado y divertido a la vez.

  – Me gusta -dije-. Es inteligente.

  – Mmm -dijo. Hubo risitas en voz baja. Algo estaba sucediendo. Era la respuesta equivocada, pensé, pero difícilmente podía cambiarla.

  – Mire -dije-, basándome solamente en la definición del producto, me resulta, como es obvio, muy difícil…

  – Esto es todo lo que tenemos hasta ahora -interrumpió-. ¿Y bien? ¿Funciona o no funciona?

  Me puse a parlotear.

  – Siempre he creído en el riesgo -dije-. Esto me intriga. Me gusta la configuración física, las especificaciones de reconocimiento de escritura… Dado el modelo de uso y la oportunidad de mercado, yo llevaría esto adelante, por lo menos hasta la próxima reunión de control.

  – Ajá -dijo. Un extremo de su boca se alzó en una sonrisa malévola-. Y pensar que nuestros amigos de Cupertino no necesitaron la sabiduría de Adam para dar luz verde a esta bomba fétida. Adam, éstas son las especificaciones para el Apple Newton. Uno de los más grandes fracasos en la historia de Cupertino. Les costó quinientos millones de dólares desarrollarlo, y luego, cuando salió al mercado, perdieron sesenta millones al año -más risas-. Se estuvieron mofando de éste durante un año en todos los programas nocturnos de la tele.

  La gente empezó a evitar mi mirada. Chad se mordía el interior de la mejilla con expresión grave. Mordden parecía estar en otro mundo. Yo quería arrancarle la cabeza a Nora Sommers, pero hice como los buenos perdedores.

  Nora barrió la mesa con la mirada, pasando de una cara a la siguiente con las cejas arqueadas.

  – Que les sirva de lección. Siempre hay que cavar más profundo, ir más allá de las modas del mercado, mirar qué hay bajo el capó. Y créanme, cuando nos presentemos ante Jock Goddard dentro de dos semanas, él va a mirar qué hay bajo el capó. Tengamos eso muy presente.

  Sonrisas de cortesía aquí y allá: todo el mundo sabía que Goddard era un fanático de los coches.

  – Muy bien -dijo Nora-. Creo que ya saben a qué me refiero. Sigamos.

  Sí, pensé: sigamos.

  Bienvenido a Trion. Ya sabemos a qué te refieres. Sentí un vacío en el estómago.

  ¿Dónde demonios me había metido?

  Capítulo 15

  En la cita entre mi padre y Antwoine no faltaron los contratiempos. Bueno, en realidad fue un desastre total y sin atenuantes. Digámoslo así: Antwoine recibió fuerte oposición. No hubo sinergia. No era una alianza estratégica.

  Llegué al piso de mi padre justo después de terminar mi primera jornada de trabajo en Trion. Dejé el Audi a una manzana de distancia, porque sabía que mi padre siempre estaba mirando por la ventana cuando no estaba contemplando la pantalla de su televisor de treinta y seis pulgadas, y no quería que me diera la paliza por mi coche nuevo. Aunque le dijera que había recibido un aumento sustancioso, él le encontraría el lado malo al asunto.

  Llegué justo a tiempo para ver a Maureen arrastrando una gran maleta de nailon negro hacia su taxi. Tenía los labios cerrad
os con fuerza; llevaba su traje «elegante», pantalón y chaqueta de color verde limón cubiertos por todas partes con una profusión de flores y frutas tropicales, y un par de zapatillas deportivas perfectamente blancas. Logré interceptarla justo en el momento en que le gritaba al conductor que metiera su maleta en el maletero y le entregué un último talón (que incluía un extra generoso por sus esfuerzos y sufrimientos), le agradecí prolijamente sus fieles servicios e incluso intenté darle un beso ceremonial en la mejilla, pero ella me apartó la cara. Se metió en el taxi dando un portazo y el taxi arrancó.

  Pobre mujer. Nunca me cayó bien, pero era inevitable tenerle lástima por la tortura a la que mi padre la había sometido.

  Mi padre estaba viendo a Dan Rather (en realidad le estaba gritando a Dan Rather) cuando llegué. Despreciaba por igual a todos los presentadores de las cadenas, y mejor ni preguntarle acerca de los «fracasados» que había en el cable. Los únicos programas de cable que le gustaban eran aquellos en que un anfitrión dogmático de extrema derecha acosa a sus invitados, trata de sacarles de quicio, de que echen espuma por la boca. Éste era el tipo de deporte que le gustaba por estos días.

  Llevaba una de esas camisetas interiores, blancas y sin mangas, que algunos llaman «de paleta» y que siempre me ponían los pelos de punta. Las asociaba con cosas malas, pues me parecía que cada vez que mi padre me «disciplinaba» de niño, llevaba puesta una de ésas. Aún podía recordar como si fuera una fotografía el día en que, con ocho años de edad, accidentalmente derramé Kool-Aid sobre su sillón reclinable, y mi padre me azotó con el cinturón, poniéndome un pie encima -camiseta interior manchada, cara colorada y sudorosa- y gritando: «¿Ves lo que me obligas a hacer?» No es el recuerdo más agradable del mundo.

  – ¿Cuándo llega el nuevo? -preguntó-. Ya viene con retraso, ¿no?

  – Todavía no.

  Maureen se había negado a quedarse un rato para enseñarle cómo funcionaba todo, así que por desgracia no coincidirían.

  – ¿Por qué vas tan elegante? Pareces un sepulturero, me pones nervioso.

  – Pero si ya te lo he dicho, hoy he comenzado en un nuevo trabajo.

  Volvió la cabeza hacia Rather, sacudiéndola con disgusto.

  – Te han echado, ¿no?

  – ¿De Wyatt? No, me he ido.

  – Trataste de esforzarte lo menos posible, y te echaron. Yo sé cómo funcionan estas cosas. Esa gente puede oler a los fracasados a una milla de distancia. -Respiró hondo un par de veces-. Tu madre siempre te malcrió. Como en lo del hockey. Habrías podido ser profesional si te hubieras aplicado.

  – No era tan bueno, papá.

  – Es fácil decirlo, ¿no? Decirlo lo vuelve todo más fácil. Ahí fue cuando de verdad te eché a perder: te metí en esa universidad tan cara para que pudieras irte de fiesta con tus amigos pijos.

  Por supuesto que sólo tenía razón en parte: en esa época yo trabajaba media jornada para pagarme los estudios. Pero que recordara lo que quisiera recordar. Se dio la vuelta hacia mí con ojos sanguíneos, redondos y brillantes como cuentas.

  – ¿Y dónde están ahora tus amigos pijos, eh?

  – Papá, estoy bien -dije. Había comenzado una de sus pataletas, pero por fortuna sonó el timbre, y casi corrí a abrir la puerta.

  Antwoine llegó a la hora exacta. Vestía un uniforme de hospital de color azul pálido, que le hacía parecer un camillero o un enfermero. Me pregunté dónde lo habría conseguido, pues nunca había trabajado en un hospital, que yo supiera.

  – ¿Quién es? -gritó mi padre.

  – Es Antwoine -dije.

  – ¿Antwoine? ¿Qué mierda de nombre es ése, Antwoine? ¿Has contratado a un maricón francés? -dijo. Pero ya se había dado la vuelta para ver a Antwoine, que estaba de pie junto a la puerta, y su cara se había puesto morada. Tenía la mirada perdida y la boca abierta a causa del miedo-. ¡Dios mío! -dijo, resoplando con fuerza.

  – ¿Qué tal? -dijo Antwoine mientras me daba un aplastante apretón de manos-. Así que éste es el famoso Francis Cassidy -dijo, acercándose al sillón reclinable-. Soy Antwoine Leonard. Es un placer conocerlo, señor -hablaba en un tono de barítono profundo y agradable.

  Mi padre seguía mirándolo fijamente y resoplando. Al final, dijo:

  – Adam, quiero hablar contigo ahora mismo.

  – Sí, papá.

  – No, no. Vas a decirle a Antwoine o como se llame que se largue de aquí y nos deje hablar a solas.

  Antwoine me miró, confundido, sin saber qué hacer.

  – ¿Por qué no llevas tus cosas a tu habitación? -le dije-. Segunda puerta a la derecha. Puedes deshacer las maletas.

  Antwoine levantó sus dos talegos de nailon y desapareció por el corredor. Papá ni siquiera esperó a que hubiera salido del salón para decir:

  – En primer lugar, no quiero que me cuide un hombre, ¿me entiendes? Encuéntrame a una mujer. Segundo, no quiero tener aquí a un negro. No se puede confiar en los negros. ¿En qué estabas pensando? ¿Me ibas a dejar aquí solo con este Leroy? Quiero decir, míralo, mira a tu colega, los tatuajes, las trenzas. No quiero una cosa así en casa, ¿es demasiado pedir? -resoplaba más fuerte que nunca-. ¿Cómo puedes traerme a un negro, cuando conoces los problemas que he tenido con los críos de las casas subvencionadas, esos malditos críos que se me meten constantemente en el piso?

  – Ya, ya, y siempre acaban por irse cuando se dan cuenta de que aquí no hay nada que valga la pena robar. -Le hablé en voz baja, pero estaba cabreado-. Primero, papá, no es que tengamos mucho de donde escoger, porque después de toda la gente a la que has obligado a largarse, las agencias ni siquiera quieren tratar con nosotros. Segundo, yo no puedo quedarme contigo, porque trabajo durante todo el día, ¿lo recuerdas? Y tercero, ni siquiera le has dado una oportunidad.

  Antwoine volvió con nosotros. Se acercó a mi padre, a una distancia casi amenazante, pero le habló con voz suave y amable.

  – Señor Cassidy, si quiere usted que me vaya, me iré. Qué digo, me voy ya mismo, qué más me da. Yo no me quedo donde no me quieren. No necesito este trabajo con tanta urgencia. Mientras que mi oficial de fianza sepa que he hecho un intento serio por conseguir un trabajo, todo está bien.

  Mi padre estaba mirando la televisión, anuncios. Bajo su ojo izquierdo latía una vena. Yo conocía esa expresión: mi padre solía ponerla cuando reñía a alguien, y podía hacer que te cagaras de miedo. Hacía correr a sus jugadores hasta que alguno vomitaba, y si alguien se negaba a seguir, mi padre le ponía La Cara. Pero conmigo la había usado tantas veces que había perdido su poder. Ahora se había girado sobre sí mismo y se la estaba poniendo a Antwoine, quien sin duda había visto cosas peores en la cárcel.

  – ¿Has dicho «oficial de fianza»?

  – Eso mismo.

  – ¿Me vas a decir que eres un puto preso?

  – Ex preso.

  – ¿Qué coño tratas de hacerme? -me dijo mirándome fijamente-. ¿Tratas de matarme antes de que me mate la enfermedad? Mírame, no puedo ni moverme, ¿y me vas a dejar solo en esta casa con un preso de mierda?

  Antwoine ni siquiera parecía molesto.

  – Es como dice su hijo: usted no tiene nada que valga la pena robar -dijo calmadamente con ojos adormilados-. Por lo menos reconózcame algo. Si ésa fuera mi intención, no habría aceptado un trabajo aquí.

  – Pero ¿lo estás oyendo? -resopló mi padre, enfurecido-. Pero ¿lo estás oyendo?

  – Además, si me quedo, usted y yo vamos a tener que ponernos de acuerdo sobre un par de cosas, -Antwoine olió el aire-. Aquí huele a cigarrillo. Va usted a cortar con eso ahora mismo, porque ésa es la mierda que lo tiene así. -Alargó una mano inmensa y dio una palmada sobre el brazo del sillón. Un compartimiento que yo nunca había visto se abrió de un salto, y un paquete blanco y rojo de Marlboro surgió como un muñeco de resorte-. Lo que me imaginaba. Ahí es donde mi padre guardaba los suyos.

  – ¡Eh! -gritó mi padre-. ¡No me lo puedo creer!

  – Y va usted a comenzar una rutina de ejercicios. Los músculos se le están atrofiando. Su probl
ema no son los pulmones, sino los músculos.

  – Pero joder, ¿te has vuelto loco? -dijo mi padre.

  – Cuando se tiene deficiencia respiratoria, hay que hacer ejercicio. No hay nada que hacer con esos pulmones, con eso ya nada, pero con los músculos se puede hacer algo. Vamos a comenzar con flexiones de piernas en el sillón, que los músculos de las piernas vuelvan a trabajar, y luego vamos a hacer caminatas de un minuto. Mi viejo tenía enfisema, y yo y mi hermano…

  – ¡Dile a este grandísimo… dile a este negro tatuado -dijo mi padre entre resoplidos- que saque sus cosas… de la habitación… y se largue de mi casa!

  Estuve a punto de estallar. Había tenido un día asqueroso, estaba de mal humor; durante meses y más meses me había roto el culo tratando de encontrar alguien que aguantara al viejo, y había reemplazado a cada uno de los que mi padre obligaba a marcharse. Todo había sido un gran desfile, una pérdida de tiempo. Y aquí estaba mi padre, despidiendo sumariamente al último candidato, el cual, era cierto, podía no ser el ideal, pero era el único que teníamos. Quise desquitarme, emprenderla contra él, pero no pude. No podía gritarle a mi padre, este hombrecito viejo y patético con enfisema crónico. Así que me lo tragué todo, aun a riesgo de explotar.

  Antes de que pudiera decir algo, Antwoine se dio la vuelta hacia mí.

  – Me parece que fue su hijo quien me contrató. Así que él es el único que puede echarme.

  Negué con la cabeza.

  – Pues no es tu día, Antwoine. De aquí no sales, no tan fácilmente. ¿Por qué no empiezas?

  Capítulo 16

  Necesitaba calmarme un poco. Era todo: la forma en que Nora Sommers me había restregado la nariz en el barro, el no poder mandarla a la mierda, la imposibilidad de quedarme en Trion el tiempo suficiente para robar siquiera una taza de café, el sentimiento general de estar metido hasta el cuello y más allá. Y luego, la guinda del pastel: mi padre. La obligación de contener la ira, de no reñirle -desagradecido de mierda, intolerante, ¡muérete de una vez!-, me corroía las entrañas.

 

‹ Prev