– Sí -dije-. El mismo.
Se acercó más. De repente me di cuenta de que había una gigantesca estatuilla dorada sobre el anaquel, junto al marco plateado de la foto. Sobre la base de la estatua, en letras negras e inmensas, se leía: mujer del año, 1999. EN RECONOCIMIENTO A NORA SOMMERS. Rápidamente rodeé el escritorio y me puse frente al premio como si también yo inspeccionara la fotografía.
– Tiene el alerón trasero y todo -siguió el hombre-. Doble tubo de escape, ¿correcto?
– Correcto.
– ¿Con los bordes chapados y todo?
– Por supuesto.
Sacudió de nuevo la cabeza.
– ¿Y lo restauró usted mismo?
– No, no. Ojalá tuviera el tiempo.
Volvió a reír, una risa grave y sorda.
– Sé a qué se refiere.
– Se lo compré a un tío que lo guardaba en su establo.
– ¿Trescientos veinte caballos de fuerza?
– Exacto -dije como si lo supiera.
– Mira la cubierta de los intermitentes de esta criatura. Yo tuve una vez un 68 de cubierta dura, pero tuve que venderlo. Mi mujer me obligó cuando tuvimos nuestro primer hijo. Desde entonces no hago más que soñar con él. Pero a ese Mustang GT Bullitt no lo voy ni a mirar, no señor.
Negué con la cabeza.
– Por nada del mundo.
No tenía la menor idea de a qué se refería. ¿Acaso en esta empresa todos estaban obsesionados con los coches?
– Corríjame si me equivoco, pero parece que sus neumáticos son GR setenta, montados sobre llantas American Torque Thrust de quince por siete. ¿Correcto?
Dios mío, ¿no podíamos cambiar de tema?
– La verdad, Luther, es que no tengo ni puta idea de coches Mustang. Ni siquiera merezco tenerlo. Mi esposa me lo acaba de regalar por mi cumpleaños. Claro que seré yo el que pague el préstamo durante los próximos setenta y cinco años.
Rió de nuevo.
– Le entiendo. He pasado por lo mismo.
Noté que miraba el escritorio, y enseguida me di cuenta de lo que estaba observando.
Era un gran sobre de papel manila con el nombre de Nora escrito con rotulador rojo en letras mayúsculas grandes y gruesas, NORA SOMMERS. Busqué en el escritorio algo para que poner encima, algo con qué cubrirlo, por si el guardia no había alcanzado a leer el nombre, pero el escritorio de Nora era impecable. Tratando de disimular, cogí una página del bloc de notas y la arranqué suavemente, la dejé caer sobre el escritorio y la deslicé encima del sobre con la mano izquierda. Qué sangre fría, Adam. Sobre el papel amarillo había unas cuantas notas con mi letra, pero nada que tuviera sentido para nadie.
– ¿Quién es Nora Sommers? -dijo.
– Ah, es mi mujer.
– Nick y Nora, ¿eh?
– Se rió.
– Sí, así nos llaman. -Sonreí de oreja a oreja-. Por eso me casé con ella. Bien, mejor vuelvo a mis ficheros. Si no, voy a quedarme aquí toda la noche. Encantado de conocerle, Luther.
– Igualmente, Nick.
Para cuando se fue el guardia, estaba tan nervioso que no pude hacer mucho más que terminar de copiar los correos electrónicos, apagar las luces y volver a cerrar con llave la puerta de Nora. Al regresar al cubículo de Lisa McAuliffe para devolver el llavero, noté que alguien caminaba no muy lejos de allí. Otra vez Luther, pensé. ¿Qué quería? ¿Más charla sobre los Mustang? Yo sólo quería dejar las llaves sin ser visto y después largarme de allí.
Pero no era Luther; era un tío barrigón con gafas de carey y cola de caballo.
La última persona que hubiera esperado encontrar en la oficina a las diez de la noche, pero también era cierto que los ingenieros trabajaban a horas extrañas.
Noah Mordden.
¿Me había visto cerrando el despacho de Nora, me había visto dentro del despacho? ¿O acaso la vista no le alcanzaba para verme? Tal vez ni siquiera estaba atento; tal vez estaba en otro mundo. Pero ¿qué estaba haciendo allí?
No dijo nada, no me saludó. Ni siquiera estaba seguro de que me hubiera visto. Pero yo era la única persona presente, y él no era ciego.
Giró por el siguiente pasillo y dejó una carpeta en el cubículo de alguien. Disimulando, me acerqué al cubículo de Lisa y deposité el llavero en la planta, en la tierra donde lo había encontrado: un movimiento ágil antes de seguir mi camino.
Estaba a medio camino entre el cubículo y los ascensores cuando oí:
– Cassidy.
Me di la vuelta.
– Y yo que pensaba que sólo los ingenieros eran animales nocturnos.
– Sólo trato de ponerme al día. Antes de que me pillen -dije de manera poco convincente.
– Ya veo -dijo. Y la forma en que lo dijo me causó escalofríos. Enseguida preguntó-: ¿Haciendo qué?
– ¿Perdona?
– ¿En qué van a pillarte?
– No estoy seguro de entender -dije. El corazón se me iba a salir.
– Trata de recordarlo.
– ¿Cómo dices?
Pero Mordden ya estaba de camino al ascensor, y no respondió.
Tercera Parte. Fontanería
Fontanería: Jerga del oficio que designa diversos bienes de apoyo tales como pisos francos, lugares para entregas secretas y similares, pertenecientes a una agencia de inteligencia clandestina.
Diccionario internacional del espionaje.
Capítulo 23
Cuando llegué a casa me sentía completamente destrozado. No estaba hecho para este tipo de trabajos. Quería salir a emborracharme de nuevo, pero tenía que irme a la cama y dormir un poco.
El piso me pareció más pequeño y escuálido que nunca. Ganaba un salario de seis cifras, de manera que podía permitirme uno de esos pisos de los edificios altos y nuevos del muelle. No había razón para que me quedara en esta ratonera, excepto el hecho de que era mi ratonera, el memorando del vago delincuente, del fracasado que era en realidad, y no el impostor bien vestido en que me había convertido. Además, no tenía tiempo de buscar otro sitio.
Le di al interruptor que había junto a la puerta y la habitación siguió a oscuras. Maldita sea. Eso quería decir que la bombilla de la lámpara grande y fea que había junto al sofá, la principal fuente de luz del lugar, se había fundido. Siempre tenía la lámpara conectada para poder encenderla y apagarla desde la puerta. Ahora tendría que atravesar dando traspiés el piso oscuro hasta el pequeño armario donde guardaba las bombillas de repuesto. Por fortuna conocía cada centímetro de mi diminuto piso, y lo podía recorrer literalmente con los ojos cerrados. Tanteé el interior de la caja de cartón ondulado, buscando una bombilla nueva y esperando que fuera una de cien vatios y no de veinticinco o algo así, y luego avancé a través de la habitación hacia el sofá, desatornillé el chisme que mantiene la caperuza en su sitio y puse la bombilla nueva. Seguía sin haber luz. Joder: era el final más apropiado para un día de mierda. Encontré el pequeño interruptor en la base de la lámpara y lo encendí, y la habitación se iluminó.
Estaba de camino al baño cuando caí en la cuenta: ¿cómo se había apagado la lámpara? Yo nunca la apagaba desde ahí, nunca. ¿Me estaba volviendo loco?
¿Había entrado alguien a mi piso?
La sensación era escalofriante, un atisbo de paranoia. Alguien había estado aquí. ¿De qué otra forma se podía haber apagado la lámpara desde la base?
Yo no compartía mi piso con nadie ni tenía novia, y nadie más tenía llave. La sórdida empresa que administraba la finca en nombre del sórdido y ausente propietario de estos tugurios nunca entraba a los pisos. Ni siquiera aunque uno les rogara que mandaran a alguien para arreglar los radiadores. Nadie entraba nunca en mi piso, excepto yo.
Al mirar el teléfono que había justo debajo de la lámpara, uno de esos Panasonic viejos y negros con el contestador automático incorporado (que yo había dejado de usar desde que la compañía telefónica me había proporcionado un buzón de voz), noté que algo más estaba fuera de su sitio. El cable negro del teléfono estaba sobre el teclado, en lugar
de enrollado a un lado del aparato como siempre. Cierto, se trataba de detalles sin importancia, pero cuando uno vive solo se da cuenta de estas cosas. Traté de recordar cuándo había llamado por última vez, dónde había estado, lo que hacía en ese momento. ¿Tan distraído estaba que había colgado mal el teléfono? Pero tenía la certeza de que el teléfono no había quedado así cuando salí de casa esa mañana.
Definitivamente, alguien había estado allí.
Volví a mirar el teléfono y me di cuenta de que algo más estaba incuestionablemente fuera de lugar, y esto no era ni siquiera sutil. El contestador que yo nunca usaba tenía uno de esos sistemas de cinta doble, un microcasete para el mensaje de saludo, otro para grabar los mensajes entrantes.
Pero el casete que grababa los mensajes entrantes había desaparecido. Alguien se lo había llevado.
Alguien, presumiblemente, que quería conocer de mis mensajes.
O alguien -la idea me llegó de repente- que quería asegurarse de que yo no utilizara el contestador para grabar llamadas que hubiera recibido. Tenía que ser eso. Me levanté y comencé a buscar la única grabadora que tenía además de aquélla, un aparato de microcasete que había comprado en la universidad por razones que ya había olvidado. Recordaba vagamente haberlo visto en el último cajón de mi escritorio semanas antes, mientras buscaba un encendedor. Saqué el cajón, hurgué en el interior, pero no estaba allí. Ni estaba tampoco en ninguno de los demás cajones. Y mientras más buscaba, más seguro me sentía de que había visto la grabadora en el último cajón. Cuando busqué otra vez, encontré el adaptador de corriente que venía con ella, lo cual confirmó mis sospechas. También la grabadora había desaparecido.
Ahora tenía la certeza: quienquiera que hubiera registrado mi piso buscaba cualquier grabación que yo hubiera podido hacer. Le pregunta era: ¿Quién lo había hecho? Si había sido la gente de Wyatt y Meacham, el asunto resultaba totalmente exasperante, abusivo.
¿Y si no eran ellos? ¿Y si era Trion? Eso era tan terrible que ni siquiera quise considerarlo. Recordé la pregunta que Mordden me había hecho con expresión vacía: «¿En qué van a pillarte?»
Capítulo 24
La casa de Nick Wyatt estaba en el más pijo de los suburbios, un lugar del que todo el mundo ha oído hablar, tan rico que se hacen bromas sobre él. Era posiblemente el lugar más grande, lujoso y elitista de una ciudad conocida por sus propiedades grandes, lujosas y elitistas. Indudablemente, para Wyatt era importante vivir en la casa de la que todo el mundo hablaba, la casa que había salido en la portada de Architectural Digest, la casa que obligaba a los periodistas locales a inventar continuamente excusas para entrar y escribir sobre ella. Les encantaba asumir poses atemorizadas y boquiabiertas frente a este san Simeón de Silicon Valley. Les encantaba la cosa japonesa: la falsa serenidad, la falsa sencillez y sobriedad Zen que chocaba de forma tan grotesca con la flota de descapotables de Wyatt y su estridencia totalmente anti-Zen.
En el Departamento de Relaciones Públicas de Wyatt Telecommunications había un tío cuyo trabajo consistía exclusivamente en llevar la publicidad personal de Nick Wyatt, colocando artículos en People y en USA Today o donde fuera. Cada cierto tiempo hacía circular historias acerca de la casa de Wyatt, y así es como llegué a saber que había costado cincuenta millones de dólares, que era mucho más grande y elegante que esa casa a orillas del lago que Bill Gates tenía en Seattle, que era una réplica de un palacio japonés del siglo XIV y que Wyatt la había mandado construir en Osaka y la había traído por piezas a Estados Unidos. La rodeaban cuarenta acres de jardines japoneses llenos de especies raras de flores, de jardines rocosos y provistos de una cascada artificial, una laguna artificial y puentes de madera antiguos y traídos desde el Japón. Hasta las piedras irregulares del sendero de entrada habían sido importadas de Japón.
Por supuesto, no vi nada de esto mientras conducía por la interminable entrada de piedra. Vi una especie de caseta de piedra y un alto portón de hierro que se abría automáticamente, vi lo que parecían ser miles de bambúes, un garaje con seis descapotables Bentley de colores distintos (el Bentley era su coche favorito: que no le vinieran con deportivos americanos) y una inmensa casa de madera rodeada por una pared alta de piedra.
Había recibido la orden de presentarme a esta cita a través de un correo electrónico seguro: un mensaje enviado por «Arthur» a mi cuenta privada a través de un «anonimizador» finlandés, un servidor de reenvíos que lo volvía imposible de rastrear. Había toda una codificación del lenguaje que lo hacía parecer la confirmación de un pedido a una tienda on-line, pero que en realidad me indicaba dónde y cuándo y todo eso.
Meacham me había dado instrucciones precisas acerca de cómo y por dónde llegar. Debía ir al parking de un restaurante Denny's y esperar un Lincoln azul oscuro, al cual seguiría a casa de Wyatt. Supongo que el objetivo era asegurarnos de que nadie me siguiera. Eran un poco paranoicos al respecto, pensé, pero ¿quién era yo para discutir? Después de todo, era yo el que estaba en el banquillo.
Tan pronto como salí del coche, el Lincoln se alejó. Un hombre filipino me abrió la puerta y me pidió que me quitara los zapatos. Me condujo a una sala de espera amueblada con biombos shoji, tatamis, una mesa baja y negra y laqueada, y un sillón bajo rectangular con aspecto de futón. Nada demasiado cómodo. Hojeé las revistas artísticamente desplegadas sobre la mesa negra: The Robb Report, Architectural Digest (incluyendo, naturalmente, el número con la casa de Wyatt en portada), un catálogo de Sotheby's.
Finalmente reapareció el mayordomo o lo que fuera y me hizo una señal con la cabeza. Le seguí por un extenso vestíbulo y caminamos hacia otra habitación casi vacía en la cual estaba Wyatt, sentado en la cabecera de una mesa de comedor larga y negra.
Al acercarnos a la entrada del comedor de repente estalló una alarma aguda e increíblemente fuerte. Miré alrededor, perplejo, pero antes de que pudiera darme cuenta de lo que sucedía, el filipino y otro tipo que apareció de la nada me agarraron y me echaron al suelo. «¿Qué coño?», dije, e intenté zafarme, pero estos tíos eran tan fuertes como luchadores de sumo. El segundo tío me sostenía mientras el filipino me registraba. ¿Qué esperaban encontrar, armas? El filipino encontró mi reproductor iPod MP3, y de un tirón me lo sacó de la mochila. Lo miró, dijo algo en cualquiera que sea el idioma que se habla en las Filipinas, se lo entregó al otro, que lo miró, le dio vueltas, y dijo algo brusco e indescifrable. Me incorporé.
– ¿Así es como dais la bienvenida a los huéspedes del señor Wyatt? -dije. El mayordomo se llevó el iPod y, al entrar al comedor, se lo entregó a Wyatt, que observaba la acción. Wyatt se lo devolvió al filipino sin molestarse en mirarlo.
Me puse de pie.
– ¿Acaso sus sirvientes no han visto nunca una cosa de éstas? ¿O es que la música del exterior está prohibida en este lugar?
– Sólo tratan de ser cuidadosos -dijo Wyatt. Llevaba una camisa estrecha y negra de manga larga que parecía hecha de lino, y probablemente costaba más de lo que yo ganaba en un mes, incluso ahora que trabajaba en Trion. Wyatt parecía aún más bronceado que de costumbre. Debe dormir en una cámara de rayos UVA, pensé.
– ¿Tiene miedo de que esté armado?
– No «tengo miedo» de nada, Cassidy. Me gusta que todos cumplan las reglas. Si se comporta con inteligencia y no trata de pasarse de listo, todo saldrá bien. Y ni se le ocurra tratar de conseguir una «póliza de seguros», porque le llevamos mucha ventaja.
Curioso: la idea ni siquiera se me había ocurrido hasta que él la mencionó.
– No le entiendo.
– Le digo que si intenta algo estúpido como grabar nuestras reuniones o cualquier llamada que reciba de mí o algún representante mío, las cosas no le van a salir bien. Usted no necesita seguros, Adam. Yo soy su seguro.
Una bella japonesa en kimono apareció con una bandeja en las manos y con unas pinzas de plata le entregó a Wyatt una toalla enrollada y caliente. Él se limpió las manos y se la devolvió. De cerca se podía ver que Wyatt se había hecho un estiramiento facial. Su piel era demasia
do tensa, y le daba a sus ojos un aspecto casi esquimal.
– El teléfono de su casa no es seguro -continuó-. Ni tampoco su buzón de voz, ni su ordenador ni su móvil. Deberá ponerse en contacto con nosotros sólo en caso de emergencia, excepto si responde a una solicitud nuestra. Por lo demás, lo contactaremos mediante correos electrónicos cifrados y protegidos. Ahora sí: ¿puedo ver lo que me ha traído?
Le entregué el CD que había bajado de la página web con las más recientes contrataciones de Trion, y un par de hojas de papel cubiertas de notas mecanografiadas. Mientras las leía, la japonesa regresó con otra bandeja y comenzó a desplegar ante Wyatt una serie de sushis y sashimis perfectos y esculturales sobre cajas de caoba laqueada, con pequeños montículos de arroz blanco y wasabi verde pálido y hojas de jengibre rosa. Wyatt no levantó la cabeza; estaba demasiado absorto en las notas que le había traído. Tras unos minutos levantó un pequeño teléfono negro que había sobre la mesa y del que no me había percatado antes, y dijo algo en voz baja. Me pareció oír la palabra «fax».
Finalmente me miró.
– Buen trabajo -dijo-. Muy interesante.
Apareció otra mujer, de mediana edad y remilgada, de rostro arrugado y pelo gris, con gafas de lectura colgándole del cuello. Sonrió, cogió los papeles de manos de Wyatt y salió sin decir una palabra. ¿Acaso tenía secretarias las veinticuatro horas del día?
Wyatt levantó un par de palillos y se llevó un bocado de pescado crudo a la boca, mascando, pensativo, mientras me miraba fijamente.
– ¿Entiende la superioridad de la dieta japonesa? -me dijo.
Me encogí de hombros.
– Me gusta la tempura y esas cosas.
Se burló, sacudió la cabeza.
– No estoy hablando de tempura. ¿Por qué cree usted que Japón es líder mundial en expectativa de vida? Una dieta baja en grasas, alta en proteínas, rica en vegetales, alta en antioxidantes. Comen cuarenta veces más soja que nosotros. Durante años se negaron a comer animales de cuatro patas.
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