by Joe Hayes
Así que mientras el uno se fue para su reunión, el otro corrió al mercado para comprar huevos. Su esposa los frió. Pusieron la mesa y aguardaron la llegada del amigo. Al final de una hora, como el amigo no había regresado, el hombre le dijo a su esposa: —Es mejor que comamos los huevos nosotros. Parece que mi amigo ha olvidado regresar.
—Pero tu amigo pagó los huevos —dijo la esposa—. Realmente, no son nuestros.
—Ya sé qué voy a hacer —dijo el marido—. Tan pronto terminemos el desayuno, voy al mercado y compro otra docena de huevos.
Así lo hizo. Pero estos huevos no los frieron, sino que el hombre los puso en el nido de una de sus gallinas para que ella los empollara.
—Llevaré la cuenta de todo lo que salga de estos huevos —el hombre dijo—y, si algún día vuelvo a ver a mi viejo amigo, lo reparto con él.
La docena de huevos produjo once gallinitas y un gallito. Al final de un año las gallinas ya estaban poniendo sus propios huevos y empollando sus propios pollitos. El hombre vendía todos los huevos que podía y luego comenzó a vender pollos también.
Con el dinero compró una vaca y la vaca tuvo dos becerritos. Estos crecieron y tuvieron sus propios críos.
El hombre vendió algunas vacas y compró borregos. Luego con en dinero obtenido de la venta de las vacas y borregos compró terreno.
Llegó a ser el más rico de esas partes, pero siempre decía a todos: —Una parte de todo esto es de mi viejo amigo. Proviene de su docena de huevos. Si vuelvo a verlo, voy a darle la mitad.
Diez años después, en la fiesta del pueblo, los amigos se volvieron a encontrar. Como en la otra ocasión, se dieron la mano y el que residía en el pueblo invitó al otro a pasar la noche en su casa. Fueron a la casona en que el poblano ya vivía. Estaba en medio de fértiles campos verdes. Más allá de los sembrados pastaban vacas y borregos.
—¿Te acuerdas de las dos monedas que me diste para comprar huevos aquella mañana ya hace diez años? —el uno le preguntó al otro—. Todo esto viene de esos doce huevos. —Y le refirió todo lo sucedido—. Y ahora quiero repartirlo contigo. La mitad de todo será tuya.
Pero el amigo viajero dijo: —No. Te equivocas. Si todo viene de los dos pesos que te di para comprar huevos, todo me corresponde a mí. No me conformo con nada menos.
—Eso no es justo —replicó el otro—. He trabajado duro todos estos años. Invertí tu docena de huevos prudentemente. Dirigí el desarrollo del negocio con cuidado. Me quedo con la mitad.
Yo mantengo que todo es mío —dijo el viajero—, y si no me lo quieres dar por las buenas, pongo el asunto ante un juez.
Por supuesto que el amigo trabajador no quería darle todo, y el otro fue a buscar un abogado. Le fue fácil encontrar uno. En efecto, encontró dos, pues los dos vieron gran beneficio para ellos mismos en el pleito.
En cuanto al amigo infeliz que había trabajado tanto durante todos esos años, nadie quería defenderlo. Cada abogado con quien habló estaba de parte de su amigo. Se fijó la fecha para presentar el asunto ante el juez.
El día antes de tener que ir solo a la corte, el amigo honesto estaba sentado frente a su casa con la cabeza agachada, sumido en la tristeza. Un viejo indio del pueblo cercano pasó caminando por ahí.
—Amigo —dijo el viejo—, ¿por qué se ve tan triste? Ha entrado la enfermedad en su casa?
El hombre negó con la cabeza.
—¿Se ha muerto alguien? —el viejo preguntó.
El hombre volvió a negar con la cabeza.
—Entonces, ¿qué es? No puede ser tan malo. Usted tendrá una buena vida con esta casona y estos terrenos. ¿Qué le hace tan triste?
El amigo triste contó al indio cómo había adquirido todo por medio de la docena de huevos que su amigo no había regresado a comer, y cómo estaba a punto de perderlo todo.
—Ni puedo encontrar un abogado que me represente —dijo al hombre.
—Deje que yo sea su abogado —el indio dijo—. Yo puedo ganar este pleito. ¿Cuánto me va a pagar?
—Si tú puedes librarme de la avaricia de mi viejo amigo — le dijo el hombre—, te pago cien hectáreas de terreno, junto con cien vacas.
—Eso es demasiado —el viejo indio le dijo—. Págueme nomás una fanega de maíz. Estoy muy viejo para cuidar cien hectáreas de terreno.
Quedaron en eso, y a la mañana siguiente el indio se encontró con el granjero delante de la corte a las nueve.
Bajo el brazo el indio llevaba una olla llena de frijoles cocidos y de cuando en cuando sacaba uno y se lo comía.
Cuando el proceso comenzó, el indio se quedó sentado al lado de su cliente comiendo frijoles y con la vista perdida a lo lejos. Primero uno de los abogados se levantó y dio un largo discurso a favor del amigo vagabundo. Luego el otro abogado habló. El juez escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza como si estuviera de acuerdo con cada argumento presentado. El indio no parecía escuchar.
Cuando los abogados terminaron, el juez se volvió hacia el indio: —¿Qué tienes que decir de parte de tu cliente? —le preguntó. El viejo se levantó y caminó lentamente a la parte delantera de la cámara.
—Déjeme preguntarle algo a este hombre, tata juez —dijo, señalando al amigo que se había ido a viajar.
—Dígame, ¿qué le pidió a su amigo que hiciera con la docena de huevos aquella mañana hace diez años?
—Ya lo sabemos —dijo el juez—. Le dijo que los friera para el desayuno.
El indio asintió con la cabeza y luego le preguntó a su cliente: —Y ¿qué hizo usted con los huevos que compró con el dinero que su amigo le dio?
El juez se impacientó: —Sabemos eso también. Su esposa los frió. Tienes algo nuevo que revelar o debo emitir mi fallo?
—Antes que haga eso, tata juez —dijo el indio—, quiero preguntarle algo a usted. ¿Me puede prestar una hectárea de terreno para sembrar frijoles?
Con eso el juez perdió los estribos: —¿De qué estás hablando? —bramó—. Termina con lo que tienes que decir sobre el pleito para que pueda dar mi fallo. Deja de decir disparates.
El indio dio una cabezadita: —Entiendo —dijo—. Pero le estoy pidiendo que me preste terreno para sembrar estos frijoles. —Señaló los frijoles en la olla—. De estos frijoles voy a sacar una nueva cosecha.
El juez golpeó con el martillo y gritó: —¡Ya basta de tonterías! Apégate al asunto. ¿Qué tiene una hectárea de terreno que ver con este pleito? No estamos aquí para hablar de sembrar frijoles. Además, ¿dónde se ha visto que se saque una nueva cosecha de frijoles que ya están cocidos?
El indio se encogió de hombros: —Pero, tata juez —dijo—, creí que si usted estaba de acuerdo con que todos los bienes de mi cliente vinieron de una docena de huevos ya fritos, a lo mejor sería capaz de creer que yo podría sacar otra cosecha de frijoles ya cocidos.
El juez suspendió su martillo a medio bajar. Meditó un rato. Luego miró a los dos abogados y dijo: —Llévense a su cliente y váyanse de esta corte. Este hombre honrado no le debe más que una docena de huevos.
—¿Olvidó algo sobre los huevos, tata juez? —dijo el indio viejo.
—Oh, sí —agregó el juez—. ¡Que los huevos sean fritos!
THE COYOTE UNDER THE TABLE
Here is a story about an old dog and a coyote. The dog belonged to a man and woman who lived on a farm at the edge of a village and for many years he had served his owners well. He had protected their fields and their chickens from wild animals. He had kept thieves away from their house. But now his old legs were so stiff that all he did was lie in the sun beside the door and sleep.
The dog’s owners were very poor. They had a hard time just making enough from their tiny farm to feed themselves. And of course it was an expense for them to feed the old dog. Now they had a new baby, which would add to their expenses. So one day, as they were leaving the house to go to the field to work, the woman said to her husband, “Why do we keep this old dog around? He does nothing but sleep all day long.”
The husband said, “You’re right. We can’t afford to keep a do
g that doesn’t do any work. This Sunday I’ll take him to the woods and get rid of him.”
The old dog heard what they said and decided he would run away from the farm. As soon as his owners had left, he struggled to his feet and walked off into the hills. His head hung down and he sobbed softly to himself as he walked along.
Then, from under a piñon tree, someone called out to him. “Hey, dog,” the voice said, “why are you walking around looking so sad?”
It was the dog’s old enemy, the coyote. Over the years they’d had many bitter struggles, with the coyote trying to steal chickens from the farm and the dog determined to keep him away. But now, when the dog heard someone speak to him in a friendly voice, he couldn’t hold back his tears.
“Aaauuu,” he cried. “They’re going to kill me!”
The coyote was puzzled. “Why are they going to do that, dog?”
“They say I’m too o-o-o-ld. They say I can’t work any mo-o-o-re.”
“Well,” said the coyote, “I have noticed that you don’t guard the chickens very well these days. That’s why I don’t steal from your farm anymore. It’s no fun if there’s no one to chase me. But we can’t let them shoot you. I know what we’ll do.” And the coyote told the dog his plan.
The dog went trotting off toward the field where his owners were working. They had left their baby asleep under a shady bush at the edge of the field, and the dog lay down not far from where the baby slept.
Suddenly, the coyote came running out of the brush. With his teeth, he picked up the baby by its blanket and ran off into the trees. The woman screamed and fainted. The man dropped his hoe and came running across the field. And the old dog ran barking and snarling after the coyote.
As soon as he got into the trees, the dog found the baby lying on the ground. The coyote had left her there, just as he’d said he would. The old dog took the baby’s blanket in his teeth and carried her back to her father.
“Good dog!” the man said. “You saved our baby’s life!” He hugged and patted the dog.
When the woman recovered her senses and heard what had happened, she said, “How could we think of destroying this dog, just because he eats a few pennies worth of scraps each day? He should eat as well as we do.”
“You’re right,” the man replied. “From now on this dog won’t eat scraps. He’ll sit right up at the table and eat with us.”
From that day on, they set a place at the table for the dog each evening, and he sat in a chair and ate whatever his owners ate. When neighbors passed by and saw the dog sitting at the table, they would make fun of the farmer. “Whoever heard of letting a dog sit at the supper table?” they would say.
But the man would tell them, “That dog saved our baby from a coyote that had carried her off. As long as he lives, he can eat at the table with us.”
Of course the dog enjoyed his new life. And he kept trying to think of a way to repay the coyote. When the time came for his owners to baptize their baby, he saw his chance. When all the people were at the church for the baptism, he went to the hills and found the coyote. He brought the coyote home and hid him under the table.
Soon all the family and friends arrived and they sat down at the table for a big meal. The dog took his place at the table as usual, and whenever some food passed his way, he would slip it under the table to the coyote.
He slipped a whole leg of lamb under the table, and then a big bowl of posole and a stack of tortillas. And then he passed a bottle of wine to the coyote.
The coyote pulled the cork from the bottle and drained the wine in one gulp. “¡Ay, caray!” the coyote said. “Now I’m going to sing.”
“Oh, no!” The dog hushed the coyote. He grabbed another bottle of wine and poked it under the table. The coyote gulped it down.
“¡ Ay, qué caray!” he said. “I’m really going to sing!” And he threw his head back and let out a long howling song.
Everyone jumped up from the table in alarm. But the dog went diving under the table, growling and snapping at the coyote. The coyote ran from the house laughing to himself, with the old dog struggling along behind.
When the dog returned, everyone gathered around to hug him. “That wild coyote wasn’t satisfied with just trying to steal the baby. He had come back to eat us all. And this dog saved us!”
From that day on, no matter where he went in the whole village, the dog sat in a chair and ate at the supper table with the people of the family. And so the old dog lived out the rest of his days as happy as any dog in this world.
EL COYOTE DEBAJO DE LA MESA
Éste es el cuento de un perro viejo y un coyote. El perro pertenecía a un hombre y una mujer que vivían en una laborcita en las afueras del pueblo y por muchos años había servido bien a sus amos. Cuidaba los sembrados y protegía las gallinas de las fieras. Vigilaba la casa para que no entraran ladrones. Pero ahora sus patas viejas se habían puesto tan adoloridas que lo único que hacía era echarse junto a la puerta y dormir.
Los dueños del perro eran muy pobres. Les era difícil sacar lo suficiente de la granjita para alimentarse. Y, por supuesto, dar de comer al perro era gasto adicional. Además, ahora tenían un nuevo bebé, lo que aumentaría sus gastos. Así que un día, cuando salían de la casa para ir a trabajar en sus campos, la mujer le dijo a su marido: —¿Por qué nos quedamos con ese perro viejo? No hace más que dormir todo el día.
El esposo dijo: —Tienes razón. No podemos mantener un perro que no trabaja. Este domingo lo llevo al monte y lo despacho.
El perro viejo oyó lo que decían y decidió fugarse de la granja. Tan pronto se fueron sus dueños se esforzó por levantarse y se fue entre las lomitas. Caminó sollozando suavemente, con la cabeza agachada.
Luego, desde debajo de un piñón alguien le habló: —Oye, perro —dijo la voz—, ¿por qué andas tan triste?
Era el viejo enemigo del perro, el coyote. A través de los años habían batallado mucho, el coyote intentando robarse gallinas y el perro empeñado en que no lo hiciera. Pero ahora, cuando el perro oyó a alguien hablarle con voz amable, no pudo aguantar las lágrimas.
—Aaaauuu —lloró—. ¡Me van a matar!
El coyote quedó sorprendido—. ¿Por qué van a hacer eso, perro?
—Dicen que soy muy viejo. Dicen que ya no puedo trabajar.
—Bueno —dijo el coyote—, he visto que ya no cuidas bien a las gallinas. Es por eso que ya no robo en tu granja. No es divertido si nadie me persigue. Pero no podemos dejar que te fusilen. Ah, ya sé qué vamos a hacer. —Y el coyote le desplegó un plan.
El perro corrió lentamente al campo donde sus dueños estaban trabajando. Habían dejado a su bebé dormido en la sombra bajo una mata al borde del campo, y el perro se acostó cerca de donde estaba la nena.
De repente, el coyote salió corriendo del matorral. Con los dientes levantó a la bebé por la cobija en que estaba envuelta y luego desapareció entre los árboles. La mujer soltó un grito y se desmayó. El hombre tiró el azadón y atravesó el campo corriendo. El perro viejo corrió detrás del coyote, gruñendo y ladrando.
Tan pronto llegó entre los árboles, el perro encontró al bebé acostado en la tierra. El coyote lo había dejado ahí, así como dijo que iba a hacer. El perro viejo tomó la cobija de la nena en los dientes y la entregó a su papá.
—¡Buen perro! —dijo el hombre—. Salvaste la vida a nuestra hija. —Abrazó y acarició al perro.
Cuando la mujer volvió en sí y supo lo sucedido, dijo: —¿Cómo podríamos pensar en destruir a este perro, sólo porque come unos centavitos en sobras de la mesa cada día? Debiera comer lo mismo que nosotros.
—Tienes razón —dijo el hombre—. De hoy en adelante este perro no va a comer sobras. Se va a sentar a la mesa y comer igual que nosotros.
A partir de aquel día, en cada comida, ponían un plato en la mesa para el perro, que se sentaba en una silla y comía con sus amos. Cuando los vecinos pasaban por la casa y veían eso, se burlaban del granjero: —¿Cuándo se ha visto que un perro se siente a la mes
a en la cena? —decían.
Pero el hombre les decía: —Este perro salvó a nuestra nena de un coyote que la había raptado. Mientras siga vivo, puede comer en la mesa con nosotros.
Por supuesto que el perro disfrutaba de su nueva manera de vivir. Y siempre pensaba en cómo recompensar al coyote. Cuando llegó el momento para bautizar a la criatura, vio su oportunidad. Cuando toda la gente estaba en la iglesia para el bautizo, el perro fue a los cerritos y encontró al coyote. Lo llevó a la casa y lo escondió debajo de la mesa.
Al rato, todos los amigos y familiares llegaron de la iglesia y se sentaron a la mesa para aprovechar una comida. El perro ocupó su lugar en la mesa, como de costumbre, y siempre que le llegaba buena comida la metía debajo de la mesa para el coyote.
Le pasó un muslo entero de carnero, y luego una olla de posole y un montón de tortillas. Y luego le dio una botella de vino al coyote.
El coyote sacó el corcho de la botella y la vació de un solo trago.
—¡Ay, caray! —dijo el coyote—. Ahora voy a cantar.
—Oh, no —el perro lo calló. Agarró otra botella de vino y se la alcanzó. El coyote la apuró.
—¡Ay, qué caray! —gritó—. Ahora sí voy a cantar. —Y echó la cabeza hacia atrás y soltó un largo aullido.
Todos brincaron de la mesa asustados. Pero el perro se lanzó debajo de la mesa gruñendo y dándole mordiscos al coyote. El coyote salió corriendo de la casa muerto de risa, con el perro cojeando tras él.
Cuando el perro volvió a la casa, todo el mundo lo rodeó para abrazarlo.
—Ese coyote loco no se conformó con robar a la nena. Regresó para comernos a todos. ¡Y este perro nos salvó!
Desde aquel día, no importaba por qué parte del pueblo anduviera, al perro lo invitaban a sentarse en una silla y comer en la mesa como otro miembro de la familia. Y ese perro viejo terminó el resto de sus días como el perro más contento del mundo.
THE TALE OF THE SPOTTED CAT