A Tale of the Dispossessed

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A Tale of the Dispossessed Page 7

by Laura Restrepo


  Everything is running well, I confirm, and notice without surprise that the beneficial calm that is spreading outside has also reached my heart. It’s been more than a month since the parish priest from Vistahermosa and his colorful court left, but the spell of their solidarity still wields its protection over us. Life is so bountiful, I think, and death, after all, is so gentle. For the moment, the anguish that seems to hover over the shelter has receded, dissolving modestly into the ample space of its opposite, a splendor that dazzles me on this quiet night and creates in me the desire to believe that better days are coming, despite everything. For the first time since I met Three Sevens, anxiety has released its grip on my heart. This peace resembles happiness, I think, and since I want neither the wind nor sleep to diffuse it, I feel grateful for staying awake and turn the fan off.

  The nuns’ morning prayers already float around the shelter, and I hear Three Sevens’s footsteps as he enters his half of the room. Due to some predictably favorable parallelism, the scattered fragments of the whole are fitting into place with the amazing naturalness of a fulfilled destiny.

  Through the dividing curtain I make out his silhouette, and I know that Three Sevens is sitting on his cot, and that he is delaying taking off his shirt, button by button. In the semidarkness, I imagine his head of hair and feel his breathing, like that of an animal in repose. The scent of his body reaches me vividly, and I watch him taking down the flimsy fabric with blurred images that separated us.

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  Epigraph

  A las gentes que andan huyendo del terror ( . . . ) les suceden cosas extrañas; algunas crueles y otras tan hermosas que les vuelven a encender la fe.

  —JOHN STEINBECK

  Contents

  Dedication

  Epigraph

  Prologo

  Uno

  Dos

  Tres

  Cuatro

  Cinco

  Seis

  Siete

  Ocho

  Nueve

  Diez

  Once

  Doce

  Trece

  Catorce

  Quince

  Dieciseis

  Diecisiete

  Also by Laura Restrepo

  PROLOGO

  Como creo que la escritura es un oficio en buena medida colectivo y que cada voz individual debe buscar su entronque generacional, he querido que este libro sea un puente entre los míos y los de Alfredo Molano, también él colombiano, cincuentón, testigo de las mismas guerras y cronista de similares bregas. Con su autorización, he entreverado en mi texto una docena de líneas que son de su autoría y que sus lectores sabrán reconocer.

  UNO

  ¿Cómo puedo yo decirle que nunca la va a encontrar, si ha gastado la vida buscándola?

  Me ha dicho que le duele el aire, que la sangre quema sus venas y que su cama es de alfileres, porque perdió a la mujer que ama en alguna de las vueltas del camino y no hay mapa que le diga dónde hallarla. La busca por la corteza de la geografía sin concederse un minuto de tregua ni de perdón, y sin darse cuenta de que no es afuera donde está sino que la lleva adentro, metida en su fiebre, presente en los objetos que toca, asomada a los ojos de cada desconocido que se le acerca.

  —El mundo me sabe a ella—me ha confesado—, mi cabeza no conoce otro rumbo, se va derecho donde ella.

  Si yo pudiera hablarle sin romperle el corazón se lo repetiría bien claro, para que deje sus desvelos y errancias en pos de una sombra. Le diría: Tu Matilde Lina se fue al limbo, donde habitan los que no están ni vivos ni muertos.

  Pero sería segar las raíces del árbol que lo sustenta. Además para qué, si no habría de creerme. Sucede que él también, como aquella mujer que persigue, habita en los entresueños del limbo y se acopla, como ella, a la nebulosa condición intermedia. En este albergue he conocido a muchos marcados por ese estigma: los que van desapareciendo a medida que buscan a sus desaparecidos. Pero ninguno tan entregado como él a la tiranía de la búsqueda.

  —Ella anda siguiendo, como yo, la vida—dice empecinado, cuando me atrevo a insinuarle lo contrario.

  He llegado a creer que esa mujer es ángel tutelar que no da tregua a su obsesión de peregrino. Va diez pasos adelante para que él alcance a verla y no pueda tocarla; siempre diez pasos infranqueables que quieren obligarlo a andar tras ella hasta el último día de la existencia.

  Se arrimó a este albergue de caminantes como a todos lados: preguntando por ella. Quería saber si había pasado por aquí una mujer refundida en los tráficos de la guerra, de nombre Matilde Lina y de oficio lavandera, oriunda de Sasaima y radicada en un caserío aniquilado por la violencia, sobre el linde del Tolima y del Huila. Le dije que no, que no sabíamos nada de ella, y a cambio le ofrecí hospedaje: cama, techo, comida caliente y la protección inmaterial de nuestros muros de aire. Pero él insistía en su tema con esa voluntaria ceguera de los que esperan más allá de toda esperanza, y me pidió que revisara nombre por nombre en los libros de registro.

  —Hágalo usted mismo—le dije, porque conozco bien esa comezón que no calma, y lo senté frente a la lista de quienes día tras día hacen un alto en este albergue, en medio del camino de su desplazamiento.

  Le insistí en que se quedara con nosotros al menos un par de noches, mientras desmontaba esa montaña de fatiga que se le veía acumulada sobre los hombros. Eso fue lo que le dije, pero hubiera querido decirle: Quédese, al menos mientras yo me hago a la idea de no volver a verlo. Y es que ya desde entonces me empezó a invadir un cierto deseo, inexplicable, de tenerlo cerca.

  Agradeció la hospitalidad y aceptó pernoctar, aunque sólo por una noche, y fue entonces cuando le pregunté el nombre.

  —Me llamo Siete por Tres—me respondió.

  —Debe ser un apodo. ¿Podría decirme su nombre? Un nombre cualquiera, no se haga problema; necesito un nombre, verdadero o falso, para anotarlo en el registro.

  —Siete por Tres es mi nombre, con perdón; de ningún otro tengo noticia.

  —Pedro, Juan, cualquier cosa; dígame por favor un nombre—le insistí alegando motivos burocráticos, pero los que en realidad me apremiaban tenían que ver con la oscura convicción de que todo lo estremecedor que la vida depara suele llegar así, de repente, y sin nombre. Saber cómo se llamaba este desconocido que tenía al frente era la única manera, al menos así lo sentí entonces, de contrarrestar el influjo que empezó a ejercer sobre mí desde ese instante. ¿Debido a qué? No podría precisarlo, porque no se diferenciaba gran cosa de tantos otros que vienen a parar a estos confines de exilio, envueltos en un aura enferma, arrastrando un cansancio de siglos y tratando de mirar hacia delante con ojos atados a lo que han dejado atrás. Hubo algo en él, sin embargo, que me comprometió profundamente; tal vez esa tenacidad de sobreviviente que percibí en su mirada, o su voz serena, o su oscura mata de pelo; o quizás sus ademanes de animal grande: lentos y curiosamente solemnes. Y más que otra cosa creo que pesó sobre mí una predestinación. La predestinación que se esconde en el propósito último e inconfeso de mi viaje hasta estas tierras. ¿Acaso no he venido a buscar todo aquello que este hombre encarna? Eso no lo supe desde un principio, porque aún era inefable para mí ese todo aquello que andaba buscando, pero lo sé casi con certeza ahora y puedo incluso arriesgar una definición: todo aquello es todo lo otro; lo distinto a mí y a mi mundo; lo que se fortalece justo allí donde siento que lo mío es endeble; lo que se transforma en pánico y en voces de alerta allí donde lo mío se consolida en certezas; lo que envía señales de vida donde lo mío se deshace en descreimiento; lo que parece verdadero en contraposición a lo nacido del discurso o, por el contrario, lo que se vuelve fantasmagórico a punta de carecer de discurso: el envés del tapiz, donde los nudos de la realidad quedan al descubierto
. Todo aquello, en fin, de lo que no podría dar fe mi corazón si me hubiera quedado a vivir de mi lado.

  No creo en lo que llaman amor a primera vista, a menos que se entienda como esa inconfundible intuición que te indica de antemano que se avecina un vínculo; esa súbita descarga que te obliga a encogerte de hombros y a entrecerrar los ojos, protegiéndote de algo inmenso que se te viene encima y que por alguna misteriosa razón está más ligado a tu futuro que a tu presente. Recuerdo con claridad que en el momento en que vi entrar a Siete por Tres, aun antes de saber su ningún nombre, me hice con respecto a él la pregunta que a partir de entonces habría de hacerme tantas veces: ¿Vino para salvarme, o para perderme? Algo me decía que no debía esperar términos medios. ¿Siete por Tres? ¿7x3? Dudé al escribir.

  —Cómo firma usted, ¿con números o con letras?

  —Poco firmo, señorita, porque no confío en papeles.

  —Sea, pues: Siete por Tres—le dije y me dije a mí misma, aceptando lo inevitable—. Ahora venga conmigo, señor don Siete por Tres; no le hará mal un poderoso plato de sopa.

  No le permitía comer esa ansiedad que lo abrasaba por dentro y que era más grande que él mismo, pero eso no me extrañó; todos los que suben hasta acá vienen volando en alas de esa misma vehemencia. Me extrañó, sí, no lograr mirarle el alma. Pese a que en este oficio se aprende a calar hondo en las intenciones de la gente, había algo en él que no encajaba en ningún molde. No sé si era su indumentaria de visitante irremediablemente extranjero, o su intento de disfrazarse sin lograrlo, o si mis sospechas recaían sobre ese bulto encostalado que traía consigo y que no descuidaba ni un instante, como si contuviera una carga preciosa o peligrosa.

  Además me inquietaba esa manera suya de mirar demasiado hacia adentro y tan poco hacia afuera; no sé bien qué era, pero algo en él me impedía adivinar la naturaleza de la cual estaba hecho. Y aquí puedo volver a decirlo, para cerrar el círculo; lo que me intimidaba de esa naturaleza suya era que parecía hecha de otra cosa.

  Aceptó la hospitalidad por una sola noche pero se fue quedando, en contravía de su propia decisión, despidiéndose al alba porque partía para siempre y anocheciendo todavía aquí, retenido por no sé qué cadena de responsabilidades y remordimientos. Desde que me preguntó por su Matilde Lina, no bien hubo traspasado por primera vez la puerta, no paró ya de hablarme de ella, como si dejar de nombrarla significara acabar de perderla o como si evocarla frente a mí fuera su mejor manera de recuperarla.

  —¿Dónde y cuándo la viste por última vez? —le preguntaba yo, según debo preguntarles a todos, como si esa fórmula humanitaria fuera un abracadabra, un conjuro eficaz para volver a traer lo ausente. Su respuesta, evasiva e imprecisa, me hacía comprender que habían pasado demasiados años y demasiadas cosas desde aquella pérdida.

  A veces, al atardecer, cuando se aquietan los trajines del albergue y los refugiados parecen hundirse cada cual en sus propias honduras, Siete por Tres y yo sacamos al callejón un par de mecedoras de mimbre y nos sentamos a estar, enhebrando silencios con jirones de conversación, y así, cobijados por la tibieza del crepúsculo y por el dulce titileo de los primeros luceros, él me abre su corazón y me habla de amor. Pero no de amor por mí: me habla meticulosamente, con deleite demorado, de lo que ha sido su gran amor por ella. Haciendo un enorme esfuerzo yo lo consuelo, le pregunto, infinitamente lo escucho, a veces dejándome llevar por la sensación de que ante sus ojos, poco a poco, me voy transformando en ella, o de que ella va recuperando presencia a través de mí. Pero otras veces lo que me bulle por dentro es una desazón que logro disimular a duras penas.

  —Basta ya, Siete por Tres—le pido entonces, tratando de tomármelo en broma—, que lo único que me falta por saber de tu tal Matilde Lina es si prefería comerse el pan con mantequilla o con mermelada.

  —No es culpa mía—se justifica—. Siempre que empiezo a hablar, termino hablando de ella.

  En el cielo la negrura va engullendo los últimos rezagos de luz y muy abajo, al fondo, las chimeneas de la refinería con su penacho de fuego se ven mínimas e inofensivas, como fósforos. Mientras tanto, nosotros dos seguimos dándole vueltas a la rueda de nuestra conversación. Yo todo se lo pregunto y me va respondiendo dócil y entregado, pero él a mí no me pregunta nada. Mis palabras escarban en él y se apropian de su interior, amarrándolo con el hilo envolvente de mi inquisición, y mientras tanto mi persona intenta ponerse a salvo, escapándose por ese lento río de cosas mías que él no pregunta y que jamás llegará a saber.

  Siete por Tres se saca del bolsillo del pantalón un paquete de Pielroja, enciende un cigarrillo y se pone a fumar, dejándose llevar por el hilito de humo hacia esa zona sin pensamientos donde cada tanto se refugia. Mientras lo observo, una voz pequeña y sin dientes me grita por dentro: Aquí hay dolor, aquí me espera el dolor, de aquí debo huir. Yo escucho aquella voz y le creo, reconociendo el peso de su advertencia. Y sin embargo en vez de huir me voy quedando, cada vez más cerca, cada vez más quieta.

  Tal vez mi zozobra sea sólo un reflejo de la suya, y tal vez el vacío que él siembra en mí sea hijo de esa ausencia madre que él almacena por dentro. Al principio, durante los primeros días de su estadía, creí posible aliviarlo del agobio, según he aprendido a hacer en este oficio mío, que en esencia no es otro que el de enfermera de sombras. Por experiencia intuía que si quería ayudarlo, tendría que escudriñar en su pasado hasta averiguar cómo y por dónde se le había colado ese recuerdo del que su agonía manaba.

  Con el tiempo acabé reconociendo dos verdades, evidentes para cualquiera menos para mí, que si no las veía era porque me negaba a verlas. La primera, que era yo, más que el propio Siete por Tres, quien resentía hasta la angustia ese pasado suyo, recurrente y siempre ahí. «Le duele el aire, la sangre quema sus venas y su cama es de alfileres», son las palabras que escribí al comienzo, poniéndolas en boca suya, y que ahora debo modificar si quiero ser honesta: Me duele el aire. La sangre quema mis venas. ¿Y mi cama? Mi cama sin él es camisa de ortiga; nicho de alfileres.

  De acuerdo con la segunda verdad, todo esfuerzo será inútil: mientras más profundo llego, más me convenzo de que son uno el hombre y su recuerdo.

  DOS

  La historia de su recuerdo, valga decir la trayectoria de su obsesión, empieza el mismo día de su nacimiento, primero de enero de 1950. Aunque no exactamente nació, sino que apareció en la población rural de Santamaría Bailarina, ya borrada de la historia y que tuvo su lugar y su momento hace años y lejos de aquí, en la vereda El Limonar, municipio Río Perdido, sobre la frontera del Huila y el Tolima. Según he podido reconstruir, recuperando aquí y allá piezas sueltas de su volátil biografía, la aparición de Siete por Tres se produjo a la salida de misa de gallo, en los escalones del atrio de una iglesia todavía en obra que inauguraban prematuramente para celebrar la llegada del cincuenta, que se anunciaba con viento agorero.

  —Viene brava la vaina—se oía comentar entonces—. Por la cordillera viene bajando una chusma violenta clamando degüello general.

  Eran los ecos de la Guerra Chica, que cundía desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y que amenazaba con cerrar el cerco sobre la pacífica Santamaría. Los vecinos se disponían a quemar pólvora en honor del año nuevo para suplicarle que pasara manso por el pueblo, y fue entonces cuando lo vieron.

  Un bulto quieto, pequeño, envuelto como un tamal entre una cobija de dulceabrigo a cuadros. No lloraba, sólo estaba. Recién nacido y desnudo bajo la noche inmensa, ya desde entonces con esa manera suya de estar, alumbrada y solitaria.

  —Miren, le sobra un dedo en el pie—se asombraron al entreabrir la cobija, tal como habría de asombrarme yo, tantos años después, la primera vez que lo vi descalzo.

  Tal vez por eso algunos recelaron desde el principio, por el sexto dedo de su pie derecho, que aparecía así, de repente y caído de la nada, como señal peligrosa de que se andaba resquebrajando el orden natural de las cosas. A otros, más desprevenidos, los hizo reír esa arvejita de más, graciosa y rosada, perfectamente redonda, apretada en la fila
contra las otras cinco en la empanada minúscula del pie.

  —¡El Año Viejo se fue dejando un niño de veintiún dedos en el atrio de la iglesia!—corría la voz por el pueblo y Matilde Lina, por novelera y curiosa, se abrió paso a codazos por entre el círculo de humanidad que se apretaba en torno al fenómeno. Cuando tuvo ante sus ojos ese dedo sobrante que era objeto de asombro, no pensó ni por un momento que se tratara de un defecto; por el contrario, lo entendió como ganancia para ese ser venido al mundo con un pequeño don adicional. Sabía bien que toda rareza es prodigio y que todo prodigio trae su significado.

  Ya desde entonces la gran presencia en la vida del niño fue ella, Matilde Lina, lavandera de río, pobre como ave del campo, quien en ese esclarecido momento, equivalente si se quiere al de un segundo parto, lo tomó en sus brazos para revisar de cerca sus ojos, sus manos, sus partes de varón.

  —Qué dolor para esos padres, desprenderse de su hijo. Sabe Dios de qué huirían, de qué lo quisieron salvar—dijo Matilde Lina en voz alta, después de abrigarlo con una mirada larga en la que ya se notaba un propósito de arraigo, y en este punto habrá quien se pregunte cómo vine yo a saber cuáles fueron sus palabras exactas y el tono que utilizó para pronunciarlas, a lo cual sólo puedo responder que simplemente lo sé; que sin conocerla he llegado a saber tanto de ella que me otorgo el derecho de ser su vocera, sin que sobre añadir que, por otra parte, aquellas fueron palabras que no llegó a escuchar nadie porque ya tronaban los primeros voladores y el cielo estallaba en estrellas, las velas romanas disparaban chorros de bolas candentes y las rodachinas giraban en el alambre, espléndidas como soles.

 

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