Décadas después habría de contarnos Siete por Tres, con la parquedad desganada con que se refería a sí mismo, que ese día se había rezagado con Matilde Lina para darle leche con el dedo a los gatos aquellos que habían intentado salvar; que siguieron en lo suyo sin escuchar la conmoción y que del peligro no supieron nada hasta que tuvieron encima los insultos y los culatazos de la emboscada. Se entregaron a la muerte sin oponer resistencia, pero la muerte, que le saca el quite a quien se le ofrenda, no quiso pasarles la cuenta de cobro de un solo envión.
—La Muerte tiene una hermana, más taimada y perseverante, que se llama Agonía. La dama Agonía me sostiene en sus brazos desde aquella vez—me dice Siete por Tres, y yo siento el súbito impulso de acariciarle ese pelo de indio arhuaco que tiene, tan robusto y retinto y tan al alcance de mi mano en este plácido momento en que cae la tarde, mientras Siete por Tres y yo, doblados sobre un surco, sembramos legumbres el uno al lado del otro. El sol, que nos fustigó sin clemencia durante todo el día, se ha entregado por fin a la mansedumbre; los enjambres de zancudos vibran en la última luz, desentendidos de nosotros; la tierra fértil que removemos suelta un olor que apoya y reconforta, y mi mano, decidida, va adivinando la textura de ese pelo lacio y pesante que está a punto de tocar. La yema de mis dedos se alegra en lo ya-casi del roce. Hacia allá se estira, confiado, mi brazo, pero yo lo contraigo enseguida: algo me grita que no debo seguir. El pelo negro se aleja, reverberando y quemando, en centelleo de señales contradictorias.
Releo lo que acabo de escribir y me pregunto por qué me subyuga su pelo, su pelo, siempre su pelo. O mejor dicho el pelo, todo pelo: el lujo y el lustre y la conmovedora tibieza de los seres dotados de pelo, como si mis dedos hubieran sido creados para desaparecer entre la suave densidad de un pelo oscuro; como si un irracional instinto de mamífero huérfano guiara mis afectos.
—A Matilde Lina la maltrataron, la arrancaron del niño y la llevaron arrastrada hasta algún lugar del cual no se tuvo noticia—me dice la señora Perpetua, haciendo silbar las eses contra esa prótesis dental que tanto la martiriza y la enorgullece.
A partir de entonces el rastro de Matilde Lina se borra del mundo de los hechos y se entroniza en las marismas de la expectativa. De nada le valieron las patadas de potranca que sabía repartir, ni los tarascazos que pintaron la marca de sus dientes en tanta piel ajena. ¿La doblegaron trincándola del cabello, la tildaron de perdida y de demente, la obligaron a hincarse entre el barro, la quebraron en dos, le partieron el alma? ¿Retumbaron sus alaridos por las hondonadas del monte? ¿O lo que erizó las pieles fue el currucutú del búho saraviado, o el graznido de algún otro pajarraco, de todas las aves que conocían su nombre y que empezaron a gritarlo en letanía atolondrada?
Siete por Tres no lo sabe. No lo sabe o no quiere saberlo. Y si sabe nada cuenta, guardándose para sí todo el silencio y todo el espanto. Me habla de ella como si se le hubiera refundido ayer: el paso del tiempo no mitiga el ardor de sus recuerdos.
Después de la emboscada de Las Águilas, Matilde Lina no volvió a aparecer ni en vida ni en muerte, y no hubo quien diera razón chica o grande de esa mujer refundida en el tráfago de la guerra, como tantas y tantas. A Siete por Tres lo dejaron vivo pero condenado a morir, librado a la improbabilidad de su destino de niño solitario por segunda vez, por segunda vez huérfano y tirado al abandono. Un hijo del monte, volando al capricho de los cuatro vientos, en medio de un país que se niega a dar cuenta de nada ni de nadie.
Desde aquí puedo verlo: lelo, como debió quedar después de la desgracia. Sumido en un trance, sentado al borde del camino mientras se va haciendo noche, muy despacio. Nada se mueve a su alrededor y el tiempo no lo apremia: no tiene adónde ir. Mientras espera va envejeciendo sin darse cuenta: sólo sabe que la mujer que ha desaparecido de su lado tiene que reaparecer, algún día. Cuando ella regrese el niño despertará, ya adulto, y echarán a andar hombro con hombro. Por el camino y sin hacer ruido, van pasando los días, los meses y los años en un aletargado transcurrir, pero la mujer que debe regresar no halla cómo hacerlo.
—Tanta vida y jamás . . . —suele suspirar de vez en cuando Siete por Tres, y repite un par de veces esa frase que ya he escuchado antes, en boca de otro y en otro lugar, sin entenderla del todo en aquel entonces y tampoco ahora.
—Tanta vida, tanta vida . . .
—¿Y jamás? —completo yo, por seguirle la corriente.
SEIS
Me pregunto cómo habrá resistido semejante golpe el adolescente de doce o trece años que debía ser por aquel entonces Siete por Tres. En qué silencios habrá caído, qué tan hondo habrá descendido en las aguas de su propio ser, qué desconciertos tuvo que atravesar hasta el día en que haciendo acopio de todas sus fuerzas volvió a salir a flote, transformado en este hombre a quien amo sin esperanzas de retribución.
—Su peor tormento ha sido siempre la culpa—me dice Perpetua, y respalda su argumento con la autoridad que le confiere el conocerlo desde antes de la tragedia.
—¿La culpa?
—Culpa de no haber impedido que se la llevaran. De no buscarla con suficiente empeño. De seguir vivo, de respirar, de comer, de caminar: cree que todo es traicionarla. Como le pasan los años sin dar con ella, se ha ido enredando en una telaraña de recriminaciones que lo persiguen despierto y lo revuelcan en sueños.
Cómo puede ser, si en el albergue tanto pregona Siete por Tres la buena maña de perdonar. «Las faltas del pasado se dejan en la puerta. El que aquí se refugie debe saber que de ahora en adelante sólo tiene cuentas pendientes con su conciencia y con Dios.» Así les advierte a todos, hasta a los que vienen acompañados de escandalosa reputación, sea de ladrón, de puta, de guerrero o de asesino. A quien murmura suciedades sobre el pasado ajeno se lo dice de frente: «Mejor cállese, don Fulano, que aquí adentro no hay ni buenos ni malos.»
—Ésa es la enredadera que toda razón enreda—me responde la anciana—. Al único que Siete por Tres no puede perdonar es a su propia persona.
—¿Por qué anda purgando un crimen que ni cometió ni pudo impedir? —insisto yo—. ¿Por qué se castiga de esa manera?
—Porque son otros los vericuetos de su culpa. Siete por Tres no miraba a Matilde Lina como a una madre—me revela lo que sé mejor que nadie—. Yo, que parí siete y perdí tres, conozco la forma de mirar de un hijo. Matilde Lina sufría extravagancias de temperamento, pero era mujer de empaque fuerte, cara aniñada y pechos grandes. Muchos codiciaban su cuerpo, y si no lograron hacerlo suyo, fue porque ella sabía defenderse a patadas y a mordiscos. La vi lavando en el río con la blusa zafada y a medio abotonar, y vi al Siete por Tres a su lado, muchacho de apenas bozo y pelusa que le iba naciendo allí donde no se atrevía a confesar. Los senos de ella que se asoman y el niño que los contempla, quieto como si fuera de piedra, sofocando el resuello: haciéndose hombre en esa visión.
También yo puedo ver a Matilde Lina al filo del agua, ocupada en su oficio, sumergida en sí misma e inconsciente de su desnudez, en ese momento de intimidad profunda que nada logra perturbar, ni siquiera la fiebre de amores que quema las pupilas del muchacho.
—No habrá sido el primer adolescente que le vea los pechos a la madre—le objeto a Perpetua, y ella se ríe.
—No, no habrá sido—me contesta—. Ni será el primero que de ahí en más ande buscándolos en todos los otros pares que se le crucen por delante.
SIETE
Tras la estampida de la caravana, el día de la desaparición de Matilde Lina, Siete por Tres no fue el único que quedó abandonado en el pico de Las Águilas. Por sabia cabriola del azar, que no es arbitrario como se sospecha, allí apareció también la imagen conocida como la Bailarina, solitaria y naufragando a medias en las espesuras del tremedal.
—A la hora de la emboscada no quiso protegernos, nuestra Virgen protectora—todavía hoy la sigue recriminando Siete por Tres, y me cuenta que al reconocerla desfallecida entre el fango, sintió que una vaharada de rencor le incendiaba el rostro.
—Pedazo de leño viejo, abusiva, recostada. ¡Triste muñeca de palo!—fue
ron, según recuerda, las blasfemias que le gritó—. Años y años cargándote en andas como si no pesaras, de noche alumbrada con velones y de día protegida de los rigores del clima por un baldaquino de duquesa, para que al final permitieras que nos llevara la calamidad.
Tratando de acallar ese rumor de soledad que había regresado de repente, Siete por Tres dio en culpar de la desaparición de Matilde Lina a la Virgen bailarina, única compañía que la vida no le había confiscado, y profería contra ella esos insultos y otros más severos, hasta que comprendió que aquella señora, que antes parecía bailar sevillanas con los mismos ademanes con los que ahora chapoteaba entre el pantano, no sólo no era infalible como protectora, sino que por el contrario, estaba sumamente urgida de protección.
—Entonces la perdoné y me enredé en la obligación de seguir cargando yo solo con ella, así que la rescaté de aquel fangal, la enlustrecí como pude, me la eché a la espalda y arranqué a caminar, hacia destinos que ni ella ni yo teníamos previstos ni estábamos en condiciones de determinar. Te pido mil perdones, mi Reina Bendita, pero hasta aquí te llegó la procesión: así le advertí para que se fuera olvidando del privilegio de las andas y para que renunciara de una buena vez a las candelas encendidas en su honor, a los salmos y a los himnos y a las rositas cecilias con las que le urdían guirnaldas. De aquí en más, le anuncié con franqueza, vas a tener que seguir la travesía a lo pobre; a lomo de indio, sin otro manto que este costal de yute ni otro lujo que esta soga. Como quien dice: se te acabó el reinado, mi Reina; ahora empiezan tus andanzas de persona del montón.
—Dios, que no olvida a sus hijos, quiso dejársela por socia y guardiana—Perpetua se santigua y besa una cruz que forma colocando el pulgar sobre el índice, y yo, que voy atando cabos, comprendo que Matilde Lina y la santa bailarina deben ser, de alguna extraña manera, una misma figura, virgen y madre, a la vez pródiga en amor e inalcanzable.
La vida, avasalladora, siguió su curso y cada quien se defendió como pudo, y en las décadas siguientes, que por falta de testigos sólo he podido reconstruir a parches, Siete por Tres, quien como he dicho tiene la costumbre de no hablar de sí, creció y llegó a adulto, se diría que contra toda evidencia. Supongo que si lo logró fue gracias a su obstinación de peregrino, a las leyes solidarias del camino, al amparo de los generosos y a la benevolencia de su Virgen tutelar. Tal vez al sexto dedo de la buena suerte y, por encima de todo, a ese inexorable empeño en seguirle el rastro a su amor.
Se había acabado la llamada Guerra Chica y había empezado otra que ni nombre tenía y que andaba mermando a la población, cuando apareció Siete por Tres en esta ciudad petrolera y ardiente de Tora, vestido de lienzo blanco como la gente del campo, con su Virgen bailarina bien envuelta en plástico y amarrada con piola, y afianzada en la cabeza la convicción de que aquí encontraría por fin a Matilde Lina, según información que le había suministrado una mujer en San Vicente de Chucurí.
—¿Ya la buscó en Tora? —le había dicho aquella señora—. Allá conocí a una que se ganaba la vida lavando y planchando, y que encaja justo con su descripción.
Miles acudían acicateados por la necesidad a esta feria de las ilusiones, adivinando en el oro negro su tabla de salvación y atraídos por los decires que flotaban en el aire con aleteo de futuro.
—Allá hay trabajo; en la refinería necesitan gente.
—En dos meses mi tío ganó suficiente para vivir todo el año.
—El petróleo da para todos.
—En Tora las cosas van a andar mejor.
Mientras los hombres soñaban con conseguir enganche en la refinería, las prostitutas y las muchachas casaderas soñaban con conseguirse un obrero petrolero, famosos en el país por bien pagos, despilfarradores y dispuestos. Se decía que el billete que soltaban alcanzaba no sólo para la manutención de esposas y queridas, sino también para el bienestar de vivanderas, vendedoras de empanadas y mazorca asada, masajistas, rezanderas, destiladoras de aguardiente, modistas, estriptiseras y vendedoras de lotería.
El sueño de Siete por Tres era propio suyo, no compartido con nadie. Recorría el territorio en dirección contraria a la multitud, con la única expectativa de toparse cara a cara con su Desaparecida a la vuelta de cualquier esquina, y toda esquina era una ansiedad que tras el cruce se volvía desengaño.
—Le compré una medalla de oro y una camisa de encaje—me cuenta—para que no me sorprendiera el reencuentro sin un regalo que darle, y no me daba el lujo de un descanso por temor a quedarme dormido y que ella pasara de largo.
Una medalla de oro y una camisa de encaje. Una medalla de oro y una camisa de encaje. Esta noche no puedo dormir: me lo impide el calor. Me lo impide saber que alguna vez quiso regalarle una medalla de oro y una camisa de encaje.
—Aquí viene a parar el mundo entero, y tarde o temprano tendrá que venir también ella—se repetía por ese entonces Siete por Tres cada vez que sentía avecinarse una crisis de fe, y dejaba que sus días transcurrieran entre los malleros, pero sin hacer causa común con ellos. El mallero es uno que se cuelga a la esperanza, pegándose a la alta malla metálica que rodea a la refinería para impedir que penetren los afueranos y los sin–carné. Un mes, dos, cinco meses puede permanecer el mallero allí parado, a sol y a sereno, aguardando a que lo dejen entrar y lo enganchen en la nómina. A lo largo de la malla se agolpan por racimos, aferrados a esa promesa que nadie les ha hecho, al aguardo de la oportunidad que la vida les está debiendo.
En medio de aquel hacinamiento, Siete por Tres veía desfilar toda suerte de pájaros, arremolinados, expectantes y alertas: soldadores que venían siguiendo la voz del tubo de petróleo desde Tauramena, Cusiana o Arabia Saudita; esmeriladores que ya habían probado suerte en Saldaña, Paratebueno o Irak; egresados del Sena, bachilleres técnicos, aventureros, pichones de ingeniero, siendo el más raro de todos el propio Siete por Tres, que deambulaba sin otro propósito que ir preguntando si alguien por casualidad conocía, de vista o de oídas, a una mujer sasaimita de mirada inconstante y poco hablar, de nombre Matilde Lina, lavandera de oficio. Si le pedían especificaciones reconocía en un susurro que era igual a todas, ni alta ni baja, ni blanca ni negra, ni linda ni fea, ni coja, ni boquinche ni lunareja, nada, nada en el mundo que la distinguiera de las demás, salvo los muchos años de vida que él había empeñado en buscarla.
La oferta de trabajo abundó para los primeros en llegar, alcanzó para los segundos, escaseó para los terceros. La empresa cerró la contratación de personal y de ahí en adelante el resto se quedó esperando, sin límite de aguante, hasta el día sin cuenta en que la malla se abriera para acogerlos.
—Nos habíamos convencido de que el petróleo era varita mágica que remediaba todo mal—dice Perpetua, quien también llegó a Tora montada en el embeleco—. Y alguna vez quizás lo fuera pero después ya no, aunque a muchos la idea se les había incrustado en la confianza como piedra en el zapato. Mientras unos se largaban, empujados por el desencanto, otros tantos iban llegando. Los veíamos aparecer sin equipaje, mirando alrededor con unos ojos de ojalá que sabíamos reconocer, porque todos alguna vez tuvimos que mirar de ese modo. Los que estábamos desde antes nos apretábamos para abrirles sitio y no les advertíamos, porque ya la experiencia se encargaría de apagarles el ojalá de la mirada.
A punta de pasar tiempo y de no comer, enflaquecieron los hombres al pie de la malla. Las mujeres de las empanadas alzaron con sus canastos para ir a vender a otra plaza y las niñas solteras dieron en soñar más bien con militares o con buscadores de esmeraldas. Hasta el ánimo inquebrantable de Siete por Tres presentó señales severas de descreimiento y de fatiga, como esa noche aturdida que tanto habría de pesarle en la conciencia, cuando invirtió el último billete en una parranda de ron blanco, le regaló la blusa de encaje destinada a Matilde Lina a cualquier puta joven de sonrisa honesta y, tras una hora de amor, le encimó la medalla.
Y yo aquí pensando en todo esto, tan lejos de mi propio entorno y acostada en esta cama revuelta, sin poder dormir. Me lo impide el calor. Me lo impide el ruido de la planta eléctrica. Me
lo impide el miedo que de noche se agazapa en los rincones de este lugar asediado. Me lo impide saber que un hombre llamado Siete por Tres, si es que tal cosa es nombre, una vez, hace tiempo, le compró a su amada una camisa de encaje y una medalla.
OCHO
Es éste un lugar ajeno y lejano de todo lo mío, regido por códigos privativos que a cada instante me exigen un enorme esfuerzo de interpretación. Sin embargo, por razones que no acabo de esclarecer, es aquí donde está en juego lo más interno y pertinente de mi ser. Es aquí donde resuena, confusa pero apremiante, la voz que me convoca. Y es que yo, a mi manera peculiar y aunque ellos no se den cuenta, también hago parte de la multitud errante, que me arrastra por entre encuentros y desencuentros al poderoso ritmo de su vaivén.
Siete por Tres tampoco se percata. Al igual que los demás, me ve como un punto fijo al cual se puede arrimar; como una de las vigas que sostienen el albergue que lo acoge en medio de su viaje sin final. Él viene hacia donde yo ya estoy: cómo o por qué llegué, de dónde vine, para dónde voy, es algo que no se pregunta. Da por sentada mi permanencia, y yo, aun sabiéndola incierta, lo invito a que cuente con ella. Y lo hago desde el fondo de mi honestidad, porque intuyo que sigo aquí justamente para que él—él y todos los suyos—puedan llegar. Es extraño y seductor, esto de servir de puerto cuando uno se sabe embarcación.
Pero ¿qué hacer con Matilde Lina—la Incierta, la Extraviada, la Perpleja—y cómo desembarazarse de su presencia incorpórea? Con sus párpados pesados, sus cabellos de niebla y su corazón de pulsaciones pálidas, ella pertenece al reino de la alucinación y se sale absolutamente de mi control. Su tragedia y su misterio fascinan y angustian a Siete por Tres, y lo atraen con la fuerza de un abismo. Es una rival feroz. Por más vueltas que le doy, no sé cómo derrotar esa existencia rotunda, concebida en el aire por un hombre que a lo largo de su vida la ha ido modelando a su imagen y semejanza, hasta hacerla encajar en el tamaño exacto de su recuerdo, de su culpa y su deseo.
A Tale of the Dispossessed Page 9