A Tale of the Dispossessed

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A Tale of the Dispossessed Page 12

by Laura Restrepo


  El viejo, que estaba echado a la pena, vio en esos consejos una luz de esperanza, le besó las manos a la madre en señal de agradecimiento, mudó su industria de pestilencias a un terreno que posee en otro sector y mandó sembrar este solar vecino de geranios, agapantos y azucenas. Su espléndida mulata no ha regresado aún, y las malas lenguas dicen que no va a volver porque anda enredada en amores con un flamante mafioso de cadenas de oro al cuello y Mercedes Benz en el garaje, que le rocía el cuerpo con champaña y le obsequia porcelanas chinas y perfumes franceses. Pero de eso el viejo por fortuna no se ha enterado, y todas las mañanas desyerba con esmero su jardín florido con la ilusión de recuperarla.

  Aunque todos auguren lo contrario, yo tengo fe en el desenlace: sé que con tal de no volver a padecer aquel olor de los infiernos, la madre Françoise es capaz de buscar a la mulata y de convencerla de que es mejor tener un marido viejo y pobre que uno apuesto y lleno de oro.

  Al demonio Siete por Tres, decidí la madrugada en que mis narices, de excelente humor, me despertaron con la noticia de que no quedaban rastros de la pestilencia. Al demonio Siete por Tres, ratifiqué después de darme una ducha helada, ya plenamente despierta, y estampé mi firma en esa decisión sin paliativos. Yo lo que quiero, me dije, es un hombre como Dios manda: bondadoso como un perro y presente como una montaña.

  Al diablo Siete por Tres; ipso facto me desentiendo de ese sujeto; no vuelvo a hacerle el honor de dedicarle un pensamiento; me lo repito una y otra vez mientras convoco a una rueda de prensa; envío mensajes por fax; bajo a la plaza a comprar los bultos de legumbre y de grano; organizo nuevos cursos de lectura para adultos porque los que dictamos no dan abasto; me ocupo de las goteras que han inutilizado uno de los dormitorios colectivos. Ya olvidé a Siete por Tres, me repito mientras tanto a mí misma. El único problema es que me lo repito tantas veces que logro el efecto inverso.

  DIECISEIS

  Se había dispersado el olor a muerte, pero ahora era la muerte misma la que se cernía sobre nosotros. En menos de dos semanas, la racha de crímenes que devastaba la zona había dejado un saldo de veintidós personas ajusticiadas, ocho en Las Palmas—una heladería que queda a pocos minutos de aquí—y el resto en las barriadas que colindan hacia el poniente.

  La amenaza de Oquendo no había pasado de las palabras, pero eran palabras letales que le iban abriendo camino al zarpazo, así que nos afanábamos buscando apoyo de la prensa, pronunciamiento de las entidades democráticas, visitas al albergue por parte de personajes notables, cualquier cosa que nos diera el aval como organización pacífica, neutral y humanitaria; cualquier cosa que no fuera esperar con la boca cerrada y los brazos cruzados a que vinieran a masacrarnos impunemente.

  Sabíamos que no era fácil llamar la atención o pedir una mano en medio de un país ensordecido por el ruido de la guerra. Y si era casi imposible lograrlo desde una de las ciudades grandes, más aún desde estos despeñaderos ariscos hasta donde no arrima la ley de Dios ni la de los hombres, ni sube la fuerza pública—como no sea de civil y para aniquilar—, ni asoma el interés de los diarios, ni se estiran los bordes de los mapas. Por eso fue tan grande nuestro asombro cuando vimos aparecer la comitiva.

  La más insólita, teatral e inofensiva de las comitivas, compuesta por el rubicundo párroco de Vistahermosa, por un fotógrafo freelance, dos reporteros radiales y media docena de quinceañeras de camiseta ombliguera, zapatos de plataforma y nombres de pila tomados ya no del santoral sino de Beverly Hills: Natalie, Kathy Johanna, Lady Di, Fufis y Vivian Janeth, todas ellas estudiantes del octavo año del Colegio para Señoritas Virgen de la Merced, de Tora. Vestidos de negro de pies a cabeza y embutidos con sus instrumentos entre un viejo Volkswagen color ocre al que llamaban «La Amenaza Mostaza», se hicieron también presentes los cinco integrantes de Juicio Final, un grupo de metaleros de Antioquia que lucían tatuajes y piercings hasta en los párpados: «muy a punto estos muchachos, y muy modernos», según el comentario que hizo Perpetua cuando los vio.

  Variopintos y dispares, de cualquier edad entre los catorce y los ochenta, provenientes de los cuatro puntos cardinales, nada tienen en común los integrantes de esta desacostumbrada comitiva salvo el propósito de cerrar un cerco humano de protección desarmada en torno al albergue, mientras queda conjurado el peligro. Al menos el inmediato, según la costumbre que empieza a extenderse por el país como única forma posible de resistencia de las gentes de paz contra los violentos de toda laya.

  —No dejaremos a los amenazados solos y librados a su suerte—sermoneó el párroco durante la misa que improvisó frente al nicho de la Bailarina, martillando cada palabra con tal furor que nadie hubiera creído que se trataba de un hombrecito sonrosado y barrigón de poco más de metro y medio de estatura.

  —¿No prefiere sentarse aquí, a la sombra, para estar más fresco? —le pregunté al verlo acalorado y atragantado después de oficiar, como si en realidad se hubiera comido el cuerpo de Cristo y bebido su sangre.

  —Enseguida—me respondió—. Ahora quisiera encontrar al hombre que nos trajo, que no lo veo por aquí.

  —¿Y quién es el hombre que los trajo?

  —Lo llaman Siete por Tres, pero no sé su nombre. Pidiendo solidaridad con este albergue se hizo escuchar en la Cancillería, en la Redacción de El Tiempo, en la Conferencia Episcopal, en la Cruz Roja. Y hasta en la Plaza de Bolívar de Santa Fe de Bogotá . . .

  —¡Entonces fue Siete por Tres!—gritó la madre Françoise, que estaba escuchando—. ¡Siete por Tres ha logrado este milagro! Qué buen muchacho, nuestro Siete por Tres . . . ¡Quién lo creyera!

  Entonces lo vi llegar, sacando medio cuerpo por la ventana de un microbús destartalado y cargado de cajas de comestibles, con su camisa de lienzo blanco y su cara iluminada por una sonrisa abierta, y rodeado por un racimo de socias de la Fundación Protectora de Animales de Tenjo, que ofrecían hacerse cargo de la alimentación de la caravana y de los setenta y dos desplazados que teníamos alojados en ese momento. Comandante en jefe de su pequeño ejército de niñas y de músicos, de curas y de doñas, nunca vi tan bello a Siete por Tres como cuando atravesó la puerta del albergue, primitivo, posatómico y espléndido como un héroe épico, y caminó hasta el nicho de piedra para hincarse de hinojos ante su Santa Patrona. Era la hora estremecida del regreso, la entrada triunfal del hijo pródigo que reaparecía para afianzarse en lo suyo y defender su querencia.

  —Has regresado—le dije y me arrepentí enseguida, como si pronunciar esas palabras fuera a revivir en él la compulsión de partir.

  —¿Será que sí? —me contestó con una pregunta, sintiéndose sorprendido in fraganti y como si aún no supiera si estaba o no de acuerdo con su propia acción.

  Las señoras del microbús improvisaron fogones en la mitad del patio, colocaron ollas al fuego y empezaron a trajinar pelando papa, descorazonando yuca, trozando plátano, deshojando mazorca y tasajeando espinazo para espesar el sancocho que luego repartirían entre todos.

  —Al principio, fundamos la sociedad protectora sólo para amparar perros y gatos, seguimos la labor con huérfanos, luego con viudas de soldados y ahora mírenos acá—me dice una de ellas, Luz Amalia de Montoya, cuidadosamente maquillada con rimmel y rouge, embombado el cabello al estilo años cincuenta, collar de perlas de fantasía abrochado a doble vuelta y aretes assortis, a quien es más fácil imaginar sentada frente a la telenovela del mediodía mientras se toma un té de manzanilla, que aquí encaramada desafiando tropelías y repartiendo galletas y vasos de avena entre niños y mujeres cuyo nombre desconoce, como si no fuera locamente insensato que sus dulces carnes de señora anticuada sean nuestro mejor escudo contra las balas.

  Aunque no he logrado que me guste del todo el sancocho, que es un potaje gris y mazacotudo que para ser honestos no me gusta nada, reconozco que ahora que empieza a hervir a borbotones suelta un vaho benéfico que penetra profundo en mis pulmones y allá adentro se vuelve alegría. Qué bueno que huela a sopa, pienso: nada malo puede suceder en un lugar donde la gente está reunida en torno a una gran olla de sopa. La vida bulle aquí adentro y
la muerte aguarda afuera, y el límite entre la una y la otra no es más que un hervor de sopa, una araña que teje su tela, una trama de mínimos gestos que se erigen en muralla.

  Al igual que los ranchos de los invasores, todo acá arriba está hecho de la nada: de huellas, de recuerdos, de tres puntillas y unas latas; de olores, de intenciones, de apegos, de macetas con geranios y de una fotografía de la abuela. En el resto del mundo todo pesa con la irrealidad de la materia: aquí levitamos. Los días recuperan la libertad de inventarse a sí mismos, y gracias a una aritmética rara que resulta de sumar nada con nada, se las ingenian para transcurrir en forma decisiva: quiero decir que conservan el don de significar. Una de las señoras me entrega un plato de sancocho en cuyo centro flota una desafiante garra de pollo, con uñas y todo.

  —Coma, que está sabroso y tiene harta vitamina. Coma para que reponga fuerzas—me dice de manera tan amable que a mí me da vergüenza desairarla, y le recibo el plato.

  ¿Cómo deshacerme de esta filuda manita de pollo con aspecto seudohumano, que me ha sido ofrecida como un manjar y que a mí me horroriza con ese aspecto suyo, tan funerario y engarrotado? Prefiero morir a tener que comérmela, y en medio de esos dos extremos la salvación sería dársela a uno de los perros, lo cual resulta imposible sin que se dé cuenta la gente que me rodea. Siete por Tres, que me observa desde lejos, se percata del aprieto en que me encuentro y se me acerca, burlón.

  —¿Me daría las gracias mi Ojos de Agua si yo le pidiera que me regalara esa presa de pollo que la tiene tan azarada?

  Conteniendo la risa la traspaso a su plato y mientras él le hinca el diente con fruición, yo vuelvo a mi propio plato y me voy tomando el líquido espeso cucharada a cucharada, pese a que no me gusta; pese a que está hirviente y yo, que no tengo hambre, tengo en cambio calor; pese a todo lo siento bajar hasta mi estómago y allá adentro convertirse en alegría, en tanta alegría que jugando estiro la mano hasta la cabeza de Siete por Tres y le alboroto el pelo.

  —¿Acaso no han entendido las cocineras que lo que exige aquí mi señorita es un filé–miñón–güel–don? —Se hace el que grita para ponerme en evidencia, y yo le doy un empujón y le digo que no, que no quiero ningún filémiñón, que si me he tomado el trabajo de recorrer medio mundo es justamente para medírmele a esta sopa aunque me sepa a feo.

  —Entonces, por favor, ¡me le sirven el pescuezo de la gallina y un buen trozo de espinazo de res!

  Son ahora las diez de esta noche apretada de presagios y en el callejón frente al albergue, Juicio Final, que al igual que el párroco parece oficiar un sacrificio cósmico e incruento, brama electrónicamente frente a una audiencia compuesta por los desplazados y por un centenar de personas de los barrios aledaños que se han ido congregando, convocadas por esta descarga atronadora y sagrada de decibeles que de todo mal nos libran, envolviéndonos en una burbuja blindada, infranqueable, más poderosa que el miedo. Entre aterradas y divertidas, Solana, Solita y Marisol asisten a su primer concierto de música metálica. Siete por Tres revisa unos cables porque hay interferencias en el sonido. «Contra los explotadores vendrá el día de Helter-Skelter», clama el vocalista con aspavientos de demonio ronco, y la madre Françoise se me acerca.

  —Estamos salvados—me grita al oído, para que pueda escucharla—. Estos muchachos con su estruendo derrotan hasta al criminal más sanguinario.

  Hacia la medianoche ha circulado entre la concurrencia suficiente cantidad de aguardiente como para que varios trastabillen ahítos de alcohol. Los metaleros de Antioquia le han cedido el micrófono a un conjunto vallenato de la localidad; alguien hace tronar voladores y los demás se encuentran bien aclimatados en un bailongo considerable que amenaza con prolongarse hasta el amanecer.

  —¡Se acabó!—ladra impositiva la madre Françoise—. ¡Todos a dormir! ¡Esto es el caos!

  —No, madre, no es el caos—trato de explicarle yo, con varios aguardientes subidos a la cabeza—. No es el caos, es la Historia, así con mayúscula, ¿no se da cuenta? Sólo que fragmentada en pequeñas y asombrosas historias, la de estas señoras defensoras de los perros de Tenjo, la de estos rockeros apocalípticos, la de estas estudiantes que se llaman Lady Di y adoran las canciones de Shakira y muestran el ombligo y han subido hasta acá arriesgando el pellejo... ¡También es la historia suya, madre Françoise!

  —¿Así que hasta usted está borracha? Lo único que faltaba . . . ¡Se acabó la francachela, señores! Mais, vraiment, c’est le comble du chaos . . .

  DIECISIETE

  El albergue estaba ya de por sí copado hasta el tope la tarde en que llegaron los cincuenta y tres sobrevivientes de la masacre de Amansagatos. Lograron escapar de la prepotencia armada de la guerrilla tirándose con niños, ancianos y heridos a las aguas del Opón y atravesando la selva, en extenuantes jornadas nocturnas, por el silencioso cauce del río. Las monjas resolvieron acogerlos pese al hacinamiento, y durante la emergencia Siete por Tres y yo hemos debido compartir vivienda en los tres metros cuadrados de la oficina de la administración.

  Para separar, al menos simbólicamente, su privacidad de la mía, colgamos por la mitad una tela amplia y liviana, de floripondios desteñidos. La guindamos baja, fuera del alcance de las aspas del ventilador, que a golpes de aire la sacude y la mece creando en el pequeño cuarto una atmósfera de escenario. Largas e inciertas han sido para mí estas noches, él dormido de aquel lado y yo velando de éste, sabiéndolo lejano aunque nos cobije la misma oscuridad y el mismo soplo roce nuestros cuerpos.

  Cien veces he estado a punto de acercármele pero me contengo: el paso que nos distancia me parece infranqueable. Cien veces he querido estirar mi mano y tocar la suya pero un movimiento tan simple se me antoja desatinado e imposible, como atravesar a nado un mar. Me invade la zozobra del clavadista que quiere y no puede lanzarse desde las alturas de una roca hacia un pozo profundo, y que se para justo al borde, avanzando centímetro a centímetro hasta que sus pies asoman al vacío, pero en el instante previo al decisivo prefiere retroceder, aunque ya en el aleteo de su vértigo intuye el contacto con el agua que ha de envolverlo. Todo me empuja hacia allá, pero no me atrevo. Esta tela volátil que divide en dos nuestro espacio común me frena como una tapia de piedra, y los floripondios pálidos parecen estar ahí como señales de tránsito que me impiden traspasar. Así, mientras permanezco a la espera, he llegado a distinguir las intensidades de su respiración y a conocer sus jerigonzas sonámbulas.

  —¿Mi Ojos de Agua descansó? —me pregunta al alba, cuando nos encontramos en la cocina.

  —Yo sí pero tú no, a juzgar por las ojeras . . . —le replico tanteando terreno, y él se ríe.

  —Vaya piropo—es todo lo que comenta.

  Así transcurren, una tras otra, nuestras horas nocturnas, él perdiéndose en sus pesadillas y yo bregando a encontrarlo. Tan pronto se queda dormido, aguzo el oído para colegir aquello que lo conturba y lo escucho enredarse en una media lengua frondosa que no tiene traducción. Una vez, recién pasadas las cinco, buscaba yo la punta de la madeja para desenredar su maraña, cuando lo escuché gritar. No pude contener la compasión por él, o sería más bien por mí misma, el caso es que me eché la chalina sobre los hombros y atravesé la cortina.

  Pese a tanta convivencia y a tanto trabajo en común, en el último tiempo era poco lo que habíamos conversado los dos, tal vez porque la confianza mutua se nos había pasmado tras el primer envión, o por temor a remover heridas que ya se sabían incurables, o por pura falta de tiempo, porque las innumerables tareas del albergue no dejaban un minuto para asuntos personales.

  Mientras las monjas echaban a andar el día arrastrando por el corredor sus pasos apurados, le acerqué a Siete por Tres un vaso de agua y me senté a sus pies, a esperar a que hablara. Pero los silencios enquistados tienen dura la costra. Él se guardaba sus cosas, yo me guardaba las mías y cada quien soportaba por dentro la marcha de su propia procesión. Mucho ansiaba yo que él rompiera el silencio, y él, callando, lo dejaba en manos mías.

  Desde su regreso de la capital, Siete por Tres no había vuelto a mencionar a
Matilde Lina. Yo me alegraba y se lo agradecía, inclinándome a interpretarlo como una señal favorable. Pero las palabras no dichas siempre me han infundido temor, como si permanecieran latentes y esperaran la ocasión de saltarnos a la cara, y en el fondo las resentía como si fueran una pérdida, como si se hubiera debilitado el lazo más íntimo que nos ataba, el puente hasta ahora indispensable para pasar desde su aislamiento hasta el mío.

  Pensar así era arbitrario y absurdo y yo lo sabía bien; a todas luces lo primordial en el cambio que durante las semanas anteriores se había operado en Siete por Tres era su estado de exaltación, la confianza con que ahora asumía su protagonismo y su liderazgo, su compenetración con el entusiasmo colectivo. O mejor aún, el despliegue de esa fuerza interior que lo convertía en el eje del entusiasmo colectivo. Anda fuera de sí, habíamos comentado con la madre Françoise al verlo trabajar sin descanso desde la madrugada hasta después de la medianoche.

  Escribo fuera de sí y me pregunto por qué será que Occidente carga negativamente esa expresión, como si implicara la desintegración o la locura, cuando estar fuera de sí es lo que permite estar en el otro, entrar en los demás, ser los demás. Siete por Tres andaba fuera de sí y parecía que buscara liberarse de la obsesión que lo enclaustraba. Parecía. Parecía pero no se sabía a ciencia cierta; nunca se debe subestimar la fidelidad que cada quien le guarda a sus viejos dolores.

  Mientras se tomaba el agua, me propuse quebrar la autocensura que frente a él me imponía, y le conté largamente sobre mi arribo al albergue tres años atrás. Le hablé de la entrañable amistad con mi madre, quien no ve la hora de que regrese a su lado; del amadísimo recuerdo de mi padre, muerto hace demasiado tiempo; de mis estudios universitarios; de los hijos que nunca he tenido; de mi afición por escribir todo lo que me acontece.

 

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