Hollywood Station

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Hollywood Station Page 5

by Joseph Wambaugh


  – No -dijo Flotsam-. Jefe, me parece que acabamos de pasar por una situación táctica sobre la que no nos enseñaron nada en la academia. Y si enseñaron algo, ese día falté a clase, me cago en todo.

  – Vayan a Cedars a que los vea un médico, lo necesiten o no -dijo el Oráculo-. Después, límpiense a fondo y, por lo que veo, también pueden echar los uniformes al fuego.

  – Si ese tipo tiene hepatitis, estamos listos, sargento -dijo Jetsam.

  – Si ese tipo tiene el SIDA, estamos muertos -dijo Flotsam.

  – No parece el caso -dijo el Oráculo, y el pelo gris cortado al rape, a la antigua, pareció brillar a la luz de la calle. Entonces se fijó en las esposas de Jetsam, tiradas en la acera. Las enfocó con la linterna y dijo al exhausto policía-: Ponga los grillos en lejía, muchacho, tienen hilachas de carne pegadas.

  – Necesito surfear un rato -dijo Jetsam.

  – Y yo -dijo Flotsam.

  La veteranía y la facilidad para dispensar palabras sabias le habían valido el sobrenombre al Oráculo. Pero esa noche no le hizo honor al alias. Se quedó mirando a sus muchachos, temblorosos y demacrados y les dijo:

  – Bien, muchachos, vayan ahora mismo a la sala de urgencias de Cedars a que los vea un médico.

  Fue entonces cuando llegó al lugar Charlie Gilford, categoría D2, un investigador de noche perezoso, aficionado al chicle y con cierta inclinación a las corbatas malas, a quien no se asignaban casos y cuyo trabajo consistía en tareas de apoyo. Sin embargo, con más de veinte años en la comisaría Hollywood, no le gustaba perderse el final de los casos sensacionalistas y disfrutaba pronunciando frases lapidarias sobre el suceso del momento. A sus sentencias debía el mote del Compasivo.

  Mientras se desarrollaban los acontecimientos esa noche en Cherokee Avenue, y tras recibir un rápido resumen del Oráculo y avisar a un equipo de homicidios desde casa, fue a echar un vistazo al truculento escenario del asesinato seguido de suicidio y al rastro cié sangre que daba fe del esfuerzo horrible que se había hecho en vano para salvar la vida al asesino.

  Charlie el Compasivo se chupó los dientes uno o dos segundos y dijo al Oráculo:

  – No entiendo a los policías jóvenes. ¿Por qué llegan a estos extremos ante un caso que se resuelve solo? Tenían que haber dejado al tipo metido en la bañera, con la mujer, y que se desangrara tranquilamente a su aire. Podían haberse quedado sentados escuchando música hasta que todo acabara. Lo único que tenemos aquí es otra historia de amor hollywoodiense que se tuerce un poquillo.

  Capítulo 2

  A Farley Ramsey siempre le había parecido que los buzones azules, incluso los de las esquinas más sórdidas de Hollywood, guardaban un tesoro mucho más abundante y fácil de cobrar que los de la mayoría de pisos y apartamentos de categoría. Le gustaban sobre todo los del exterior de la oficina de Correos porque se llenaban a rebosar entre la hora de cierre y las diez de la noche, la hora más propicia para él. La gente confiaba tanto en las oficinas de Correos que depositaba auténticos filones, incluso dinero en metálico, a veces.

  Las diez de la noche era mediodía para Farley, que debía su nombre a la admiración de su madre por el actor Farley Granger, el de Extraños en un tren, de Hitchcock, que había sido una de las películas predilectas de la mujer. En esa película, Farley Granger era jugador profesional de tenis y, aunque la madre de Farley le había costeado clases particulares cuando estudiaba los últimos cursos de primaria, el tenis lo aburría mortalmente. Era un peñazo. Estudiar era un peñazo. Trabajar era un peñazo. Sólo la metanfetamina crystal no era un peñazo.

  A la edad de diecisiete años y dos meses, Farley Ramsda le había pasado de fumeta a anfetamínico. Se enamoró del crystal la primera vez que lo fumó, un amor eterno. Pero, aunque era mucho más barato que la cocaína, costaba lo suficiente para obligarlo a dar brincos hasta bien entrada la noche, haciendo la ruta de los buzones azules por las calles de Hollywood.

  Lo primero que tenía que hacer aquella tarde era pasarse por la ferretería a comprar unas ratoneras. No es que tuviera miedo a los ratones, que se paseaban por su pensión a todas horas. Bien, no era una pensión exactamente, sería lo primero que él diría. Era un viejo chalet estucado en blanco, junto a Gower Street, la casa familiar que su madre le había transferido en vida quince años atrás, cuando Farley tenía dieciocho y estaba matriculado en el Instituto de Enseñanza Secundaria Hollywood donde descubrió la alegría de la meta.

  Tras la muerte de su madre, pasó diez meses falsificando y cobrando los cheques de la pensión de la difunta, hasta que una asistente social entrometida lo descubrió, la muy zorra. Como todavía era un huérfano adolescente, no le fue difícil llegar a un acuerdo con el fiscal para que le rebajaran la condena a condicional, comprometiéndose él a restituir el dinero, que jamás pagó; entonces empezó a llamar «pensión» al chalet de dos dormitorios y un cuarto de baño, cuando alquilaba una habitación a otros anfetamínicos que, pollo general, sólo duraban unas semanas.

  No, los ratones no le daban ningún miedo, pero necesitaba hielo. Precioso crystal transparente como el hielo, procedente de Hawái, no la guarrada blancuzca que vendían en la ciudad. El hielo, no el miedo, era lo que le ocupaba la mente todas las horas de vigilia.

  Mientras ojeaba la mercancía de la ferretería, vio que un dependiente de chaqueta roja lo observaba al llegar a la sección de brocas, navajas y objetos pequeños. ¡Como si él fuera a robar la mierda de mercancía que vendían allí! Al pasar ante un cuarto de baño que había en exposición, se vio en el espejo a la cruda luz de la tarde y se sobresaltó. Los granos que le habían salido en la cara por el speed estaban hinchados y virulentos, marca reveladora del adicto al speed, como bien sabían los de su especie. Los dientes empezaban a oscurecerse y le dolían dos muelas. ¡Y el pelo! Se le había olvidado peinarse, joder, y tenía el pelo enmarañado y revuelto, con ese color pajizo oscuro que predecía desnutrición incipiente y lo marcaba aún más como anfetamínico veterano fumador de crystal.

  Se dio la vuelta hacia el empleado, un tipo oriental más joven que él, atlètico, «experto en artes marciales, joder, seguro», pensó. Por la forma en que crecía el barrio coreano, con un restaurante tailandés en cada maldita calle y los filipinos vaciando orinales en todos los centros de salud gratuitos, esos hijoputas comecanes que apestaban a perro no tardarían en hacerse con el ayuntamiento también.

  Aunque, pensándolo bien, podía ser mejor que el gilipollas mexicano mojachile que tenían ahora de alcalde; por él estaba convencido de que la población mexicana de Los Ángeles pronto pasaría de ser casi la mitad a ser el 90 por ciento. Por lo tanto, ¿por qué no dar a todos esos chinos y latinos de mierda unas cuantas navajas y pistolas, y que se mataran entre ellos, que es lo que Farley pensaba que pasaría? Y si los negratas del extremo sur empezaban a trasladarse a Hollywood algún día, vendería la casa y se largaría a vivir en pleno desierto, donde había tantos laboratorios de meta que no creía que la pasma fuera a incordiarle mucho allí.

  Como no podía evitar que el gilipollas de los ojos achinados dejara de vigilarlo, dejó de mirar las estanterías y se dirigió al expositor de trampas para ratones y raticidas, momento en que el empleado se le acercó y le dijo:

  – ¿Puedo ayudarle, señor?

  – ¿Tengo pinta de necesitarlo? -respondió Farley.

  El oriental lo miró de hito en hito, se fijó en la camiseta de Eminem y en los pringosos vaqueros y dijo con un leve acento extranjero:

  – Si tiene ratas, lo mejor son las trampas de resorte. Las de pegamento funcionan muy bien con los ratones, pero algunos roedores de mayor tamaño saben despegarse de las tablas de pegamento.

  – Ya, pero es que yo no tengo ratas en casa -dijo Farley-. ¿Usted sí? ¿O se las comen, como los terriers que se pierden en su patio? -El oriental, muy serio, avanzó un paso firmemente hacia Farley-. ¡Si me toca, lo denuncio a usted y a toda esta puta cadena de ferreterías! -le gritó; dio media vuelta y se escabulló hacia la estantería de los detergentes, de donde cogió cinco latas de antigrasas.

  Cuando lle
gó a la caja, empezó a refunfuñar dirigiéndose al asustado adolescente, diciéndole que quedaban tan pocos americanos que hablasen inglés en Los Ángeles que Courtney Love no se enteraría aunque se la tirasen todos a la vez.

  Salió del establecimiento y tuvo que volver a casa andando, porque a la mierda de Corolla blanco se le había reventado una rueda de puro desgaste y necesitaba efectivo urgentemente para cambiársela. Al llegar a casa, abrió el cerrojo de la puerta de la calle y entró con la esperanza de que su inquilina de beneficencia no estuviera. Era una mujer sorprendentemente delgada, unos cuantos años mayor que él, aunque apenas se notaba, con el pelo grasiento y negro, aplastado contra la cabeza y recogido en una castaña a la altura de la nuca. Era una anfetamínica sin dinero ni techo a la que Farley había bautizado con el nombre de Olive Oyl, por el personaje femenino de la tira cómica Popeye.

  Dejó la compra en la oxidada mesa cromada de la cocina; necesitaba cerrar los ojos una hora, sabía que eso era lo máximo que podía durar sin que se le abrieran otra vez de par en par. Como todos los adictos al speed, a veces pasaba días enteros sin dormir, hurgando en el machacado coche japonés o, quizá, jugando con videojuegos hasta derrumbarse allí mismo, en la sala, con las manos todavía en los controles que le permitían matar a tiros a muchos videopolis que querían evitar que su video yo robara un vicleomercedes.

  No hubo suerte. En el momento en que se tumbó de través en la revuelta cama, oyó entrar a Olive Oyl por la puerta de atrás. Dios, qué fuerte pisaba, para lo palo que era. El River Dance hacía menos ruido. Se preguntó si ya tendría la hepatitis C. ¡Ay Dios! O el SIDA. En las raras ocasiones en que se había pinchado hielo, jamás había compartido la aguja, pero ella seguramente sí. Se juró no volver a enrollarse con ella, sólo le dejaría que se la mamara cuando estuviera completamente desesperado.

  – ¡Farley! -llamó Olive con su vocecita trémula-. ¿Estás en casa?

  – Sí, estoy aquí -dijo-. Tengo que sobar un rato, Olive. Vete a dar un paseo, anda.

  – ¿Esta noche trabajamos, Farley? -Entró en la habitación.

  – Sí.

  – ¿Quieres que te haga una paja? -le preguntó-. Te ayudará a dormir.

  Dios, tenía los granos del speed peor que él. Parecía que se los rascara con un rastrillo. Y le faltaban tres piños de delante. ¿Cuándo se le había caído el tercer diente? ¿Cómo es que no se había dado cuenta hasta ahora? Estaba más seca que Mick Jagger, hasta se parecía un poco a él, sólo que más vieja.

  – No, no quiero -dijo-. Vete a jugar con el vídeo o algo, anda.

  – Creo que me ha salido un currito de extra, Farley -dijo-. He conocido a un tipo en Pablo's Tacos que hace castings para extras. Dijo que andaba buscando a una tía como yo. Me pasó su tarjeta y dijo que fuera a verlo el próximo lunes. Mola, ¿no?

  – Mola mazo, Olive -dijo Farley-. ¿Qué es, la segunda parte de La noche de los muertos vivientes?

  – Está de miedo, ¿no? -replicó ella, tan oreada-. ¡Yo, en una peli! Claro que a lo mejor no es más que un programa de la tele o algo así.

  – De miedo pavoroso -dijo él; cerró los ojos, quería desconectar.

  – Claro que a lo mejor no es más que un casanova de Hollywood y lo único que quiere son mi bragas -dijo Olive con una sonrisa desdentada.

  – No corres el menor peligro con los casanovas -farfulló Farley-. No tienes donde pillar. Lárgate de una puta vez, anda.

  Cuando se hubo ido, Farley logró dormirse por fin y soñó que estaba viendo deportes en el IES Hollywood y que se tiraba a una animadora que siempre le había despreciado y evitado.

  Trombone Teddy había tenido una buena racha mendigando en Hollywood Boulevard aquella tarde. No se podía comparar con los viejos tiempos, claro, cuando todavía tenía la vara y se plantaba en el paseo a tocar licks de cool a lo Kai Winding y J. J. Johnson, e improvisaba como cualquiera de los jazzistas negros con los que tocaba en el club, allá en Washington y La Brea, hacía cincuenta años, cuando el cool jazz era el rey.

  En aquella época, el público negro era siempre de lo mejorcito, y a él lo trataban como a uno más. Y, la verdad, había disfrutado de su dosis de conejitos de chocolate en aquellos tiempos, antes de que la hierba, la bencidina y el alcohol lo tumbaran, antes de empeñar el trombón cien veces y terminar vendiéndolo. La vara le había proporcionado suficiente dinero para mantenerse a whisky escocés…, en fin, una semana o así, si no recordaba mal. Nada de garrafa para Teddy, él tomaba Jack, de aquélla. ¡Ah, cuánto elixir dorado había pasado por su garganta y le había calentado el estómago!

  Se acordaba de los buenos tiempos como si hubieran sido esa misma tarde. Era el día anterior lo que a veces no podía recordar. Ahora bebía lo que fuera, pero, ¡ay!, cuánto se acordaba del Jack y el jazz, y de las dulces muñequitas que se lo llevaban a casa y le daban de comer gumbo caliente. Entonces la vida era bella. Hacía cuarenta años y un millón de tragos.

  Cuando Trombone Teddy bostezó, se rascó y supo que era hora de salir del saco de dormir que era su casa, instalado en el pórtico de un edificio de oficinas abandonado, al este del cementerio viejo de Hollywood, hora de irse a la calle a cubrir el turno mendicante de noche, Farley Ramsdale se había despertado ya de su hora de sueño inquieto, después de una pesadilla que no recordaba.

  – ¡Olive! -gritó. No hubo reacción. ¿Es que esa zorra atontada había vuelto a dormirse? Le daba por el saco que estuviera tan pillada con el crystal pero pudiera dormir tanto. ¡A lo mejor se metía jaco en el chocho o en cualquier otra parte donde él nunca miraría y la heroína contrarrestaba lodo el hielo que se fumaba! ¿Sería posible? Tendría que vigilarla mejor.

  – ¡Olive! -gritó otra vez-. ¿Dónde hostias te has metido?

  – Farley -la oyó decir con voz soñolienta desde la sala-, estoy aquí. -Sí se había dormido, desde luego.

  – Pues mueve ese culo flaco que tienes, anda, prepara unas trampas para el correo. Esta noche tenemos trabajo.

  – Vale, Farley -replicó ella a voces, más despierta ya.

  Cuando Farley terminó de mear, lavarse la cara, deshacerse con el cepillo casi todos los nudos del pelo y maldecir a Olive porque no lavaba las toallas del cuarto de baño, ella había terminado con las trampas.

  Al entrar en la cocina, ella estaba friendo unos sándwiches de queso en la sartén y ya había servido dos vasos de zumo de naranja. Las ratoneras estaban ensartadas en trozos de bramante de metro veinticinco. Farley las probó una por una.

  – ¿Están bien, Farley?

  – Sí, están bien.

  Se sentó a la mesa pensando que tenía que tomarse el zumo de naranja y el bocadillo, aunque no le apetecía ni lo uno ni lo otro. Era una de las ventajas de que Olive Oyl estuviera en casa. Cada vez que la miraba, sabía que tenía que cuidarse más. Parecía una mujer de sesenta años, aunque juraba que tenía cuarenta y uno, y la creía. Tenía el coeficiente de inteligencia de un schnauzer o un congresista estadounidense, y no mentía por miedo, aunque él jamás le había puesto la mano encima con violencia. Todavía no, al menos.

  – ¿Pediste prestado el Pinto a Sam, como te dije? -le preguntó cuando le puso delante el bocadillo de queso.

  – Sí, Farley. Está aparcado ahí fuera.

  – ¿Tiene gasolina?

  – No tengo dinero, Farley.

  – ¡Dios! -Sacudió la cabeza y se obligó a dar un mordisco al bocadillo, a masticar, a tragar. Y luego, otra vez lo mismo-. ¿Has preparado un par de trampas auxiliares, por si acaso?

  – ¿Un par de qué?

  – ¡Un par de trampas diferentes, joder! ¡Con cinta aislante!

  – ¡Ah, sí!

  Olive salió por la pequeña puerta trasera que daba al patio y recogió las trampas de encima de la lavadora, donde las había dejado. Las llevó adentro y las puso encima del escurridero. Doce tiras de cinta aislante de treinta centímetros y medio cada una, con el lado del pegamento hacia arriba y un cordel pasado por los agujeros practicados en la cinta.

  – Olive, no las pongas en el escurridero, joder, que está mojado -dij
o, pensando en que tragarse el resto del bocadillo le iba a costar mucho esfuerzo-. Si se mojan, pegan peor, ¿es que no lo ves, joder?

  – Vale, Farley -dijo ella; ató las cuerdas a los tiradores de las puertas de los armarios de la cocina y las dejó allí colgadas.

  Dios, tendría que despachar a esa fulana. Era más torpe que todas las blancas que había conocido en su vida, salvo su tía Agnes, que tenía certificado de retrasada. Tanto crystal le había reblandecido los sesos.

  – Cómete el bocadillo y vamos a trabajar -le dijo.

  Trombone Teddy también tenía que ir a trabajar. Tan pronto como el sol se puso, se encaminó hacia el oeste desde el saco de dormir pensando que si se le daba bien la noche en el paseo, seguro que se compraría unos calcetines nuevos. Le estaba saliendo una ampolla en el pie izquierdo.

  Todavía estaba a ocho manzanas del pijerío, la parte del paseo a la que acuden en rebaño tanto los turistas como los habituales, las noches templadas, cuando sopla el viento de Santa Ana, que recrudece las alergias pero a algunas personas les produce ansia y sed de acción. Entonces vio a un hombre y una mujer de pie junto a un buzón azul, media manzana más allá, en la esquina con Gower Street. Esa esquina estaba al sur del boulevard, en una calle en la que se mezclaban oficinas, apartamentos y casas.

  La noche era oscura, más contaminada de lo normal, por eso no se veían las estrellas; además la luna estaba baja y empañada por la suciedad del aire, pero Teddy los distinguía bien, estaban inclinados sobre el buzón, el hombre hacía algo y la mujer parecía vigilar. Se acercó y se escondió a la sombra de un edificio de oficinas de dos pisos, desde donde los veía mejor. Aunque hubiera perdido oído y quizá labio para el trombón, y el deseo sexual, eso por descontado, siempre había tenido buena vista. Veía perfectamente lo que hacía la pareja. «Anfetamínicos -se dijo-. Están robando el correo.»Y tenía razón, naturalmente. Farley había introducido la ratonera en el buzón y la iba moviendo con la cuerda para ver si atrapaba alguna carta con la tabla de pegamento. Pescó algo que parecía un sobre grueso. Empezó a recuperarlo lentamente, muy despacio, pero pesaba y sólo se había pegado un poco a la tabla, de modo que lo perdió.

 

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