Hollywood Station

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Hollywood Station Page 12

by Joseph Wambaugh


  – ¡Qué zorra! A ésa no se le encuentra el corazón ni con un microscopio atómico -se quejó Jetsam a su compañero.

  Flotsam, que asistía a unos cursos de estudios terciarios por las mañanas, le respondió:

  – Mira, tronco, no eres más que otra víctima del entrecruzamiento de las incestuosas y atávicas relaciones de la comunidad de fuerzas de orden público.

  Jetsam se quedó mirándolo boquiabierto y Flotsam, que iba al volante, se adentró en Hollywood Hills.

  – Pasa de esa palabrería de niño universitario, anda -dijo Jetsam.

  – De acuerdo, si te soy sincero -dijo Flotsam-, por la foto que me enseñaste, esta tía me parece una bola, tronco. Es como un teletubby. A ti te cegaron esas glándulas mamarias apabullantes, nada más. En realidad no hubo simbiosis de mente y corazón.

  – Simbiosis de… -Jetsam miró a su compañero sin dar crédito-. Colega, el abogado de la zorra ésa lo quiere lodo, ¡hasta mi pecera! ¡Con las únicas dos tortugas que me quedan! ¿Y sabes otra cosa? El acuerdo de consenso no va a expirar cuando estaba previsto. No sé qué gilipollas de juez federal dice que va a ampliar el plazo, unos dos años más o así, por la mierda de la burocracia. Al final, no nos van a dar la libertad. Lo vi hoy en el L.A. Times.

  – ¡No me digas! -gritó Flotsam-. Ya estaba preparado para gritar en el control de asistencia: ¡Por fin libres! ¡Dios Todopoderoso! ¡Por fin libres! [11]-El nuevo alcalde me cabrea a tope -dijo Jetsam-, está convirtiendo la comisión de policía en una sucursal del sindicato de libertades civiles. Y me cabrea el abogado de mi ex mujer, que sólo quiere que me quede con lo que saque de reciclar latas. Y me cabrea vivir en un apartamento con un moho tan prolífico y agresivo que un día de éstos me hace un placaje digno del mejor defensa. Y me cabrean las puñaladas por la espalda de mi antigua novia. Y me cabrea el oficial de investigación del noreste que se la está beneficiando ahora. En pocas palabras, tengo ganas de matar a alguien.

  Y resultó que su deseo se cumplió.

  La voz de la centralita alertó a todas las unidades de la frecuencia de un «código 37», es decir, robo de un vehículo, así como de la persecución policial de dicho vehículo que se estaba efectuando.

  – Distrito de Devonshire -dijo Jetsam, tan pesimista como siempre-. No llegará tan al sur como estamos.

  – Nunca se sabe -dijo Flotsam, tan optimista como siempre-. Soñar es gratis.

  – Puesto que el político que tenemos por jefe no nos permite entrar en la persecución salvo en caso de conductores temerarios, ¿te parece que ese maníaco cabrón ha traspasado ya el umbral de la conducción temeraria? ¿O antes tiene que echar de la carretera a un policía?

  Se quedaron escuchando la transmisión de la persecución en directo por autopistas y calles no subterráneas de San Fernando Valley; la operación se desarrollaba en dirección a Hollywood Norte. En cuestión de minutos, ya rodaba por Hollywood Norte camino de la autopista de Hollywood.

  – Verás como vuelve hacia el norte -dijo Jetsam.

  Pero no fue así. El coche robado, un Ford 4 Runner nuevo, giró hacia el sur en la autopista de Hollywood, y Jetsam dijo:

  – Seis cilindros de puta madre en el motor, tengo entendido. ¿Qué te apuestas a que ahora da media vuelta? Seguramente será un pandillero. Dará media vuelta, se acercará a su gueto, abandonará el coche y echará a correr.

  Pero el perseguido salió de la autovía y giró hacia el este por la de Ventura, y después hacia el sur por Lankershim Boulevard. Entonces, la pareja de surfistas se miraron el uno al otro.

  – ¡Mierda bendita! -exclamó Jetsam-. ¡Vamos allá!

  Y allá fueron. Flotsam pisó a fondo en dirección norte por la autopista de Hollywood y, después de pasar Universal City, giró en los alrededores del club de campo Lakeside donde, en esos momentos, se desplegaban una docena de unidades del LAPD y de la policía de tráfico, además de un helicóptero de informativos de televisión, aunque no habían ninguna aeronave del LAPD.

  Allí precisamente, el conductor abandonó el coche en una calle residencial, cerca del club de campo; entró a un patio, luego a otro saltando una valla, después al campo de golf que se extendía entre calles y, finalmente, volvió la calle residencial de Hollywood Norte, donde había casi una veintena de policías fuera de los coches, la mitad armados con escopeta.

  Un sargento del distrito Hollywood Norte, situado junto al coche robado y abandonado, comunicaba a la centralita que había suficientes refuerzos en el lugar, pero aun así seguían llegando patrullas, como suele suceder en las persecuciones policiales largas como ésa. Enseguida se presentaron también unidades del Departamento del Sheriff de Los Ángeles y más patrullas de tráfico y del LAPD, mientras el helicóptero de la televisión, suspendido en el aire, iluminaba a los policías que coman de un lado a otro por el terreno.

  – ¿Quieres ir de cacería un rato? -dijo Flotsam, a dos manzanas al oeste del jaleo-. Nunca se sabe.

  – De puta madre -dijo Jetsam. Salieron del coche con las linternas apagadas y cruzaron a pie la calle residencial pasando por detrás de las casas y edificios de apartamentos. Se oían voces en la calle de la derecha, donde otros policías registraban la zona.

  – Será mejor que encendamos la linterna antes de que alguien nos pegue un tiro -dijo Flotsam.

  – ¡Allí está! -gritó de pronto una voz-. ¡Eh, está allí!

  Echaron a correr hacia la voz y vieron a un policía joven de pelo anaranjado y piel rosada a horcajadas de un muro de un metro y medio que separaba un bloque de apartamentos de la calle. El agente los vio, o mejor dicho, vio dos sombras de uniforme azul.

  – ¡Allí arriba! ¡Está en ese árbol! -les gritó.

  Flotsam enfocó la linterna hacia un olivo y, tal como esperaba, había un joven latino entre las ramas que llevaba una camiseta blanca grande para su talla, unos pantalones caqui anchos y una cinta en la cabeza.

  – ¡Baje inmediatamente! -gritó el policía joven apuntándolo con la nueve en una mano y la linterna en la otra.

  Flotsam y Jetsam se acercaron y el tipo del árbol miró al policía encaramado al muro.

  – Que te jodan. Ven tú a buscarme.

  – Anfetamínico -dijo Flotsam dirigiéndose a Jetsam-, va puestísimo de crystal.

  – Como todo el mundo, ¿no? -dijo Jetsam.

  El policía joven, que llevaba el sello de novato en todo el cuerpo, sacó el transmisor, pero antes de teclear preguntó:

  – ¿Qué posición tenemos? Tíos, ¿sabéis la dirección de esto?

  – No -dijo Jetsam-, nosotros somos del distrito de Van Nuys.

  A Flotsam se le hizo muy raro que su compañero dijera al pardillo ése que su zona era Van Nuys, en vez de decirle la verdad.

  – Vigiladlo, por favor -dijo el policía joven-. Voy a ir corriendo a la calle a averiguar la dirección.

  – Sal ahí mismo y empieza a gritar -dijo Jetsam-, hay polis por toda la manzana.

  A Flotsam también le extrañó que Jetsam apagara la linterna y se quedara quieto a la sombra de otro árbol, casi como si no quisiera que el chico lo viera con claridad. ¿Pero por qué? Haberse alejado un poco de su distrito no era tan grave.

  – Ese pardillo de mierda no tiene ni idea de qué hacer con un ladrón subido a un árbol -dijo Jetsam cuando el bisoño corría hacia la calle. Y los dos compañeros se quedaron mirando al tipo, que a su vez miraba hacia abajo haciendo guiños a la luz de las linternas.

  – ¿Qué harías, aparte de esperar refuerzos? -dijo Flotsam.

  – ¡Eh, gilipollas, baja aquí ahora mismo! -gritó Jetsam mirando hacia el árbol.

  – De aquí no me muevo -dijo el ladrón del coche.

  – ¿Quieres que te haga bajar a tiros? -gritó Jetsam apuntando con su Glock del calibre 40-. Esta noche tengo ganas de disparar a alguien.

  – No vas a disparar -dijo el chico-. Soy menor, y sólo he hecho una escapada en un coche prestado.

  El comentario sacó de quicio a Jetsam. Y se fijó, no por primera vez, en que el policía joven había dejado apoyada en la pared la Remington
de perdigones embolsados con la culata pintada de verde chillón de arriba abajo.

  – Date cuenta, compañero -dijo a Flotsam-, ese pipiolo ha cogido la escopeta de perdigones en vez de un arma de verdad. Seguro que ahora anda buscando una sierra para cortar el maldito árbol.

  – Ojalá lo tuviéramos más cerca, tronco -dijo Flotsam tocando el spray de pimienta-. Una rociadita de suero del bien le sentaría de maravilla. -Miró a Jetsam-. No -añadió-, sé lo que estás pensando, pero no. ¡Contrólate, tío!

  – Ese pardillo no nos ha visto la cara, colega. Hay polis por todo el barrio.

  – No -insistió Flotsam-, la escopeta de perdigones embolsados no es para tácticas disuasorias. No estamos jugando al polo pitbull, tronco.

  – ¿No crees que en este caso induciría a la disuasión?

  – No quiero saberlo -dijo Flotsam.

  Pero Jetsam, que nunca había disparado a nadie con una escopeta de esa clase, ni con ninguna otra, se llevó la mano al bolsillo, se puso unos guantes de goma para no dejar huellas delatoras, cogió la escopeta y apuntó al árbol.

  – ¡Eh, vato!-dijo-. Baja el culo de ahí ahora mismo o te hago bajar yo de un tiro.

  La boca del cañón tenía el tamaño de un polo de hielo, pero no intimidó al ladrón del coche.

  – Tú y tu puto compañero, besadme el…

  El fogonazo y la explosión de la boca del cañón sobresaltaron a Flotsam más que al chico, el cual empezó a gritar cuando la bolsa de perdigones le alcanzó el vientre.

  – ¡Ay, ay, ay, coño! -chillaba el chico-. ¡Me has disparado, coño! ¡Aaayyy!

  Jetsam disparó otra descarga; esta vez, Flotsam echó a correr hacia la calle a la que daba el edificio de apartamentos y vio no menos de cinco sombras que corrían y gritaban en su dirección, mientras el chico aullaba cada vez más alto y empezaba a bajar del árbol.

  – ¡Larguémonos de aquí ya! -dijo Flotsam cuando llegó de nuevo al lado de Jetsam; y lo agarró por el brazo.

  – Está bajando, colega -dijo Jetsam, aturdido.

  – ¡Suelta ese trasto! -dijo Flotsam y Jetsam lo soltó en la hierba y salió disparado detrás de su compañero. Corrieron los dos por la oscura calle en dirección al coche sin decir una palabra, hasta que Flotsam volvió a hablar-. ¡Tío, esto se va a llenar de investigadores de Asuntos Internos! ¡Te has vuelto majara, cabrón! ¡Ni siquiera es legal disparar así contra un blanco!

  Sin dejar de correr y dándose cuenta poco a poco de que acababa de violar un montón de artículos del reglamento del departamento, si no el Código Penal incluso, Jetsam dijo:

  – El chaval no nos ha visto, colega. Tenía la linterna en los ojos todo el tiempo. El pardillo tampoco nos ha visto. Mierda, estaba tan alterado que no reconocía ni su propia polla. El caso es que esto es Hollywood Norte y nosotros no trabajamos aquí.

  – No hay crimen perfecto -dijo Flotsam, y de pronto tuvo una idea que lo asustó -. ¿Te pusiste en código seis? -preguntó, refiriéndose a la medida de seguridad consistente en comunicar la posición siempre que se saliera del coche-. No me acuerdo.

  – No -dijo Jetsam, asustado un momento, también-, estoy seguro de que no. Nadie sabe que estamos aquí, en Hollywood Norte.

  – ¡Vámonos a nuestro puesto a toda leche! -dijo Flotsam al llegar al coche; lo abrió y montaron.

  Salió sin luces, hasta que se hubieron alejado cuatro manzanas del lugar y oyeron la voz de la centralita que decía: «A todas las unidades, código cuatro. Sospechoso detenido. Código cuatro».

  No dijeron una palabra más hasta que se encontraron circulando tranquilamente por Hollywood Boulevard.

  – Pon código siete -dijo Jetsam entonces-. Esta aventura me ha abierto el apetito. ¿Sabes, colega? Últimamente sólo me llevas a comer porquerías. Hay que alimentarte bien. ¿Por qué no te metes un burrito light de ésos, con mucha salsa y guacamole? -Y añadió-: Habrán sido los dos tiros que pegué al chaval, pero ahora mismo estoy eufórico.

  Flotsam se quedó con la boca abierta cuando Jetsam empezó a cantar de pronto un tema de U2.

  – «Two shots of happy, one shot of saaad. You think I'm, so good, well I know I've been baaad.» [12]-Me das miedo, tronco -dijo Flotsam-. Me das más miedo que un médico al ponerse los guantes de goma.

  – «Took you to a place, now you can't get back. Two shots of happy, one shot of saaad» [13] -contestó Jetsam, cantando todavía.

  – Quiero llevarte al Director's Chair la primera semana que libremos a la vez -dijo Flotsam después de conducir un rato en silencio por Sunset Boulevard-. Nos tomamos unas birras y nos echamos unos dardos o un billar.

  – De acuerdo, no tengo nada mejor que hacer, aunque nunca me ha gustado ese antro. ¿No prefieres ir a un sitio donde no haya tanto poli?

  – Prefiero de largo los bares con un cartel que diga: «Ni camisa, ni zapatos, ni tarjeta de fichar ni servicio». Además, siempre hay buscapolis por allí que se lo hacen con cualquier pasma, se lo harían hasta contigo.

  – Gracias, doctor Ruth -dijo Jetsam-. ¿Por qué te preocupa tanto mi vida sexual, de repente?

  – No, si lo digo por mí, tronco -respondió Flotsam-. Tienes que quitarte de la cabeza a tu ex y a su abogado, esa zorra te dejó plantado. O eso o, para proteger mi carrera y mi pensión, tendré que buscar al investigador del noreste que se la está beneficiando.

  – ¿Para qué?

  – Para pegarle un tiro. No podemos seguir así. ¿Me oyes, tronco?

  Cosmo Betrossian siempre había negado toda relación con la llamada mafia rusa. Las autoridades federales y locales llamaban «mafia rusa» a toda persona procedente ele la antigua Unión Soviética y la Europa del Este. Es decir, a todos los conocidos de Cosmo, porque todos ellos se dedicaban a actividades ilegales de una u otra clase. La denominación a él no le decía nada porque, a pesar de haber nacido en la Armenia soviética y de chapurrear algo de ruso, no era más ruso que George Bush. Pensaba que la policía estadounidense tenía una idea completamente equivocada de los emigrantes de la Europa del Este.

  Pero la obsesión de la policía con la mafia rusa lo obligaba a tener cuidado cada vez que iba a hacer un trato con Dmitri, el propietario de The Gulag, un club nocturno de Western Avenue, que no era la mejor zona de la ciudad pero que tenía un aparcamiento bien iluminado y vigilado. La juventud de toda la parte oeste, incluso de Beverly Hills y Brentwood, acudía sin temor a la Pequeña Siberia, como lo llamaban algunos.

  La comida del Gulag era buena, servían tragos generosos y Dmitri ofrecía el rock de lata conocido que querían oír y que mantenía la pista de baile atiborrada hasta la hora de cierre: bailarinas rusas, balalaikas, violines y una guapa cantante moscovita. El local proporcionaba a Dmitri una clientela muy acomodada que había emigrado a Los Ángeles desde todos los rincones de la antigua Unión Soviética, gente que tanto se dedicaba a negocios legales, como al tráfico o al blanqueo de dinero. Pero esa noche no iba a ser una noche rusa.

  Había pasado una semana desde el atraco y Cosmo se sentía suficientemente seguro para acudir a Dmitri. La policía le preocupaba aún menos. No habían interrogado a nadie que lo conociera a él. A primera hora de la noche, fue en coche al Gulag, entró y se dirigió a la barra. Conocía al camarero, a quien los estadounidenses llamaban Georgie porque era de la República de Georgia, y le dijo que quería ver a Dmitri. El camarero le sirvió un trago ele ouzo y Cosmo esperó a que terminara ele hablar con dos camareras de la barra de coctelería que le estaban pidiendo más consumiciones de happy bourde las que podía servir.

  El club tenía una característica típica de los locales de Hollywood: contaba con una zona reservada para fiestas particulares. En el Gulag, la zona reservada se encontraba en el piso superior y tenía mullidos sofás verdes arrimados a las paredes, empapeladas en estridentes franjas de colores, la idea que alguien tendría de un ambiente «rompedor», un cliché muy en boga entre la modernidad hollywoodiense. El otro era «vibraciones». El Gulag era «rompedor». El Gulag transmitía vibraciones misteriosas.

  Esa noche, el pinchadiscos acababa de empezar y estaba
pinchando estándares de soft rock para terminar la prolongada happy hour. Había dos tipos arreglando unas luces y unos focos antes de que llegara la muchedumbre y la gente empezara a retorcerse en la pista de baile. Camareros y ayudantes limpiaban las mesas y sillas y quitaban el polvo a los asientos ele los reservados del piso superior para los clientes que daban propina a Andrei, el encargado.

  Diez minutos después, dijeron a Cosmo que subiera al despacho de Dmitri, sorprendentemente espartano, donde estaba el propietario del club sentado a su mesa, con los pies en alto, en zapatillas, fumando un cigarrillo en boquilla de plata y viendo pornografía sadomasoquista en la pantalla del ordenador. Se decía que Dmitri era aficionado a toda clase de exotismos sexuales. Contaba cuarenta y un años, no era alto, tenía constitución delgada y manos blandas, los ojos azules, inyectados en sangre, y llevaba extensiones de color castaño en el pelo. Parecía una persona normal e inofensiva, con su camisa blanca de lino y sus pantalones de loneta, pero Cosmo le tenía mucho miedo. Le habían contado cosas de Dmitri y sus amigos.

  El propietario del club sabía que Cosmo hablaba mal el ruso y, como le gustaba mucho el argot estadounidense moderno, no hablaba con Cosmo en su lengua.

  – ¡Aquí llega un tipo ogcurrente! ¡Un tipo a quien siempre le ogcurre algo! ¡Hola, Cosmo! -Tendió una mano blanda y chocó palmas con Cosmo.

  – Dmitri -dijo Cosmo-, gracias por hablas con mí. Perdón, hermano.

  – ¿Tienes algo que necesito?

  – Sí, mi hermano -dijo Cosmo sentándose a la mesa en la silla de las visitas.

  – Espero que no son tarjetas de crédito. En general, he dejado eso de las tarjetas, Cosmo. Ahora me muevo en otras diregciones.

  – No, hermano -dijo Cosmo-. Traigo una cosa para enseño a tú. -Y sacó un solo diamante, uno de los de mayor tamaño del atraco a la joyería, y lo dejó en la mesa con cautela. Dmitri bajó los pies al suelo y miró la piedra.

  – No entiendo de diamantes -dijo sonriendo a Cosmo-, pero un amigo mío, sí. ¿Tienes más?

  – Sí -dijo Cosmo-, muchos más. Muchos anillos y pendientes. Muchas piedras muy bonitas.

  – ¡Estás creciendo en América! -dijo Dmitri, impresionado-. ¿No más tratos con clrogadigctos?

 

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