Hollywood Station

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Hollywood Station Page 21

by Joseph Wambaugh


  – ¡Sí, señora! -dijo el chico-. ¡Gracias, señora!

  Y desaparecieron antes de que el coche de apoyo pasara la esquina de largo lentamente; Budgie vio al policía guapo llamado Turner que movía la cabeza y se encogía de hombros como diciendo: «Está bien devolver un pez al agua de vez en cuando, pero que no se convierta en costumbre».

  Los agentes de antivicio sabían que las chicas necesitarían un descanso ya, así que propusieron hacer código 7 en un Burger King cercano, pero Mag y Budgie les dijeron que las llevaran a un restaurante japonés de Sunset, un poco más al oeste. Suponían que los agentes no querrían comer pescado crudo, y ellas ya habían tenido bastante del sexo opuesto, de momento. Treinta minutos para descansar los pies y hablar del trabajo de la noche sería una bendición. Los policías las dejaron y dijeron que luego irían a recogerlas, harían una hora más y darían la operación por concluida.

  – Una hora más y ¡corten! -decía Turner una y otra vez mirando a Mag.

  – Dios -dijo Budgie a Mag, una vez dentro del restaurante-, en este distrito, los polis siempre usan expresiones de película.

  Mag pidió un plato de sashimi variado y Budgie, uno menos atrevido de sushi, y procuró seguir el protocolo de forma que los palillos de madera no se le rebelaran descaradamente, como le pasaba a tantos occidentales en los locales de sushi. Se puso los baratos utensilios de usar y tirar discretamente en el regazo y al separarlos se le astillaron un poco.

  – Me arrepiento de haberme puesto estos tacones de aguja -dijo Budgie.

  – A mí también me están matando los pies -dijo Mag, mirándoselos.

  – ¿Cuántos has pescado, hasta el momento?

  – Tres.

  – Oye, te gano por uno -dijo Budgie-, y volví a echar dos al agua. Unos cabezas de tornillo del Campamento Pendleton. No se les olvidará la zorra justiciera del infierno en su vida.

  – Yo no me he encontrado con ninguno al que valiera la pena devolver al agua -dijo Mag-. Sólo me ha tocado la escoria más baja. A lo mejor no tenía que haberme disfrazado de sado.

  – ¿Sigues en la competición de tiro? -preguntó Budgie-. Leí algo en The Bine Line cuando trabajaba en Central.

  – Digamos que he perdido interés -repuso Mag-. A los tíos no les gusta competir conmigo, tienen miedo de que les gane. Incluso dejé de ponerme el distintivo de experto destacado en el uniforme.

  – Te entiendo -dijo Budgie-. Si a las chicas se nos ocurre hablar de armas, somos lesbianas, ¿no es eso?

  – En Aduanas hubo una competición hace poco y me pidieron que participara. Pero me retiré en cuanto vi el título:

  Tiro con pistola, categoría femenina. ¿Puedes creértelo? Cuando me preguntaron, les dije: «¡Qué ilu! ¿Y habrá té y cotillón?». El tío de Aduanas no lo entendió.

  – Hoy me han preguntado tres veces si era policía -dijo Budgie-, y las tres veces dije: «¿Te gustaría preguntármelo otra vez mientras te la mamo?». -Se rieron las dos.

  – Me da la impresión -dijo Mag- de que Simmons lo consideraría trampa. ¿Te has fijado en Turner, el señor Perita en Dulce?

  – Me he fijado es que se fijaba mucho en ti -dijo Budgie.

  – A lo mejor le van las buscapolis -dijo Mag.

  – Me da en la nariz que estaría interesado si llevaras mono y botas de campaña.

  – ¿Estará casado?

  – ¿Por qué nos liamos con polis? ¡Dios, cuánta endogamia! -dijo Budgie-. A ver si un día nos da por cruzar especies y nos animamos a polinizar con bomberos o algo así, para variar.

  – Sí, tiene que haber otras formas de jodernos la vida -dijo Mag-, pero ese tío es monísimo.

  – Seguro que en la cama es un desastre -dijo Budgie-, es el inconveniente de los monísimos.

  – No puede ser peor que un retorcido detective malo de la Setenta y Siete con el que salí hace tiempo; es de los que te invitan a dos copas y esperan aparearse contigo en su mazmorra de las violaciones en menos de una hora. ¡Fíjate que me robó el tanga, el muy gilipollas!

  – Pesqué a un borracho esta noche -dijo Budgie-, que no podía ni llevar el volante. Cuando la unidad de apoyo lo mandó a la tienda para que se lo llevaran a la cárcel, me preguntó que si salía con alguien. Luego me preguntó que si podría sacarlo de la cárcel. Me hizo cuarenta preguntas. Cuando se lo llevaron tuve que decirle que sí, que salía con otro, y que no podía sacarlo de la cárcel, y que no podía evitar sus fuertes sentimientos por mí, y que nuestro encuentro no había sido cosa del destino, sino de Compstat.

  ¡Dios! Basta con que apriete el botón de rubia tonta para que se cuelguen de mí. ¡Uno quiso abrazarme mientras le extendían la citación! Decía que me perdonaba.

  – Pues uno quería hacerme daño de verdad cuando lo empapelaron, lo sé -dijo Mag-, Me estaba follando con la mirada todo el tiempo mientras le tomaban los datos, y me dijo: «A lo mejor te encuentro un día de éstos por la calle, agente».

  – ¿Qué le contestaste?

  – Le dije que sí, que ya sabía que era más grande que yo y que podía darme un patada en el culo, pero que si alguna vez me lo encontraba y se le ocurría hacer el menor movimiento, le dejaría el cuerpo como un colador, y entonces tendría un funeral a féretro cerrado.

  – Cuando era novata, le decía a esa clase de gusanos: «No te van a ascender por maltratar a las chicas, pero inténtalo y verás cómo mis compañeras te rocían con spray de pimienta y te ponen el culo como un campo de entrenamiento».

  – ¿Y ahora qué les dices?

  – Nada. Si no hay nadie mirando, saco el spray directamente y les pego una rociada de Jesús líquido. Mis colegas me llamaban Spray Polk hasta hace poco.

  – El único momento en que me asusté de verdad esta noche -dijo Mag- fue cuando un cliente se alejó de Sunset un poco más de la cuenta y tuve que cruzar todo el aparcamiento a pie. ¡Me pasó una rata enorme por el pie!

  – ¡Ay, Dios! -exclamó Budgie- ¿Y qué hiciste, chica?

  – Grité. Y enseguida tuve que avisar al equipo que me cubría de que no pasaba nada. No quise contarles que sólo era una rata.

  – A mí me dan terror -dijo Budgie-, y las arañas también. Yo me habría puesto a llorar.

  – Y yo, casi -dijo Mag-, pero sólo tuve que esperar un momento.

  – ¿Qué tal está el sashimi?

  – No tan fresco como me gustaría. ¿Y el sushi?

  – Sano -dijo Budgie-. Con Fausto, como burritos y me meto más grasa que toda la población femenina de Laurel Canyon en una semana.

  – Pero ellas queman calorías buscando cirujanos plásticos y jugando a las comiditas -dijo Mag-. Imagínate plantearse una dieta de tallos de apio y zanahoria en tiras según el feng shui.

  Budgie pensó lo agradable y descansado que era estar allí sentada tomando té y hablando con otra chica.

  En la última hora, Budgie pescó otro cliente y Mag se propuso tomarle la delantera por dos, pero el negocio no prosperaba. Quedaban sólo treinta minutos cuando un Mercedes todoterreno de color rojo cereza y ruedas cromadas pasó despacio al lado de Mag. Conducía un joven negro que llevaba un chándal de trescientos dólares y unas Adidas muy caras. Pasó una vez y luego volvió a pasar.

  Mag no le devolvió la sonrisa como había hecho con otros clientes esa noche, incluidos dos negros. Ese tipo le hizo pensar en una palabra: chulo. Entonces se dio cuenta de que si estaba en lo cierto, ése podría ser la guinda de la noche. Proxenetismo en primer grado. Y así, la segunda vez que pasó, le devolvió la sonrisa; él señaló la vuelta de la esquina y aparcó el todoterreno. Llevaba un CD de hip-hop a todo volumen, pero lo bajó para hablar.

  – ¿Qué pasa mama? -le dijo cuando se acercó cautelosamente-. ¿No te gustan las delisias de chocolate?

  – Me gustan las delicias de todas clases -dijo ella, pensando que, en efecto, era un chulo.

  – Apuesto a que sí. Entra aquí un momento y hablemos de negosios.

  – Estoy bien donde estoy.

  – ¿Qué pasa? ¿Eres poli o algo? -preguntó con una sonrisa, y Mag supo que no se lo creía.
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br />   – Puedo hablar desde aquí.

  – Vamos, guapa, entra -insistió, y se le dilataron las pupilas-. Creo que tengo una cosita para ti.

  – ¿Qué? -dijo ella.

  – Una cosita.

  – ¿Qué cosita?

  – Entra -repitió, y a Mag no le gustó el tono en que lo dijo esta vez. Iba colocado, desde luego, de crack o de crystal.

  – Va a ser que no -dijo ella, y empezó a alejarse, la cosa no pintaba bien.

  El hombre abrió la portezuela del coche, salió, dio la vuelta por detrás y se plantó entre ella y Sunset Boulevard. Mag iba a pronunciar la palabra clave «fino», pero pensó en la importancia de reducir a un chulo.

  – Más vale que hables deprisa -le dijo-, no tengo tiempo para tonterías.

  – ¿Has pensado currártelo en esta esquina? -le dijo él-. Pues te equivocas, a menos que tengas alguien que te proteja. Y eso no son tonterías, es justisia.

  – ¿Qué quieres decir? -preguntó Mag.

  – Yo voy a protegerte -le dijo.

  – ¿Como mi viejo? No me hace falta.

  – Sí te hase falta, sorra -le dijo-. Y la protecsión ha empezado ya. Así que, ¿cuánto te has sacado ya esta noche currándote mi esquina, en mi paseo?

  – Más te vale apartarte de en medio tío. Fino -dijo Mag. Estaba asustada de verdad; vio a un agente antivicio corriendo por el paseo en dirección a ella.

  – Ahora te enseño yo lo que es un tío fino -dijo él mientras ella buscaba con la mirada al equipo móvil que la cubría.

  Y el primer golpe la pilló por sorpresa, no lo vio venir. Había vuelto la cara hacia el paseo buscando su seguridad, deseando que se dieran prisa. Al caerse, dio con la cabeza en la acera. Estaba mareada y tenía el estómago revuelto, pero intentó levantarse. El tipo se le echó encima, la tocaba por todas partes con sus manazas buscando el monedero.

  – ¿Lo llevas en el chichi? -dijo, y Mag notó que la tocaba abajo, que le metía los dedos por dentro buscando.

  Entonces oyó estruendo de portezuelas al cerrarse de golpe y voces que gritaban, y el chulo gritó también; Mag se mareó del todo y vomitó encima del disfraz de zorra de sado. Y cayó el telón de la última actuación de la noche.

  Fausto Gamboa iba conduciendo cuando oyó en las tripas del coche «Agente herido» y el anuncio de una ambulancia que acudía rápidamente en código 3 a la zona de prostitución de Sunset Boulevard. Casi le provoca a Benny Brewster un traumatismo cervical al girar a la izquierda bruscamente, a toda velocidad; incluso se saltó una señal de stop como si no estuviera allí. Volaba hacia Sunset Boulevard.

  – ¡Ay, Dios! -exclamó-. Es una de las chicas. Lo sabía, lo sabía.

  – Espero que no sea Mag -dijo Benny Brewster, que había trabajado con ella casi todo ese cuadrante.

  Fausto le clavó una mirada fulminante y sintió un acceso de cólera, pero pensó que no podía culpar a Benny por desear que fuera Budgie. Él esperaba que fuera Mag. Era un pensamiento horrible, pero no tenía tiempo para matizar. Al doblar de nuevo a la izquierda notó que dos ruedas casi se despegaban del suelo.

  El Oráculo estaba en código 7 en su local de tacos predilecto de Hollywood Boulevard cuando llegó el aviso. Estaba al lado del coche, comiéndose el segundo taco de carne asada acompañado de un vaso enorme de horchata, agua de arroz con canela al estilo mexicano, cuando oyó «Agente herido».

  Fue el primero en llegar al lugar, después de los equipos de seguridad y los técnicos sanitarios que estaban subiendo a Mag a la ambulancia. Budgie estaba en el asiento trasero de un coche antivicio, llorando, y el chulo estaba esposado, tumbado en la acera cerca del callejón, quejándose de dolor amargamente.

  – Hay otra ambulancia en camino -elijo Simmons, el mayor de los policías antivicio.

  – ¿Cómo está Mag?

  – Bastante mal, sargento -dijo Simmons-. Se le ha salido el ojo izquierdo, lo tenía encima del pómulo. Por lo que vi, le ha machacado los huesos de la órbita.

  – ¡Oh, no! -dijo el Oráculo.

  – La tumbó de un puñetazo y la cabeza le rebotó en el bordillo de la acera. Creo que estaba consciente, más o menos, cuando llegamos, pero ahora no.

  – ¿Y él? -dijo el Oráculo refiriéndose al chulo. Pero vio la respuesta en la cara del policía antivicio cuando éste le respondió con cierta vacilación.

  – Opuso resistencia.

  – ¿Sabe si se ha comunicado al FID?

  – Sí, hemos avisado al jefe -dijo Simmons-. No tardarán en llegar. Hay… -prosiguió, sin mirar al Oráculo a los ojos- un tipo en esa licorería que a lo mejor quiere poner una denuncia por la forma en que… se ha llevado a cabo la detención. Se puso a protestar como loco. Le dije que esperase a que llegara la División de Investigación. Espero que cambie de opinión antes de que lleguen.

  – Hablaré con él -dijo el Oráculo-, a lo mejor consigo tranquilizarlo.

  Cuando el Oráculo iba hacia la licorería, vio a un joven de antivicio paseando nervioso, acompañado por otro que le hablaba con vehemencia. Llegó la segunda ambulancia y el viejo sargento oyó gemir al chulo cuando lo colocaron en la camilla. En la licorería, el anciano propietario paquistaní terminó de cobrar a un cliente y se dirigió al Oráculo.

  – ¿Está aquí para oír mi declaración?

  – ¿Qué vio usted? -le preguntó el Oráculo.

  – Oigo cerrarse puertas de coche con mucha fuerza. Oigo gritos de un hombre. Oigo voces, juramentos, más gritos del hombre. Corro a ver. Veo a un blanco joven, da patadas a un negro caído en el suelo. Y le da, le da y no para. Maldice y le da más. Otros blancos lo sujetan y se lo llevan lejos. El negro sigue chillando, chilla mucho. Veo las esposas. Sé que son policías. Sé que vienen aquí por mujeres de la calle. Es mi declaración.

  – Vendrán unos investigadores a hablar con usted -dijo el Oráculo, y salió del local.

  Budgie se había ido en un coche de antivicio. Todavía estaban allí cuatro agentes y dos coches. El policía joven que paseaba con impaciencia cuando el Oráculo llegó se le acercó.

  – Sé que voy a tener problemas, sargento. Sé que hay un testigo civil.

  – A lo mejor le conviene llamar al teléfono rojo de la Liga de Protección y asesorarse con un abogado antes de hacer declaraciones -le dijo el Oráculo.

  – De acuerdo -dijo el agente de antivicio.

  – ¿Cómo se llama, hijo? -le preguntó-. Ya no me acuerdo de los nombres de todos, como antes.

  – Turner -dijo él-, Rob Turner. Nunca trabajé en su turno de guardia, cuando estaba en patrullas.

  – Rob -dijo el Oráculo-, no quiero que me haga declaraciones a mí. Llame a la Liga. Le asisten derechos, no tema ejercerlos.

  – Sólo quiero que sepa… -era evidente que Turner confiaba en el Oráculo por la fama que tenía-, que todo el mundo sepa…, que, cuando llegué, ese chulo hijoputa estaba sentado encima de ella, con las manazas metidas dentro de sus pantalones. Esa chica tan guapa tenía la cara destrozada. Quiero que todos los agentes sepan lo que vi cuando llegué. No me arrepiento de nada, sólo siento perder la placa. Eso lo lamento de verdad.

  – Basta de cháchara, hijo -elijo el Oráculo-. Vaya a sentarse al coche y ordene los pensamientos. Búsquese asesoría jurídica. Le queda una larga noche por delante.

  Cuando el Oráculo volvió al coche a apuntar notas, vio a Fausto y a Benny Brewster aparcados en la acera de enfrente, hablando con un policía antivicio. Estaban muy serios. Fausto cruzó la calle y el Oráculo pensó que ojalá no le diera la paliza con sus «se lo dije» porque no estaba de humor, ni muchísimo menos.

  – Qué mierda de trabajo, Merv -fue lo único que le dijo.

  – Los perros viejos como tú y yo, Fausto, es lo único que tenemos -le contestó abriendo una caja de pastillas antiacidez-. Semper policía.

  Capítulo 11

  Aquella mañana temprano, Mag Takara pasó por el quirófano en el Cedars-Sinaí, donde le reconstruyeron los huesos de la cara; tendría que someterse a posteriores operaciones, pero la preocupación inmediata era salvarle la vista del ojo
izquierdo. El proxeneta, Reginald Clinton Walker, tras ser entregado en la cárcel hospital de la Universidad del Sur de California, también tuvo que someterse al bisturí para que le amputasen el bazo. A Walker lo acusarían de agresión en primer grado por las graves lesiones físicas que había provocado a la agente Takara, aunque, naturalmente, no podría alegarse el agravante de asalto a la autoridad.

  Todos los policías del turno medio pensaban que las acusaciones de asalto y proxenetismo en primer grado serían negociables, pero tanto el capitán de área como el de patrulla se comprometieron a hacer todo lo posible por convencer al fiscal del distrito de a bordo de que presentara cargos en primer grado sin ninguna rebaja, con todo el peso de la ley. Sin embargo advirtieron que tan pronto como Walker formalizase una denuncia multimillonaria contra el LAPD y la ciudad por la pérdida del brazo, el resultado sería impredecible.La tarde siguiente, una hora antes del control de asistencia del turno medio, la enfermera de planta del Cedars vio llegar a un hombre alto en camiseta y vaqueros, bronceado y con mechas decoloradas en el pelo, con un enorme ramo de rosas rojas y amarillas. A la puerta de la habitación de la agente Mag Takara se encontraban su madre, su padre y sus dos hermanas menores, que lloraban.

  – ¿Esas rosas son para la agente Mag Takara, por casualidad? -preguntó la enfermera.

  – Sí.

  – Eso me parecía. Es usted el cuarto. Pero la paciente no puede recibir visitas hoy, salvo la familia más cercana. Están esperando a la puerta de la habitación mientras le cambian los vendajes. Si lo desea, puede hablar con ellos.

  – No quiero molestarlos -dijo él.

  – Las flores son preciosas. ¿Quiere dejárselas aquí?

  – Sí, claro. Lléveselas a la habitación cuando pueda.

  – ¿Sin tarjeta?

  – Se me olvidó. Sí, sí, sin tarjeta.

  – ¿Le digo quién se las ha traído?

  – Dígale solamente que… Dígale que cuando se encuentre mejor le diga a su familia que la lleve a la playa.

  – ¿A la playa?

 

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