Hollywood Station

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Hollywood Station Page 23

by Joseph Wambaugh


  – ¡Odar! -gritó Gregori, el dueño del desguace, saliendo de la pequeña oficina. El animal se retiró y lo encerró en el interior. Después volvió a salir, con la cara manchada de aceite de motor y limpiándose las manos-. Es mejor que la cadena en la verja -comentó-. Y Odar no se asusta de las placas de la bofia.

  Era un hombre delgado y nervudo con el pelo ralo y oscuro; llevaba una sudadera y unos pantalones de trabajo llenos de aceite. Dentro del garaje había un Cadillac Escalade último modelo, al menos en su mayor parte, alzado en el elevador hidráulico. Le faltaban dos ruedas y el parachoques frontal; dos empleados latinos trabajaban en los bajos del vehículo.

  Olive se quedó en el coche y, cuando Gregori y Farley se encontraron a solas, Farley le enseñó un paquete de veintitrés llaves electrónicas. Gregori miró las tarjetas por encima.

  – ¿De qué hotel son? -le preguntó.

  – Las coge Olive merodeando por determinados hoteles de los paseos -dijo Farley-. La gente las deja en el mostrador de recepción y el vestíbulo, al lado de los teléfonos, o en el bar de los hoteles. -De pronto, Farley pensó que aquello parecía muy fácil y añadió-: Es arriesgado y requiere tiempo, y tiene que hacerlo una mujer. Si tú o yo intentáramos rondar por un hotel, los de seguridad se nos echarían encima al minuto. Además, hay que saber qué hotel tiene la tarjeta adecuada. Olive lo sabe, pero no me lo cuenta.

  – Cinco pavos por cada una te doy.

  – Vamos, Gregori -insistió Farley-, estas tarjetas están de primera, el tamaño perfecto, el color perfecto y la banda magnética nuevecita. Si compras carnets de conducir falsos a Cosmo, estas bandas se pegarán a la perfección. Darán el pego ante cualquier poli de la calle.

  – Hace mucho que no hablo con Cosmo -dijo Gregori-. ¿Tú lo has visto últimamente?

  – No, hace un año que no lo veo -mintió Farley-. Mira, Gregori, por muy poca pasta, todos los putos espaldas mojadas que trabajan en tu negocio pueden tener carnet de conducir mañana. Por no hablar de los amigos y familiares de tu querido país.

  – Amigos y familiares armenios pueden sacar carnet de verdad -dijo Gregori imperiosamente.

  – Claro que sí -replicó Farley como disculpándose-, me refería nada más llegar aquí. He estado en un par de casas de armenios en Hollywood Este. Por fuera parecen una mierda, pero dentro, tienen televisor de cincuenta y dos pulgadas y un sistema de sonido que reventaría las paredes si lo pusieran a todo volumen. Pueden tener hasta un Bentley blanco en el garaje. Sé que los de tu tierra sois muy buenos en los negocios.

  – Lo sabes, ¿eh Farley? Entonces también sabes que no pago más de cinco dólares por las tarjetas -dijo Gregori sacando el billetero.

  Cerrado el trato, cuando volvían hacia el paseo a comprar un poco más de crystal, le dijo a Olive:

  – ¿Has visto lo que tenía ese comunista mamón de tres al cuarto en el elevador?

  – ¿Un coche nuevo?

  – Un Escalade nuevo. Ese armenio de mierda manda a uno de sus currantes pringosos que lo robe. Luego desmontan hasta el chasis y se deshacen de lo más comprometedor, como el propio chasis y los números. Luego rebuscan por todos los desguaces del país hasta que encuentran un Escalade. Compran el chasis, lo traen aquí y vuelven a montar las piezas del coche robado en el chasis limpio, y luego lo dan de alta en Tráfico. Una auténtica movida armenia. Son como tribus de gitanos. Cosmo es armenio. Teníamos que haber lanzado la bomba atómica a todos los estados soviéticos satélites cuando tuvimos ocasión.

  – Cosmo me da miedo, Farley -dijo Olive, pero él no le hizo caso, fastidiado todavía por lo poco que había sacado de las tarjetas.

  – ¿Oíste el nombre del perro? Ociar. Eso es lo que nos llaman los armenios a los que no somos de su país. Cabrón comecabras. Si no fuera yo un rico propietario, ahora mismo me abría de Hollywood, lejos de todos esos emigrantes de mierda.

  – Farley -dijo Olive-, cuando tu madre te dejó la casa, ya la había pagado del todo, ¿verdad?

  – Pues claro. Joder, cuando mis padres la compraron, sólo costaba treinta y nueve de los grandes.

  – Ahora podrías venderla por mucho más, Farley -dijo Olive-. Podríamos marcharnos a otra parte y dejar lo de Ilya y Cosmo.

  – A ver si te enteras, tía -le dijo-. Es lo más grande que he hecho en mi vida, no pienso renunciar, así que encájalo de una vez.

  – Podríamos dejar el crystal -dijo Olive-. Tú podrías ir a rehabilitación, yo estoy segura de que puedo dejarlo si tú haces rehabilitación.

  – Ah, ya entiendo. Te he metido en las drogas y la delincuencia, ¿no es eso? Antes de conocerme eras una animadora virginal, ¿verdad?

  – No es eso lo que quiero decir, Farley. Es sólo que creo que podría dejarlo si lo dejaras tú.

  – Que no se te olvide contarle todo eso al director de casting cuando te diga que le hables de ti. Eras una buena chica, pero un tío perverso te arrastró a la mala vida. Por cierto, ¿quién te da casa, coche, comida y ropa y todas las putas cosas que hacen que la vida valga la pena?

  Farley aparcó a cuatro manzanas de Hollywood Boulevard para que no lo multaran y se acercaron andando a un local de tatuajes del paseo, propiedad de un miembro de una pandilla de moteros ilegales. Había un hombre joven y nervioso sentado en una silla, sobre quien trabajaba un artista barbudo con una sucia cola de caballo rubia, camiseta de tirantes, vaqueros y sandalias. Estaba tatuándole en el hombro izquierdo algo que parecía un unicornio. El artista hizo un gesto a Farley.

  – Ahora mismo vuelvo -dijo al cliente después de quitarle un poco de sangre del brazo. Se fue a la trastienda y Farley lo siguió.

  – Dos papelas -dijo Farley al artista en el cuarto de atrás.

  El artista lo dejó allí, se fue a otra habitación y volvió al cabo de unos minutos con el crystal en dos globitos de plástico.

  Farley le dio seis billetes de veinte dólares y volvió al local, donde Olive admiraba el dibujo del hombro del joven, aunque el tipo parecía mareado y profundamente arrepentido.

  – Vas a llevar un tatuaje muy bonito -dijo Olive sondándole. ¿Es un caballo o una cebra?

  – Vámonos, Olive -dijo Farley. De camino al coche, comentó-: ¡Qué guarros son esos artistas moteros! Luego a la gente le salen ampollas y un montón de heridas. Carniceros, eso es lo que son.

  – ¿Sabes una cosa, Farley? -dijo Olive de pronto, cuando se pararon en un semáforo, a medio camino de casa-. ¿No te parece que puede ser un poquito grande para nosotros? Me refiero a intentar que Cosmo nos pague diez mil dólares. ¿No te da un poco de miedo?

  – ¿Miedo? Voy a contarte lo que he pensado. Verás, he pensado hacerle lo mismo a ese tirao hijoputa de Gregori. Que se joda. No pienso trapichear más con ese cerdo, así que, no sé cómo le sentaría que lo llamara por teléfono y le dijera que iba a avisar a la policía y a contarles todo lo que sé de sus operaciones de reciclaje. ¿Crees que le haría gracia sacarse la billetera gorda que lleva y darme unos cuantos verdes de verdad para que me callara la boca?

  A Olive le sudaban mucho las manos. No le gustaba el giro tan rápido que empezaban a dar las cosas, la forma en que Farley estaba cambiando. Cosmo la asustaba mucho, y también Ilya.

  – Me parece que será horrible cuando vayamos a ver a Cosmo para que nos pague -dijo -. Me preocupas tú, Farley.

  – No soy idiota, Olive -dijo Farley mirándola con sorpresa-. Ese cabrón robó en la joyería a punta de pistola. ¿Te crees que vamos a quedar en un sitio solitario o algo así? Ni hablar. Todo va a suceder en un sitio bonito y seguro, lleno de gente.

  – Qué bien -dijo Olive.

  – Y lo harás tú, claro, no yo.

  – ¿Yo?

  – Para ti siempre es más seguro -dijo Farley-. A mí me odia, pero a ti no te hará nada.

  A las siete de la tarde, Gregori llamó a su conocido Cosmo Betrossian y mantuvieron una conversación en su idioma. Gregori le dijo que había tenido una visita y había comprado unas tarjetas de acceso a Farley, el malvado drogadicto que Cosmo le había presentado hacía un año, cuando necesitaba papeles para sus e
mpleados del taller de recuperación de vehículos.

  – ¿Farley? Hace mucho tiempo que no veo a ese loco -mintió Cosmo.

  – Bueno, amigo -dijo Gregori-, sólo quiero saber si ese ladrón es de fiar.

  – ¿En qué sentido?

  – Esa gentuza a veces da soplos a la policía. La policía cambia pececillos pequeños por ballenas gordas, y a lo mejor me consideran una ballena.

  – En ese aspecto puedes fiarte de él -dijo Cosmo-. Está tan enganchado a la droga que ni la policía querría hacer tratos con él. Pero no le prestes dinero. Yo fui tan idiota que se lo presté.

  – Gracias -dijo Gregori-. ¿A lo mejor puedo invitaros a ti y a tu preciosa Ilya a cenar una noche en el Gulag?

  – Estaría muy bien, gracias -dijo Cosmo-. Pero tengo una idea. A lo mejor puedes hacerme un favor.

  – Cuenta con ello.

  – Te agradecería mucho que el mes que viene, una noche que ya te diré, llamaras a Farley y le dijeras que necesitas más llaves electrónicas porque te han llegado unos cuantos empleados mexicanos nuevos con familia y todo. Ofrécele más de lo que hayas dado hoy y dile que te las lleve al desguace. De noche.

  – Cierro antes del anochecer, incluso los sábados.

  – Ya lo sé -dijo Cosmo-, pero tendrías que darme un duplicado de la llave de la verja. Seré yo quien esté en el taller cuando llegue Farley.

  – Un momento -dijo Gregori-, ¿qué significa todo eso?

  – Es sólo por el dinero que me debe -dijo Cosmo para tranquilizarlo-. Quiero asustar un poco a ese drogadicto malvado, que me dé todo el dinero que lleve encima. Tengo derecho.

  – Cosmo, la violencia no es lo mío, lo sabes de sobra.

  – Sí, claro. Lo máximo que haré es guardarle el coche hasta que me pague. Le quitaré las llaves y me llevaré el coche a mi casa, y tendrá que volver a la suya andando. Nada más.

  – ¿Eso no es robar? ¿Podría avisar a la policía?

  – Es una pelea de negocios -dijo Cosmo riéndose-. Y Farley es el último de todo Hollywood que avisaría a la policía. No ha trabajado honradamente en su vida ni un día.

  – No me gusta nada todo eso -dijo Gregori.

  – Escucha, primo -dijo Cosmo-, deja la llave en mi apartamento después de cerrar hoy mismo. Yo no estaré allí porque tengo otras cosas que hacer, pero estará Ilya. Te preparará su té especial, en vaso, al estilo ruso. ¿Qué me dices?

  Gregori guardó silencio un momento, pero entonces pensó en Ilya, esa impresionante rusa rubia de bonitas piernas torneadas y tetas enormes.

  – Además -añadió Cosmo, pues el silencio de Gregori se alargaba mucho- te daré cien dólares por las molestias, con mucho gusto.

  – De acuerdo, Cosmo -dijo Gregori-. Pero no quiero violencia en mi propiedad, pase lo que pase.

  Cosmo colgó y cambió de idioma para hablar con Ilya.

  – ¡No crees qué buena suerte tenemos! Dentro de unas horas, Gregori que tiene el desguace traerá la llave aquí. Digo daré a él cien dólares por su llave. Eres buena con él, Ilya. Invita a Gregori a té en vaso.

  Dos horas después, cuando Gregori llegó, descubrió que, fiel a su palabra, Cosmo no estaba en casa. Ilya lo recibió y, cuando el hombre dejó la llave del taller en la mesa, ella le dijo que se sentara mientras preparaba el té.

  Ilya llevaba un vestido rojo de algodón que se le subía cada vez que se agachaba, por poco que fuera, y Gregori le veía los muslos blancos y rellenos. El pecho se le salía del sujetador, que era de encaje negro, como pudo comprobar. Ilya puso dos vasos, platillos y galletas en la mesa.

  – Cosmo no vuelve esta noche -dijo-. Negocios.

  – ¿Te pones solitaria? -le preguntó Gregori.

  – Sí -dijo ella-. Gregori, ¿Cosmo te prometió cien dólares?

  – Sí -dijo Gregori, incapaz de apartar la mirada de esos inmensos pechos blancos.

  – Los tengo para ti, pero…

  – ¿Sí, Ilya?

  – Tengo que comprar zapatos y Cosmo no es generoso. Si le digo que te doy el dinero pero…

  – ¿Sí, Ilya?

  – Pero a lo mejor hacemos como dicen aquí…

  – ¿Sí, Ilya?

  – Follamos hasta que los sesos se nos salgan afuera de nuestra cabeza.

  El té quedó pospuesto y, dos minutos después, Gregori estaba en calcetines, pero de pronto empezó a inquietarse por Cosmo.

  – Ilya, promételo -le pidió-. Cosmo no lo sabrá jamás.

  – Gregori -elijo ella desabrochándose el sujetador primero y quitándose el tanga negro después-, no hay nada que temer. Cosmo dice que en Estados Unidos, en cada trato de negocios siempre hay alguien que se folla a alguien. De un modo u otro.

  Capítulo 12

  Hollywood Nate siempre decía que los policías del distrito Hollywood se dividían en dos clases: los Starbucks y los 7-11. Él era sin duda un Starbucks y, por suerte para él, Wesley Dmbb, su protegido, era de una familia que jamás había puesto un pie en un establecimiento 7-11. Nate no podía trabajar muchas horas sin pasarse por el Starbucks de Sunset y La Brea o el de Sunset con Gower. Del mismo modo, había policías en la comisaría (del tipo 7-11) que preferían hacer código 7 en IHOP. Nate opinaba que comer en IHOP producía suficiente colesterol malo para atascar la línea roja del metro. Ni siquiera frecuentaba el siempre popular Hamburger Hamlet, prefería los comedores del barrio tailandés, de los alrededores de Hollywood Boulevard y Kingsley. O algún local de Sunset Oeste más consciente de la salud donde sirvieran delicioso latte.

  Su atractiva cara de halcón se había repuesto del combate con el veterano de guerra que quería que lo llevara a Santa Mónica y La Brea. Lo último que supo de él fue que había llegado a un acuerdo con el fiscal y le habían rebajado los cargos a simples lesiones y, sin duda, no tardaría en volver a las drogas, a revivir escenas del pasado y a desear que lo llevaran a Santa Mónica y La Brea.

  Nate había vuelto a hacer músculos en el gimnasio y a correr tres veces por semana; tenía cita con una representante de verdad que quizá le diera un buen empujón en su carrera. Puesto que era uno de los pocos oficiales de la comisaría siempre dispuesto a trabajar en cualquier celebración de la alfombra roja, en el Grauman o en el teatro Kodak, donde a veces hacían falta centenares de policías, allí había conocido a la representante.

  – ¿Sabes una cosa, Wesley? -dijo Nate-. ¿Te acuerdas de la peliculilla independiente que quiero hacer? ¿Has podido decirle algo a tu padre?

  – No, Nate, todavía no -dijo Wesley-. Mi padre está en Tokio. Pero yo no tendría muchas esperanzas. Es muy conservador a la hora de invertir.

  – Y yo también, Wesley, y yo también -dijo Nate-, pero lo mío es lo menos arriesgado que hay en el mundo del cine. ¿Te dije que me voy a sacar el carnet del sindicato?

  – No estoy seguro de si me lo dijiste o no -contestó Wesley, pensando «¿Parará alguna vez? El tío tiene treinta y cinco años. Será una estrella cuando la Universidad del Sur de California cambie el programa de fútbol americano por lacrosse».

  – Cada vez que hago un trabajo del sindicato como extra de fuera del sindicato me dan un vale. Un trabajo más y tendré vales y nóminas suficientes. Entonces reuniré los requisitos para hacerme del Sindicato de Actores de Cine.

  – De miedo, Nate -dijo Wesley.

  Cuando Hollywood Nate se acostaba, después del trabajo, tenía sueños latte y fantasías moka sobre la vida en una silla de director, con un babero de maquillaje, citas sólo con personas importantes, pronunciando la palabra «energía» en una de cada tres frases, al menos, y una casa tan grande que haría falta un sherpa para encontrar las habitaciones de invitados. Ése era el sueño de Hollywood Nate Weiss.

  En cuanto al joven Wesley Drubb, el sueño era un lío. Últimamente había pasado mucho tiempo intentando convencerse de que dejar la universidad sin haber terminado la licenciatura y hacer después un máster en administración de empresas no había sido un error tremendo. Se preguntaba muchas veces si había hecho bien en cambiar la casa familiar de Pacific Palisades por un apartamento de me
dio pelo en Hollywood Oeste, que no habría podido pagarse fácilmente sin compartirlo… y sin los cheques nominales que recibía en secreto con cargo a la cuenta de su madre, cheques que, noblemente, se había negado a cobrar los primeros meses, hasta que por fin sucumbió. ¿Qué quería demostrar? ¿Y a quién?

  Después del incidente de la granada de mano y de la pelea en la que Na te se había hecho más daño del que confesaba, Wesley sostuvo una conversación confidencial con su hermano Timothy con la esperanza de que el mayor le diera consejo.

  Timothy, que sólo llevaba tres años trabajando en Lawford and Drubb y se había embolsado 175.000 dólares el año anterior (la idea de su padre de empezar desde abajo), le dijo:

  – ¿Qué sacas con ello, Wesley? Y haz el favor de no salirme con sandeces existencialistas de universitario.

  – Pues… -dijo Wesley-, no lo sé. Me gusta lo que hago casi todo el tiempo.

  – Tú eres gilipollas -le dijo su hermano poniendo fin a la discusión-. Al menos procura quedarte lisiado solamente, en vez de morir. Sería el fin de mamá si perdiera a su hijito pequeño.

  Pero Wesley Drubb no temía quedarse lisiado ni morir. Era joven y, por tanto, pensaba que esas cosas sólo les pasaban a los demás, o a las demás, como en el caso de Mag Takara. No, lo que no podía explicar a su hermano, a su padre, a su madre ni a ningún cofrade de la fraternidad de los que iban a licenciarse era que el Oráculo tenía razón. Ese trabajo era el más divertido que haría en la vida.

  Es cierto que algunas noches eran aburridas, cuando no sucedía gran cosa, pero tampoco tanto. En el lado malo estaba la increíble cantidad de supervisión que el LAPD soportaba en esos momentos, que además generaba muchísimo papeleo; también las críticas de la prensa y una conciencia de lo políticamente correcto que los civiles jamás comprenderían ni tolerarían. Pero el balance final de la jornada era que el joven Wesley Drubb se divertía. Por eso seguía siendo policía, y quizá por eso seguiría siéndolo en un futuro predecible. En ese momento, el proceso de pensamiento se salió del carril. A su edad, no podía tener la menor idea de lo que significaba en realidad «un futuro predecible».

 

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