Hollywood Station

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Hollywood Station Page 31

by Joseph Wambaugh


  – Es una de las cosas en las que estoy pensando.

  Capítulo 16

  El Oráculo apareció en el control de asistencia del jueves acompañado por un investigador que casi todos habían visto por comisaría, e incluso varios de los más antiguos conocían de nombre.

  – Bien, escuchen -dijo el Oráculo-. Les presento al oficial de investigación Chernenko. Tiene que decirles algunas cosas importantes.

  Viktor se puso ante los policías con su eterno traje arrugado y salpicado de comida en las solapas.

  – Buenas tardes tengan ustedes -les deseó-. Estoy investigando el 211 a la joyería en el que su compañera, la oficial Takara, fue tan valiente. También me intereso mucho por el 211 al cajero automático perpetrado hace tres días, donde murió un guardia de seguridad. Estoy pensando que las mismas dos personas hicieron ambos y ahora todo el mundo está de acuerdo conmigo.

  »Mi deseo es que vigilen, que busquen a cualquier persona que pueda estar robando en un buzón. Es delito muy típico de drogadictos, y, por tanto, pueden fijarse en anfetamínicos que merodeen cerca de los buzones azules, en las esquinas de las calles. Más principalmente en la zona de Gower, en el sur de Hollywood Boulevard. Si encuentran a un sospechoso, miren si lleva un artilugio, como cuerda y cinta adhesiva, que con ello pescan en el buzón. Si no encuentran nada, por favor escriban una ficha completa sobre el sospechoso y me la dejan al final del turno. ¿Alguna pregunta?

  Wesley Drubb se giró para mirar a Hollywood Nate, el cual parecía avergonzado pensando, evidentemente, en lo mismo que él.

  – ¿Por qué Gower, al sur del paseo, Viktor? -preguntó Fausto Gamboa, el oficial más veterano del turno medio-. ¿Puede decírnoslo?

  – Sí, Fausto, no es un gran secreto -contestó Viktor-. Es una pista muy pequeña. Creo que la información sobre las joyas se sacó de una carta robada en un buzón allí, en Gower.

  Wesley Drubb miró de nuevo a Hollywood Nate pero no fue capaz de esperar a que Nate se decidiera a reconocer que quizá hubieran dejado escapar un buen indicio hacía ya unos días. Wesley levantó la mano.

  – ¿Sí, Drubb? -dijo el Oráculo-, ¿Quiere preguntar algo?

  – La semana pasada -dijo Wesley- recibimos una llamada sobre dos indigentes que estaban peleándose en Hollywood Boulevard. Lino de ellos dijo que, hacía un par de semanas, había visto a un hombre y una mujer robando el correo de un buzón azul a unas manzanas al sur de Hollywood Boulevard con Gower.

  – ¿Les dijo alguna otra cosa más? -preguntó Viktor con cierto interés, aunque el comentario en sí no despertó mucho entusiasmo.

  – Sí, en efecto -dijo, mirando a Nate otra vez-, también dijo que iban en un Pinto azul, y que la otra era una mujer, como ya he dicho. Y la mujer lo llamó Freddy o Morley.

  – Gracias, agente -dijo Viktor-, repasaré las últimas fichas y buscaré el nombre Freddy y el nombre Morley, pero naturalmente no será fácil.

  – Creo que no ha terminado, ¿verdad, Drubb? -dijo el Oráculo al ver la mirada de Wesley a Hollywood Nate-. ¿Tiene algo más que decir?

  – Sí, sargento -asintió Wesley-. El indigente tenía una tarjeta donde había apuntado la matrícula del coche de los que habían robado en el buzón. -Viktor se quedó entonces con la boca abierta.

  – ¡Fantástico! -exclamó por fin-. Por favor, agente, hágame entrega de la tarjeta.

  – Me temo -dijo Wesley avergonzado, pero fiel a su compañero-, me temo que se la devolví.

  – Yo le dije que se la devolviera -intervino entonces Hollywood Nate-. Supuse que no tenía mayor importancia, si al fin y al cabo no eran más que unos drogadictos robando correo, porque lo hacen constantemente. Fue culpa mía, no de Wesley.

  – No se trata de culpas -dijo el Oráculo-. ¿Cómo se llamaba el indigente de la tarjeta? ¿Dónde puede localizarlo el investigador Chernenko?

  – Trombone Teddy, lo llaman -dijo Nate-. Le hicimos una ficha, a él y al otro indigente que lo tiró de culo al suelo. Pero ninguno de los dos tiene domicilio fijo. Esos hombres no viven en ninguna parte.

  – Weiss -elijo el Oráculo a Hollywood Nate-, usted y Drubb tienen una misión especial esta noche. No atiendan llamadas, desconéctense y salgan a buscar a Trombone Teddy. Traigan ese número de matrícula al investigador Chernenko.

  – Lo siento, sargento -dijo Hollywood Nate, completamente arrugado.

  – No se preocupe, agente -dijo Viktor-. Sin duda, esos sospechosos pasarán desapercibidos unos cuantos días, pero pronto tendrán que actuar. Tienen las patatas calientes.

  En noches de mucho movimiento, las unidades del turno medio a veces comparaban notas y una se llevaba el premio de la jornada a la incidencia hollywoodiense más estrambótica (el IHE). La patrulla 6 X 32 ganó una mención honorífica por una llamada de Hollywood Este en la que un miembro del clan Calle 18 merodeaba por una tienda de licores con otros dos pandilleros. El dependiente de la tienda, un libanés, se asustó porque era evidente que el tipo escondía algo grande debajo de la sudadera. En plena época de terrorismo, el dependiente tenía miedo de que los patrulleros de la Calle 18 estuvieran preparándose para bombardear la tienda, ya había tenido que avisar a la policía en otra ocasión porque otro miembro del clan había robado una botella de ginebra.

  Flotsam y Jetsam respondieron a la llamada. Tenían a los tres patrulleros contra la pared del establecimiento y les ayudaban Hollywood Nate y Wesley Drubb, hartos ya de buscar a Trombone Teddy. Wesley estaba encantado porque, por encontrarse tan cerca, habían podido cubrir a sus compañeros en un asunto de pandilleros.

  El pandillero de menor estatura, un cabeza rapada cubierto de tatuajes, de veintiún años, con anchos pantalones cortos de calle y una camiseta enorme cortada, iluminado por las linternas y las luces de neón de la tienda, los miraba por encima del hombro. Algo muy grande le abultaba en el pecho.

  – Bien, muchacho -dijo Flotsam con la nueve apuntada hacia el suelo-, dese la vuelta y levántese la sudadera muy despacio, a ver qué lleva ahí.

  Lo hizo y lo que vieron fue el listín telefónico de las páginas amarillas de Los Ángeles, fijado al pecho con gomas.

  – ¿Qué demonios es eso? -dijo Flotsam.

  – Una guía de teléfonos -dijo el pandillero.

  – Eso ya lo sé. ¿Pero por qué la lleva atada al pecho?

  – Hay un viejo veterano de White Fence que va por mí, tío -dijo el pandillero mirando alrededor-. ¿Se cree que voy a andar por ahí sin ninguna protección, para que me metan una bala?

  – Tío, no sabes lo que has hecho -le dijo Jetsam-. ¡Vas a crear escuela en toda la nación! ¡Acabas de inventar el chaleco antibalas urbano más asequible del mercado!

  El sábado, dos días después de que Cosmo e Ilya escondieran el coche robado y el dinero en casa de Farley Ramsdale, Cosmo pensó que ya había pasado tiempo suficiente y no podían esperar más. Llamó a Gregori al desguace por la mañana y consiguió que uno de los empleados mexicanos fuera a la dirección de Farley con la grúa. Cosmo insistió en que era muy importante cronometrar bien la acción, y que la grúa tenía que llegar a las siete de la tarde.

  – ¿Por qué compras coches viejos que no funcionan? -le preguntó Gregori en armenio.

  – Es para Ilya. Necesitamos dos coches -dijo Cosmo-. Te encargaré a ti la reparación y te pagaré trescientos dólares por la grúa, porque es sábado por la noche. Además, daré propina al conductor, le daré cincuenta más, si llega puntualmente a las siete.

  – Qué generoso -dijo Gregori-. ¿Y cuándo me devuelves la llave de repuesto del desguace que dejé a Ilya?

  – El lunes por la mañana -dijo Cosmo-, cuando vaya a ver los arreglos que necesita el Mazda.

  – De acuerdo, Cosmo -dijo Gregori-, El conductor que te mando se llama Luis. Habla inglés bastante bien. Remolcará el coche hasta el desguace.

  – Gracias, hermano -dijo Cosmo-. Nos vemos el lunes.

  Cuando Cosmo terminó de hablar con Gregori, Ilya, que estaba tumbada en la cama fumando y viendo un viejo musical de la MGM en televisión, dijo:

  – ¿Entonces hoy
haces lo que piensas hacer?

  – ¿Deseas oyes mi plan, Ilya?

  – Dije que no quería saber el plan, pero tengo cambio de opinión sobre algunas cosas. Ahora deseo que me cuentes cómo te deshaces del coche y sacas nuestro dinero. No me cuentas más que eso.

  – De acuerdo, Ilya -elijo él-. Voy a casa de Farley a las siete en punto y ayudo a conductor de la grúa a llevarse el coche. Doy al conductor cincuenta dólares cuando me llama cuando llega al desguace de Gregori. Si no llama, sé que la policía tiene a él y la grúa con el coche robado. Entonces cogemos nuestro dinero y nuestros diamantes y huimos a San Francisco y nunca volvemos.

  – Pero quizá ayer o quizá hoy Farley ha visto el coche o ha encontrado nuestro dinero y ha llamado a policía, y policía está allí a esperarte.

  – Si no llamo a las siete y media, todo está bien; llamas al taxi, vas al aeropuerto y vuelas a San Francisco con los diamantes. Y Dios te bendiga. Por favor, vive una buena vida. No diré a la policía nada sobre ti nunca, nunca.

  – Cosmo, tomas mucho riesgo.

  – Sí, pero está bien, creo. Creo que Farley y Olive no miran el garaje ni debajo de la casa. Sólo miran por las drogas, nada más.

  – ¿Cómo sabes que Farley y Olive no estarán allí, en la casa, cuando tú vas a las siete, Cosmo?

  – Ahora haces una pregunta tú dices no deseas sabes.

  – Es correcto. No digas más.

  La pregunta que se quedó sin responder tenía una respuesta muy sencilla. Cosmo iba a llamar a Farley para concertar una cita de negocios, llegaría a casa de Farley a las seis de la tarde con una bolsa de lona. Dentro de la bolsa llevaría la pistola, un rollo de cinta aislante y un cuchillo de cocina que había afilado cuando Ilya salió a la tienda de licores a comprar tabaco. Si Farley y Olive estaban en casa, llamaría a la puerta, le dejarían pasar so pretexto de pagar el chantaje, los haría prisioneros a punta de pistola, les ataría las muñecas y les taparía la boca. Luego les cortaría la garganta. La policía pensaría que sería un asesinato entre adictos, debido seguramente a un trapicheo malogrado.

  Si por algún motivo Farley y Olive no podían estar en casa a la hora prevista, tenía un plan alternativo en el que entraba en juego la llave de repuesto del desguace. Una llamada de Gregori para comprarles más tarjetas de acceso los llevaría allí al día siguiente. Cosmo les tendería allí la emboscada y se desharía de los cadáveres en alguna parte de Los Angeles Este. Otro asesinato entre adictos.

  En cuanto al coche, si el conductor de la grúa le llamaba al móvil y le decía que el encargo ya estaba hecho, Cosmo iría al desguace de Gregori el lunes por la mañana y diría a Gregori que había cambiado de opinión y ya no quería reparar el coche, y que convirtiese el Mazda en chatarra. Estaba seguro de que Gregori no le haría preguntas si le daba mil dólares.

  No veía fallos en el plan, era perfecto. Deseaba que Ilya le permitiese contarle todos los detalles. Seguro que le impresionaría lo bien que lo había planeado pensando en todo. Lo único que le preocupaba es lo enfadado que podría estar Dmitri porque no le había llamado, pensaría que lo había traicionado y quizá mandara a unos matones rusos en su busca.

  Las manos le temblaban a las cinco y cuarto de la tarde, cuando se dirigía a casa de Farley. Decidió hacer las dos llamadas telefónicas cruciales que posiblemente decidirían su suerte. La primera fue al móvil al que Dmitri le había dicho que le llamara sólo cuando terminara el trabajo. Sonó cinco veces y…

  – Sí.

  – Dmitri, soy yo.

  – Ya sé quién -dijo Dmitri-. Pensaba que habías ogcurrido escapar de mí. Sería una gran tontería de hacer.

  – No, no, Dmitri. Estamos tranquilos dos o tres días.

  – No me digas más. ¿Cuándo te veo para todos nuestros negocios? Tienes cosas que darme.

  – Tengo que hacer más cosas, Dmitri. A lo mejor voy esta noche a ver a ti.

  – Eso me gusta -dijo Dmitri.

  – A lo mejor tengo que esperar a lunes por la mañana.

  – Eso no me gusta.

  – Hay dos gentes…

  – ¡Basta! -lo interrumpió Dmitri-. No quiero saber tus negocios. Si no me llamas esta noche, estaré agquí el lunes. Si no te veo el lunes, eres una persona muy estúpida.

  – Gracias, Dmitri -dijo Cosmo-. Seré correctamente mis negocios entre nosotros.

  Colgó e hizo la segunda llamada crucial, al móvil de Farley Ramsdale, pero saltó el buzón de voz. Era la primera vez que le pasaba en su vida. El adicto no dormía nunca y siempre estaba dispuesto a hacer cualquier negocio. Eso le trastocó. Volvería a intentarlo media hora más tarde. Todavía le quedaba el plan alternativo para Farley y Olive, pero aquello le dio mala espina. Llevaba consigo todas las herramientas de matar y estaba preparado.

  ¿Dónde demonios estaba Olive? Sabía que prácticamente se habían gastado hasta el último dólar y que tenían que ir a trabajar en los buzones, o quizá intentar colocar otra vez los billetes falsos que todavía tenían en su poder. O bien, ir a Radio Shack o a Best Buy y llevarse un DVD para venderlo en el cíber. ¡Tan desesperada era la situación!

  ¿Pero dónde se había metido esa zorra imbécil? ¡Sólo sabía que había salido a buscar al maldito gato de la loca de Mabel por todo el puto vecindario! Estaba a punto de ir a buscarla a ella cuando Little Bart lo llamó al móvil.

  – ¿Qué quieres? -dijo, al reconocer la voz.

  – Tío, estoy hecho polvo por lo mal que quedamos tú y yo el otro día -dijo Little Bart.

  – ¿Y me llamas para decirme que me vas a mandar flores?

  – Quiero hacer un trato contigo.

  – ¿Qué clase de trato?

  – Quiero que lleves un par de ordenadores nuevecitos a una casa estupenda del lado oeste de Laurel Canyon.

  – ¿Y cómo quieres que los lleve?

  – En tu coche.

  – ¿Por qué no los llevas tú?

  – Me han retirado el carnet por conducir colocado.

  – ¿Ése es el único motivo?

  – Y además me he hecho daño en la espalda y no puedo cargar pesos.

  – No pesan tanto. Oye, mira, ¿y si los llevo en tu coche?

  – Me lo requisaron cuando me trincaron.

  – Ajá. Bueno, ¿y cuánto me das por el recado?

  – Cincuenta pavos.

  – Adiós, Bart -dijo Farley.

  – ¡No, un momento! Te doy cien. Te llevará, máximo, media hora.

  – Ciento cincuenta.

  – Farley, yo no me saco mucho de esto. No son los ordenadores más modernos del mundo.

  – Yo no arriesgo el culo por unos ordenadores chorizados que no tienes huevos para llevar personalmente si no me das ciento veinticinco.

  – De acuerdo, hecho.

  – ¿Cuándo?

  – ¿Podemos quedar en Hollywood con Fairfax dentro de veinte minutos? Estaré en la esquina, me pondré a andar y tú me sigues hasta el sitio donde hay que recoger el envío. La mercancía está en un garaje de por allí. Luego, cuando lo tengas cargado, te acompaño hasta la dirección donde hay que dejarlo.

  – ¿Y por qué vas a ir andando adonde hay que cargar, en vez de venir en el coche conmigo?

  – No puedo aparecer en la recogida. No te lo puedo explicar.

  – ¿Y llevarás la pasta?

  – La mitad. Te doy la otra mitad cuando el trabajo esté hecho.

  – ¿Y no podemos hacerlo más tarde? No sé dónde se ha metido esa maldita zorra.

  – No la necesitas.

  – ¿Y quién te crees que carga con el peso? -dijo Farley-. Y ella va delante, por si algo se tuerce a destiempo.

  – No podemos esperarla. Veinte minutos, Farley -dijo Bart.

  Farley la buscó por toda la calle pero no la encontró. Pasó un momento por casa de Mabel y se encontró a la vieja bruja leyendo las cartas del tarot, en las que Olive creía con toda su alma.

  – ¡Eh, Mabel! -dijo Farley asomándose por la oxidada mosquitera-, ¿has visto a Olive?

  – Sí, está buscando a Tillie. Creo que Tillie pued
e estar preñada. Se comporta de una forma muy rara y va por todas partes como buscando un buen nido. Antes era una gata salvaje, ¿sabes? Pero la adopté y la domestiqué.

  – Sí, claro, seguro que la Sociedad Humanista te ha dado un premio -le dijo-. Si ves a Olive, dile que me surgió un trabajo y que me espere en casa.

  – De acuerdo, Farley -dijo Mabel, y añadió-: quizá te interese saber que las cartas no pintan bien para ti. Sería mejor que también tú te quedaras en casa.

  Le oyó murmurar «vieja loca» al marcharse.

  Olive estaba en el patio trasero de una casa, a seis de distancia de la suya, buscando a Tillie y charlando con la vecina sobre las preciosas camelias blancas que rodeaban su propiedad. A Olive le gustaban mucho las azaleas de color rosa y blanco que trepaban por la cerca. Olive le dijo que esperaba tener un jardín algún día. La mujer se ofreció a enseñarle las nociones elementales y a ayudarla a empezar con las semillas más adecuadas y unos cuantos esquejes.

  Olive creyó oír el Corolla de Farley; se excusó, salió corriendo a la calle y vio las luces traseras en la señal de stop. Gritó, pero Farley no la oyó y desapareció. Entonces, se fue a casa deseando que no estuviera muy enfadado con ella.

  Allí estaba, en la esquina noreste de Hollywood con Fairfax, brincando como si se estuviera meando. O como si estuviera esperando para pillar meta, más bien, se imaginó. No le gustaba nada todo ese asunto. ¿Little Bart no podía conducir porque le habían retirado el carnet? ¿Desde cuándo ese detalle impedía conducir a un anfetamínico? ¿No podía transportar un ordenador porque le dolía la espalda? ¿No podía montar con él en el coche para ir al garaje donde estaban los ordenadores? ¿Pero de qué iba toda esa mierda?

  – Sígueme muy despacio media manzana -le dijo Little Bart acercándose al coche-. Cuando llegue a la casa, la señalaré con el dedo por la espalda. Entonces tú te metes en el sendero y vas hasta el garaje. La puerta se abre manualmente. Carga los ordenadores y recógeme después dos manzanas al norte.

  Iba conduciendo despacio detrás de Bart y echaba de menos a Olive más que en los dieciocho meses que llevaban juntos. El asunto parecía muy chungo. Bart no se atrevía a recoger la mercancía, lo cual significaba que no confiaba en el ladrón que la había robado ni en el revendedor que le había encargado la entrega.

 

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