A propósito, ¿Pachita requería algún pago a sus pacientes?
No; no exigía honorarios, pero la gente le hacía donativos. Cuando operaba, siempre tenía cerca de ella un cesto con una gran bolsa en donde los pacientes ponían lo que querían. No se podía acusar a Pachita de estar al frente de un business. Aunque, por supuesto, los que tenían dinero le pagaban bien; porque, sin duda, era una experiencia impagable hacerse atender por esa mujer…Ella no curaba para ganar dinero, ganaba dinero porque curaba.
Volvamos a su experiencia y a lo que supuso para usted ese encuentro con ella, en cuanto a la psicomagia.
Su contribución a la psicomagia es tan simple como esencial: observándola, descubrí que, cuando se simula una operación, el cuerpo humano reacciona como si sufriera una verdadera intervención. Si yo te comunico que abriré tu vientre para extirparte un trozo de hígado, si te obligo a tenderte en una mesa y reproduzco exactamente todos los sonidos, todos los olores y las manipulaciones, si sientes el cuchillo en la piel, si ves saltar la sangre, si tienes la sensación de que mis manos te revuelven las entrañas y extraen algo de ellas, estarás «operado». El cuerpo humano acepta directa e ingenuamente el lenguaje simbólico, al modo de los niños. Pachita lo sabía y era una maestra suprema en el arte de utilizar ese lenguaje de manera operativa, nunca mejor dicho.
Así pues, ¿Pachita era ante todo una especialista en comunicación simbólica?
Absolutamente. Además, observaba con mucha atención los objetos, las joyas que llevabas. Recuerdo a una mujer con una pulsera ovalada, en la cual, en un orificio también ovalado, estaba incrustado un reloj. Aquello tenía que ser, sin duda, un regalo de su madre, y Pachita descubrió inmediatamente que esa mujer no resolvería sus problemas hasta que se librara de la influencia de su madre. Era evidente además que aquel orificio simbolizaba a la madre, en el seno de la cual se mantenía aún la hija-reloj. Intuitivamente, Pachita descifró el mensaje simbólico y recomendó todo un ritual para deshacerse del objeto. Para ella nada era insignificante, el mundo era como un bosque de símbolos en relación permanente. Estando en contacto con ella me abrí al lenguaje de los objetos, al significado que encierran, por ejemplo, los regalos: todo obsequio tiene un sentido, se inscribe en una dinámica de posesión y comunicación. Olvidar una cosa en casa de un amigo, por ejemplo, o en un sitio público no tiene nada de gratuito. La brujería primitiva conoce el mecanismo de estas interacciones y las domina más o menos. Pero se trata, desde luego, de un conocimiento intuitivo, no intelectual ni científico. El brujo o chamán probablemente sería incapaz de describir rigurosamente su propia práctica; para ello tendría que situarse en el exterior, verse actuar y descifrar su funcionamiento. Ahora bien, su poder está precisamente en el hecho de mantener con el mundo una relación interna.
Él no es espectador de un mundo «objetivo» inanimado, sino parte integrante de un universo subjetivo en el que todo está vivo. La misma Pachita entendía las enfermedades como seres animados: el tumor era una criatura maléfica que merecía ser quemada viva, y de pronto oías como trinos de pájaros. A veces extirpaba del cuerpo enfermo una forma en movimiento que veías agitarse en la penumbra como un títere. Ella materializaba la enfermedad, que así perdía su poder como enemigo invisible –y por ello tanto más amenazador–, y la encarnaba en una figura vagamente grotesca, que merecía recibir la muerte. Del vientre de un homosexual vi cómo sacaba un falo negro que resoplaba como un sapo…
Algo digno de uno de sus happenings…Lo que usted describe son realmente escenas «pánicas».
¡Digno de Goya! No sé cómo lo hacía para llevarnos a ese mundo barroco…¿Trance, alucinación colectiva, prestidigitación genial? De todos modos, si había trampa, era una trampa sagrada. Quiero decir que sus actos mágicos resultaban eficaces. Pachita aliviaba a la mayoría de los que iban a verla, por eso quise observarla y aprender de ella…
Pero situándose en una lógica un poco diferente: a diferencia de un Castaneda, que después de recibir el mensaje de don Juan se convierte él mismo en chamán, usted no pretende ser brujo. Usted se contenta con asimilar ciertos principios universales para transportarlos a una actuación no mágica, sino «psicomágica».
Es cierto, porque yo no provengo de una cultura «primitiva». En mi opinión, salvo excepciones –no me pronuncio sobre el caso de Castaneda, a quien conocí en México en aquella época–, no puedes convertirte en chamán o brujo si no has nacido en un contexto primitivo. Con la mejor voluntad y la mayor amplitud de criterio del mundo, no se libera uno tan fácilmente de todo su bagaje occidental y racional.
Castaneda es un personaje inaprensible al que pocos pueden ufanarse de haber visto. ¿En qué circunstancias lo conoció?
En aquel entonces, en los años setenta, yo era muy conocido en ciertos medios, gracias a mi película El Topo, que para muchos era una especie de referencia en materia de cine mágico. Castaneda había visto El Topo dos veces, y le había gustado. Yo me encontraba en México en un restaurante en el que sirven unos filetes espléndidos y se bebe buen vino. Iba acompañado de una actriz mexicana que reconoció en el local a una amiga que estaba con un señor. Castaneda –que no era otro el señor–, al enterarse de quién era yo, envió a su amiga a nuestra mesa. La mujer me preguntó si quería conocer a Castaneda. «Desde luego», respondí. «¡Soy un gran admirador suyo!» Ella dijo que él vendría a sentarse a mi mesa, pero yo insistí en ir a la suya.
Una coincidencia novelesca…
¡La vida es novelesca! Propuse a Castaneda ir a su casa, pero él quiso venir a mi hotel. Éramos como dos chinos, rivalizando en cumplidos. Él no paraba de darme la preferencia, y yo hacía otro tanto, por supuesto…
¿Y no dudó de si realmente estaba en presencia de Castaneda?
Ni un instante. Más adelante, en Estados Unidos se publicó un libro en el que aparece un retrato suyo, un dibujo. Y es el retrato del hombre al que conocí.
¿Cuál fue su primera impresión?
En México, es fácil determinar la clase social a la que pertenece un hombre sólo con verle el físico. Castaneda tiene aspecto de camarero.
¡Cómo!
Sí, tiene aspecto de hombre del pueblo; no es grueso, pero sí fornido, con el pelo crespo y la nariz un poco achatada: un mexicano de las clases populares. Pero, en cuanto abre la boca, se transforma en príncipe; detrás de cada palabra suya se percibe una gran cultura.
¿Da impresión de sabiduría?
Más que de sabiduría, de simpatía. Enseguida nos hicimos amigos. Vestía con sencillez y estaba despachando un buen filete, regado con Beaujolais…No se parecía a don Juan sino al Castaneda que se manifiesta en los libros. Yo volvía a encontrarme con su tono, con su voz, por así decirlo…
Según usted, ¿sus libros narran hechos reales o son ficción?
Me es difícil pronunciarme. Mi impresión es que se funda sobre una experiencia real a partir de la cual elabora e introduce conceptos extraídos de la literatura esotérica universal. En sus libros encuentras el zen, las Upanishads, los tarots, el trabajo sobre los sueños…Una cosa es segura: que recorre realmente México para hacer sus investigaciones.
¿Cree en la existencia de don Juan?
No; creo que este personaje es un invento genial de Castaneda, que desde luego ha conocido a varios brujos yaquis.
¿Cómo se desarrolló su conversación en la habitación del hotel?
En primer lugar, llamó para avisarme de que llegaría con cinco minutos de adelanto. Me conmovió tanta delicadeza. Luego, cuando llegó, le dije: «No sé si eres un loco, un genio, un granuja o si dices la verdad». Él me aseguró que no decía más que la verdad, y a renglón seguido me contó una historia increíble, de cómo don Juan, con una simple palmada en la espalda, lo había proyectado a cuarenta kilómetros de distancia…porque se había dejado distraer por una mujer que pasaba por allí…También me habló de la vida sexual de don Juan, que era capaz de eyacular quince veces seguidas. Por otra parte, me parece que al propio Castan
eda le gustan mucho las mujeres. Me preguntó si no podríamos hacer una película los dos juntos. Hollywood le había ofrecido mucho dinero, pero él no quería que don Juan fuera Anthony Quinn…Entonces empezó a tener diarrea, con mucho dolor en el vientre, algo que, me dijo, no le ocurría nunca. También yo sentía fuertes dolores, en el hígado y en la pierna derecha. Era extraño que nos vinieran aquellos dolores cuando empezábamos a plantearnos un proyecto. El dolor hacía que nos arrastráramos por la habitación. Llamé a un taxi y lo acompañé al hotel. Después, fui a hacerme operar por Pachita. Había instado a Castaneda a que fuera a conocer a aquella mujer excepcional, pero no compareció. Tuve que guardar cama durante tres días. Una vez restablecido, lo llamé al hotel, pero ya se había marchado. No he vuelto a verlo, la vida nos separó. Un guerrero no deja huella.
Es decir, que le parece a la vez un tramposo y una persona muy interesante…
Me contó sus historias de don Juan con tanta convicción…Yo estoy acostumbrado al teatro, a los actores, y no me pareció que mintiera. ¿Quizá esté loco y sea un genio?
Según usted, ¿cuál ha sido la aportación de Castaneda?
Su aportación ha sido inmensa: él creó una fuente de conocimiento diferente, la fuente sudamericana. Hizo revivir el concepto del guerrero espiritual…Volvió a poner de actualidad el trabajo sobre el sueño despierto. Sin duda, ha publicado demasiado, pero los editores norteamericanos hacen firmar contratos por una decena de libros. Y siempre, a pesar de todo, tiene algo nuevo que decir, sus libros revelan muchas cosas olvidadas. De manera que, verdad o mentira, poco importa. Si es trampa, es una trampa sagrada…
En tanto que chileno de origen ruso con largos años de vida en México, ciertamente no es usted el prototipo del occidental adorador de la diosa Razón…
Es verdad, soy un poco loco, como tú sabes…Pero mi locura, mi desmesura, permanecen enraizadas en una cultura, pese a todo, moderna. Queriéndolo o no, soy el producto de una sociedad materialista que pretende mantener con el mundo una relación objetiva. Mis audacias más extremas se sitúan siempre dentro de ese contexto del que no podemos salir. Tal vez lo expanden, hacen salir a flote sus contradicciones y callejones sin salida, pero no los anulan. Para ser brujo o chamán, hay que habitar un mundo chamánico. En lo que a mí respecta no creo lo suficiente en la magia primitiva como para hacerme mago yo mismo. Por eso si bien quise aprender de Pachita, nunca aspiré a recibir su don para convertirme en sanador a mi vez. Es más, diría que siempre me resistí a ello.
Será que no cree en la magia lo suficiente como para hacerse mago, pero cree en ella a pesar de todo…
Lo cierto es que no puedo decir que sea verdad ni que sea mentira. Pero enseguida comprendí que, si quería aprender de Pachita, tenía que adoptar una actitud inequívoca y hacer como si no creyera en absoluto.
¿Por qué?
Si hubiera partido del principio de que todo aquello podía ser verdad, de que la magia como tal podía ser una realidad, pronto habría llegado a un callejón sin salida. Me habría esforzado en seguirla por su vereda mágica, en convertirme yo mismo en mago para conseguir unos resultados sólo parciales o mediocres, ya que, repito, uno no puede cambiar de piel y convertirse en chamán porque se diga que todo esto podría ser verdad. De modo que me obligué a hacer como si no pudiera ser más que falso. Por «falso» no quiero decir inexistente –había que reconocer las curaciones y los fenómenos extraños que se producían en torno a ella–, sino más bien que pueda ser explicado por un conjunto de leyes psicofisiológicas. De este modo, me encontraba en disposición de aprender de esta mujer algo que después yo podría utilizar en mi propio contexto.
¿Como por ejemplo el qué?
La forma de manejar el lenguaje de los objetos y el vocabulario simbólico, a fin de producir ciertos efectos en la gente; en síntesis, el modo de dirigirse directamente al inconsciente en su propio lenguaje, ya fuera a través de palabras, de objetos o de actos. Eso aprendí de Pachita.
Pachita era excepcional, sin duda, pero se inscribía en una tradición…
Desde luego. Por ello, después de conocerla, descubrí el lugar que ocupa la magia en todas las culturas primitivas. Leí centenares de libros sobre el tema, para intentar extraer los elementos universales dignos de ser utilizados de manera consciente en mi propia práctica. No voy a extenderme sobre eso, pero daré algunos ejemplos. En todas las culturas se encuentra la idea del poder de la palabra, la certeza de que el deseo expresado en la forma adecuada provoca su realización. Pero con frecuencia el nombre de Dios o del espíritu se refuerza por su asociación a una imagen. Los antiguos sabían intuitivamente que el inconsciente no sólo es receptivo al lenguaje oral, sino también a las formas, a las imágenes, a los objetos. Por otra parte, los egipcios concedían importancia capital a la palabra escrita. Más que decir había que escribir. En psicomagia, yo acostumbro pedir a la gente que escriba cartas, no tanto por lo que digan en ellas cuanto porque el solo hecho de escribir y enviar la misiva posee efectos terapéuticos. Otra práctica universal es la de la purificación, las abluciones rituales.
En Babilonia, durante las ceremonias de curación, los exorcistas ordenaban al paciente que se desnudara, que tirara todas sus ropas viejas, símbolos del yo antiguo, y se pusiera vestiduras nuevas. Los egipcios consideraban la purificación requisito preliminar para recitar las fórmulas mágicas, tal como atestigua este texto antiguo, del que he olvidado su procedencia, pero que me ha servido de inspiración: «Si un hombre pronuncia esta fórmula para uso propio, debe untarse de óleos y ungüentos y tener en la mano el incensario lleno; debe tener natrón de cierta calidad detrás de las orejas y una calidad diferente de natrón en la boca; debe vestir dos prendas nuevas después de haberse lavado en las aguas de la crecida, calzar sandalias blancas y haberse pintado la imagen de la diosa Maat en la lengua con tinta fresca». También yo pido a muchos de los que vienen a consultarme que tomen baños y procedan a ciertos lavatorios, porque sé que este acto, ingenuo en apariencia, influirá notablemente en su psicología, los situará en una disposición distinta. Si alguien teme ir a hablar con su madre, le recomiendo que antes de la entrevista se enjuague la boca siete veces y que se llene los bolsillos de lavanda. Bastarán esos detalles para que aborde la entrevista de diferente manera.
Los antiguos atribuían también un papel benefactor a numerosos objetos simbólicos: los textos mágicos se recitaban sobre un insecto, un animal pequeño o, incluso, un collar. También se utilizaban bandas de lino, figuritas de cera, plumas, cabellos…Después de encontrar en los textos antiguos referencias a estas prácticas, me entregué a una reflexión acerca de las proyecciones que las personas hacen sobre los objetos y me pregunté cómo usarlas de modo positivo. Los magos grababan el nombre de sus enemigos en vasijas que luego rompían y enterraban, destrucción y desaparición que debían acarrear las de tales adversarios…En las suelas de las sandalias reales se pintaban las efigies de los «malvados», para que el rey pisoteara a diario a los posibles invasores. En psicomagia, yo recurro a los mismos principios «primitivos», pero con fines exclusivamente positivos. Aconsejo a la gente que «cargue» un objeto, que inscriba un nombre…En este mismo orden de cosas, los brujos hititas me hicieron descubrir los conceptos de sustitución e identificación: en realidad, el mago no destruye el mal, sino que se apodera de él descubriendo sus orígenes y lo extirpa del cuerpo o del espíritu de la víctima para devolverlo a los infiernos. Según un antiguo texto, «se atará un objeto a la mano derecha y al pie derecho del oferente, después se desatará y se atará a un ratón, mientras el oficiante dice: “Yo te he extirpado el mal y lo he atado a este ratón”; y entonces se liberará al ratón». Así extirpaba Pachita el mal para instilarlo en una planta, un árbol o un cactus, eso hacía que la planta muriera ante nuestros ojos. También se puede sustituir a la víctima por un cordero o una cabra: es el viejo método del sacrificio de sustitución, en el que el animal ocupa el lugar del enfermo: se amarra el turbante de éste a la cabeza de la cabra, a la que se le corta el cuello co
n un cuchillo que antes habrá tocado el cuello del enfermo. Según la magia judía es posible engañar, burlar e inducir a error a las fuerzas del mal. Para ello se disfraza a la persona en la que éstas se ensañan, se le cambia el nombre…Yo mismo he tenido ocasión de comprobar los benéficos resultados que se obtienen con la modificación del nombre, aunque sólo sea la ortografía. Aplico la misma idea a una carta del tarot: la Torre («la Casa de Dios» /La Maison Dieu/ en francés) en principio indica una catástrofe, pero ¿por qué no ver en ella «el Alma y su Dios» /L’me et son Dieu/ (que suena igual en francés) y darle así una carga positiva? Estos viejos rituales me han enseñado también a sugerir sepultar algo en la tierra cuando se quiere purificarlo.
Éstos no son sino ejemplos de principios universales del acto mágico que he recuperado para utilizarlos en el acto psicomágico o, en otras palabras, en una acción terapéutica.
El acto psicomágico
¿En el contexto mágico que rodea a una bruja como Pachita, la fe juega un papel esencial?
Bueno, en vez de hablar de «fe» utilicemos la palabra «obediencia». Quiero decir sencillamente que, aunque no se crea en el poder de la bruja, es conveniente permanecer imparcial y darle todas las posibilidades de actuar. Dicho de otra manera, tengas o no tengas fe, debes ser lo bastante honesto como para seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Si acudes a un médico y al salir de su consulta no te molestas en comprar ni tomar los medicamentos que te ha recetado, ¿cómo podrás pronunciarte después sobre la eficacia de su tratamiento? Si Pachita recomienda un acto, la persona cree en él y lo cumple sin tratar de comprender. Obedece, eso es todo, por misteriosa que pueda ser la práctica recomendada. Como ya hemos indicado, todo esto forma parte de una cultura radicalmente distinta de la nuestra. El director de una importante revista mensual parisiense, afectado por un cáncer, me preguntó en aquellos años si podía presentarle a Pachita. Lo llevé a su casa, ella lo operó y le dijo: «Estás curado, pero cuidado: no se lo digas a nadie hasta que hayan transcurrido seis meses». Él no obedeció. Apenas regresó a Francia, se hizo examinar por una serie de médicos, con la esperanza de que le confirmaran el veredicto de la bruja. Éstos le dijeron que no estaba curado, y murió tres meses después. Por el contrario, un amigo francés, secretario de prensa de una gran compañía cinematográfica, que había tenido varios infartos, a instancias mías fue a ver a Pachita para que le «cambiara el corazón». Terminada la operación, la bruja le pidió que esperara tres meses, y él así lo hizo. Al cabo de ese período, se sometió a varios exámenes, y el electrocardiograma reveló una gran mejoría. Han transcurrido años y él sigue vivo…También podría citarte el caso de la asistente del cineasta François Reichenbach. A consecuencia de un accidente de tráfico, parecía condenada a la parálisis. Pachita la operó y volvió a andar. Hace un tiempo vino a verme para darme las gracias por haberle presentado a la bruja. Aproveché la ocasión para pedirle que testificara en una conferencia que yo daría en la Sorbona ante un auditorio de unas quinientas personas. Permíteme que te lea parte de su testimonio, tal como fue grabado y transcrito:
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