Psicomagia

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Psicomagia Page 18

by Alejandro Jodorowsky


  ¿Ha tenido ocasión de «curar» otros complejos raciales?

  Sí, por supuesto. Un día me visitó un hombre que era hijo de padre africano y madre francesa, y casi inmediatamente después recibí a una mujer que estaba en la misma situación. No se conocían, vinieron a consultarme cada cual por su lado. Ambos sentían una gran amargura a causa de su doble origen. Decidí unirlos en un acto psicomágico que realizarían juntos. Me dije que a través de aquel acto simultáneo, realizado por dos personas de distinto sexo, se encararían el hombre y la mujer interiores, animus y anima. No tenían la piel ni muy clara ni muy oscura. Les pedí que se maquillaran uno de negro y el otro de blanco; que fueran en automóvil al Arco del Triunfo y bajaran a pie por los Campos Elíseos; que regresaran al punto de partida; que volvieran al lugar en el que se habían maquillado e intercambiaran los papeles; que el negro se convirtiera en blanco y viceversa; y que finalmente hicieran el mismo recorrido. Leeré la carta del muchacho, que se llamaba Sylvain:

  Sábado por la mañana: ante mis ojos hay dos tubos de maquillaje. Uno tiene la inscripción «carne», el otro, «negro». El cuarto de baño es pequeño y la muchacha que está a mi derecha me incomoda. Le falta energía, flexibilidad, da la impresión de que va a ponerse a llorar. Ha elegido maquillarse primero de mujer blanca. Por lo tanto, yo me maquillo de negro. Tengo retortijones, hasta que me digo: «No pasa nada, esto no es nada. Será divertido». En realidad, de divertido no tiene nada. Me acuerdo de lo que me ha impulsado a aceptar bajar por los Campos Elíseos disfrazado de negro y, después, de blanco. Me acuerdo de quince o veinte años de vida acomplejada por mi sensación de inferioridad racial, mi confusión, mi aversión a mí mismo, mi insatisfacción. Pienso en Laurence gritando de repugnancia en un pasillo del colegio, hará veinte años por lo menos, al saber que yo estaba enamorado de ella. Miro mi imagen en un espejo y me digo, finalmente, que me gusta la idea. El automóvil nos deja en la parte alta de los Campos. Llevo peluca y gorra de rasta. Mi acompañante es blanca y viste de negro. Avanzamos, al comienzo rápidamente, como con ganas de echarnos a correr, pero enseguida aflojamos el paso. Yo llamo la atención. Nadie parece fijarse en la mujer que va a mi lado. Muchos me miran sonriendo y me siento muy pequeño, encogido dentro de mí. Oigo comentar a la gente: «Hey, rasta man!». Sonrío. No siento el cuerpo, no siento el suelo que piso. Tengo la impresión de soñar, estoy incómodo. Me dan ganas de arrancarme la peluca y borrar el color de mi piel, de gritar: «¡Éste no soy yo!». Entramos en una galería, hay poca luz y me calmo un poco. Cuando salimos, me siento mejor. El resto del recorrido me parece más fácil y compruebo una cosa: cualquiera que sea la imagen que la gente tenga de mí, no es más que una imagen. Nadie puede verme tal como soy si yo no decido mostrarme. E incluso así, ¿quién sería capaz de verme realmente? Llegamos al final de nuestro primer recorrido. Al regresar al coche, pienso nuevamente en esta idea de la imagen y me digo que sería interesante jugar un poco con la mía. Ya estamos otra vez en el cuarto de baño. Me froto la cara y el color negro se va, se escurre por el lavavo. Recuerdo que, durante toda mi infancia, me hubiera gustado ver escurrirse así el color de mi piel.

  Ahora me toca hacer de blanco. El maquillaje me parece más difícil. Me cuesta trabajo imitar el aspecto de la piel blanca. Tengo una apariencia vulgar. La imagen que me he dado esta vez es la de una especie de fan de heavy metal con gorra rock. El maquillarme de blanco me hace sentir que cometo un sacrilegio. Es interesante, porque antes no sentí eso. Bajamos otra vez por los Campos, ahora nadie parece fijarse en mí, pero muchos miran a la muchacha que va a mi lado. Es muy negra y viste de blanco. Durante todo el recorrido me pregunto si la gente se sentiría tan incómoda como me siento yo en este momento, si supieran lo que estoy haciendo…

  Sin embargo, a fin de cuentas, todo es muy impersonal. Nadie ve nada. La gente es indiferente, cada cual va a lo suyo. Una vuelta por Virgin Megastore y fin del viaje. Me siento muy liviano. Siento unas ganas locas de gastarme un dineral en ropa nueva. Es como si concluyera un sueño.

  Muy interesante, pero la carta no menciona los efectos posteriores del acto.

  Tanto Sylvain como Nathalie, la muchacha, tuvieron reacciones muy positivas. Algún tiempo después los dos encontraron pareja: Sylvain, una mujer blanca, y Nathalie, un hombre de color. Que yo sepa, las dos parejas funcionan bien.

  Hasta aquí ha evocado complejos dolorosos, pero principalmente psicológicos: un hombre incapaz de ganarse la vida, un escritor que no escribe, personas que no se habían reconciliado con su origen racial. ¿Sería efectiva la psicomagia en personas que hubieran sufrido un trauma externo concreto…? Pienso, por ejemplo, en un aborto, una experiencia traumática muy corriente, por desgracia.

  Pues leeré una carta relacionada con ese problema. Brigitte se sentía culpable por un aborto que había tenido en ausencia de Michel, su compañero. Estaba deprimida y no se resignaba. La relación de la pareja estaba en crisis, se alejaban cada vez más uno del otro. Le propuse un acto, pensando en que los dos juntos pudieran hacer ese funeral y enterrar por fin al feto. Brigitte y Michel debían fabricar entre los dos una caja de madera noble, que evidentemente simbolizaba el ataúd, y tapizarla con una tela de la mejor calidad. Por otra parte, de común acuerdo, debían elegir una fruta que simbolizaría el feto. Eligieron un mango. Brigitte, desnuda, debía colocarse la fruta sobre el vientre, sujetándola con un vendaje fuerte. Michel debía cortar las vendas con unas tijeras, como si fuera un cirujano, y tomar el mango. Brigitte debía revivir todos los sentimientos que había experimentado durante la operación y expresarlos en voz alta. Después de poner el «feto» en la caja, debían enterrarlo en un lugar muy hermoso. A continuación, Brigitte tenía que besar a Michel e introducirle en la boca, con la lengua, dos canicas de mármol, una negra y la otra roja. Michel debía escupir en primer lugar la canica negra. Éste era el acto prescrito. Y ésta es la carta de Brigitte:

  La búsqueda de los materiales se hizo con un poco de precipitación, como la que hubo durante la hora que precedió a la interrupción voluntaria del embarazo. Elijo el mismo día en que ésta se realizó, un sábado a las 18:15. El acto tiene lugar en el quirófano, con las piernas levantadas, desnuda y con el mango encima del vientre, sujeto por una venda. Michel se acerca. Viste de blanco, igual que el cirujano. Procede rápidamente y yo grito, doy alaridos, siento el desgarro en el vientre, lloro mucho, lo odio, está mutilándome. Michel ha cortado las vendas y puesto el mango en la caja. De pronto, siento una duda: ¿había que cortar también el mango con las tijeras? Michel quiere hacerlo, pero se lo impido. Lloro mucho. Michel me dice: «De todos modos, el mango no puede vivir una vez arrancado». Después se sienta a mi lado y me acaricia la frente. Noto que me odia. Está a mil leguas de mí. Ahora hay que encontrar el lugar donde enterrar la caja. Llegamos en moto a St. Germain-en-Laye con una lluvia torrencial. Siento a la vez amargura y un gran alivio.

  Finalmente, paramos en Marly le Roi, en el parque del castillo favorito de Luis XIV. Un sitio magnífico. Lloro desconsoladamente. Michel me sostiene, pero sigue estando distante. Hacemos el hoyo con las manos, donde nadie puede vernos. Casi ha anochecido. Nos besamos. Meto a Michel las dos canicas en la boca. Él escupe una, la roja, que cae al suelo. Me pongo histérica. Michel reacciona, encuentra la canica roja y me la da. Yo vuelvo a metérsela en la boca. Según está prescrito, él escupe primero la canica negra, me besa y me devuelve la roja. Arrojo la negra al estanque del parque y me siento muy aliviada. Con la roja, me haré un anillo, como usted me aconsejó. Se reproducen reacciones psicosomáticas –rojez intensa en la mejilla izquierda– análogas a las que se presentaron después de la intervención. Me siento muy liberada de culpabilidad y con nuevas energías. Estoy tranquila y serena y acepto lo que pueda llegar. Recupero la confianza en mí y en Michel. Elijo la vida, pase lo que pase. Mis energías internas están como regeneradas, ya no siento pánico morboso.

  ¿Qué significado tiene el beso con las dos piedras de colores?

  Utilizo los símbolos de la vida y de la muerte (rojo y negro),
así como la casualidad. Al darle un beso, manifestación de amor, Brigitte proporciona a Michel la ocasión de dar la vida o la muerte. Si escupe primero la bola negra, Michel manifiesta su deseo de matar al feto, de no ser padre. Él mismo recoge la bola y, al metérsela de nuevo en la boca, busca otra oportunidad. Y esta vez opta por escupir la bola roja, la vida, que deposita en la boca de su compañera. De este modo manifiesta su aceptación de otro niño que pueda venir. Al arrojar la bola negra a un estanque, Brigitte devuelve a su inconsciente sus impulsos de muerte, recupera la confianza en Michel y se libera de sus temores y de su culpa. Ahora por su cuerpo circula la vida, no la muerte. En lo sucesivo, su sexo será centro de creación, no de destrucción.

  Este acto ilustra la técnica consistente en «utilizar el lenguaje del inconsciente». Ése es, si he comprendido bien, el resorte esencial de la psicomagia.

  Sí, pero también doy consejos sencillos y lógicos que puede comprender cualquier persona al instante.

  ¿Esos consejos, cómo operan?

  Para que sean eficaces, tengo que aprovechar la oportunidad, o provocarla, encontrar el momento propicio para dispensarlos. Es una cuestión de ajuste, por así decirlo. El mismo consejo, dado en un mal momento, puede resultar ineficaz. El proceso puede compararse al fútbol: si lanzas a la portería sin que haya hueco suficiente, por preciso que sea el tiro, no pasará la barrera de la defensa. Por el contrario, si aprovechas un momento de vacilación, una debilidad del portero, la pelota entrará. Asimismo, cuando una persona baja un poco la guardia, yo trato de meterle un gol psicológico. Hay que tener presente que el que cae en un vicio se mantiene constantemente a la defensiva. El ego se niega a ceder. Por lo tanto, tengo que aprovechar o provocar un momento de distracción, a fin de hacer pasar una orden a través de las líneas de la defensa, hasta el inconsciente. Para que el consultante haga suyo el consejo, hay que perforar su yo obstinado y tocarlo en una zona de sí mismo mucho más impersonal.

  ¿Tiene alguna carta que ilustre ese principio?

  Aunque no sea una carta propiamente dicha, servirá este testimonio redactado por el célebre dibujante Jean Giraud, alias Moebius.

  Conocí a Alejandro a mediados de los años setenta. Trabajábamos en la película Dune. Hacía dos meses que cada día me daba una sorpresa con su manera totalmente surrealista de proponer, no ya la creación de una obra, sino también cualquier pensamiento o situación. En esos días, uno de los problemas que más me agobiaba era el del tabaco. ¿Cómo pasar largas horas con aquella apasionante persona sin puntuar mis reflexiones con grandes bocanadas de humo azul? Imposible cualquier transgresión: Alejandro, invocando supuestas crisis de asma mortal, había hecho del cigarrillo un tabú en el plató, y yo tenía que aislarme, como un colegial culpable, en el patio que colindaba con nuestro edificio.

  Un día, conversando alegremente con varios compañeros del equipo de producción, mientras tomábamos un refresco en la terraza de un café, interpelé a Alejandro en tono festivo, pensando tal vez en ponerle en un aprieto, o quizá tan sólo por decir algo: «Alejandro, tú que has tratado a tantos magos y que incluso te las das de mago –en aquel entonces, yo tenía de la magia ideas confusas que aderezaba con ironía–, ¿no podrías, con un encantamiento o sortilegio, ayudarme a dejar el tabaco?».

  ¿Qué esperaba? Una respuesta-pirueta que provocara la risa y consignara mi pregunta a las brumas del olvido. Pero, para mi completo desconcierto, Alejandro, en lugar de escabullirse, me contestó que sí, que conocía una magia poderosa, infalible, que él me mostraría en aquel mismo momento, si yo quería. Pero antes tenía que estar seguro de que mi propósito de dejar de fumar era real porque el hechizo era fuerte, y tenía que hacerme a la idea de que, cuando la magia empezara a obrar, yo no volvería a fumar ni una sola vez en toda mi vida.

  Alrededor de la mesa se hizo el silencio, la atención estaba concentrada en lo que yo acababa de promover. Alejandro me miraba con una hilaridad discreta y amistosa. Yo pensaba en el humo amigo, compañero impalpable, siempre disponible, discreto, eficaz y tranquilizador, en el chasquido alegre del encendedor, en el rasgueo del fósforo…¿Estaba dispuesto a abandonar estos placeres, aparentemente indispensables? Pero también pensaba en el gris de la ceniza que parece invadirlo todo, en la respiración fatigosa, en la tos ronca y dolorosa de la mañana…Decidí dar el paso. Además, sentía curiosidad. No sólo vería a Alejandro proponer un acto mágico, sino que yo sería el objeto. Me incitaba otra cosa: los compañeros presentes esperaban mi decisión. ¿Iba a defraudarlos privándolos de ver la magia en acción?

  –De acuerdo, estoy preparado.

  –¿Ahora?

  –Ahora.

  –Muy bien. Dame tu paquete de cigarrillos.

  Saqué mi paquete de Gauloises, del que me había fumado la tercera parte. ¿Le echaría un sortilegio, lo transformaría en calabaza? Después de murmurar extraños encantamientos, Alejandro dijo muy serio:

  –Mi magia es poderosa pero muy simple. Para dejar de fumar, basta con tomar la decisión y tú ya lo has hecho. La clave está en acordarse de esa decisión, y aquí interviene la magia. ¿Quién tiene un lápiz?

  Le tendí el que tenía y contemplé, fascinado, los ademanes seguros con que mi amigo retiraba la envoltura de celofán. Tomó el lápiz…Ahora vería qué signo cabalístico, qué poderoso sortilegio transformaría mi paquete de cigarrillos empezado.

  –Muy sencillo: en una cara escribo esta palabrita: «No», y en la otra, esta frasecita: «Yo puedo».

  Alejandro volvió a poner el paquete en la bolsa de celofán y me lo devolvió como si fuera una bomba preparada para hacer explosión o nada menos que el Santo Grial envuelto en el vellocino de oro. Me dijo que guardara el paquete media docena de semanas, hasta que, liberado de todo deseo de fumar, se lo regalara a un necesitado (que debió de preguntarse qué significaba aquello de «No» y «Yo puedo»).

  Y desde entonces no he vuelto a sentir el menor deseo de encender un cigarrillo.

  Bueno, en este caso se puede decir que lo que salva es la fe. Sin embargo…

  A veces, un acto en apariencia absurdo puede ayudar a curar una enfermedad, porque un acto «habla» al inconsciente, y éste toma los símbolos por realidades. La enfermedad es síntoma de una carencia. Si el inconsciente siente que esta falta se ha subsanado, deja de quejarse por medio de los síntomas. Por ejemplo escucha la carta de esta mujer, Sonia Silver:

  Fui a verle al Cabaret Místico el 30 de octubre de 1992 y le hice una pregunta: «Hace dieciocho meses que siento un fuerte dolor en la nuca. ¿Este dolor puede ser efecto de una regresión desde un punto de vista espiritual?». Había consultado a médicos, acupuntores, masajistas, osteópatas, ensalmadores, curanderos y, desde luego, tomado antiinflamatorios, cortisona, infiltraciones, etcétera. Nada había hecho efecto. La noche del miércoles 30 de octubre, usted me indicó un acto psicomágico: debía sentarme en las rodillas de mi marido y él tenía que cantarme en la nuca una nana. Pero lo que usted no sabía es que mi marido es cantante de ópera. Me cantó una canción de Schubert. Estoy curada, ya no me duele y no me cansaría de darle las gracias…

  ¿Qué había pasado?

  Muy sencillo: hice una ecuación entre la nuca, el pasado y el inconsciente. Intuí que la relación de Sonia con su padre no había podido desarrollarse adecuadamente. Al sentarla en sus rodillas, el marido, simbólicamente, desempeñaría el papel del padre y ella volvería a su infancia. Por otra parte, cantándole una nana a la altura del punto doloroso, realizaría un deseo de la niñez que no había sido satisfecho, es decir, que el padre la durmiera y se comunicara con ella en el plano afectivo.

  Una síntesis impresionante…De todas formas, no sanó a Sonia de la carencia que experimentaba a causa de su relación frustrada con su padre.

  No, ni lo pretendía. Pero la psicomagia la curó de uno de los síntomas engendrados por esa carencia. Ni más ni menos. Aunque alguna vez también he conseguido aliviar directamente el sufrimiento causado por la ausencia del padre, como se puede ver e
n la carta de este hombre llamado Patrick:

  Desde niño, siempre había sentido cierto malestar en relación con mis padres. Tengo 45 años y, hace ocho, mi madre me reveló que era hijo ilegítimo. Ella no se lo había dicho a nadie. A la muerte de su marido –el hombre al que yo había considerado mi padre y que me educó– mi madre destruyó todas las fotos y se deshizo de todos los recuerdos de mi progenitor, muerto cuando yo tenía 3 años y del que no me acuerdo en absoluto. Experimenté una viva cólera al pensar que nunca vería su cara. Asistí a una de las conferencias que usted pronunció acerca del árbol genealógico y le pregunté qué se podía hacer cuando una persona no ha conocido a su padre ni tiene ninguna foto de él. Usted me contestó que, si yo no había sido reconocido por mi padre, pero sabía dónde estaba enterrado –esto sí me lo había dicho mi madre–, tenía que ir a su tumba para declararme hijo suyo introduciendo una foto dentro de la sepultura. Así lo hice después de ciertas vacilaciones.

  Poco a poco mi rabia se fue atenuando. Acepté la idea de no ver nunca sus facciones. Hace quince días mi madre, que estaba convencida de haber destruido hasta el último recuerdo de aquel hombre, encontró una foto y me la dio. Este encuentro con mi padre fue y sigue siendo una gran alegría para mí. Por primera vez en mi vida tengo conocimiento de mi identidad. Ahora me siento reconciliado y lleno de amor hacia mis dos padres y también hacia mi madre. Su consejo fue providencial. Gracias de todo corazón.

  Este ejemplo ilustra una de mis convicciones, a saber, que la realidad funciona como un sueño. En el mismo instante en que Patrick pone su foto en la sepultura de su padre, su inconsciente infunde realidad al símbolo y lo une a la figura paterna. Entonces ésta puede surgir en el sueño que es la vida. No habiendo podido impedir esta unión, es decir, la aparición de la verdad, la madre colabora, encuentra la foto y da a su hijo la imagen que hará que él se sienta completo. Para mí, todos los acontecimientos están íntimamente ligados entre sí. Un acto bien realizado repercute sobre el conjunto de la realidad.

 

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