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Sangre en la nieve

Page 5

by Maria Parra


  Por suerte para él, no habían descubierto su visita a la espesura ni el objeto que allí ocultó.

  Nada más tenerle delante las sirvientas le asaltaron a preguntas.

  — Dejadme entra y come algo —espetó con hosquedad fingiéndose más fatigado de lo que estaba.

  Se fue directo a la cocina y se echó una buena ración de potaje. La cocinera le observó molesta por la intrusión en sus dominios sin siquiera un educado “Buenas noches”.

  — ¿Dónde tá la señorita que tenemos que cuida? —volvió a interrogar preocupada una de las mujeres sentándose a la mesa, ocupando el sitio contiguo al tomado por el sirviente.

  — Los von Erthal han cambiao de opinión, ya no van a trae aquí a su hija —les dijo Otto, siguiendo su preparada mentira— la niña se puso a llora y suplica y al fina cedieron y aceptaron dejala en el castillo con ellos —explicó mientras daba cuenta de su cena.

  — Vaya por Dios, nos hemos quedao sin trabajo —lamentó una de las sirvientas, contrariada.

  Las demás, más o menos decepcionas, hicieron comentarios semejantes hasta que enmudecieron al ver las monedas que el hombretón sacó de su jubón.

  — El señor von Erthal me pidió que os diera eto —comenzó mientras depositaba la plata en las ásperas manos de las féminas, rápidamente extendidas— como compensación por las molestias —finalizo viéndolas mucho más resignadas.

  Tan solo les estaba dando una pequeña parte de la cantidad que el condestable le encomendó pero para ellas representaba el salario de varios meses de duro trabajo. Y con eso las calmaría y evitaría más inoportunas preguntas.

  Después, rezongando les informo que se iba a dormir y que a la mañana siguiente, bien temprano, debían recoger sus cosas para marcharse, cerrando antes la casa hasta que los señores decidieran que hacer con la propiedad.

  Sin más, se fue a su pequeño cuarto, donde preparó un hatillo con su única muda y sus escasísimas pertenencias mientras aguardaba a que las mujeres se acostaran.

  Cuando la casa ya estaba en silencio, con pasos sigilosos, regresó a la cocina y tomó de la despensa cuantas provisiones pudo sin que se fuera a notar demasiado. Tal vez la cocinera revisara los suministros antes de dejar la villa o quisiera desvalijar la despensa ella misma antes de irse, en cualquier caso podía despertar su extrañeza si la encontraba demasiado vacía.

  Provisto de todo lo necesario, salió de la casa y amparado por la oscuridad de la noche se lanzó al camino, dispuesto a esfumarse.

  Aún a poca distancia de la vivienda, una punzada de culpabilidad le aguijoneó forzándole a detenerse. Dedicó un breve pensamiento a Blancanieves pero al instante retorno a la realidad, esa realidad sin pompa ni nobleza que le indicaba que nadie cuidaría de su pellejo y que si echaba marcha atrás y explicaba lo sucedido sería su fin.

  Y apreciaba demasiado su pellejo como para perderlo por el cadáver de una princesita trastornada.

  Volvió a echar a andar, apretando el paso, más resuelto que nunca.

  Con suerte, hasta que el galeno no apareciera por allí, dentro de unos cuantos días no se descubriría todo. Sin duda, este iría al castillo para saber por qué no estaba su paciente en la villa siendo en ese momento cuando los von Erthal se alarmarían y mandarían al ejercito en busca de su hija y del hombre en cuyas manos la depositaron.

  Y para entonces, él ya estaría muy lejos del reino. A salvo.

  Blancanieves sintió como si la pincharan con alfileres. Según despertaba los notaba hiriéndola por todo el cuerpo, zahiriéndola cada vez con mayor intensidad. Eran unos pinchazos lacerantes y húmedos.

  Estaba lloviendo. Y aumentaba por momentos.

  La muchacha gimió de modo lastimero al intentar moverse para protegerse de aquello que fuera que le estaba dañando su piel tan fina como la seda. Cada fibra de su organismo le dolía horrores. Mientras, el viento le mordía sin piedad los miembros y notaba como la humedad calaba en su destrozada ropa provocándola un intenso frío que le hacía tiritar de forma convulsiva.

  Hacia horas de su fuerte caída y sus músculos estaban tan rígidos como si fueran piedra en lugar de carne.

  Nuevamente, intento abrir los ojos mientras seguía gimoteando y luchando por respirar, lo cual le significaba un gran esfuerzo.

  Al abrirlos, terriblemente confusa, solo vio oscuridad.

  Chilló aun más asustada, en su trastornada mente asocio esa negrura con la ceguera en lugar de con la simple noche.

  Cuando intento incorporarse, volviendo a dejar escapar perladas lágrimas que provocaban chorretes en su tiznada cara, la cual ya no tenía nada de blanco, -estaba cubierta de pies a cabeza de barro, hojas y musgo-, soltó un agudo alarido de dolor al descubrir que no podía mover un brazo.

  Estaba roto.

  Sin fuerzas, sumida en sus irracionales terrores, calada hasta los huesos, pues su vestido ahora era poco más que un mugriento harapo, descalza, los zapatos se habían perdido en la caída y doliéndole cada centímetro de su cuerpo se sintió incapaz de levantarse. Su maltrecho cuerpecillo cedió y volvió a caer sobre el fangoso terreno.

  Su mente perturbada, incapaz de enfrentar aquella realidad que si para cualquier otro hubiera sido difícil para ella simplemente resultaba brutal, demasiado como para poder hacerle frente, optó pues por alejarla de todo aquello.

  Y la oscuridad de la noche se trasformo en la fría negrura de la inconsciencia.

  La lluvia cesó dejando paso a un cielo de un azul brillante tan solo adornado por unos cuantos jirones de nubes sin que la muchacha lo observara. En las alturas, el sol bañaba la foresta con su renovadora luz que arrancaba destellos a las ramas de las hayas, abedules, robles y otros muchos árboles, resaltando la belleza particular de cada cual creando una idílica estampa, pero María Sophia no fue espectadora de aquella gloriosa imagen pues seguía tirada entre la vegetación, sumida en la negrura.

  Fue el dolor de sus huesos y el imperioso llamado de su estómago lo que la retorno al mundo real. Llevaba casi un día sin alimentarse y su organismo necesitaba sustento con urgencia.

  Parpadeo, comenzando a percibir todas aquellas indeseables sensaciones. Ahora al padecimiento de su cuerpo se unía la debilidad por la falta de ingesta y una sensación pastosa en la boca a causa de la sed.

  Tras unos minutos de adaptación consiguió abrir los ojos del todo, aclimatándose a la claridad. Su mente, mientras cada parte de su ser le hacía airadas reclamaciones, intentaba buscar algo de sentido a la información que sus ojos transmitían.

  Tumbada boca arriba, en una postura antinatural, podía ver el azul del cielo. Su cerebro se preguntó que era aquello, de donde salía ese color, a su alrededor debería estar el conocido y siempre seguro gris de las piedras de su hogar.

  Una vez más, los traumáticos acontecimientos de las horas previas se habían esfumado.

  Pero una ráfaga de aire se encargo de volver a traérselos quisiera ella o no.

  Las lágrimas pugnaron de nuevo por derramarse y con cada una de ellas surgió un amargo recuerdo. Quiso moverse, debía volver a su casa, debía protegerse de aquel peligroso viento, de aquel sol que ahora en su febril elucubración comenzaba a abrasarla, de las alimañas que la podían atacar, de la mugre y suciedad de aquel lugar.

  La suciedad.

  Nuevos y agudos llantos desgarraron su reseca garganta cuando logró mover un brazo, el único que aun tenía movilidad, el otro permanecía colgando a un lado de su cuerpo como muerto, y al mirarse la mano la encontró trasformada. Estaba cubierta de arañazos, sangre seca, barro y hojas.

  Al verla, atónita, reacciono gritando desesperada. Enloquecida intento levantarse y librarse de toda aquella nauseabunda porquería. Su obsesión tenía tal poder que logró superar el escollo del dolor poniendo de nuevo en pie su maltrecho cuerpecillo.

  Entre sollozos, alaridos e incoherentes balbuceos se frotó de arriba a abajo descubriendo los irreparables daños de su atuendo, su pelo convertido en negro estropajo y su miembro que estaba claro que no podía mover.

  Pasó un buen rato restregándose obsesivamente
con su única mano útil pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Herida y sucia, tan solo conseguía esparcir la mugre más y causarse mayor daño por la sorprendente fuerza que aplicaba sobre su magullado cuerpo a pesar de la debilidad de su organismo. Este pronto se pondría amoratado por las lesiones de la caída.

  Al final, carente de fuerzas se rindió y se dejó caer de rodillas asqueada de sí misma. Blancanieves se sentía ahora un ser mezquino e insoportablemente imperfecto. Estos flagelantes pensamientos la hicieron pensar en su madre y en la vergüenza que, creía ella, habría sentido si pudiera verla ahora. Aquella no podía ser su perfecta princesa.

  Agitó la cabeza, mientras las lágrimas abrasadoras e inagotables corrían por su desencajado rostro, intentando alejar de su cerebro los reproches que, imaginaba, su progenitora muerta le lanzaría al verla cubierta de suciedad y golpes.

  Buscando algo de entereza, de sosiego, algo a lo que aferrarse desesperadamente para no hundirse más en el cieno de su desgracia tanteo con mano temblorosa su pecho.

  Un profundo suspiro de alivio brotó de sus labios al notar lo que se escondía bajo su corpiño.

  El retrato de su adorado príncipe seguía colgado de su cuello.

  Lo sacó aun más nerviosa y lo contempló, como si aquella visión fuera lo único que pudiera salvarla.

  No se había estropeado. Volvió a suspirar sintiéndose un poco mejor. Sus ojos se quedaron clavados, hipnotizados por la pequeña pintura de aquel niño que tiempo a se habría convertido en un joven más cercano a la madurez que a la infancia.

  — Mi príncipe —musitó casi sin voz.

  Al fin parecían haber cesado sus lágrimas.

  — Tú vendrás a buscarme y me llevaras a palacio donde nos casaremos y gobernaremos felices —le volvió a susurrar al chiquillo de la miniatura, con esperanza.

  Acaricio levemente el lienzo esforzándose por no mancharlo, para luego estrechar el cuadrito contra su pecho mientras repetía una y otra vez esa frase como una letanía invocadora, cual conjuro protector, al tiempo que se movía adelante y atrás en una acompasada cadencia acunándose a sí misma.

  Cerró los ojos y dejó que su mente se centrara solo en eso, en su príncipe y en su futuro como reina.

  8

  Permaneció en ese singular trance durante horas. El poder de la imagen del príncipe infante y los idílicos sueños de futuro unidos a él la alejaron del miedo, el sufrimiento, el frío, el hambre y la sed.

  Pero una vez más, cuando comenzaba a anochecer, algo, tal vez el poderoso instinto de supervivencia, la retorno al mundo real.

  A sus oídos llegaron unos aullidos que le helaron la sangre. Los pobladores de la espesura comenzaban a salir de sus refugios, era la hora de cazar.

  Invadiéndola de nuevo el pánico, su cerebro la obligó a reaccionar.

  Logró ponerse en pie, con supremo esfuerzo, y mientras el viento húmedo agitaba su cabello enmarañado, comenzó a andar. Cada paso le provocaba un sufrimiento tan agudo que creía no poder resistir dar otro, sin embargo, sus temores e instinto la impelían obstinadamente a seguir avanzando y resistir.

  Miraba a su alrededor, con los ojos entornados, intentando distinguir las inquietantes formas que la rodeaban pues el cielo se oscurecía con rapidez sumiendo el lugar en una oscuridad tan solo levemente paliada por las tintineantes estrellas que comenzaban a surgir en el firmamento.

  Sus mejillas estaban una vez más bañadas en lágrimas que corrían por su fino cuello hasta humedecer sus brunos cabellos y lo que antaño fue un hermoso vestido, temiendo ser devorada por alguna aterradora alimaña.

  — Mi príncipe vendrá a por mí —se repitió nuevamente, en un murmullo, apretando el retrato, buscando nuevas energías para el próximo paso. Las piedras y la vegetación, que apenas lograba ver, herían sus pies desnudos, causándola aun más sufrimiento.

  Mientras la joven conjuraba a su príncipe su mente le gritaba que buscara un lugar seguro. Mi príncipe vendrá pero mientras he de hallar un refugio, un lugar donde estar protegida de todas estas cosas espantosas.

  Tras lo que le pareció una eterna caminata, creyó distinguir algo entre las sombras dibujadas por los árboles. Entorno más los ojos dirigiéndose hacía allí hasta descubrir una especie de estructura, obra de manos humanas.

  Una casa.

  No era su hogar pero aun así continuo su avance.

  Se veía pequeña, ridículamente diminuta si se la comparaba con el castillo de los von Erthal, desvencijada y resultaba casi incompresible que aquella estructura siguiera en pie. Estaba construida en madera, pero buena parte de sus paredes y techo se hallaban invadidos por el musgo y las plantas trepadoras, dejando al descubierto poco del material original.

  Resultaba evidente que era muy vieja y parecía abandonada pues además del indudable mal estado, no salía luz alguna de sus ventanas.

  Una parte de Blancanieves rechazó con asco la idea de meterse allí pero otra, la que aun poseía algo de juicio le indicaba que ese lugar podía ser su única salvación.

  Así pues entre gemidos de dolor, notándose desfallecer llegó hasta la puerta de la destartalada vivienda.

  Extendió su mano hacia la carcomida madera. Un gesto de repugnancia se dibujo en su sucio y demacrado rostro al notar el frío, áspero y viscoso tacto de la puerta. Esta cedió a su contacto y se entreabrió con un chirrido.

  El interior, aun más umbrío que el exterior, apenas se distinguía.

  Realmente no parecía haber nadie allí dentro.

  Una nueva y abrumadora oleada de cansancio la recorrió. Ni su cerebro ni su organismo podían ya más.

  Consiguió dar unos pasos al frente introduciéndose en la casucha. Cuando avanzando a tientas notó algo duro delante, palpó unos instantes hasta comprender que era una pared. Se apoyo en ella, en busca de algo firme, solido y seguro a lo que aferrarse. Suspiró cerrando los ojos y permitió a sus piernas rendirse. Se doblaron como si fueran goma y fue resbalando con suavidad hasta quedar sentada en el suelo.

  — Mi príncipe vendrá pronto a por mí —musitó antes de dejarse arrastrar de nuevo hacia la inconsciencia.

  — Toy muerto —gruñó Hans bostezando— en cuanto cene, este se va directo al jergón…

  — A roncar y desvelarnos a toos los demás —cortó Christian, lanzando una pulla.

  Varios de los chiquillos rieron entre dientes mientras se dejaban caer en las viejas y algo polvorientas sillas, colocadas en torno a la mesa.

  — Olvídame —replicó Hans dando un mordisco al pan duro— no tengo energías ni pa peleame contigo —reconoció con la boca llena.

  — Cobarde —rió Christian mientras cortaba un pedazo de queso antes de que los demás lo hicieran desaparecer.

  Hans bufó por lo bajo y apartó los ojos de su molesto compañero.

  Mientras paseaba la mirada descubrió a otro de los críos, uno de los más pequeños del grupo que formaban, como una cuasi familia, de pie frente a una de las paredes de su rudimentaria y descuidada cocina.

  — ¿Qué miras como un bobo? —le preguntó, extrañado.

  — A lo mejor se ha quedao dormio de pie —susurro Wilhelm— he oído deci que pue pasa —comento con inocencia.

  — Eso es una tontaa, ¿Cómo se va a queda nadie dormio de pie? —replicó Christian — eres tan crio que te crees too lo que te dicen —declaró con suficiencia como si él ya fuera todo un hombre a sus trece años.

  — No toy dormio —les aclaró Ludwig— solo toy mirando la cosa esta.

  — ¿Qué cosa? —interrogaron varios de los chiquillos, extrañados y estirando el cuello en su dirección.

  — Creo que es algún bicho que nos ha entrao y se ha muerto —dedujo Ludwig inclinándose un poco sobre el oscuro bulto que en la penumbra de la estancia apenas se distinguía. Solo contaban con una lámpara y no podían permitirse ser derrochadores con el aceite, era muy caro.

  — Pos si es un animal muerto nos lo poemos come —sugirió alegre Hans, frotándose las manos— ya ni me acuedo de cuando comimos por última vez carne.

  Ludwig iba a tocar el bult
o del suelo cuando un conocido ruido gutural le hizo volverse.

  Jacob, el mayor de los siete mozalbetes y el que ejercía como una especie de padre adoptivo y guardián de todos, en la medida que le era posible, llegó hasta él. Le tomó por los hombros obligándole suavemente a apartarse.

  — No pasa na —replicó Ludwig en protesta— parece más que muerto —aseguro convencido y molesto porque le tratara como a un bebé.

  Jacob, volvió a emitir un gruñido bajo mientras movía sus manos, indicándole con gestos que le obedeciera, él examinaría aquella cosa para ver que era y si era o no peligrosa.

  Después, tomó el farol y se aproximo con cuidado al bulto. Si era un animal y en lugar de muerto estaba herido podría ser peligroso o tener la rabia o alguna de aquellas enfermedades que te podían matar si recibías un mordisco.

  Frunció el ceño y entorno los ojos acercándose un poco más, pues a pesar de la luz no conseguía ver bien que era aquella cosa. No le parecía ningún animal conocido.

  Los demás chicos, atraídos por la misteriosa novedad y sobre todo, por la esperanza de una jugosa cena se fueron acercando hasta formar una piña tras él.

  Jacob se atrevió a dar un par de pasos más hacia la desconocida forma y acercó aun más la lámpara.

  Todos contenían el aliento cuando de pronto, Blancanieves, despertando aturdida, abrió los ojos de golpe.

  Al sentir la luz y el calor, la muchacha reacciono con brusquedad, convencida de que aquella luminiscencia la abrasaría.

  Se puso a gritar incoherencias mientras agitaba su brazo sano delante de la cara intentando a apartar la ardiente luz.

  Sorprendido por los alaridos y los repentinos movimientos, Jacob dio un respingo al tiempo que su corazón daba un tremendo brinco. Se echó para atrás imaginando que era alguna clase de bestia y fuera lo que fuera, estaba claro que no estaba muerto.

  Los demás muchachos estaban tan cerca de él que tropezó con ellos. Volvió a sobresaltarse y dejó caer la lámpara que rodó por el suelo unos metros más allá, volviendo a dejar el bulto sumido en la penumbra.

 

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