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Sangre en la nieve

Page 11

by Maria Parra


  Pero la mujer, que hasta el momento creía a su hermano residiendo y trabajando en la villa, no sabía nada de él desde que marchó a servir en su nuevo empleo. Y nadie en el pueblo le había visto en muchos días.

  Tras esto, el capitán Maximiliam fue en busca del resto de la servidumbre de la villa. Localizo en las direcciones indicadas a las dos sirvientas y la cocinera. Estas se quedaron asombradas al ver aparecer ante sus puertas al ejército.

  Las mujeres descubrieron así como fueron engañadas por el sirviente. El capitán, por su parte, averiguo que el guardián de la joven había llegado hasta la villa, pero solo y como este se había ocupado de hacer desaparecer a las sirvientas por medio de mentiras para luego esfumarse con la mayor parte de la plata que el condestable le confió.

  Así pues, parecía cada vez más evidente que el deshonesto individuo era el culpable de la desaparición de la chiquilla, logrando engañar a todo el mundo.

  Supuso entonces que María Sophia, estaría retenida en contra de su voluntad, secuestrada, quien sabe con qué crueles intenciones. Tal vez aquel personaje pretendiera exigir un rescate por la muchacha en cuanto se le terminara la plata o puesto que por lo que sabía, la chica estaba dotada de una extraordinaria belleza, pudiera ser que se la llevara con inmorales propósitos.

  El capitán comprendió que fueran cuales fueran los planes del corrupto personaje, que ya consideraba de la peor estofa y a quien castigaría con la mayor de las durezas en cuanto le echara el guante, debía encontrarle por el bien de la hija de los von Erthal y lo antes posible.

  Sin más pistas, el despierto militar buscó al cochero que llevó al sirviente hasta el castillo para recoger a la joven.

  Fue pues, por boca del capitán que el sencillo cochero se entero de que la muchacha seguía sin ser localizada y que no se conocía el paradero del sirviente.

  El hombre relató la parada en mitad del bosque y como la chica había despertado echando a correr por la espesura. También como al cabo de un largo rato, el personaje había vuelto hasta el carruaje pero solo, diciendo que se le había escapado y que la buscaría después con ayuda del resto del servicio de la villa.

  Cuando el capitán Maximiliam le increpó, preguntándole por qué no había proporcionado aquellos importantes datos a la familia el cochero solo se encogió de hombros diciendo:

  — Nadie me pregunto y yo que sabía.

  Con esta nueva información su hipótesis sobre el secuestro por dinero o el rapto por motivos lascivos parecía descartada.

  Si el cochero no mentía, por su experiencia le juzgó un hombre sincero y tampoco parecía tener motivos para incurrir en la mentira, todo parecía indicar que lo que fuera que le pasó a la joven sucedió en esa parada en mitad del bosque y no fue algo premeditado.

  La muchacha asustada y alterada por su peculiar enfermedad había huido y su guardián había ido tras ella. Pero después el individuo regresó solo para posteriormente desaparecer.

  Una aciaga idea se perfilaba en su mente, una que si se descubría cierta llevaría un dolor insuperable a su amigo y su esposa.

  Podría ser que en mitad de aquella interminable espesura, aun se hallada la doncella, pero ya sin vida. Tal vez persiguiendo a la chica sin querer la hiciera un daño irreparable y luego al darse cuenta de lo que acababa de suceder, asustado, temiendo el castigo que recibiría en la horca, huyera con la plata.

  Cuanto más lo pensaba más probable le parecía al militar que estos fueran los hechos acaecidos.

  Mas antes de compartir con el condestable, sus sólidos temores revolvería el bosque de arriba a abajo y enviaría hombres a todos los pueblos de los alrededores para intentar localizar al culpable de la casi segura muerte de la hija de los von Erthal.

  — ¿Quién manda aquí? —pregunto el capitán Maximiliam al primer minero que vio.

  Todos los hombres que se hallaban en el exterior de la mina, sin abandonar sus tareas, no se les pagaba precisamente por estarse parados, miraban de soslayo, sorprendidos y algo inquietos al grupo de militares. No solía ser buena señal la visita del ejército. ¿Qué querrían por allí? Se preguntaron todos.

  — El capataz, el seño Grimm —respondió el susodicho.

  — ¿Dónde puedo hallarle? —interrogo, de nuevo el militar, moviéndose impaciente en la silla de su palafrén.

  — Allí —señaló escueto el minero, indicando con una mano la caseta que servía de oficina al encargado.

  — Mientras yo me entrevisto con el jefe de la mina registren los alrededores —ordenó el capitán, dispuesto a aprovechar el viaje al máximo.

  Ya habían revisado una pequeña parte de la foresta, pero aquellos bosques se extendían tupidos por toda la montaña y resultaba tremendamente compleja su inspección. En muchas partes resultaba inviable meter a los caballos, con lo cual se veían forzados a registrar la zona a pie, lo que ralentizaba considerablemente la tarea. En el fondo el capitán sabía de sobra lo imposible de llevar a cabo la hercúlea tarea de peinar por completo aquella frondosidad.

  16

  El capitán Maximiliam se tropezó con una pila de libros nada más introducirse en la pequeña caseta. Maldijo por lo bajo notando la corriente de dolor recorriendo su pierna, mientras estudiaba con ojo analítico el lugar atestado de voluminosos libros y papeles. Allí dentro apenas quedaba espacio para moverse.

  Un muchacho que asomaba tras un gran escritorio igualmente cubierto de papelajos, levantó la vista de su tarea al oír la protesta del hombre. Al ver el uniforme se quedó muy sorprendido.

  A los pocos instantes logró reaccionar y se levantó presuroso, llegando hasta él casi saltando con admirable agilidad y visible practica por entre los múltiples obstáculos desparramados por el suelo del despacho para apartar un poco la pila de gruesos volúmenes encuadernados en tela contra la que acababa de estrellarse el militar.

  — ¿Es usted el capataz? —interrogo el capitán mientras esperaba que el chico le fuera abriendo camino, apartando más pilas de libros y otros objetos para permitirle llegar al otro escritorio donde un hombre de mediana edad seguía absorto en su trabajo sin notar su presencia.

  El interpelado, alzó la vista del libro de cuentas y dejando su pluma en el tintero se puso de pie. Quedaba bastante claro que ese era el encargado, su porte no era el de un simple trabajador y su atuendo aunque sencillo se veía de calidad. Una chaqueta de grueso paño no era algo que se pudiera permitir un minero cualquiera.

  — Efectivamente —confirmó este— Soy el señor Grimm ¿en qué puedo servirle? —inquirió educado pero tan extrañado como los mineros ante aquella inesperada visita.

  — Estamos buscando a un hombre —comenzó a explicar el capitán Maximiliam quedándose de pie ante la mesa, mirando a su alrededor como buscando una silla donde acomodarse.

  El muchacho, entendiendo, cogió la silla de su escritorio y se la ofreció al militar.

  Este la aceptó gustoso con un cabeceo de agradecimiento y tras sentarse continuó con su explicación.

  — Tenemos motivos para creer que es el culpable de la desaparición de la joven hija de los von Erthal ¿conoce a la familia? —preguntó haciendo un alto en su discurso.

  — De nombre, es una de las notables familias del reino —respondió el capataz— pero no tengo el gusto de conocerles en persona —apostilló.

  — Por supuesto —dijo el capitán carraspeando.

  Evidentemente el estatus del señor Grimm aun no siendo el de un vulgar obrero estaba muy por debajo del de la nobleza.

  — La muchacha debía ser custodiada por este individuo —siguió regresando al tema en cuestión— hasta su nueva residencia sin embargo, nunca llegó y desde entonces no se ha vuelto a saber de ninguno de los dos —informo sin aportar detalles que podían causar rumores maledicentes entre el vulgo llano y una vergüenza más que innecesaria al matrimonio von Erthal.

  — Es una terrible noticia, pobre chica —comento el encargado, compasivo— ¿Y creen que ese hombre y la muchacha pueden estar por esta zona?

  — La última vez que se vio a la hija de los von Erthal fue
en el bosque —declaró el capitán.

  — Ya veo… pobrecilla, estos bosques no son lugar para una doncella —observó el señor Grimm, con gravedad.

  — ¿Ha visto algún individuo desconocido por la zona o alguna muchacha? —le interrogo a continuación el capitán Maximiliam previendo una respuesta negativa.

  Para sus adentros ya daba por muerta a la jovencita. Estaba convencido de que o, aquel bellaco mató por accidente a la chiquilla al intentar atraparla tras su fuga del carruaje o bien esta, en su delirio, se interno demasiado en la espesura huyendo del sirviente y cuando el hombre no la localizó antes que revelar lo sucedido escapó. De ser así, el individuo ya estaría muy lejos de allí, posiblemente fuera del reino y por consiguiente lejos de su jurisdicción. Y si la doncella se quedó sola en aquella montaña, sin protección, sin alimentos, trastornada y rodeada de bestias salvajes, consideraba imposible que siguiera con vida.

  Sin embargo, sabiendo que aún era pronto para enfrentar a los von Erthal a tan probable posibilidad, seguiría actuando durante un tiempo como si fuera posible rescatar a la joven, de modo que detalló al capataz las características físicas de los dos buscados.

  El muchacho, de pie tras el militar, fuera de su vista palideció al escuchar el nombre de la doncella y su descripción.

  — Lo lamento muchísimo pero no he visto por esta zona a nadie desconocido y menos con esa descripción —le indicó el capataz— lamento sinceramente no poder ayudarle —aseguro este.

  — No se preocupe —dijo el militar levantándose— de todos modos le agradeceré que comente la situación a sus hombres por si alguien hubiera visto a alguno de ellos. Y si no es así que todos estén bien atentos y si ven a alguno de los dos avisen rápidamente al cuartel —le pidió mientras daba la mano al hombre dispuesto a seguir peinando el área, convencido de que como mucho encontraría los restos de la chiquilla, posiblemente medio devorados por las alimañas.

  — Faltaría más —asintió el señor Grimm— espero que hallen pronto a esa pobrecilla —le deseo.

  — Gracias —respondió el capitán, con gesto serio, despidiéndose mientras pensaba en el dolor que estaban padeciendo su amigo y su esposa. Y que este solo acababa de empezar.

  El muchacho cerró la puerta tras la salida del inesperado visitante y se volvió hacia el capataz.

  — ¿Otra vez quieres irte pronto? —preguntó el hombre, alzando las cejas— ¿Tienes algún problema Jacob? —quiso saber colocando su mano sobre el hombro del chico, en actitud fraternal— Llevas varios días pidiendo salir antes y sabes cuánto requiero de tu ayuda en los asuntos de la mina.

  El mudo joven hizo unos signos algo nervioso y se apresuro a garabatear una nota que entregó al hombre.

  El señor Grimm leyó el papel.

  — Está bien, puedes irte ya —concedió— pero lo acabas de prometer, a partir de mañana volverás a quedarte a trabajar en la oficina en tu horario habitual —dijo agitando la nota ante él— Anda, lárgate —le indicó sonriente— y cuando salgas haz que venga alguno de los mineros. Hablare a todos antes de irse a sus casas para comentarles lo de la desaparición de esa pobre chiquilla —le pidió suspirando sintiendo pena por la desconocida.

  Jacob volvió a palidecer y salió casi corriendo de la caseta. Indicó al primer minero con el que se tropezó que fuera con el capataz y después fue en busca de alguno de sus casi hermanos.

  Encontró a varios de ellos sacando escombros de la mina y les comunicó con gestos apresurados que regresaba a la cabaña y que allí les vería. No tenía tiempo de explicarles nada pero si insistió en que no dijeran nada a nadie y que regresaran lo antes posible a la vivienda.

  Después se fue como un rayo.

  — ¿Qué no digamos na a nadie sobre qué? —preguntó por lo bajo Hans, confuso, sin relacionar las prisas de Jacob con la aparición del ejercito por allí ni con la extraña invitada que tenían en casa desde hacía unos días.

  Mientras Jacob recorría presuroso el último tramo para llegar a su humilde casucha los demás mineros terminaban su jornada de trabajo, incluidos los chiquillos. Cuando cada cual se disponía a marchar a su hogar el capataz les reunión y les comunicó a todos el motivo de la visita de los militares.

  Los muchachos se quedaron paralizados al oír la descripción de la chica.

  — Ahora entiendo porque Jacob no quería que dijéramos na —susurró Christian, estupefacto.

  — ¿Esa chalaa es una niña rica? —interrogó Ludwig, sin poder creérselo.

  — Más bajo, estúpido —reprendió Achim propinando a su compañero un buen codazo en las costillas.

  Jacob llegó a la vivienda. Abrió la puerta con rapidez procurando introducirse y cerrar tras él deprisa para no inquietar a Blancanieves.

  Ella seguía, como se había hecho habitual, sentada en su rincón, admirando el pequeño retrato del niño príncipe.

  Sin aliento, el chico se acerco a ella que salió de su feliz trance.

  A continuación, Jacob comenzó a hacer gestos apresurados, se encontraba muy nervioso.

  Tu familia te esta buscando intentaba comunicarla cuando se dio cuenta de que ella no conseguía entender su modo de hablar con las manos y que tampoco serviría de nada escribirla una nota.

  Suspiró resignado y se sentó frente a ella dejando caer los hombros. Tendría que esperar a la llegada de los chiquillos para usarlos, una vez más, como intermediarios.

  Sé que no me entiendes pero pronto podrás volver a casa con los tuyos, ya sé lo que te pasó y porque te dábamos tanto miedo. Supongo que ese hombre te hizo mucho daño y temías que nosotros también te lo hiciéramos.

  Creo que te voy a echar de menos.

  Volvió a suspirar invadido por una súbita tristeza.

  Blancanieves clavó sus ojos en él por unos instantes, después al verle quieto regresó a contemplar la miniatura.

  ¿Quién es?

  Jacob señaló el pequeño cuadro. La muchacha temiendo que lo manchara con sus sucias manos lo atrajo más hacia sí.

  No te lo voy a quitar pensó él sintiéndose algo herido y apartando disgustado la vista de la jovencita.

  Ya podías confiar un poco más en mí, no he hecho otra cosa que intentar ayudarte y cuidarte.

  Transcurrió un largo rato hasta la irrupción de los chiquillos.

  María Sophia se levantó alterada al ver como estos, entrando en tropel parloteando todos a la vez, dejaban la puerta abierta de par en par.

  — Hay corriente —chilló llena de angustia.

  Los chicos a lo suyo ni la oían y fue Jacob el que se levantó presuroso para cerrar la puerta.

  La muchacha exhaló aliviada y volvió a su rincón dedicando una indescifrable mirada a Jacob. A este le pareció captar una pizca de gratitud pero tal vez solo estuviera viendo lo que deseaba.

  — Tamos apostando cuantas moneas nos van a dar esos ricachones por devolverles a su hijita —dijo todo emocionado Karl dirigiéndose a Jacob— ¿Cuánto apuestas tú? —preguntó risueño elevando la voz por encima del griterío de sus compañeros que querían decirle a Jacob su cantidad apostada.

  El chico sintiéndose furioso le propino un empujón a Achim.

  — ¿Pero qué te pasa ahora? —rezongó su compañero frotándose el brazo atónito— Por fin tenemos un golpe de suerte y tú te enfadas —protestó desconcertado.

  Jacob se puso a escribir una nota y luego se la entregó visiblemente irritado.

  — ¿Cómo que no vamos a recibi ningún pago por la chica? —increpó boquiabierto Achim al traducir el escrito.

  — Los otros mineros dijeron que la familia esa tie muchísimo dinero y que fijo darían una recompensa a él que encontrara a su hija —intervino Hans.

  Jacob garabateo otra nota con la seriedad reflejada en su juvenil rostro y se la dio a este.

  — ¿Qué no aceptaremos ningú dinero? —leyó el chiquillo, sin salir de su asombro.

  — ¿A qué vien esa locura? —recriminó Christian— Tú eres el que siempe ha querio que tuviéramos suficientes moneas pa deja las minas e inos en busca de una v
ida mejo —le recordó a Jacob— ¿Y ahora viens con que no cogeremos el dinero de esa gente? A esos les salen las moneas por las orejas.

  ¿Cómo les podía hacer entender que eso no era honesto? Aceptar un pago por haber cuidado de la chica era a su parecer indigno. Él quería una vida mejor para todos pero no a base de hacer cualquier cosa.

  Jacob agitó la cabeza y escribió otra nota.

  Esta se la entregó al pequeño Wilhelm, ahora más que nunca prefería confiar en la traducción literal del chiquillo.

  Este la tomó y con esfuerzo fue leyendo el mensaje que esta vez era para Blancanieves.

  — Jacob dice que tus padres te están buscando y que te podemos llevar con el ejército para que ellos te lleven a tu casa.

  Todos se quedaron aguardando la reacción de la jovencita. Alegría, saltos, agradecimientos pero nada, ella seguía obnubilada como mirando a las musarañas.

  — ¿Se lo vuelvo a lee? —preguntó el pequeño con inocencia pensando que a lo mejor había leído bajito y ella no le había oído.

  Jacob negó ofreciéndole una sonrisa en pago por su servicio.

  — Esa ni se ha enterao y tu no quies que aceptemos el dinero que nos den —rezongó Karl— es lo menos que nos merecemos por soporta a esta chalaa tragona todos estos días. Mañana mismo yo me voy al cuartel a avisa y que se la lleven de una vez —afirmó tozudo.

  Tú no harás nada hasta que yo te lo diga le indico con una fulminante mirada.

  Escribió otra nota y se la volvió a tender a Wilhelm que se puso a leer elevando la voz, casi hasta desgañitarse, esperando que así Blancanieves le oyera bien.

  — Dice que si quieres que te llevemos con el ejército —fue vociferando el niño— que si quieres irte a tu casa.

  — Pos claro que querrá ise a su casa —intervino Christian— por mu loca que te no pue preferi esta en esta casucha de mala muerte que en un castillo —le hizo ver— algunos de los mineros dijeron que el castillo de sus ricos papas es más grande que toa la aldea, figúrate —dijo soñador.

 

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