by Donna Leon
Aqua alta
Donna Leon
Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.
Donna Leon
Aqua alta
Comisario Guido Brunetti 05
Título original: Aqua alta
Traducción del inglés: Ana Maria de la Fuente
Para Guy Santa Lucia
Dalla sua pace la mia dipende,
quel che a lei piace vita mi rende,
quel che le incresce morte mi dà.
S'ella sospira, sospiro anch'io,
è mia quell'ira, quel pianto è mió
e no ho bene, s'ella non l'a.
[De su paz la mía depende,
lo que a ella place vida me infunde,
lo que la aflige muerte me da.
Si ella suspira, también suspiro,
mía es su ira, su lamento es el mío
y no conozco dicha que le sea ajena.]
Mozart, Don Giovanni
1
Reinaba tranquilidad hogareña. Flavia Petrelli, diva reina de La Scala picaba cebolla en la caldeada cocina. Dispuestos ante sí tenía varios tomates de pera, dos dientes de ajo cortados en finas láminas y dos rollizas berenjenas. Mientras trabajaba inclinada sobre el mármol, Flavia cantaba llenando la cocina de las áureas notas de su voz de soprano. De vez en cuando, retiraba con la muñeca un oscuro mechón de cabello que, no bien quedaba recogido detrás de la oreja, volvía a saltar sobre la mejilla.
En el otro extremo de la vasta habitación que ocupaba la mayor parte del último piso del palazzo veneciano del siglo XIV, Brett Lynch, su propietaria y amante de Flavia, estaba echada en un sofá beige con los pies descalzos apoyados en un brazo del mueble y la cabeza en el otro, siguiendo la partitura de I Puritani, cuya grabación lanzaban al aire a todo volumen -los vecinos, a chincharse- dos altavoces alargados que descansaban en pedestales de caoba. La música subía de tono haciendo vibrar el aire de la habitación, mientras «Elvira» se disponía a enloquecer… por partida doble. Porque en la habitación cantaban dos «Elviras», lo que producía una sensación inquietante: una, la que Flavia había grabado en Londres cinco meses antes y que brotaba de los altavoces; la otra, en la voz de la mujer que picaba cebolla.
De vez en cuando, Flavia interrumpía el afinado dúo para preguntar:
– ¡Uf! ¿Quién ha dicho que tengo un registro medio?
O:
– ¿Se supone que es un si bemol lo que tocan los violines?
Y después seguía cantando y picando. A su izquierda, en una gran sartén puesta sobre un fogón graduado al mínimo, el aceite esperaba las hortalizas.
Alguien tocó el timbre cuatro pisos más abajo.
– Yo abriré -dijo Brett, dejando la partitura abierta boca abajo en el suelo y levantándose-. Serán los Testigos de Jehová. Siempre vienen el domingo.
Flavia asintió, se apartó el pelo de la cara con el dorso de la mano y volvió a repartir su atención entre las cebollas y «Elvira», que seguía cantando en sus transportes delirantes.
Descalza en el grato calor del apartamento esta tarde de últimos de enero, Brett cruzó sobre el suelo de madera y salió al recibidor, descolgó el interfono que estaba junto a la puerta y preguntó:
– Chi è?
Una voz de hombre contestó en italiano:
– Venimos del museo. Traemos unos papeles del dottor Semenzato.
Era extraño que el director del museo del palazzo Ducal le enviara papeles, y más aún, un domingo por la tarde, pero quizá la carta que Brett le había enviado desde China lo había alarmado -aunque por supuesto no le dio tal impresión cuando habló con él la semana anterior- y quería darle a leer algo antes de la cita que a regañadientes le había dado para el martes por la mañana.
– Súbalos, por favor. Último piso. -Brett colgó el aparato y oprimió el pulsador que abría la puerta de la calle cuatro pisos más abajo, luego se acercó a la puerta y gritó a Flavia, entre el llanto de los violines-: Del museo. Traen papeles.
Flavia asintió, tomó una de las berenjenas, la cortó por la mitad a lo largo y, sin perder el compás, se entregó de nuevo al serio proceso de enloquecer de amor.
Brett volvió a la puerta de la escalera, se agachó para doblar la punta de una alfombra y abrió la puerta. De abajo llegaba ruido de pisadas, y por el recodo de la escalera aparecieron dos hombres que se detuvieron en el rellano, antes de acometer el último tramo.
– Sólo dieciséis peldaños más -dijo Brett sonriendo en señal de bienvenida, y entonces, sintiendo el aire glacial de la escalera, se cubrió un pie con el otro.
Ellos miraban la puerta abierta. El primero llevaba en la mano un gran sobre marrón. Los hombres empezaron a subir el último tramo y Brett volvió a sonreírles.
– Forza! -los animó.
El que subía delante, que era bajo y rubio, sonrió a su vez. Su acompañante, más alto y moreno, aspiró profundamente y lo siguió. Cuando el primer hombre llegó ante la puerta, esperó a que el otro se reuniera con él.
– ¿Dottoressa Lynch? -preguntó pronunciando el apellido al modo italiano.
– Sí -respondió ella, retrocediendo para dejarlos pasar.
Cortésmente, los dos hombres murmuraron «Permesso» al entrar en el apartamento. El primero, que llevaba el pelo cortado al uno y tenía bonitos ojos oscuros, le alargó el sobre.
– Los papeles, dottoressa. -Al entregárselos añadió-: El dottor Semenzato me ha dicho que los lea inmediatamente. -Modales suaves y corteses. El alto sonrió y volvió la cabeza hacia un espejo colgado a la izquierda de la puerta que le había llamado la atención.
Ella inclinó la cabeza y empezó a abrir la solapa del sobre, pegada con lacre rojo. El rubio se acercó, como para ayudarla a abrir el sobre, pero bruscamente se situó detrás y la sujetó por los brazos inmovilizándola.
El sobre cayó sobre sus pies descalzos y fue a parar entre ella y el segundo hombre, que lo apartó con el zapato, como si temiera estropear su contenido, y se acercó a ella. El primero aumentó ahora la presión de sus manos y su compañero, encorvando su alta figura, dijo en voz baja y grave:
– Usted no irá a la cita con el dottor Semenzato.
Ella sintió cólera antes que miedo, y la cólera le hizo decir:
– Suéltenme. Y salgan de esta casa. -Se revolvió, tratando de zafarse de las manos del hombre, pero él le sujetó los brazos a los costados.
A su espalda, subía el tono de la música y la doble voz de Flavia inundaba la habitación. La sincronía era perfecta, nadie hubiera sospechado que eran dos voces y no una las que cantaban de dolor, amor y añoranza. Brett volvió la cara hacia la música, pero deliberadamente interrumpió el movimiento y preguntó mirando al que tenía delante:
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
La voz del hombre cambió y se hizo adusta, lo mismo que su cara.
– No hagas preguntas, zorra.
Nuevamente, ella trató de soltarse, pero era imposible. Apoyando el peso del cuerpo en un pie, golpeó con el otro al hombre que la sujetaba, pero el talón desnudo no podía hacer mucho daño.
Entonces, ella oyó decir al que la sujetaba:
– Vamos. Adelante.
Ella volvía la cabeza para mirar atrás cuando el primer golpe la al
canzó en el estómago. Fue una explosión de dolor que le hizo doblar el cuerpo tan violentamente que casi escapó de las manos del que la inmovilizaba, pero él la enderezó con brusquedad. El que estaba delante volvió a golpearla, esta vez, debajo del pecho izquierdo, y la reacción fue la misma: el cuerpo de ella se dobló con un espasmo para defenderse del dolor.
Entonces, deprisa, tan deprisa que Brett perdió la cuenta de los puñetazos, el hombre la golpeó repetidamente en el pecho y las costillas.
A su espalda, mientras las voces de Flavia cantaban al futuro de dicha que la aguardaba cuando se desposara con «Arturo», el hombre golpeó en un lado de la cabeza a Brett, a la que empezó a zumbarle el oído derecho, y ya sólo pudo oír la música con el izquierdo.
Ella únicamente era consciente de una cosa: no podía emitir sonido alguno. Ni gritar, ni pedir auxilio, ni quejarse. Las voces de soprano se fundían detrás de ella, alborozadas, cuando su labio se partió bajo el puño del hombre.
El que estaba detrás de ella le soltó el brazo derecho. Ya no hacía falta sujetarla y, si aún la agarraba de un brazo, era para sostenerla. Ahora la obligó a volverse a mirarlo.
– No vaya a la cita con el dottor Semenzato -dijo todavía con voz suave y cortés.
Pero ella ya no podía oírle, sólo percibía vagamente la música, el dolor y el miedo de que estos hombres la mataran.
La cabeza le colgaba inerte y sólo les veía los pies. Notó que el alto hacía un brusco movimiento hacia ella y sintió un calor repentino en las piernas y en la cara. Había perdido el control de su cuerpo y percibió el olor acre de su propia orina. Con sabor a sangre en la boca, vio cómo el líquido chorreaba y les salpicaba los zapatos. Ella se tambaleaba entre los dos hombres, pensando tan sólo que no podía emitir ni un sonido y deseando que la dejaran caer, para poder hacerse un ovillo y mitigar el dolor que sentía en todo el cuerpo. Y, mientras tanto, la doble voz de Flavia Petrelli brotaba en notas de júbilo alzándose sobre el coro y el tenor, su enamorado.
Brett, con un esfuerzo mayor del que había puesto en algo en toda su vida, alzó la cabeza y miró a los ojos al hombre alto que ahora estaba delante de ella. Él le dedicó una sonrisa tan íntima como la que ella hubiera podido ver en la cara de un amante. Lentamente, extendió la mano y le oprimió suavemente el pecho izquierdo mientras susurraba:
– ¿Quieres más, cara? Con un hombre es mejor.
La reacción de Brett fue totalmente involuntaria. Su puño rebotó en la cara del hombre sin hacerle daño, pero lo repentino del movimiento la liberó de la mano del otro hombre y fue a dar de espaldas contra la pared. Sintió su dureza pero no dolor, como si no fuera su cuerpo el que había chocado.
Entonces vio que se hundía, notó el roce áspero del ladrillo que le levantaba el jersey. Despacio, muy despacio, como a cámara lenta, fue resbalando hacia el suelo. La rugosa pared le arañaba la carne mientras la fuerza de la gravedad tiraba de su cuerpo.
Brett estaba confusa. Oía una voz de Flavia que cantaba la cabaletta y otra voz de Flavia que gritaba furiosa:
– ¿Quiénes son? ¿Qué hacen aquí?
«Sigue cantando, Flavia», quería decirle, pero no podía recordar cómo decirlo. Acabó de caer al suelo y quedó con la cara vuelta hacia la puerta de la sala, donde vio a la verdadera Flavia a contraluz, oyó la música excelsa que llegaba con ella, envolviéndola, y descubrió el gran cuchillo de picar cebolla que traía en la mano.
– No, Flavia -susurró, pero nadie la oyó.
Flavia se lanzó hacia los dos hombres. Ellos, sorprendidos a su vez, no tuvieron tiempo de reaccionar, y el cuchillo hizo un corte en el antebrazo que el más bajo había levantado. El hombre dio un grito de dolor y apretó el brazo contra el cuerpo, cubriéndose la herida con la otra mano. La sangre empezó a empapar la manga de la chaqueta.
Otra imagen congelada. Luego, el más alto inició la retirada en dirección a la puerta que había quedado abierta. Flavia, con la mano del cuchillo a la altura de la cadera, dio dos pasos hacia él. El herido le lanzó un puntapié con el pie izquierdo que la alcanzó a un lado de la rodilla. Ella cayó de rodillas, con el cuchillo todavía bien sujeto junto a su cuerpo.
La señal que intercambiaron los dos hombres en este momento fue totalmente silenciosa, pero ambos fueron hacia la puerta al mismo tiempo. El alto se agachó alargando el brazo para recuperar el sobre, pero Flavia, desde el suelo, fintó con el cuchillo hacia su mano y él retrocedió dejando el sobre en el suelo. Flavia se puso de pie y bajó corriendo varios escalones detrás de ellos, mas enseguida se detuvo, volvió al apartamento y cerró la puerta con el pie.
Se arrodilló al lado de la mujer que estaba en el suelo.
– Brett, Brett -dijo mirándola con ansiedad. La otra tenía la parte inferior de la cara cubierta de la sangre que le salía de la nariz, del labio y de una herida del lado izquierdo de la frente. Estaba tendida con una rodilla doblada debajo del cuerpo, el jersey subido hasta la barbilla y los pechos al descubierto-. Brett -dijo Flavia por tercera vez y durante un momento pensó que aquella figura inmóvil estaba muerta. Pero inmediatamente ahuyentó el pensamiento y le puso una mano a un lado del cuello.
Con la lentitud con que amanece una encapotada mañana de invierno, se alzó un párpado y luego el otro, aunque sólo hasta la mitad, porque estaba hinchándose rápidamente.
– Stai bene? -preguntó Flavia.
La única respuesta fue un leve quejido. Pero era una respuesta.
– Pediré ayuda. No te apures, cara. Vendrán enseguida.
Corrió a la otra habitación y alargó la mano hacia el teléfono. Durante un segundo, no supo qué era lo que le impedía agarrar el aparato, y entonces vio el cuchillo ensangrentado que tenía agarrado con una mano agarrotada. Lo dejó caer al suelo y levantó el aparato. Con dedos rígidos pulsó el 113. Al cabo de diez señales, una voz de mujer le preguntó qué deseaba.
– Es una urgencia. Necesitamos una ambulancia. En Cannaregio.
La voz, con acento de aburrimiento, le pidió la dirección exacta.
– Cannaregio, 6134.
– Lo siento, signora. Es domingo y sólo hay una ambulancia. La pondré en lista.
Flavia alzó la voz.
– Una mujer está herida. Han intentado matarla. Hay que llevarla al hospital.
La voz asumió un tono de sufrida paciencia.
– Ya se lo he dicho, signora. Sólo disponemos de una ambulancia y antes tiene que atender otros dos servicios. En cuanto esté libre se la enviaremos. -Al no recibir respuesta de Flavia, la voz preguntó-: Signora, ¿me oye? Si hace el favor de repetirme la dirección, tomaré nota. Signora? Signora? -En respuesta al silencio de Flavia, la mujer cortó la comunicación, dejando a Flavia con el teléfono en la mano y deseando tener todavía el cuchillo.
Temblando, Flavia soltó el teléfono y volvió al recibidor. Brett seguía en el mismo sitio, pero había conseguido ponerse de lado y se abrazaba el pecho, gimiendo.
Flavia se arrodilló a su lado.
– Brett, tengo que ir a buscar a un médico.
Flavia oyó un sonido ahogado y la mano de Brett se acercó a la suya. Los dedos apenas llegaron a rozar el brazo de Flavia antes de caer desmayados al suelo.
– Frío -dijo tan sólo.
Flavia se levantó y fue al dormitorio, tiró del edredón, lo arrastró al recibidor y lo extendió sobre la figura inmóvil. Abrió la puerta de la escalera, sin preocuparse de comprobar antes por la mirilla si habían vuelto los dos hombres. Dejando la puerta abierta, bajó corriendo dos tramos de escalera y golpeó con fuerza la puerta del piso de abajo.
A los pocos momentos, la abrió un hombre de mediana edad, alto y medio calvo, con un cigarrillo en una mano y un libro en la otra.
– Luca -jadeó Flavia, sobreponiéndose al impulso de gritar, porque el tiempo pasaba y nadie venía a atender a su amante-. Brett está herida. Necesita un médico. -Bruscamente, le falló la voz y empezó a sollozar-. Por favor, Luca, por favor, tráeme a un médico. -Lo asía del brazo, incapaz de seguir hablando.
Sin decir palabra, el hombre
retrocedió un paso y agarró unas llaves de encima de una mesa que había al lado de la puerta. Dejó caer el libro al suelo, cerró la puerta y desapareció por la escalera abajo antes de que Flavia pudiera decir más.
Flavia volvió a su apartamento subiendo los peldaños de dos en dos. Vio que debajo de la cara de Brett había un charquito de sangre, en el que flotaba un fino mechón de pelo. Años atrás, había leído que a las personas en estado de shock hay que mantenerlas despiertas, que es peligroso que se duerman, por lo que volvió a arrodillarse al lado de su amiga y la llamó. Ahora uno de los párpados estaba tan hinchado que no podía abrirse, pero al sonido de la voz el otro se entreabrió ligeramente y Brett la miró sin dar señales de reconocerla.
– Luca ha ido a buscar a un médico. Enseguida estarán aquí.
Lentamente, la mirada pareció extraviarse, luego volvió a fijarse en ella. Flavia se sentó sobre los talones e inclinando el cuerpo hacia adelante apartó el pelo que cubría la cara de Brett y sintió que la sangre le empapaba los dedos.
– Todo se arreglará. Enseguida llegarán y te curarán. Todo se arreglará, mi vida. No tengas miedo.
El párpado se cerró, se abrió, la mirada se perdió, luego volvió.
– Duele -susurró.
– No te apures, Brett. Pronto pasará.
– Duele.
Flavia acercó la cara a la de su amiga, tratando de hacer que aquel párpado siguiera abierto, de captar la atención de aquella mirada, musitando frases que luego no recordaría. Al cabo de un rato, estaba llorando, sin darse cuenta.
Vio la mano de Brett, semiescondida por el edredón y la asió con suavidad, como si fuera del mismo plumón que la envolvía.
– Pronto estarás bien, Brett.
De pronto, oyó pasos y voces en la escalera. Por un momento, pensó que pudieran ser los dos hombres que volvían para terminar lo que fuera que hubieran venido a hacer. Se levantó y fue hacia la puerta, confiando en poder cerrarla a tiempo, pero entonces vio la cara de Luca y, detrás de él, a un hombre con chaqueta blanca y un maletín negro.