by Donna Leon
– Gracias a Dios -exclamó y comprobó con sorpresa que lo decía sinceramente. Detrás de ella, cesó la música. Finalmente, «Elvira» tenía a su «Arturo» y la ópera había terminado.
2
Flavia retrocedió para dejar entrar a los dos hombres.
– ¿Qué hay? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Luca mirando el edredón del suelo y la figura que cubría. Dio mio -murmuró sin poder contenerse y se inclinó hacia Brett, pero Flavia extendió el brazo atajando el movimiento y llevándoselo de allí, para hacer sitio al médico al lado de la mujer que estaba en el suelo.
El médico se agachó y alargó la mano buscando el pulso del cuello. Al comprobar que era lento pero firme, retiró el edredón para examinar las lesiones. El jersey estaba ensangrentado y fruncido bajo las axilas, dejando el torso al descubierto. La piel tenía desgarros y marcas rojas que estaban amoratándose.
– Signora, ¿puede usted oírme? -preguntó el médico.
Brett hizo un sonido gutural; le era muy difícil articular palabras.
– Voy a moverla. Sólo un poco, lo justo para examinarla. -Hizo un ademán a Flavia, que se arrodilló al otro lado-. Sujétele los hombros. Tengo que estirarle las piernas. -El médico asió la pierna izquierda por la pantorrilla, la enderezó y repitió la operación con la derecha. Lentamente, dio la vuelta a la agredida y Flavia le apoyó el hombro en el suelo. Todos estos movimientos llegaban a la semiinconsciente Brett como una nueva oleada de dolores, y ella gemía.
– Traiga unas tijeras -dijo el médico a Flavia que, obediente, entró en la cocina y sacó unas tijeras de un gran bote de cerámica de la encimera. Entonces notó el calor del aceite que siseaba en la sartén en el fogón. De un manotazo, hizo girar la llave y volvió rápidamente junto al médico.
Éste cortó el ensangrentado jersey para liberar el tórax. El hombre que la había golpeado llevaba un grueso anillo de sello que había dejado pequeñas improntas circulares más oscuras en las ya amoratadas señales de los golpes.
El médico volvió a inclinarse.
– Ahora procure abrir los ojos.
Brett trató de obedecer, pero sólo pudo abrir uno. El médico sacó una linternita del maletín y le iluminó la pupila, que se contrajo. Involuntariamente, ella cerró el párpado.
– Está bien -dijo el médico-. Ahora mueva la cabeza, aunque sólo sea un poco.
Aunque le costó un gran esfuerzo, Brett lo consiguió.
– Y ahora la boca. ¿Puede abrirla?
Ella lo intentó y ahogó un grito de dolor, un sonido que hizo a Flavia buscar el apoyo de la pared.
– Ahora le examinaré las costillas, signora. Cuando le haga daño, dígamelo. -Le palpó las costillas suavemente. Ella se quejó dos veces.
El médico sacó un sobre de gasa estéril y lo abrió. Empapó la gasa en antiséptico y, lentamente, empezó a limpiarle la cara de sangre. La fosa nasal derecha y el corte del labio seguían sangrando. El hombre hizo una seña a Flavia, que volvió a arrodillarse a su lado.
– Manténgale esto en el labio y procure que no se mueva.
Dio a Flavia la gasa manchada de sangre, y ella obedeció.
– ¿Dónde está el teléfono? -preguntó el médico.
Flavia señaló la sala con un movimiento de la cabeza. El médico desapareció por la puerta, y Flavia le oyó marcar y hablar con el hospital. Pedía una camilla. ¿Por qué no se le había ocurrido? La casa estaba tan cerca del hospital que no hacía falta ambulancia.
Luca andaba alrededor de ellas, sin saber qué hacer, hasta que finalmente se inclinó y tapó a Brett con el edredón.
El médico volvió y se agachó al lado de Flavia.
– Ya vienen. -Miró a Brett-. No puedo darle nada para el dolor hasta que le hagamos las radiografías. ¿Duele mucho?
Para Brett el mundo era sólo dolor.
El médico, al ver que temblaba, preguntó:
– ¿Tienen más mantas? -Luca, al oírlo, entró en el dormitorio y salió con una colcha que entre él y el médico extendieron encima de ella, pero no pareció que sirviera de algo. El mundo se había enfriado, y ella no sentía nada más que frío y un dolor creciente.
El médico se puso en pie y miró a Flavia.
– ¿Qué ha ocurrido?
– No lo sé. Yo estaba en la cocina. Cuando he salido, ella estaba en el suelo y había dos hombres.
– ¿Quiénes eran? -preguntó Luca.
– No lo sé. Uno era alto y el otro bajo.
– ¿Y qué has hecho?
– Atacar.
Los dos hombres se miraron.
– ¿Cómo? -preguntó Luca.
– Tenía un cuchillo. Estaba en la cocina, y he salido con el cuchillo en la mano. Cuando los he visto, me he lanzado sin pensar. Se han ido corriendo. -Movió la cabeza, desinteresándose de todo aquello-. ¿Cómo está? ¿Qué le han hecho?
Antes de responder, el médico se apartó unos pasos de Brett, aunque ésta estaba muy ajena a lo que ocurría alrededor como comprender u oír siquiera sus palabras.
– Tiene varias costillas rotas, contusiones y cortes. Y quizá la mandíbula fracturada.
– Oh, Gesù -dijo Flavia llevándose la mano a la boca.
– Pero no hay señales de conmoción. Reacciona a la luz y entiende lo que le digo. De todos modos, hay que hacer radiografías.
Aún no había acabado de hablar el médico cuando se oyeron voces en la escalera. Flavia se arrodilló junto a Brett.
– Ya vienen, cara. Todo se arreglará. -Lo único que supo hacer fue poner la mano en la colcha encima el hombro de Brett y mantenerla allí, con la esperanza de transmitirle su calor-. Te pondrás bien.
Dos hombres con bata blanca aparecieron en la puerta, y Luca con un ademán les invitó a entrar. Habían dejado la camilla en el portal, como era lo obligado en Venecia, y habían subido el sillón de mimbre que utilizaban para acarrear a los enfermos por las estrechas escaleras de las casas venecianas.
Al entrar, los recién llegados miraron la cara ensangrentada de la mujer que estaba tendida en el suelo como si todos los días vieran imágenes parecidas y ya estuvieran acostumbrados. Quizá lo estaban. Luca se fue a la sala y el médico les recomendó que la movieran con sumo cuidado.
Mientras tanto, Brett no sentía nada que no fuera el prieto abrazo del dolor. Lo sentía en todo el cuerpo, en el pecho comprimido, que hacía de cada respiración un suplicio, en los huesos de la cara, y en la espalda, que la abrasaba. A veces, sentía dolores fraccionados, pero enseguida se fundían y le recorrían el cuerpo anulando todo lo demás. Después sólo recordaría tres cosas: la mano del médico en su mandíbula, un contacto que le envió al cerebro un fogonazo blanco; la mano de Flavia en su hombro, el único calor en aquel mar de hielo; y el momento en que los dos hombres la levantaron del suelo, y ella dio un grito y se desmayó.
Cuando volvió en sí, al cabo de varias horas, el dolor seguía presente, pero algo lo mantenía un poco apartado. De todos modos, sabía que, si se movía, aunque sólo fuera un centímetro, volvería aún con más fuerza, por lo que se mantenía perfectamente inmóvil. Pensó en palpar cada parte de su cuerpo, para averiguar dónde acechaba el dolor más agudo, pero antes de que pudiera dar a su cerebro la orden de empezar el recorrido, el sueño la venció.
Volvió a despertarse, y esta vez, con la mayor precaución, su mente empezó a explorar varias partes de su cuerpo. El dolor se mantenía a cierta distancia y ya no parecía que moverse tuviera que ser tan peligroso. Centró su pensamiento en los ojos y trató de determinar si lo que había ante ellos era luz u oscuridad. No podía adivinarlo, por lo que dejó vagar la mente por el rostro, donde el dolor permanecía latente, luego por la espalda, que le ardía y palpitaba, y por las manos. Una estaba fría y la otra caliente. Permaneció quieta durante lo que le parecieron horas pensando: ¿por qué una mano estaba fría y la otra caliente? Se mantuvo inmóvil una eternidad mientras su mente estudiaba el enigma.
Una mano caliente y una mano fría. Decidió moverlas, para ver si variaba la temperatura y, un siglo después, empezó el movimiento. Trat
ó de apretar los puños y consiguió mover un poco los dedos. Pero fue suficiente: la mano caliente se sintió envuelta en más calor y una suave presión por encima y por debajo. Oyó una voz, una voz que sabía familiar pero no pudo reconocer. ¿Por qué aquella voz le hablaba en italiano? ¿O era chino? Entendía lo que le decía, pero no recordaba en qué lengua. Volvió a mover la mano. Qué agradable era aquel calor que había respondido a su primer movimiento. Probó otra vez y oyó la voz y sintió el calor. Oh, parecía mágico. Había palabras que podía comprender, y calor, y una parte de su cuerpo que estaba libre de dolor. Reconfortada por esta sensación, volvió a dormirse.
Finalmente, recobró el conocimiento y descubrió por qué una mano estaba caliente y la otra fría.
– Flavia -dijo con una voz casi inaudible.
La presión de la mano aumentó. Y el calor.
– Estoy aquí -dijo Flavia, y su voz sonó muy cerca.
Sin explicarse por qué, Brett sabía que no podía volver la cabeza para hablar con su amiga ni para mirarla. Trató de sonreír, de decir algo, pero una fuerza extraña le mantenía la boca cerrada, le impedía abrirla. Trató de gritar o de pedir socorro, pero la fuerza invisible no le dejaba abrir la boca.
– No trates de hablar, Brett -dijo Flavia, aumentando la presión de la mano-. No muevas la boca. Está atada con un alambre. Tienes una fisura en el maxilar. No hables. Todo va bien. Pronto te sentirás mejor.
Era muy difícil entender todas aquellas palabras. Pero el peso de la mano de Flavia era suficiente, el sonido de su voz bastaba para calmarla.
Cuando despertó estaba totalmente consciente. Aún le costaba bastante abrir el ojo, pero lo consiguió, aunque el otro permaneció cerrado. Suspiró de alivio al comprobar que ya no necesitaba recurrir a la astucia para burlar a su cuerpo. Paseó la mirada por la habitación y vio a Flavia dormida en la silla, con la boca abierta, la cabeza hacia atrás y los brazos colgando a cada lado del cuerpo, en actitud de abandono total.
Mientras observaba a Flavia, Brett volvió a pasar revista a su propio cuerpo. Quizá pudiera mover brazos y piernas, aunque sería doloroso, de un modo general, indeterminado. Al parecer, estaba de lado y sentía en la espalda un ardor difuso y doloroso. Finalmente, consciente de que esto sería lo peor, trató de abrir la boca y sintió la terrible presión que le comprimía los dientes. Estaban atados con un alambre, pero podía mover los labios. Lo peor era tener la lengua prisionera. Al pensarlo, sintió pánico. ¿Y si tenía que toser? ¿Se ahogaría? Ahuyentó el pensamiento con firmeza. Si podía discernir, señal de que estaba bien. No vio tubos que salieran de la cama y comprendió que no estaba sondada. Así que peor de lo que estaba ahora no iba a estar. Y esto era soportable. A duras penas, pero soportable.
De pronto, sintió sed. Tenía la boca seca y le ardía la garganta.
– Flavia -dijo con una voz que era menos que un suspiro, que casi ni ella podía oír. Flavia abrió los ojos y miró en derredor con expresión de pánico, como solía hacer cuando se despertaba bruscamente. Al momento, se inclinó hacia adelante, acercando la cara a la de Brett-. Flavia, tengo sed -susurró.
– Y buenos días a ti también -dijo Flavia con una carcajada de alivio, y entonces Brett comprendió que pronto estaría bien.
Flavia se volvió y tomó un vaso de encima de la mesa que tenía a su espalda. Dobló la caña de plástico e introdujo el extremo entre los labios de Brett, por el lado izquierdo, lejos del corte tumefacto que le torcía la boca hacia abajo.
– Hasta he mandado poner hielo como a ti te gusta -dijo fijando la caña en el vaso, mientras Brett trataba de sorber el líquido. Tenía los labios secos y pegados, pero por fin consiguió abrir una rendija y la bendita agua fría le bañó la boca y la garganta.
A los pocos tragos, Flavia retiró el vaso diciendo:
– Ya basta. Espera un poco y luego podrás tomar más.
– Me siento drogada -dijo Brett.
– Lo estás, cara. Entra una enfermera cada pocas horas y te pone una inyección.
– ¿Qué hora es?
Flavia se miró el reloj.
– Las ocho menos cuarto.
El número no le decía nada.
– ¿De la mañana o de la noche?
– De la mañana.
– ¿De qué día?
– Martes -sonrió Flavia.
– ¿Por la mañana?
– Sí.
– ¿Y tú por qué estás aquí?
– ¿Dónde quieres que esté?
– En Milán. Esta noche tienes función.
– Para eso están las suplentes, Brett -dijo Flavia con indiferencia-. Para cantar cuando la titular está enferma.
– Tú no estás enferma -dijo Brett, atontada por el dolor y los calmantes.
– Que no te oiga el director general de La Scala, o te haré pagar la multa por mí. -A Flavia le costaba trabajo mantener el tono jovial, pero lo intentaba.
– Tú nunca suspendes.
– Bien, esta vez he suspendido y no se hable más. Vosotros, los anglosajones, sois muy formales en las cosas del trabajo -dijo Flavia, ya con falsa ligereza-. ¿Más agua?
Brett asintió e inmediatamente se arrepintió del movimiento. Se quedó quieta un momento, con los ojos cerrados, esperando que se calmaran la náusea y el vértigo. Cuando los abrió, vio a Flavia inclinada sobre ella con el vaso. Nuevamente, saboreó la fresca delicia, cerró los ojos y se adormeció. De repente, preguntó:
– ¿Qué sucedió?
– ¿No lo recuerdas? -preguntó Flavia, alarmada.
Brett cerró los ojos un momento.
– Sí, recuerdo que tenía miedo de que te mataran. -El hablar con los dientes juntos hacía vibrar en su cabeza una resonancia sorda.
Flavia, manteniendo su tono de bravata, rió:
– No hay miedo. Debe de ser por todas las Toscas que he cantado en mi vida. Me lancé sobre ellos con el cuchillo y herí a uno en un brazo. -Repitió el ademán, sonriendo al recordar la escena. Brett no dudaba de que su amiga había clavado el cuchillo-. Me gustaría haberlo matado -prosiguió Flavia con naturalidad, y Brett le creyó.
– ¿Qué pasó después?
– Que salieron corriendo. Entonces bajé a llamar a Luca, él fue a buscar al médico y te trajimos aquí. -Flavia vio cómo a Brett se le cerraban los ojos y se quedaba dormida unos minutos, con los labios abiertos, a la vista el detalle grotesco del alambre.
De pronto, abrió los ojos y miró la habitación como si no supiera dónde estaba. Al ver a Flavia se tranquilizó.
– ¿Por qué lo hicieron? -Flavia dio voz a la pregunta que llevaba dentro desde hacía dos días.
Brett tardó en contestar.
– Semenzato.
– ¿Del museo?
– Sí.
– ¿Por qué? ¿Qué dijeron?
– No lo entiendo. -Si hubiera podido mover la cabeza sin dolor, Brett la hubiera movido ahora-. No sé por qué. -Tenía la voz ahogada por la dura trampa que le impedía abrir la boca. Volvió a pronunciar el nombre de Semenzato y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, preguntó-: ¿Qué tengo?
Flavia tenía la respuesta preparada y dijo escuetamente:
– Dos costillas rotas y una fisura en la mandíbula.
– ¿Qué más?
– Eso es lo más grave. También tienes una desolladura en la espalda. -Al ver la extrañeza de Brett, explicó-: Diste de espaldas contra la pared y te arañaste con los ladrillos al caer. Y tienes varios cardenales en la cara -terminó Flavia, sin darle importancia-. El contraste realza el color de tus ojos, pero no estoy segura de que me guste el efecto.
– ¿Es grave? -preguntó Brett, disgustada por el tono jocoso.
– No es nada -dijo Flavia con evidente falsedad. Brett la miró largamente obligándola a rectificar-. Tendrás que llevar un vendaje en las costillas y estarás tiesa durante una semana poco más o menos. Ha dicho el médico que no habrá secuelas. -Como era la única buena noticia que podía dar, completó el informe del médico-: Dentro de unos días te quitarán los alambres. Es sólo una fisura. Y los
dientes están bien. -Al ver el escaso consuelo que la noticia procuraba a Brett, agregó-: La nariz, también. -Seguía sin aparecer la sonrisa-. No te quedarán cicatrices: cuando baje la hinchazón, estarás perfectamente. -Flavia no habló de las cicatrices que le quedarían en la espalda ni de lo que tardarían en borrarse las marcas de la cara.
De pronto, Brett se sintió exhausta por esta breve conversación y el sueño volvió a invadirla.
– Vete a casa un rato, Flavia. Yo dormiré un poco y… -Su voz se apagó antes de que pudiera terminar la frase. Ahora dormía. Flavia se recostó en la silla y se quedó contemplando la cara que descansaba de lado en la cama. Durante aquel día y medio, los hematomas de la frente y las mejillas se habían puesto casi negros, y un párpado seguía hinchado, lo mismo que el labio inferior, alrededor del corte vertical abierto.
Habían mantenido a Flavia fuera de la sala de urgencias a la viva fuerza, mientras los médicos curaban a Brett las heridas de la espalda y le vendaban el tórax. Tampoco estuvo presente mientras le inmovilizaban los maxilares con finos alambres. Ella se había paseado por los largos pasillos del hospital uniendo sus temores a los de los otros pacientes y familiares que deambulaban como ella, se agolpaban en el bar o contemplaban el patio desde las ventanas. Había estado paseando durante una hora y había pedido tres cigarrillos a otras tantas personas, los primeros que fumaba en diez años.
Desde última hora de la tarde del domingo, había estado junto a la cama de Brett, esperando que despertara, y una sola vez había ido al apartamento, el día anterior, únicamente para ducharse y llamar por teléfono dando el pretexto de una supuesta enfermedad que le impediría cantar en La Scala esta noche. Tenía los nervios en tensión por la falta de sueño, el exceso de café, el renovado deseo del cigarrillo y la viscosa envoltura de miedo que se pega a la piel del que está demasiado tiempo dentro de un hospital. Mientras miraba a su amante, volvió a desear haber matado al hombre que le había hecho esto. Flavia Petrelli no conocía el arrepentimiento, pero era muy poco lo que ella no supiera de la venganza.