by Donna Leon
– ¿Quién más está enterado de esto?
– Tú eres el primero al que cuento lo de las piezas de mayólica. Y no estoy seguro de que haya alguien que esté «enterado», es decir, que tenga conocimiento de algo concreto.
– ¿Sobre él?
Lele se rió:
– Sobre la mayoría de los marchantes del país, a decir verdad. -Y, en tono más serio, agregó-: Y también sobre él, sí.
– No es muy buena recomendación, para tratarse del director de uno de los museos más importantes de Italia, ¿verdad? -preguntó Brunetti-. Se le quitan a uno las ganas de comprarle una Virgen policromada.
Con otra fuerte carcajada, Lele dijo:
– Tendrías que conocer a algunos de los otros. A la mayoría no les compraría yo ni un cepillo de dientes de plástico. -Los dos se rieron, pero enseguida Lele preguntó con seriedad-: ¿Por qué te interesa?
En su calidad de servidor de la ley, Brunetti había jurado no revelar información de la policía a personas no autorizadas.
– Alguien quiere impedir que hable sobre la exposición de China que se celebró aquí hace cinco años.
– ¿Hmm? -murmuró Lele, solicitando más información.
– La persona que organizó la exposición estaba citada para hablar con él, pero fue agredida salvajemente y se le advirtió que no acudiera a la cita.
– ¿La dottoressa Lynch? -preguntó Lele.
Brunetti asintió.
– ¿Ya has hablado con Semenzato?
– No -respondió Brunetti-. No quiero atraer la atención sobre él. Dejemos que quienquiera que hiciera esto crea que el aviso ha surtido efecto.
Lele asintió frotándose ligeramente los labios con la mano, un gesto que hacía siempre cuando trataba de resolver un problema.
– ¿No podrías indagar por ahí, Lele? Enterarte de si se habla de él.
– ¿Si se habla en qué sentido?
– No sé exactamente. Si tiene deudas, por ejemplo. Mujeres… Alguna pista de ese marchante o de personas que él conozca que estén involucradas en… -Dejó la frase sin terminar, por no saber cómo expresar lo que deseaba.
– Es natural que conozca a toda la gente del ramo.
– Eso ya lo sé. Pero lo que me interesa es saber si ha tenido que ver con algo que sea ilegal. -Como Lele no contestara, añadió-: Ni siquiera estoy seguro de lo que pueda ser eso, ni de si tú podrás descubrirlo.
– Yo puedo descubrirlo todo -dijo Lele llanamente; era simple afirmación, no jactancia. Calló unos momentos, mientras seguía frotándose con la mano los labios apretados. Finalmente, retiró la mano y dijo-: De acuerdo. Conozco a varias personas que pueden saber algo, pero necesito un par de días. Uno de los hombres con los que me gustaría hablar está en Birmania. Te llamaré a finales de semana. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, Lele. No sé cómo darte las gracias.
El pintor lo atajó agitando una mano.
– No me des las gracias hasta que haya encontrado algo.
– Si hay algo que encontrar -puntualizó Brunetti, tratando de mitigar la antipatía que adivinaba en Lele hacia el director del museo.
– Oh, siempre hay algo.
6
Al salir de la galería de Lele, Brunetti giró a la izquierda y, por el paso subterráneo, salió al Zattere, el largo fondamenta que discurre a lo largo del canal de la Giudecca. Al otro lado del agua, levantaban sus altas cúpulas la iglesia de la Zittelle y, más allá, la del Redentore. Un fuerte viento del Este levantaba olitas espumeantes que hacían bailar los vaporetti como juguetes en una bañera. Incluso a esta distancia, Brunetti percibió el golpe sordo con el que uno de ellos chocó contra el muelle y vio tensarse la amarra. Se subió el cuello del abrigo y apretó el paso, impelido por el viento, pegándose a la pared, para rehuir las salpicaduras que llegaban del dique. Il Cucciolo, el bar en el que él y Paola pasaban las horas durante las primeras semanas de conocerse, estaba abierto, pero la gran plataforma de madera construida sobre el agua estaba completamente vacía de mesas, sillas y parasoles. Para Brunetti, la primera señal de la primavera era la reaparición de las mesas y las sillas en Il Cucciolo después de su hibernación. Hoy, la sola idea de sentarse allí le daba escalofríos. El bar estaba abierto, pero no entró, porque los camareros eran los más antipáticos de la ciudad, y su displicente lentitud sólo podía tolerarse a cambio de unas horas de sol.
Cien metros más allá, después de la iglesia de los Gesuati, Brunetti empujó una puerta vidriera y entró en el ambiente cálido y acogedor de Nico's bar. Golpeó varias veces el suelo con los pies, se desabrochó la chaqueta y se acercó al mostrador. Pidió un grog y observó cómo el camarero sostenía un vaso debajo de la espita de la cafetera, extraía un chorro de vapor que enseguida se condensó en agua hirviendo, le agregaba ron, una rodaja de limón y una buena dosis de una determinada botella y se lo ponía delante. Brunetti echó en el vaso tres terrones de azúcar, y encontró su salvación. Removió el brebaje lentamente, reconfortado por el aromático vapor que despedía. Como ocurre con la mayoría de las bebidas, el grog olía mejor que sabía, pero Brunetti ya estaba acostumbrado y el hecho había dejado de decepcionarle.
La puerta volvió a abrirse y un soplo de viento helado empujó al interior del local a dos muchachas. Llevaban parka forrada y ribeteada de piel que enmarcaba sus caras encendidas por el frío, gruesas botas y guantes y pantalón de lana. Por el aspecto, debían de ser norteamericanas, o quizá alemanas, ya que, si eran lo bastante ricas, podías confundirlas.
– Oh, Kimberly, ¿estás segura de que es aquí? -preguntó la primera en inglés, recorriendo el local con ojos esmeralda.
– Lo dice la guía, Alison. Nico's es famoso. -Lo pronunciaba de modo que rimara con sicko, * palabra que Brunetti había aprendido durante la última convención de la Interpol-. Es famoso por el gelato.
Brunetti tardó un momento en prever lo que podía ocurrir ahora. En cuanto lo advirtió, tomó un rápido sorbo del grog, que le escaldó la lengua. Pacientemente, empezó a agitar vigorosamente la bebida con la cucharilla, haciéndola saltar contra la pared del vaso, con la esperanza de que así se enfriara antes.
– Ah, me parece que ya sé dónde está. En esas cosas con tapadera redonda -dijo la primera, acercándose a Brunetti y mirando por encima del mostrador hacia el lugar en el que se encontraban las existencias del famoso gelato de Nico's, muy limitadas por imperativo de la estación, en las cosas que tenían tapadera redonda-. ¿De qué lo quieres?
– ¿Te parece que tendrán bayas del páramo?
– No; en Italia, no creo.
– Supongo que no. Me parece que valdrá más ir a lo básico.
El camarero se acercó con una amplia sonrisa dedicada a tanta belleza y esplendorosa salud, para no hablar del coraje.
– ¿Si? -preguntó afablemente.
– ¿Tiene gelato? -preguntó una de las muchachas, pronunciando la última palabra en voz alta y firme, aunque defectuosamente.
El camarero que, al parecer, estaba acostumbrado al proceso, extendió rápidamente un brazo hacia atrás y, sin volverse, extrajo dos cucuruchos de una alta columna que tenía en el mostrador.
– ¿Qué sabor? -preguntó en un inglés aceptable.
– ¿Qué sabores tiene?
– Vaniglia, cioccolato, fragola, fior di latte e tiramisù.
Las muchachas se miraron desconcertadas.
– Creo que vale más ir a lo básico, ¿no? -dijo una. Brunetti ya no podía distinguirlas, por la monotonía de sus voces nasales.
– Sí, vale más.
La primera dijo al camarero:
– Due vanilla y chocolatto, por favor.
Al momento, estuvo cumplido el encargo y los cucuruchos cambiaron de mano. Brunetti buscó consuelo en un largo sorbo de grog, manteniendo el vaso semilleno debajo de la nariz después del trago.
Las muchachas tenían que quitarse los guantes para sujetar el cucurucho, y una sostuvo los dos helados mientras la otra sacaba del bolsillo las cuatro mil liras. El barman les dio servilletas, quizá con intención de indu
cirlas a permanecer dentro del local mientras se comían el helado, pero las muchachas no se amilanaban. Tomaron las servilletas, envolvieron cuidadosamente con ellas la base del cucurucho, empujaron la puerta y desaparecieron en el crepúsculo. Llenó el bar el lúgubre retumbar del choque de otra embarcación contra el muelle.
El barman miró a Brunetti. Brunetti miró al barman. No dijeron palabra. Brunetti terminó el grog, pagó y se fue.
Ya era de noche, y a Brunetti le urgía verse en casa, a resguardo del frío y del viento que seguía azotando el muelle. Cruzó por delante del consulado francés y cortó por el hospital Giustiniani, vertedero de ancianos, camino de su casa. Como andaba deprisa, no tardó más de diez minutos en llegar. El portal olía a humedad, pero la acera aún estaba seca. Las sirenas que anunciaban acqua alta habían sonado a las tres de la madrugada, despertándolos a todos, pero la marea había bajado antes de que el agua se filtrara por las grietas del pavimento. Faltaban sólo unos días para la luna llena y en el Norte, por Friuli, había llovido mucho, de modo que era probable que aquella noche se produjera la primera gran inundación del año.
En lo alto de la escalera, dentro de casa, encontró lo que buscaba: calor, el aroma de una mandarina recién pelada y la certeza de que Paola y los niños ya estaban allí. Colgó el abrigo del perchero al lado de la puerta y entró en la sala. Allí vio a Chiara, de codos en la mesa, sosteniendo un libro abierto con una mano y metiéndose gajos de mandarina en la boca con la otra. Cuando él entró, la niña lo miró, sonrió ampliamente y le tendió un gajo de mandarina.
– Ciao, papà.
Él cruzó la habitación, notando con gusto el calor y percibiendo de pronto lo fríos que tenía los pies. Se acercó a la mesa agachándose lo suficiente para que su hija le metiera un gajo de mandarina en la boca. Luego otro, y otro. Mientras él masticaba, ella se terminó el resto de la fruta que tenía en un plato a su lado.
– Papá, tú sostienes la cerilla -dijo ella extendiendo el brazo hacia una carterita de fósforos que estaba encima de la mesa y dándosela. Él, obediente, arrancó un fósforo, lo encendió y lo acercó a Chiara, que eligió un trozo de piel de mandarina del montón que tenía a su lado y lo dobló junto a la llama proyectando una nubecita de aceite que chisporroteó con destellos de colores-. Che bella -dijo abriendo mucho los ojos con una admiración que, por muchas veces que repitieran la operación, no disminuía.
– ¿Queda alguna? -preguntó él.
– No, papá, era la última. -Él se encogió de hombros, pero no sin que una expresión de disgusto le asomara a la cara-. Siento habérmelas comido todas, papá. Pero hay naranjas. ¿Te pelo una?
– No, tesoro, no importa. Esperaré hasta la hora de cenar. -Ladeó el cuerpo hacia la derecha, tratando de ver la cocina-. ¿Dónde está la mamma?
– En su estudio -dijo Chiara volviendo al libro-. Y de muy mal humor. No sé cuándo cenaremos.
– ¿Cómo sabes que está de mal humor?
Ella lo miró y luego puso los ojos en blanco.
– Papá, no seas tonto. No hay que ser un lince para darse cuenta. Ha dicho a Raffi que no podía ayudarle con los deberes y a mí me ha gritado porque esta mañana no he bajado la basura. -Chiara apoyó la barbilla en los puños mirando al libro-. Me revienta cuando se pone así.
– Últimamente tiene muchos problemas en la universidad, Chiara.
Ella volvió una página.
– Claro, tú siempre la defiendes. Pues te aseguro que es una lata.
– Hablaré con ella. A ver si consigo algo. -Los dos sabían que esto era poco probable, pero, siendo como eran los optimistas de la familia, se miraron sonriendo ante la posibilidad.
Ella volvió a encorvarse sobre el libro. Brunetti se inclinó, le dio un beso en la coronilla y salió de la sala, no sin encender la luz del techo. Al extremo del pasillo, se paró frente a la puerta del estudio de Paola. Hablar con ella casi nunca servía de algo, pero a veces escucharla daba resultado. Llamó a la puerta.
– Avanti -gritó ella, y él empujó la puerta. Lo primero que observó, incluso antes de ver a Paola de pie delante de la vidriera de la terraza, fue el caos de la mesa. Papeles, libros y revistas esparcidos, unos abiertos, otros cerrados, unos metidos en otros marcando páginas. Había que ser muy iluso o muy miope para considerar a Paola una persona pulcra y ordenada, pero este revoltijo colmaba su ya de ordinario tolerante medida. Ella se volvió de espaldas a la vidriera y, al observar la forma en que él miraba la mesa, explicó:
– Estaba buscando una cosa.
– ¿A quién mató a Edwin Drood? -preguntó él, aludiendo a un artículo que ella se había pasado tres meses escribiendo el año anterior-. Creí que ya lo habías encontrado.
– Déjate de bromas, Guido -dijo ella con aquella voz que le salía cuando el humor de Guido era tan bien recibido como en una boda el antiguo novio de la desposada-. Me he pasado casi toda la tarde tratando de localizar una cita.
– ¿Para qué la necesitas?
– Para una clase. Quiero empezar con esa cita, y necesito decirles de dónde la he sacado, de modo que tengo que encontrar la fuente.
– ¿De quién es?
– Del Maestro -respondió ella, y Brunetti observó que se le empañaban los ojos, como le ocurría cada vez que se refería a Henry James. ¿Tendría sentido estar celoso?, se preguntaba. Celoso de un hombre que, por lo que Paola le había contado, no sólo fue incapaz de decidir cuál era su nacionalidad sino también cuál era su sexo.
Hacía veinte años que duraba esto. El Maestro había ido con ellos en el viaje de novios, estaba en el hospital cuando nacieron sus dos hijos y los acompañaba en todas las vacaciones. Henry James, fornido, flemático, poseedor de una prosa que había resultado impenetrable para Brunetti tantas veces como había intentado leerlo, tanto en inglés como en italiano, parecía ser el otro hombre de la vida de Paola.
– ¿Qué cita es?
– Es una frase que dijo siendo ya viejo, en respuesta a alguien que le preguntaba qué le había enseñado la experiencia.
Brunetti sabía lo que se esperaba de él ahora. Y procuró no defraudar.
– ¿Qué dijo? -preguntó.
– «Be kind and then be kind and then be kind.» *
La tentación resultó irresistible para Brunetti.
– ¿Con o sin comas?
Ella le lanzó una mirada torva. Evidentemente, no era momento para bromas y menos a costa del Maestro. En un intento por rehabilitarse a los ojos de su esposa, él dijo:
– Parece una cita un poco extraña para empezar una clase de literatura.
Ella vaciló entre hacer prevalecer la observación sobre las comas o pasar directamente a la siguiente. Afortunadamente para él, ya que aquella noche no quería quedarse sin cenar, su esposa respondió a la segunda.
– Mañana empezamos con Whitman y Dickinson, y yo esperaba que la cita sirviera para apaciguar a algunos de los más temibles de la clase.
– Il piccolo marchesino?-preguntó él, menospreciando con el diminutivo a Vittorio, vástago y heredero del marchese Francesco Bruscoli. Al parecer, Vittorio había sido persuadido de dar por concluida su asistencia a las universidades de Boloña, Padua y Ferrara y, hacía seis meses, había acabado en Cà Foscari, tratando de licenciarse en Filología Inglesa, no porque sintiera interés o entusiasmo por la literatura ni por algo que estuviera relacionado con la palabra escrita sino, simplemente, porque las nannies inglesas que lo cuidaban le habían enseñado el idioma.
– Es un pedazo de cerdo con una mente abyecta -dijo Paola con vehemencia-. Un vil degenerado.
– ¿Qué es lo que ha hecho ahora?
– Oh, Guido, no es lo que hace, sino lo que dice y cómo lo dice. Los comunistas, el aborto, los gays. No hay más que mencionar una de estas palabras para que se dispare como un torrente de lodo, diciendo que es una suerte que el comunismo haya sido derrotado en Europa, que el aborto es pecado mortal, que los gays… -Agitó la mano hacia la ventana, como si pidiera a los tejados que comprendieran-. Que habría que llevarlos a todos a campos de concentración y a los enf
ermos de sida, aislarlos. Hay momentos en los que de buena gana le daría una bofetada -agregó, volviendo a agitar la mano, pero terminando el movimiento, según advirtió ella misma, sin energía.
– ¿Cómo es que se habla de esas cosas en una clase de literatura, Paola?
– Ocurre pocas veces -admitió ella-, pero oigo lo que dicen de él otros profesores. Tú no lo conoces, ¿verdad?
– Conozco al padre.
– ¿Cómo es?
– Por lo visto, poco más o menos, lo mismo. Simpático, rico, guapo. Y nefasto.
– Eso es lo malo. Que es guapo y rico, y muchos de sus compañeros se mueren por andar por ahí con un marchese, aunque sea un mierdecita. Y lo imitan y repiten sus opiniones.
– Pero, ¿por qué te preocupa ahora?
– Porque mañana empezamos a estudiar a Whitman y a Dickinson, ya te lo he dicho.
Brunetti sabía que eran poetas; lo que había leído del primero no le había gustado y a Dickinson la encontraba difícil pero lo que había podido comprender le parecía magnífico. Movió la cabeza a derecha e izquierda, pidiendo explicación.
– Whitman era gay y Dickinson, probablemente, lesbiana.
– ¿Y eso no se ajusta a los cánones de conducta que il marchesino considera aceptables?
– Para decirlo con la mayor suavidad -respondió Paola-. Por eso quería empezar con esa cita.
– ¿Crees que pueda servir de algo?
– Probablemente, no -reconoció ella, sentándose a la mesa y empezando a ordenar el desbarajuste.
Brunetti se instaló en un sillón arrimado a la pared y extendió las piernas. Paola cerraba libros y apilaba revistas.
– Hoy he tenido una muestra de eso.
Ella interrumpió la tarea y lo miró.
– ¿A qué te refieres?
– A una persona a la que no le gustan los homosexuales. -Hizo una pausa y agregó-: Patta.
Paola cerró los ojos un segundo y preguntó:
– ¿Qué ha pasado?