by Donna Leon
– ¿Te acuerdas de la dottoressa Lynch?
– ¿La norteamericana? ¿La que está en China?
– Sí a lo primero y no a lo segundo. Ha regresado. Hoy la he visto en el hospital.
– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó Paola en tono de verdadera preocupación, con las manos bruscamente inmóviles sobre sus libros.
– Una paliza. Dos hombres fueron a su casa el domingo, dijeron que iban a llevar unos papeles, ella les abrió y la golpearon.
– ¿Está grave?
– No todo lo grave que podría estar, afortunadamente.
– ¿Y eso qué representa, Guido?
– Una fisura en la mandíbula, varias costillas rotas y contusiones.
– Si te parece poco, me asusta pensar lo que tú considerarías grave -dijo Paola y preguntó-: ¿Quién lo ha hecho? ¿Por qué?
– Quizá por algo relacionado con el museo, pero también podría ser por lo que mis colegas norteamericanos se empeñan en llamar su «estilo de vida».
– ¿Te refieres al hecho de que sea lesbiana?
– Sí.
– Pero eso es demencial.
– De acuerdo. Pero real.
– ¿Ya ha llegado aquí? -La pregunta era puramente retórica-. Creí que esas cosas sólo pasaban en Norteamérica.
– Progresamos, cariño.
– ¿Qué te hace pensar que sea ésa la razón?
– Me ha dicho que esos hombres conocían su relación con la signora Petrelli.
Paola nunca perdía ocasión de generalizar:
– Antes de que se fuera a China hace años, te hubiera costado trabajo encontrar en todo Venecia a una sola persona que no estuviera enterada de eso.
Brunetti, más cauto, protestó:
– Eso es una exageración.
– Quizá. Pero la gente hablaba -insistió Paola.
Brunetti, después de contradecir a su esposa una vez, juzgó más prudente callar. Además, el hambre iba en aumento, y quería su cena.
– ¿Por qué no han dicho nada los periódicos? -preguntó ella bruscamente.
– Ocurrió el domingo. Yo no me había enterado hasta esta mañana y aún porque alguien vio su nombre en el informe. Lo habían pasado a la rama uniformada y se trataba como un caso de rutina.
– ¿Rutina? -repitió ella con asombro-. Guido, aquí no pasan esas cosas.
Brunetti optó por no volver a hablar de progreso, y Paola, al comprender que no iba a darle más explicaciones, volvió a mirar los papeles de la mesa.
– No puedo perder más tiempo buscando eso. Tendré que pensar en otra cosa.
– ¿Por qué no mientes? -sugirió Brunetti con desenfado.
Paola levantó la cabeza con un movimiento brusco para mirar a su marido:
– ¿Qué quieres decir?
A él le parecía evidente.
– Piensa en un libro en el que pudiera estar y diles que está ahí.
– ¿Y si han leído el libro?
– También escribió un montón de cartas, ¿no? -A Brunetti esto le constaba, ya que las cartas habían ido con ellos a París dos años antes.
– ¿Y si me preguntan qué carta?
Él no se dignó responder a pregunta tan estúpida.
– A Edith Wharton, el 26 de julio de 1906 -dijo ella de inmediato, y Brunetti reconoció en su voz aquella nota de absoluta certeza en que ella se apoyaba para proferir sus invenciones más descabelladas.
– A mí me suena bien -sonrió él.
– A mí también. -Paola cerró el último de los libros, miró el reloj y luego a Guido.
– Casi las siete. Hoy Gianni tenía unas chuletas de cordero muy hermosas. Ven conmigo a la cocina y te tomas un vaso de vino mientras las aso.
Brunetti recordó entonces que Dante había castigado a los malos consejeros rodeándolos de grandes lenguas de fuego en las que debían arder por toda la eternidad. Pero no había hablado de chuletas de cordero.
7
Cuando, al día siguiente, apareció por fin la noticia, estaba encabezada por el titular: «Intento de robo en Canareggio» y hacía el relato escueto de los hechos. Se decía de Brett que era una especialista en arte chino que había regresado a Venecia para solicitar del Gobierno italiano una subvención para las excavaciones de Xian, donde coordinaba el trabajo de arqueólogos chinos y occidentales. Seguía una breve descripción de los dos presuntos ladrones que habían fracasado en su propósito, a causa de la fortuita presencia en el apartamento de la dottoressa Lynch de una «amica» no identificada. Al leer esta explicación, Brunetti se preguntó cuál sería la identidad del «amico» que había omitido el nombre de Flavia. Podía ser cualquiera, desde el alcalde de Venecia hasta el director de La Scala, deseoso de proteger a su prima donna de una publicidad potencialmente perjudicial.
Al llegar a la questura, el comisario, camino de su despacho, pasó por el de la signorina Elettra. Hoy las fresias habían sido sustituidas por un ramo de luminosas calas. La joven levantó la cabeza cuando él entró y, sin preocuparse de darle los buenos días, informó:
– El sargento Vianello me ha pedido que le diga que en Mestre no hay nada. Que ha hablado con varias personas y que ninguna sabe nada del ataque. Por otra parte -agregó mirando un papel que tenía encima de la mesa-, en ninguno de los hospitales de la zona han atendido a nadie de un corte en el brazo. -Antes de que él pudiera preguntar, terminó-: Y nada de Roma, todavía, acerca de las huellas dactilares.
Por consiguiente, a falta de pistas, Brunetti consideró llegado el momento de ver qué más podía averiguar de Semenzato.
– Usted había trabajado en la Banca d'Italia, ¿verdad, signorina?
– Sí, señor.
– ¿Conserva amistades allí?
– Y también en otros bancos. -La signorina Elettra no pecaba de modesta.
– ¿Cree que podría tejer con su ordenador una fina red para ver qué puede encontrar acerca de Francesco Semenzato? Cuentas bancarias, valores, inversiones de cualquier tipo…
La respuesta fue una sonrisa cómplice tan amplia que hizo preguntarse a Brunetti a qué velocidad debían de viajar las noticias en la questura.
– Nada más fácil, dottore. ¿Y quiere que me informe también sobre la esposa? Tengo entendido que es siciliana.
– Sí; también sobre la esposa.
Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó:
– En el banco tienen dificultades con las líneas telefónicas, por lo que quizá no pueda saber algo hasta mañana por la tarde.
– ¿Puede usted revelar su fuente, signorina?
– Es alguien que tiene que esperar a que el jefe del sistema informático del banco se vaya a su casa -dijo ella únicamente.
– Está bien -respondió Brunetti, dándose por satisfecho con la explicación-. También me gustaría que llamara a la Interpol de Ginebra. Puede preguntar por…
Ella lo atajó, pero con una sonrisa.
– Ya tengo la dirección, comisario. Y me parece que ya sé por quién tengo que preguntar.
– ¿Heinegger? -preguntó Brunetti, dando el nombre del capitán que dirigía la oficina de investigaciones financieras.
– Eso es, Heinegger -dijo ella, dando la dirección y el número de fax.
– ¿Cómo ha podido informarse tan pronto, signorina? -preguntó Brunetti, francamente sorprendido.
– En mi anterior empleo tenía tratos con él -respondió ella con naturalidad.
Brunetti, a pesar de ser policía, prefirió no tratar de averiguar en aquel momento qué relación existía entre la Banca d'Italia y la Interpol.
– Así pues, ya sabe lo que tiene que hacer -fue todo lo que se le ocurrió decir.
– Tan pronto como llegue la respuesta de Heinegger se la subiré -dijo ella, volviendo a su ordenador.
– Sí, muchas gracias. Buenos días, signorina. -El comisario dio media vuelta y salió del despacho, pero no sin antes lanzar otra mirada a las flores, que se recortaban en el vano de la ventana abierta.
La lluvia de los últimos días había cesado, alejando la amenaza inmed
iata del acqua alta y dejando tras de sí unos cielos cristalinos, por lo que no había que contar con encontrar en casa a Lele, que estaría en cualquier sitio menos allí, pintando. Brunetti decidió ir al hospital para hablar con Brett, ya que no acababa de comprender las razones que la habían hecho regresar desde el otro lado del mundo.
Cuando entró en la habitación, su reacción inmediata fue pensar que la signorina Elettra había pasado por allí: masas de flores inundaban de color todas las superficies horizontales disponibles. Rosas, lirios, azucenas y orquídeas adornaban la habitación con su exquisita presencia, y la papelera rebosaba de los envoltorios de Fantin y Biancat, las dos floristerías en las que solían comprar los venecianos. Brunetti observó que también norteamericanos o, cuando menos, extranjeros, habían rendido su tributo floral, ya que a ningún italiano podía habérsele ocurrido enviar a una persona enferma o herida aquellos gigantescos ramos de crisantemos, flores que en Italia se ofrendan exclusivamente a los difuntos. Se sentía incómodo con tantos crisantemos en una habitación de hospital, pero trató de sobreponerse y desechar la sensación, que le parecía fruto de una burda superstición.
Las dos mujeres estaban en la habitación, tal como él esperaba y deseaba; Brett, incorporada en la cama, que había sido levantada por la parte superior, con la cabeza entre dos almohadas, y Flavia, sentada en una silla a su lado. Esparcidos sobre la cama había varios bocetos de mujeres ataviadas con unos trajes largos y complicados. Todas llevaban una diadema que era una explosión solar de pedrería. Al entrar él, Brett levantó la mirada de los figurines y movió mínimamente los labios; la sonrisa estaba toda en los ojos. Flavia, al cabo de un momento, lo saludó a su vez, pero con más tibieza.
– Buenos días -dijo él, y miró los dibujos. La orla ondulada de dos de los vestidos les daba un aire oriental. Pero, en lugar de los dragones de rigor, las telas tenían dibujos abstractos de unos colores que contrastaban vivamente entre sí, pero no con disonancia sino con armonía.
– ¿Qué son? -inquirió él con curiosidad y mientras lo decía comprendió que hubiera debido empezar por preguntar a Brett cómo estaba.
– Bocetos para el nuevo Turandot de La Scala.
– ¿Así que lo cantará usted? -preguntó. A pesar de que la presentación de la ópera estaba anunciada para la temporada siguiente, hacía semanas que aparecían rumores en la prensa. La soprano cuyo nombre se había «insinuado» como «posible elección» -éstas eran las expresiones que se utilizaban en La Scala- había dicho que la posibilidad le parecía interesante y que la tomaba en consideración, lo que significaba que no tenía ni la menor intención de aceptar. Se habló después de la posibilidad de que se eligiera a Flavia Petrelli, que no tenía la ópera en su repertorio, y hacía sólo dos semanas ella había difundido un comunicado de prensa en el que declaraba que se negaba categóricamente a plantearse siquiera la posibilidad, lo cual equivalía a una aceptación todo lo formal que cabía esperar de una soprano.
– Debería usted saber que no hay que tratar de resolver los enigmas de Turandot-dijo Flavia con falso desenfade, dando a entender con ello que él había visto lo que no debía. Entonces se inclinó y recogió los bocetos. Rápidamente traducidos, ambos mensajes significaban que él no debía decir nada de aquello.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Brunetti a Brett finalmente.
Aunque ya no tenía los maxilares unidos, Brett sonreía de un modo mecánico, abriendo mucho los labios y doblando las comisuras hacia arriba, como idiotizada.
– Mejor. Un día más, y a casa.
– Dos días -rectificó Flavia.
– Un día o dos -admitió Brett. Al verlo todavía con el abrigo, dijo-: Perdone. Siéntese. -Señalaba una silla que estaba detrás de Flavia. Él la acercó a la cama, dobló el abrigo sobre el respaldo y se sentó.
– ¿Podríamos hablar de lo que ocurrió? -dijo él, abarcando a ambas mujeres con la pregunta.
Brett preguntó con extrañeza:
– Pero, ¿no habíamos hablado ya de ello?
Brunetti asintió y preguntó:
– ¿Qué le dijeron? Exactamente. ¿Puede recordarlo?
– ¿Exactamente? -repitió ella, desconcertada.
– ¿Hablaron lo suficiente como para permitirle deducir de dónde eran? -insistió Brunetti.
– Comprendo -dijo Brett. Cerró los ojos y regresó momentáneamente al recibidor del apartamento, evocó a los hombres, sus caras y sus voces-. Sicilianos. Por lo menos, el que me pegó. Del otro no estoy tan segura. Habló muy poco. -Miró a Brunetti-. ¿Es importante?
– Podría ayudarnos a identificarlos.
– Así lo espero -terció Flavia sin dejar entrever si sus palabras traducían un reproche o un deseo.
– ¿Reconocieron alguna de las fotos? -preguntó Brunetti, aunque estaba seguro de que, de ser así, el agente que les había mostrado las fotos de los hombres que correspondían a las descripciones que ellas habían hecho, se lo hubiera notificado.
Flavia movió la cabeza negativamente y Brett dijo:
– No.
– Dijo que le advirtieron que no acudiera a una cita con el doctor Semenzato. Luego usted habló de cerámicas de la exposición de China. ¿Se refería a la que se celebró en el palazzo Ducal?
– Sí.
– Recuerdo -dijo Brunetti-. La organizó usted, ¿verdad?
Ella, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza afirmativamente, y tuvo que apoyarla en las almohadas y esperar a que la habitación dejara de dar vueltas antes de responder:
– Algunas de las piezas procedían de nuestro yacimiento de Xian. Los chinos me designaron para que actuara de enlace. Conozco a bastante gente. -A pesar de que le habían quitado los alambres, movía la mandíbula con precaución; acompañaba sus palabras un zumbido sordo que le resonaba en los oídos.
Flavia se puso a hablar por ella, explicando:
– La exposición se presentó primero en Nueva York y de allí pasó a Londres. Brett fue a Nueva York para la inauguración y volvió para la clausura. Tenía que disponer el transporte a Londres. Pero antes de la inauguración en Londres la llamaron de China porque había ocurrido algo en la excavación. -Miró a Brett y preguntó-: ¿Qué pasó, cara?
– El tesoro.
Al parecer, esto bastó para refrescar la memoria a Flavia.
– Habían despejado el pasadizo de la cámara funeraria, y llamaron a Brett a Londres y le dijeron que debía volver para supervisar la excavación de la tumba.
– ¿Quién se encargó de montar la exposición aquí, en Venecia?
Esta vez contestó Brett.
– Me encargaba yo, regresé de China tres días antes de que se clausurara en Londres. Y viajé hasta Venecia con las piezas. -Cerró los ojos, y Brunetti pensó que estaba fatigada de tanto hablar, pero los abrió enseguida y prosiguió-: Me marché antes de que la exposición se clausurara, y ellos se encargaron de enviar las piezas a China.
– ¿Ellos? -preguntó Brunetti.
Brett miró a Flavia antes de contestar:
– Estaban aquí el dottor Semenzato y mi ayudante, que vino de China para desmontar la exposición y enviarlo todo de vuelta.
– ¿Usted no estaba?
Ella volvió a mirar a Flavia antes de responder:
– No; no pude venir. No había vuelto a ver las piezas hasta este invierno.
– ¿Cuatro años después? -preguntó Brunetti.
– Sí -respondió ella, y agitó una mano como si el ademán hubiera de ayudarla a explicarlo-. Durante el viaje de regreso, el cargamento quedó retenido. Y otra vez al llegar a Pekín. Culpa del papeleo. Fue a parar a un almacén de aduanas de Shanghai y allí estuvo dos años. Las piezas de Xian no llegaron hasta hace dos meses. -Brunetti observó cómo elegía las palabras cuidadosamente para explicarlo-: Pero no eran las mismas. Eran copias. No el soldado ni la cota de malla de jade, que eran los originales, sino las cerámicas. Me di cuenta pero no podía demostrarlo hasta que hiciera las pruebas, y en China no disponía de los medios necesarios.
Brunetti, por la mirada ofendid
a que le había lanzado Lele, sabía que no debía preguntar cómo había descubierto ella que las piezas eran falsas. Lo sabía, sencillamente. Ya que no podía preguntar el cómo, preguntaría, por lo menos, el cuánto.
– ¿Cuántas eran las piezas falsas?
– Tres. Quizá cuatro o cinco. Sólo del yacimiento de Xian, donde yo estoy.
– ¿Y las otras piezas de la exposición?
– No lo sé. Ésa no es pregunta que pueda hacerse en China.
Flavia seguía la conversación mirando a uno y otro mientras hablaban, sin mostrar sorpresa, de lo que se deducía que ya estaba enterada.
– ¿Qué ha hecho usted? -preguntó Brunetti.
– Hasta ahora, nada.
Brunetti se dijo que, puesto que la conversación tenía lugar en un hospital y ella le hablaba con los labios tumefactos, tal respuesta no podía ser del todo exacta.
– ¿A quién se lo ha dicho?
– Sólo a Semenzato. Le escribí desde China hace tres meses que varias de las piezas recibidas eran falsas. Le dije que quería hablar con él.
– ¿Y él qué respondió?
– Nada. No contestó mi carta. Esperé tres semanas y traté de llamar por teléfono, pero no es fácil, desde China. Así que vine para hablar con él.
¿Así, sin más? ¿Como no puedes comunicar por teléfono, te subes a un avión y atraviesas medio mundo para hablar con una persona?
Como si le hubiera leído el pensamiento, ella dijo:
– Se trata de mi reputación. Soy responsable de esas piezas.
Aquí intervino Flavia.
– Esas piezas pueden haber sido sustituidas en China. No tiene por qué haber ocurrido aquí. Y no se te puede hacer responsable de lo que ocurriera cuando llegaron allí. -Había animadversión en la voz de Flavia, y a Brunetti le pareció interesante que se mostrara celosa nada menos que de un país.
Su tono no pasó inadvertido a Brett, que respondió ásperamente.
– No importa dónde ocurriera; lo que importa es que ocurrió.
Para crear una distracción y recordando lo que Lele había dicho sobre lo que es «saber» si una cosa es falsa o auténtica, Brunetti, el policía, preguntó:
– ¿Tiene pruebas?