Aqua alta
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– Luca, haré un par de fotos de toda la habitación desde aquí y luego desde el otro lado. Debajo de la ventana hay un enchufe. Cuando tengamos las tomas de toda la habitación, nos situaremos ahí, entre la ventana y la cabeza. Quiero varías fotos de todo el cuerpo, luego usaremos la Nikon para hacer la cabeza. Me parece que es mejor el ángulo izquierdo. -Reflexionó un momento-. No necesitamos filtros. Para la sangre nos basta el flash.
Brunetti y Vianello esperaban fuera, junto a la puerta de la que brotaba el resplandor intermitente del flash.
– ¿Le parece que han usado el ladrillo? -preguntó Vianello al fin.
Brunetti asintió.
– Ya ha visto cómo tiene la cabeza.
– Han querido asegurarse bien, ¿eh?
Brunetti recordó la cara de Brett y apuntó:
– O quizá sea que les gusta hacer eso.
– No lo había pensado -dijo Vianello-. Supongo que es posible.
Minutos después, Pavese asomó la cabeza.
– Dottore, hemos terminado con las fotos.
– ¿Cuándo las tendrá listas? -preguntó Brunetti.
– Esta tarde, a eso de las cuatro, diría yo.
La respuesta de Brunetti dando conformidad a este plazo fue interrumpida por la llegada de Ettore Rizzardi, medico legale, venido en representación del Estado para declarar lo evidente, que el hombre estaba muerto, y sugerir la probable causa de la muerte, que en este caso no sería difícil determinar.
Al igual que Vianello, calzaba botas de goma, pero las suyas eran de un sobrio negro y sólo llegaban hasta el borde del abrigo.
– Buenas noches, Guido -dijo al entrar-. El guardia de abajo me ha dicho que se trata de Semenzato. -Cuando Brunetti asintió, el médico preguntó-: ¿Qué ha pasado?
En lugar de responder, Brunetti se hizo a un lado para que Rizzardi pudiera ver la forzada postura del cuerpo y los manchones y salpicaduras de sangre. Los técnicos habían empezado su trabajo, y ya unas cintas amarillo vivo rodeaban dos rectángulos del tamaño de una guía telefónica, en los que se apreciaban leves rozaduras.
– ¿Ya se puede tocar? -preguntó Brunetti a Foscolo, que esparcía un polvo negro en la superficie de la mesa de Semenzato.
El técnico intercambió una mirada con su compañero, que ahora ponía la cinta alrededor del ladrillo azul. Pavese asintió.
Rizzardi fue el primero en acercarse al cadáver. Dejó el maletín en una silla, lo abrió y sacó un par de guantes de fino caucho. Se los puso, se agachó al lado del cuerpo y alargó la mano hacia el cuello del hombre, pero al ver la sangre que le cubría la cabeza cambió de idea y buscó la muñeca del brazo extendido. La carne que tocó estaba fría y la sangre que contenía, paralizada para siempre. Automáticamente, Rizzardi se subió el almidonado puño de la camisa y miró el reloj.
No había que buscar mucho para hallar la causa de la muerte: había dos hendiduras profundas en el parietal y, al parecer, una tercera en la frente, aunque ésta estaba parcialmente cubierta por el cabello de Semenzato que los impactos mortales habían hecho caer hacia adelante. Al inclinarse más aún, Rizzardi descubrió esquirlas de hueso dentro de una de las hendiduras, detrás de la oreja.
Rizzardi se puso de rodillas en busca de una mayor estabilidad y pasó una mano por debajo del cuerpo para ponerlo boca arriba. Ahora se veía la tercera hendidura, rodeada de tejido tumefacto y amoratado. Rizzardi levantó primero una y después otra de las manos del muerto.
– Fíjate en esto, Guido -dijo mostrando el dorso de la mano derecha. Brunetti se arrodilló al lado del médico para examinar la mano de Semenzato. Tenía los nudillos desollados y un dedo hinchado y doblado hacia un lado, con la falange rota-. Ha tratado de defenderse. -Midió el cuerpo con la mirada-. ¿Qué estatura te parece que tendría?
– Uno noventa, desde luego más alto que cualquiera de nosotros.
– Y también más robusto. Habrán sido dos hombres.
Brunetti hizo un gruñido de asentimiento.
– Yo diría que los golpes han venido de delante, que no le han pillado por sorpresa y, mucho menos, si se los han dado con eso -dijo Rizzardi señalando el ladrillo azul eléctrico que estaba dentro de su rectángulo de cinta, a menos de un metro del cadáver-. ¿Nadie ha oído ruido?
– Abajo, en el cuarto de los guardias hay un televisor -respondió Brunetti-. Cuando yo he llegado no estaba encendido.
– Es natural -dijo Rizzardi poniéndose en pie. Se quitó los guantes y los metió descuidadamente en el bolsillo del abrigo-. Eso es todo lo que puedo hacer esta noche. Si tus hombres me lo llevan a San Michele, mañana por la mañana lo examinaré más despacio. Pero creo que está bastante claro. Tres fuertes golpes en la cabeza con el canto de ese ladrillo. No haría falta más.
Vianello, que había permanecido callado durante toda la conversación, preguntó de pronto:
– ¿Habrá sido rápido, dottore?
Rizzardi, antes de contestar, miró el cadáver.
– Depende de dónde le hayan golpeado primero. Y de la fuerza del golpe. Es posible que se les haya resistido, pero no durante mucho tiempo. Miraré si tiene algo en las uñas. Yo supongo que habrá sido rápido, pero veremos lo que encontramos.
Vianello asintió y Brunetti dijo:
– Gracias, Ettore. Esta misma noche me encargaré del traslado.
– Pero no al hospital, recuerde. A San Michele.
– Desde luego -respondió Brunetti, preguntándose si esta insistencia se debía a algún nuevo episodio de la batalla que el médico tenía entablada con los directores del Ospedale Civile.
– Entonces buenas noches, Guido. Espero poder decirle algo mañana a primera hora de la tarde, pero no creo que haya sorpresas.
Brunetti asintió. Las causas físicas de una muerte violenta raramente revelaban secretos: éstos había que buscarlos en el móvil.
Rizzardi y Vianello se saludaron con un movimiento de cabeza y el doctor dio media vuelta para marcharse. Entonces, de repente, se volvió a mirar los pies de Brunetti.
– ¿No lleva botas? -preguntó, visiblemente preocupado.
– Las he dejado abajo.
– Menos mal que las ha traído. Al venir, en la calle della Mandola, el agua ya me llegaba por los tobillos. Esos malditos vagos aún no habían puesto las pasarelas, así que voy a tener que dar la vuelta por Rialto para llegar a casa. Ahora me llegaría por las rodillas.
– ¿Por qué no toma el Uno hasta Sant'Angelo? -sugirió Brunetti. Sabía que Rizzardi vivía al lado del Cinema Rossini y desde esta parada del vapor podría llegar a casa sin tener que pasar por la calle della Mandola, una de las zonas más bajas de la ciudad.
Rizzardi miró el reloj e hizo un cálculo rápido.
– No. El próximo pasa dentro de tres minutos. No llegaría. Y luego, a estas horas de la noche, tendría que esperar veinte minutos. Prefiero ir a pie. Además, ¿quién sabe si se habrán molestado en poner la pasarela en la Piazza? -Empezó a andar hacia la puerta, pero su furor por este último de los muchos inconvenientes de vivir en Venecia le hizo volver sobre sus pasos-. Deberíamos elegir a un alcalde alemán. Así las cosas funcionarían.
Brunetti sonrió, dijo buenas noches y escuchó cómo las botas del médico se alejaban chasqueando en las losas del corredor hasta que se extinguió el sonido.
– Comisario, iré a hablar con los guardias y a echar un vistazo por abajo -dijo Vianello saliendo del despacho.
Brunetti se acercó al escritorio de Semenzato.
– ¿Ha terminado con esto? -preguntó a Pavese. El técnico trabajaba ahora sobre el teléfono, que había ido a parar al otro extremo de la habitación, arrojado con tanta fuerza contra la pared que había hecho saltar un trozo del yeso antes de hacerse pedazos contra el suelo.
Pavese movió la cabeza afirmativamente y Brunetti abrió el primer cajón. Lápices, bolígrafos, un rollo de cinta adhesiva transparente y una cajita de pastillas de menta.
El segundo cajón contenía un estuche de papel de cartas con el nombre y el título de Semenzato y el nombre del museo en el membrete. Brunetti
observó que el nombre del museo estaba impreso en un tipo de letra más pequeño.
En el cajón de abajo había varias carpetas de cartulina, que Brunetti puso encima de la mesa. Abrió la primera y empezó a examinar su contenido.
Quince minutos después, cuando los técnicos le gritaron desde el otro extremo de la habitación que ya habían terminado, Brunetti no sabía de Semenzato mucho más que cuando llegó, pero había averiguado que el museo tenía el proyecto de montar dentro de dos años una gran exposición de dibujos renacentistas, y había concertado importantes préstamos de obras con museos de Canadá, Alemania y Estados Unidos.
Brunetti volvió a guardar las carpetas y cerró el cajón. Cuando levantó la mirada, vio en la puerta a un hombre bajo y fornido que llevaba una parka desabrochada encima de una bata blanca de hospital y calzaba altas botas de goma.
– ¿Han terminado con esto, comisario? -preguntó el recién llegado, señalando el cadáver de Semenzato con un vago movimiento de la cabeza. Mientras lo decía, a su lado apareció otro hombre, vestido y calzado de modo similar, que acarreaba sobre el hombro una camilla de lona enrollada con la misma naturalidad que quien lleva un par de remos.
Uno de los técnicos asintió para confirmar que así era y Brunetti dijo:
– Sí. Ya pueden llevárselo. Directamente a San Michele.
– ¿Al hospital no?
– No. El dottor Rizzardi ha dicho que a San Michele.
– Sí, señor -dijo el hombre encogiéndose de hombros. De todos modos, cobraban tiempo extra, y San Michele estaba más lejos que el hospital.
– ¿Han venido cruzando la Piazza? -preguntó Brunetti.
– Sí, señor. Tenemos la lancha junto a las góndolas.
– ¿Cuánto ha subido?
– Yo diría que unos treinta centímetros. Pero en la Piazza están puestas las pasarelas, de modo que no nos ha costado mucho llegar hasta aquí. ¿Hacia dónde va, comisario?
– Hacia San Silvestro -respondió Brunetti-. Me gustaría saber cómo está la calle dei Fuseri.
El segundo asistente, más alto y más delgado que su compañero, con pelo rubio y rizado asomando bajo su gorra de servicio, respondió:
– Siempre está peor que la Piazza, y no había pasarela cuando pasé por allí hace dos horas camino del trabajo.
– Podríamos subir por el Gran Canal y dejarlo en San Silvestro -se ofreció el primero sonriendo.
– Es muy amable -dijo Brunetti devolviéndole la sonrisa y consciente, lo mismo que ellos, de que corría el tiempo extra-. Pero tengo que pasar por la questura -mintió-. Y he traído botas. -Esto era verdad, pero, aunque no las hubiera traído, también hubiera rechazado el ofrecimiento. No le gustaba la compañía de los muertos y prefería destrozar unos zapatos a viajar con un cadáver.
Entonces entró Vianello y dijo que no había averiguado nada nuevo de los guardias. Uno había reconocido que estaban en el cuarto viendo la televisión cuando la mujer de la limpieza bajó la escalera gritando. Y aquella escalera -le aseguró Vianello- era el único acceso a esta zona del museo.
Se quedaron en el despacho hasta que el cuerpo fue retirado y luego esperaron en el corredor mientras los técnicos cerraban con llave y sellaban la puerta, para impedir la entrada de personas no autorizadas. Los cuatro hombres bajaron la escalera juntos y se pararon delante de la puerta abierta del cuarto de los guardias. El guardia que estaba allí cuando llegó Brunetti interrumpió su lectura de Quattro Ruote al oírlos acercarse. Nunca dejaba de sorprender a Brunetti que una persona que vivía en una ciudad sin coches pudiera leer una revista automovilística. ¿Acaso algunos de sus conciudadanos, rodeados de mar por todas partes, soñaban con los coches del mismo modo en que los hombres que están en la cárcel sueñan con mujeres? En medio del silencio absoluto que por la noche reinaba en Venecia, ansiaban oír el rugido del tráfico y el clarín de los claxons. Quizá, sencillamente, no desearan más que la comodidad de poder ir en coche al supermercado y, al regreso, parar y descargar la compra en la puerta de su casa, en lugar de acarrear pesadas bolsas por calles abarrotadas y puentes arqueados y, finalmente, subir los muchos tramos de escalera que, inevitablemente, parecían formar parte de la vida de todos los venecianos.
El hombre, al reconocer a Brunetti, dijo:
– ¿Quiere sus botas?
– Sí.
El guardia sacó la bolsa blanca de debajo de la mesa y la tendió a Brunetti, que le dio las gracias.
– Sanas y salvas -dijo el guardia sonriendo.
El director del museo acababa de ser asesinado a golpes en su despacho, y su atacante había pasado por delante del puesto de los guardias sin ser visto, pero por lo menos las botas de Brunetti estaban indemnes.
10
Como eran más de las dos cuando Brunetti llegó a casa aquella noche, a la mañana siguiente durmió hasta pasadas las ocho y no despertó, y aún a regañadientes, hasta que Paola lo sacudió ligeramente por el hombro y le dijo que tenía el café al lado. Él consiguió resistirse a volver a la realidad durante unos minutos, pero entonces olió el café, desistió y se decidió a empezar el día. Paola había desaparecido después de dejarle el café, ejercitando una prudencia adquirida con los años.
Cuando se hubo tomado el café, Brunetti se levantó y se acercó a mirar por la ventana. Lluvia. Y recordó que la noche antes la luna estaba casi llena, lo que significaba más acqua alta cuando subiera la marea. Se fue por el pasillo al cuarto de baño y tomó una ducha larga, tratando de acumular calor suficiente para todo el día. Otra vez en el dormitorio, empezó a vestirse y, mientras se hacía el nudo de la corbata, decidió ponerse un jersey debajo de la americana, porque las visitas que tenía previstas, una a Brett y la otra a Lele, le obligarían a ir de un extremo a otro de la ciudad. Abrió el segundo cajón del armadio en busca de su jersey gris de lambswool. Al no encontrarlo, buscó en el tercer cajón y luego en el primero. Como buen detective, pensó en dónde podía estar la prenda, buscó en los dos cajones restantes y entonces recordó que la semana anterior Raffi le había pedido prestado aquel jersey. Esto significaba -Brunetti estaba seguro- que lo encontraría hecho un ovillo en el suelo del armario de su hijo o en el fondo de un cajón. La reciente mejora del rendimiento académico de su primogénito no afectaba todavía, por desgracia, sus hábitos de orden y pulcritud.
Brunetti cruzó el recibidor y, puesto que la puerta estaba abierta, entró en la habitación de su hijo. Raffi ya había salido para el colegio, pero Brunetti confiaba en que no se hubiera puesto aquel día su jersey. Cuanto más lo pensaba, más deseaba ponérselo y más le irritaba ver frustrado el deseo.
Abrió el armario. Chaquetas, camisas, un anorak de esquí y, en el suelo, botas, zapatillas deportivas y unas sandalias de verano. Pero no se veía el jersey. Tampoco estaba colgado del respaldo de la silla ni de los pies de la cama. Abrió el primer cajón de la cómoda y encontró un revoltijo de ropa interior. El segundo contenía calcetines sueltos y viudos, y algunos -era de temer- no muy limpios. El tercer cajón parecía más prometedor: un chándal y dos camisetas con inscripciones que Brunetti no se molestó en leer. Él buscaba su jersey, no propaganda del bosque pluvial. Apartó la segunda camiseta y su mano se paralizó.
Debajo de las camisetas, semiescondidas pero con descuido, había dos jeringuillas en sus envoltorios de plástico estéril. Brunetti sintió cómo se le aceleraban los latidos del corazón al verlas.
– Madre di Dio -dijo en voz alta, y rápidamente volvió la cabeza, temiendo que Raffi entrara y encontrara a su padre registrándole la habitación. Volvió a tapar las jeringuillas con las camisetas y cerró el cajón.
De improviso, recordó un domingo por la tarde de hacía diez años en que había ido al Lido con Paola y los niños. Raffi, corriendo por la playa, pisó un trozo de botella y se hizo un corte en la planta del pie. Y Brunetti, con un nudo en la garganta por el dolor de su hijo y su propia angustia y ternura, había envuelto el pie en una toalla y lo había llevado en brazos corriendo a lo largo de un kilómetro hasta el hospital que estaba al extremo de la playa. Dos horas había es
perado, en bañador, helado hasta los huesos por el miedo y el aire acondicionado, hasta que salió un médico y le dijo que el niño estaba bien. Seis puntos y una semana con muletas, pero estaba bien.
¿Qué había impulsado a Raffi? ¿Era él un padre demasiado severo? Nunca había levantado la mano a sus hijos, y la voz, muy pocas veces; el recuerdo de la violencia que había acompañado su propia niñez había bastado para frenar cualquier arrebato. ¿Estaba excesivamente entregado a su trabajo, muy absorto en los problemas de la sociedad para preocuparse por los de sus propios hijos? ¿Cuándo fue la última vez que los había ayudado con los deberes? ¿Y dónde conseguía la droga? ¿Y qué droga? Dios, que no sea heroína, cualquier cosa antes que eso.
¿Paola? Habitualmente, ella sabía lo que hacían los chicos antes que él. ¿Sospechaba algo? ¿Quizá lo sabía y no le había dicho nada? Y, si no lo sabía, ¿debía él ocultárselo a vez, para no preocuparla?
Extendió el brazo buscando el apoyo del colchón y se sentó lentamente en el borde de la cama de Raffi. Juntó las manos y las oprimió con las rodillas, con la mirada fija en el suelo. Vianello sabría quién vendía droga en este barrio. Si Vianello sabía algo de Raffi, ¿se lo contaría? A su lado, encima de la cama, estaba una de las camisas de Raffi. La atrajo hacia sí, hundió en ella la cara y aspiró el olor de su hijo, el mismo olor que percibió el día en que Paola volvió del hospital con Raffi y él arrimó la cara al vientre del bebé. Se le hizo un nudo en la garganta y notó en la boca sabor a sal.
Estuvo mucho rato sentado en el borde de la cama, recordando el pasado y eludiendo pensar en el futuro. Pero estaba claro que tenía que decírselo a Paola. Aunque ya había reconocido su propia culpa, confiaba en que ella lo tranquilizara, le asegurara que había sido un buen padre para sus dos hijos. ¿Y Chiara? ¿Lo sabía o sospechaba ella? ¿O había algo más? Esta idea le hizo levantarse y salir de la habitación dejando la puerta abierta tal como la había encontrado.