Aqua alta
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– Lo siento, pero es totalmente imposible. -En el otro extremo del hilo se apagó el sonido, y Brunetti supuso que Scattalon había tapado el micro con la mano para hablar con otra persona. Al momento decía-: Para dar esta clase de información, necesitamos una petición judicial.
– ¿Serviría de algo si yo le pidiera a mi suegro que hablara con su padre? -preguntó Brunetti.
– ¿Y quién es su suegro? -preguntó Scattalon.
– El conde Orazio Falier -dijo Brunetti saboreando por primera vez en su vida cada una de las sonoras sílabas que se deslizaban por su lengua.
Nuevamente se ahogó el sonido al otro extremo, pero Brunetti aún percibía un ronco murmullo de voces masculinas. El teléfono golpeó ligeramente una superficie dura, se oyeron ruidos de fondo y otra voz que decía:
– Buon giorno, dottor Brunetti. Tiene que perdonar a mi hijo. Es nuevo en la empresa. Acaba de salir de la universidad y todavía no está familiarizado con el negocio.
– Desde luego, signor Scattalon, lo comprendo perfectamente.
– ¿Qué información desea, dottor Brunetti? -preguntó Scattalon.
– La cifra aproximada de lo que el signor La Capra invirtió en la restauración de su palazzo.
– Desde luego, dottore. Un momento, voy a buscar la carpeta. -El teléfono fue puesto otra vez en la mesa, pero Scattalon no tardó en volver. Dijo que no sabía a cuánto había ascendido el precio de compra, pero calculaba que, durante el último año, su empresa había facturado a La Capra por lo menos quinientos millones, en concepto de mano de obra y materiales. Brunetti supuso que ésta era la cifra in bianco, el importe oficial que se declararía al Gobierno. Como no conocía a Scattalon, no podía preguntar al respecto, pero era de suponer que la mayor parte del trabajo se había pagado in nero, con lo que Scattalon se evitaba tener que declarar y pagar impuestos por el ingreso. Brunetti calculó que a lo indicado habría que sumar por lo menos otros quinientos millones de liras, embolsados, si no por el propio Scattalon, por otros industriales a los que se hubiera pagado en negro.
Respecto a los trabajos en sí, Scattalon no pudo ser más explícito. Tejado y cielo raso nuevos, refuerzo de la estructura con vigas de acero (con la consiguiente multa que hubo que pagar por ello), eliminación del revoque de las paredes, enyesado, cambio de la instalación de agua y electricidad y de los sistemas de calefacción y aire acondicionado, construcción de tres escaleras nuevas, colocación de parquet en los salones principales y doble vidrio en las ventanas de todo el edificio. Brunetti, aun siendo profano en la materia, comprendía que la obra tenía que haber costado mucho más de lo que Scattalon decía. En fin, allá se las compusiera con el fisco.
– Tenía entendido que había proyectado una sala para su colección -inventó Brunetti-. ¿No acondicionaron ustedes un espacio para pinturas o… -aquí hizo una pausa, confiando en acertar-… cerámicas?
Scattalon, tras una breve vacilación, durante la cual debió de sopesar sus obligaciones para con La Capra y con el conde, respondió:
– Había en la tercera planta una sala que podía servir como una especie de galería. Pusimos cristal a prueba de balas y rejas en todas las ventanas. Está en la parte de atrás del palazzo -agregó Scattalon- y las ventanas miran al Norte, por lo que recibe luz indirecta, pero son grandes, por lo que la habitación es clara.
– ¿Una galería?
– Bueno, él no dijo que lo fuera, pero lo parece. Hay una sola puerta, blindada, y hornacinas en la pared. Serían perfectas para albergar estatuas no muy grandes, o cerámicas.
– ¿Y el sistema de alarma? ¿Lo instalaron ustedes?
– No; nosotros no hacemos esta clase de trabajos. Si lo instaló, tuvo que encargarlo a otra empresa.
– ¿Sabe si lo hizo?
– Lo ignoro.
– ¿Qué opinión le merece ese hombre, signor Scattalon?
– Es fabuloso, resulta un verdadero placer trabajar para él. Muy razonable. Con mucha imaginación. Y un gusto excelente.
Brunetti dedujo de esto que La Capra era un hombre caprichoso y extravagante que no regateaba y tampoco repasaba las facturas muy atentamente.
– ¿Sabe si el signor La Capra vive ahora en el palazzo?
– Sí. Nos ha llamado varias veces para subsanar ciertos detalles que se pasaron por alto durante las últimas semanas de las obras. -Brunetti reparó en el útil giro impersonal de la frase: los detalles «se pasaron» por alto, no los pasaron por alto los operarios de Scattalon. Qué maravilloso poder el del lenguaje.
– ¿Y podría decirme si hubo que subsanar algún detalle en esa sala que llama usted la galería?
La respuesta de Scattalon fue inmediata:
– Yo no la he llamado así, dottor Brunetti. He dicho que podría servir para tal fin. No; allí no se había pasado por alto ningún detalle.
– ¿Sabe si alguno de sus hombres entró en esa habitación cuando volvieron al palazzo a dar los últimos toques?
– Si no tenían nada que hacer allí, seguro que no entraron.
– Naturalmente, signor Scattalon, naturalmente. Estoy seguro de que así es. -Su intuición le decía que la paciencia de Scattalon daba para una sola pregunta más-: ¿El único acceso a esa habitación es por la puerta?
– Sí; y por el conducto del aire acondicionado.
– ¿Las rejillas pueden abrirse?
– No. -Un escueto monosílabo, claramente final.
– Le quedo muy agradecido por su ayuda, signor Scattalon. Así se lo diré a mi suegro -concluyó Brunetti, sin dar más explicaciones al final de la conversación de las que había dado al principio, pero seguro de que Scattalon, como la mayoría de los italianos, recelaba de todo lo que estuviera relacionado con una investigación policial y se guardaría bien de mencionar aquella conversación a alguien, y sobre todo a un cliente que quizá todavía no hubiera acabado de pagarle.
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Se preguntaba Brunetti si el signor La Capra resultaría ser otro de aquellos personajes bien protegidos que iban apareciendo en escena con una frecuencia inquietante. Llegaban al Norte procedentes de Sicilia y Calabria, inmigrantes en su propia tierra, provistos de una riqueza que no tenía raíces, por lo menos, que pudieran detectarse. Durante muchos años, los habitantes de Lombardía y el Véneto, las regiones más ricas del país, se habían creído libres de la piovra, aquel pulpo de múltiples tentáculos en que se había convertido la Mafia. Hasta ahora, las muertes, las bombas en los bares y restaurantes cuyos dueños se negaban a pagar protección, los tiroteos en el centro de las ciudades, eran todo roba dal Sud, cuestión del Sur. Y, así había que reconocerlo, mientras toda aquella violencia y sangre se había mantenido en el Sur, nadie se había preocupado mucho por ella; los Gobiernos se encogían de hombros, como si aquello fuera otra pintoresca costumbre de los meridione. Pero, durante los últimos años, la Italia industrializada se había visto infectada por el fenómeno, como si de una plaga del campo a la que no se pudiera poner coto se tratara, y en vano buscaba la manera de contener el avance de la enfermedad.
Con la violencia, con los asesinos a sueldo que mataban a niños de doce años para hacer llegar su mensaje a los padres, habían venido los hombres con cartera, los educados mecenas de la ópera y las artes, con sus hijos universitarios, sus bodegas bien provistas y su afán de ser tenidos por filántropos, epicúreos y caballeros, no por lo criminales que eran en realidad, con sus poses y su retórica sobre la omertà y la lealtad.
Durante un momento, Brunetti se obligó a sí mismo a considerar que el signor La Capra podía muy bien ser lo que parecía: un hombre acaudalado que había comprado y restaurado un palazzo del Gran Canal. Pero no podía dejar de recordar que en el despacho de Semenzato estaban las huellas dactilares de Salvatore La Capra ni que La Capra padre y Semenzato habían visitado al mismo tiempo varias ciudades. ¿Coincidencia? Qué absurdo.
Scattalon le había dicho que La Capra residía en el palazzo. Quizá hubiera llegado el momento de que el representante de uno de los estamentos oficiales de la ciudad fuera a saludar al nuevo residente para inter
cambiar impresiones acerca de la necesidad de adoptar medidas de seguridad en estos tiempos en que, lamentablemente, la criminalidad estaba en auge.
Puesto que el palazzo se hallaba en el mismo lado del Gran Canal que su casa, Brunetti almorzó en ella, pero no tomó café, pensando que quizá el signor La Capra se lo ofrecería amablemente.
El palazzo se encontraba al final de la calle Dilera, que desemboca en el Gran Canal. Al acercarse, Brunetti observó las señales de la restauración. La capa exterior de intonaco que cubría las paredes de ladrillo, todavía estaba limpia de graffiti. No tenía más marca que la huella de la reciente acqua alta, que había llegado aproximadamente a la altura de las rodillas de Brunetti: el revoque naranja oscuro estaba ligeramente descolorido y había empezado a saltar, y a los lados de la estrecha calle se veían sus fragmentos, barridos o impelidos por los pies de los transeúntes. Las cuatro ventanas de la planta baja estaban provistas de robustas rejas que impedían el acceso. Detrás, se veían postigos nuevos, cerrados. Brunetti se situó al otro lado de la calle y levantó la cabeza para mirar a los pisos altos. Todas las aberturas tenían postigos de madera verde oscuro, abiertos éstos, y doble vidrio. Los canalones instalados bajo las nuevas tejas de barro eran de cobre, lo mismo que los tubos por los que bajaba el agua que aquéllos recogían. A la altura del primer piso y hasta el suelo, los tubos eran de latón, metal menos tentador.
La placa situada junto al único timbre era de un gusto refinado: sólo el apellido, «La Capra», en cursiva. Brunetti oprimió el pulsador y se acercó al interfono.
– Sì, chi è? -preguntó una voz masculina.
– Polizia -respondió él, decidido a no perder el tiempo en sutilezas.
– Sì. Arrivo -dijo la voz, y Brunetti oyó sólo un chasquido metálico. Esperó.
Al cabo de unos minutos, abrió la puerta un joven con traje azul marino. Tenía los ojos oscuros, iba bien rasurado y era lo bastante guapo como para ganarse la vida haciendo de modelo, aunque quizá excesivamente fornido para resultar bien en las fotos.
– ¿Sí? -preguntó, sin sonreír, pero sin mostrarse más adusto que cualquier ciudadano normal al que una llamada de la policía obligara a salir a la puerta.
– Buon giorno. Soy el comisario Brunetti. Deseo hablar con el signor La Capra.
– ¿Sobre qué?
– Delincuencia ciudadana.
El joven se quedó donde estaba, delante de la puerta, sin hacer ademán de acabar de abrirla para permitir pasar a Brunetti. Esperaba más explicaciones y, cuando comprendió que el visitante no tenía intención de ser más explícito, dijo:
– Creí que en Venecia no había delincuencia. -La frase, ya más larga, reveló su acento siciliano; y el tono, su agresividad.
– ¿Está en casa el signor La Capra? -preguntó Brunetti, cansado de preámbulos y empezando a sentir el frío.
– Sí. -El joven dio un paso atrás y abrió la puerta para que entrara Brunetti. Éste se encontró en un gran patio con un pozo circular en el centro. A la izquierda, una escalera sostenida por columnas de mármol subía hasta el primer piso y, girando sobre sí misma, seguía hasta el segundo y tercero. Cabezas de león esculpidas en piedra se erguían a intervalos en la balaustrada de mármol. Debajo de la escalera quedaban vestigios de las obras recientes: una carretilla llena de sacos de cemento, un rollo de gruesa lámina de plástico y grandes botes con churretes de pintura de varios colores.
En lo alto del primer tramo de escaleras, el joven abrió una puerta y retrocedió un paso para permitir a Brunetti entrar en el palazzo. Nada más entrar, Brunetti oyó una música que llegaba de los pisos superiores. A medida que subía la escalera se intensificaba el sonido, hasta que, envuelta en él, percibió una voz de soprano. Al parecer, el acompañamiento era de cuerda, pero la música aún era lejana. El joven abrió otra puerta y, en aquel instante, la voz se elevó sobre los instrumentos y, durante cinco latidos del corazón, quedó sola, sustentándose únicamente en la belleza, antes de descender de nuevo al mundo menor de los violines.
Avanzaron por un corredor de mármol y por una escalera interior. La música subía de volumen y la voz se hacía más clara a medida que se acercaban a la fuente. El joven parecía no oírla, a pesar de que aquel sonido llenaba el espacio por el que se movían. En lo alto del segundo tramo de la escalera, el joven abrió otra puerta y volvió a retroceder, invitando con un movimiento de la cabeza a Brunetti a entrar en un largo corredor. Tenía que indicárselo por señas, ya que no hubiera podido hacerse oír.
Brunetti pasó por delante de él y empezó a caminar por el corredor. El joven le dio alcance y abrió una puerta de la derecha; esta vez, se inclinó cuando pasaba Brunetti, y cerró la puerta a su espalda, dejándolo dentro, sordo a todo lo que no fuera la música.
Brunetti, que no podía ejercitar más sentido que el de la vista, vio en los cuatro ángulos de la habitación grandes paneles cubiertos de tela desde el suelo hasta la altura de un hombre, orientados hacia el centro de la habitación. Y allí, recostado en una chaise-longue tapizada de piel marrón claro, había un hombre que, absorto en un librito que tenía en las manos, no parecía haber advertido la entrada de Brunetti. Éste se paró en la misma puerta, a observarlo. Y a escuchar la música.
La voz de la soprano era purísima, un sonido generado en el corazón y alimentado por su calor que brotaba con esa aparente facilidad que es exclusiva de los cantantes que poseen las mayores facultades y la mejor técnica. La voz hacía pausa en una nota, luego se elevaba, se afirmaba, coqueteaba con lo que ahora identificó él como un arpa y enmudecía un momento mientras los violines y el violonchelo dialogaban con el arpa. Y entonces, como si no hubiera dejado de estar presente, la voz volvía y arrastraba consigo a la cuerda, subiendo y subiendo. Brunetti sólo distinguía palabras y frases sueltas, «disprezzo», «perchè», «per pietade», «fugge il mio bene», pero todas hablaban de amor y de ausencia. Ópera, desde luego, pero no podía adivinar cuál.
El hombre de la chaise-longue aparentaba unos cincuenta y tantos años, y su cintura denotaba afición a la buena mesa y la vida sedentaria. El rasgo dominante de su cara era la nariz, grande y carnosa -la misma nariz que Brunetti había visto en la foto de comisaría de su hijo, el presunto violador-, sobre la que cabalgaban unas gafas de media luna. Los ojos eran grandes, límpidos y muy oscuros, casi negros. La cara, aunque completamente afeitada, tenía en las mejillas ese tinte azulado que denota una barba poblada.
La música entró en un melancólico diminuendo y se apagó. Sólo en el silencio que siguió, Brunetti fue consciente de la perfecta calidad del sonido, perfección merced a la cual lo exagerado del volumen pasaba inadvertido.
El hombre se relajó en la chaise-longue y dejó caer el librito al suelo. Cerró los ojos, con la cabeza hacia atrás y el cuerpo flácido. Aunque no se había dado por enterado de la llegada de Brunetti, éste no dudaba de que el hombre era consciente de su presencia; más aún, tenía la impresión de que le hacía destinatario de estas manifestaciones de deleite estético.
Con suavidad, como su suegra solía aplaudir un aria que no le había gustado pero de la que le habían dicho que estaba muy bien cantada, Brunetti se golpeó las yemas de los dedos unas con otras, lánguidamente.
Como obligado a volver de unas alturas que los simples mortales no osaban pisar, el hombre de la chaise-longue abrió los ojos, agitó la cabeza con fingido asombro y se volvió a mirar a la fuente de esta tibia reacción.
– ¿No le ha gustado la voz? -preguntó con auténtica sorpresa.
– Oh, la voz me ha gustado mucho -respondió Brunetti y agregó-: pero la interpretación me ha parecido un poco forzada.
Si La Capra captó la ambigüedad de la frase, no lo dio a entender. Recogió el libreto y lo levantó en el aire.
– La mejor voz de la época, la única gran cantante -dijo agitando el libreto para mayor énfasis.
– ¿La signora Petrelli? -preguntó Brunetti.
El hombre torció el gesto como si hubiera mordido algo desagradable.
– ¿Cantar Haendel? ¿La Petrelli?
-preguntó con gesto de fatigada sorpresa-. Lo único que ella puede cantar es Verdi y Puccini. -Pronunció los nombres como el que dice «sexo» y «pasión».
Brunetti fue a objetar que Flavia también cantaba Mozart, pero sólo preguntó:
– ¿El signor La Capra?
Al oír su nombre, el hombre se puso en pie, obligado por sus deberes de anfitrión a dejarse de valoraciones estéticas, y fue hacia Brunetti con la mano extendida.
– Sí, ¿con quién tengo el honor?
Brunetti le estrechó la mano y devolvió la ceremoniosa sonrisa.
– Comisario Guido Brunetti.
– ¿Comisario? -Daba la impresión de que La Capra nunca había oído la palabra.
Brunetti asintió.
– De policía.
Una momentánea confusión se reflejó en la cara del hombre, pero esta vez Brunetti pensó que la emoción podía ser real, no fabricada para el público. La Capra se repuso rápidamente y preguntó con gran cortesía:
– ¿Y puedo preguntar, comisario, cuál es el motivo de su visita?
Brunetti no quería que La Capra sospechara que lo relacionaba con la muerte de Semenzato, por lo que había decidido no decir que en el escenario del crimen se habían encontrado las huellas de su hijo. Y, hasta que pudiera hacerse una idea más clara del hombre, no quería darle a entender que la policía tenía curiosidad por averiguar qué relación podía haber entre él y Brett.
– El robo, signor La Capra -dijo Brunetti, y repitió-: El robo.
Al momento, el signor La Capra fue todo cortés atención.
– ¿Sí, comisario?
Brunetti dibujó su sonrisa más amistosa.
– He venido para hablar de la ciudad, signor La Capra, puesto que es usted nuevo residente, y de algunos de los riesgos de vivir aquí.
– Es usted muy amable, dottore -repuso La Capra, devolviendo sonrisa por sonrisa-. Pero, disculpe, no podemos quedarnos aquí como dos estatuas. ¿Me permite que le ofrezca un café? Ya habrá almorzado, ¿verdad?