by Donna Leon
– Espera aquí -susurró Brunetti acercando los labios al oído de Flavia, a pesar de que el ruido de la lluvia hubiera ahogado su voz. Estaba muy oscuro para que él pudiera ver el gesto que ella hubiera hecho en respuesta, pero intuyó que retrocedía más aún hacia la oscuridad.
– Vianello -dijo asiendo el brazo de su sargento y atrayéndolo hacia sí-. Voy a subir la escalera para tratar de entrar. Si hay complicaciones, llévesela de aquí. No se preocupe por nadie, a menos que traten de detenerlo. -Vianello asintió. Brunetti dio varios pasos hacia la escalera, moviendo las piernas despacio contra la resistencia del agua. Hasta que llegó al segundo peldaño no se liberó de la presión del agua. El súbito cambio le hizo sentirse extrañamente ligero, como si pudiera levitar sin el menor esfuerzo. Pero esta sensación de ligereza lo hacía más sensible al frío lacerante que despedía el agua helada que tenía dentro de las botas y que le pegaba la ropa al cuerpo. Se inclinó y se quitó las botas, subió varios peldaños, los bajó y las empujó con el pie al agua. Se quedó esperando hasta que desaparecieron y volvió a subir.
En lo alto del primer tramo, se detuvo en el pequeño rellano e hizo girar el picaporte de la puerta que daba acceso al interior. El manubrio cedió, pero la puerta no se abrió; estaba cerrada con llave. Subió otro tramo y también encontró la puerta cerrada.
Se volvió y miró por encima de la barandilla al lugar del patio en el que debían de estar Flavia y Vianello, pero no pudo ver nada más que el reflejo de la luz en el agua acribillado por la lluvia.
En el último piso notó con sorpresa que la puerta cedía a la presión de su mano, y vio un largo corredor. Entró, cerró la puerta y se quedó quieto un momento, oyendo el sonido del agua que le goteaba del impermeable al suelo de mármol.
Lentamente, sus ojos se habituaron a la luz del corredor, mientras él tendía el oído tratando de captar cualquier sonido que pudiera llegar del otro lado de aquellas puertas.
Un escalofrío lo estremeció y él bajó la cabeza y encogió los hombros, tratando de encontrar calor en algún lugar de su cuerpo. Cuando levantó la mirada, vio a La Capra en el vano de una puerta, a pocos metros de él, que lo miraba con la boca abierta.
La Capra fue el primero en recuperarse de la sorpresa y esbozó una sonrisa fácil.
– Signor policía, así que ha vuelto. Qué feliz coincidencia. Precisamente acabo de poner en la galería las últimas piezas. ¿Le gustaría verlas?
24
Brunetti lo siguió a la galería y paseó la mirada por las vitrinas. Al entrar, La Capra se volvió para decirle:
– Permítame el abrigo. Debe usted de estar helado, andando por ahí con esta lluvia. Una noche como ésta. -Agitó la cabeza a derecha e izquierda ante la idea.
Brunetti se quitó el abrigo, notando el peso del agua que lo empapaba al darlo a La Capra. También el otro hombre pareció sorprendido por el peso de la prenda y, sin saber qué hacer con ella, optó por dejarla sobre el respaldo de una silla, desde donde el agua siguió chorreando al suelo profusamente.
– ¿Qué le trae de nuevo a esta casa, dottore? -preguntó La Capra, pero, antes de que Brunetti pudiera contestar, dijo-: Permítame que le ofrezca algo de beber. ¿Grappa, quizá? O un ponche de ron. Por favor, no puedo consentir que pase frío, siendo huésped de mi casa, sin ofrecerle algo. -Sin esperar respuesta, se acercó a un interfono colgado de la pared y pulsó un botón. Segundos después se oyó un leve chasquido y La Capra dijo por el micro-: ¿Querrás subir una botella de grappa y un ponche de ron caliente? -Se volvió hacia Brunetti sonriendo, el perfecto anfitrión-. Será sólo un momento. Mientras esperamos, dígame, dottore, ¿qué le trae otra vez por aquí tan pronto?
– Su colección, signor La Capra. He descubierto muchas cosas sobre ella. Y sobre usted.
– ¿En serio? -preguntó La Capra, sin alterar la sonrisa-. No pensé que yo fuera tan conocido en Venecia.
– Y también en otros sitios. En Londres, por ejemplo.
– ¿En Londres? -La Capra mostró una cortés sorpresa-. Qué raro. Me parece que no conozco a nadie en Londres.
– No; pero a lo mejor ha adquirido allí alguna pieza.
– Ah, sí, claro, eso será sin duda -respondió La Capra sin dejar de sonreír.
– Y en París -añadió Brunetti.
Nuevamente, la sorpresa de La Capra fue perfecta, como si hubiera estado esperando oír mencionar París después de Londres. Antes de que pudiera decir algo, la puerta se abrió y entró un joven, que no era el mismo que abrió a Brunetti la vez anterior. Traía una bandeja con botellas, vasos y un termo de plata. Dejó la bandeja en una mesa baja y dio media vuelta para marcharse. Brunetti lo reconoció, no sólo por la foto de archivo enviada por la policía de Roma sino por el parecido con su padre.
– No, Salvatore, quédate a beber algo con nosotros -dijo La Capra. Y a Brunetti-: ¿Qué va a tomar, dottore? Veo que hay azúcar. ¿Quiere que le prepare un ponche?
– No, muchas gracias. Un poco de grappa será suficiente.
Jacopo Poli, en delicada botella de vidrio soplado; sólo lo mejor para el signor La Capra. Brunetti vació el vaso de un trago y lo dejó en la bandeja antes de que La Capra hubiera acabado de echar el agua caliente en su propio ron. Mientras La Capra vertía y removía, Brunetti miraba la habitación. Muchas de las piezas se parecían a objetos que había visto en el apartamento de Brett.
– ¿Otro vasito, dottore? -preguntó La Capra.
– No, gracias -dijo Brunetti deseando controlar el temblor que aún lo estremecía.
La Capra acabó de mezclar la bebida, tomó un sorbo y dejó el vaso en la bandeja.
– Venga, dottor Brunetti. Permítame mostrarle algunas de mis nuevas piezas. Llegaron ayer mismo, y reconozco que estoy muy contento de tenerlas aquí.
La Capra empezó a caminar hacia la pared izquierda de la galería, y Brunetti oyó que algo crujía bajo la suela de su zapato. Al mirar al suelo, vio fragmentos de barro esparcidos en círculo en aquel lado de la habitación. Uno de los fragmentos estaba cruzado por una línea negra. Rojo y negro, los dos colores dominantes de la cerámica que Brett le había mostrado y de la que le había hablado.
– ¿Dónde está ella? -preguntó Brunetti, cansado y helado.
La Capra se paró de espaldas a Brunetti y tardó un momento en volverse a mirarlo.
– ¿Dónde está quién? -preguntó al volverse, sonriendo inquisitivamente.
– La dottoressa Lynch -respondió Brunetti.
La Capra no apartaba la mirada de Brunetti, pero éste notó que de padre a hijo iba algo, un mensaje.
– ¿La dottoressa Lynch? -preguntó La Capra, en tono de perplejidad, pero aún muy cortés-. ¿Se refiere a la científica norteamericana? ¿La que escribe sobre cerámica china?
– Sí.
– Ah, dottor Brunetti, no sabe usted cómo me gustaría que estuviese aquí. Tengo dos piezas… entre las que recibí ayer… sobre las que empiezo a tener dudas. No estoy seguro de que sean tan viejas como pensé cuando… -la pausa fue mínima, pero Brunetti estaba seguro que intencionada- cuando las adquirí. Daría cualquier cosa por poder preguntar a la dottoressa Lynch qué opina de ellas. -Miró al joven y luego, rápidamente, a Brunetti-. Pero, ¿qué le hace pensar que ella pudiera estar aquí?
– Porque no puede estar en ningún otro sitio -explicó Brunetti.
– Me parece que no le entiendo, dottore. No sé de qué me habla.
– Hablo de esto -dijo Brunetti estirando la pierna y aplastando con el pie uno de los fragmentos.
La Capra, involuntariamente, hizo una mueca de dolor al oírlo, pero insistió:
– No le entiendo. Si se refiere a estos fragmentos, la explicación es bien sencilla. Mientras se desembalaban las piezas, alguien fue muy descuidado con una de ellas. -Mirando los fragmentos, movió la cabeza con tristeza, como si no pudiera creer que alguien fuera tan torpe-. He dado orden de que el responsable sea castigado.
Cuando La Capra acabó de hablar, Brunetti notó el movimiento a su espalda, pero, antes de que pudiera volverse, La Capra se acercó y lo to
mó del brazo.
– Pero venga a ver las piezas nuevas.
Brunetti se desasió y dio media vuelta. El joven ya estaba en la puerta. La abrió, sonrió a Brunetti, salió de la habitación y cerró la puerta. Brunetti oyó el sonido inconfundible de una llave al girar en la cerradura.
25
Unos pasos rápidos se alejaron por el corredor. Brunetti miró a La Capra.
– Ya es tarde, signor La Capra -dijo Brunetti, esforzándose en razonar con voz serena-. Sé que está aquí. Si intenta hacer algo contra ella, empeorará su propia situación.
– Le ruego que me disculpe, signor policía, pero no sé de qué me habla -dijo La Capra sonriendo con cortesía y perplejidad.
– Le hablo de la dottoressa Lynch. Me consta que está aquí.
La Capra sonrió otra vez y abrió la mano señalando la habitación y todos los objetos que contenía.
– No comprendo su insistencia. Sin duda, si estuviera aquí, se encontraría con nosotros, gozando de la contemplación de toda esta hermosura. -Su acento se hizo más cálido todavía-. ¿No me creerá capaz de privarla de semejante placer, verdad?
La voz de Brunetti no era menos tranquila.
– Creo que ha llegado el momento de poner fin a la farsa, signore.
La carcajada de La Capra cuando Brunetti dijo esto estaba cargada de verdadero gozo.
– Oh, yo diría que el farsante es usted, signor policía. Está en mi casa sin haber sido invitado, por lo que yo diría que su entrada es ilegal. De manera que no tiene derecho a decirme lo que debo o no debo hacer. -Su voz fue haciéndose más áspera y, cuando terminó de hablar, casi jadeaba de cólera. Al oírse a sí mismo, La Capra recordó el papel que estaba representando, se volvió de espaldas a Brunetti y dio varios pasos hacia una de las vitrinas.
– Observe, si gusta, las líneas de este jarro -dijo-. Con qué delicadeza serpentean hacia la parte posterior, ¿no le parece? -Dibujó una etérea onda en el aire con la mano, imitando el discurrir de la línea pintada en la parte frontal del alto jarro que contemplaba-. Siempre me ha parecido fabuloso el sentido de la belleza que tenía aquella gente. Miles de años atrás, y ya eran unos enamorados de la belleza. -Sonriendo, pasando de simple entendido a filósofo, miró a Brunetti y preguntó-: ¿Cree que el secreto de la humanidad pueda ser el amor a la belleza?
Como Brunetti no respondiera a esta banalidad, La Capra abandonó el tema y pasó a la siguiente vitrina. Riendo entre dientes, comentó:
– A la dottoressa Lynch le hubiera gustado ver esto.
Algo en su voz, un tono de obsceno secreteo, hizo que Brunetti mirara la vitrina frente a la que estaba el otro hombre. Dentro vio una pieza que tenía una forma de calabaza que le recordó la de la foto que le había enseñado Brett. También ésta estaba decorada con la figura de un zorro con cuerpo humano, erguido y en actitud de caminar hacia la izquierda, casi idéntica a la que aparecía en la pieza de la foto.
Espontáneamente, la idea tomó cuerpo. Si La Capra no tenía inconveniente en mostrarle este vaso, estaba claro que ya no tenía nada que temer de Brett, la única persona que podría identificar su origen. Brunetti giró sobre sí mismo y dio dos zancadas hacia la puerta. Antes de llegar, se paró, ladeó el cuerpo dándose impulso y levantó la pierna derecha. Con todas sus fuerzas, dio una patada justo debajo de la cerradura. La violencia del golpe sacudió todo su cuerpo, pero la puerta no se movió.
A su espalda, La Capra rió entre dientes.
– Ah, qué impetuosos son ustedes, los del Norte. Lo siento, pero no se abrirá, signor policía, por muy fuerte que le dé. Mal que le pese, tendrá que ser usted mi invitado hasta que Salvatore regrese después de cumplir el encargo. -Con plena confianza, se volvió de nuevo hacia las vitrinas-. Esta pieza data del primer milenio antes de Cristo. Es bonita, ¿verdad?
26
Al salir de la galería, el joven tomó la precaución de cerrar la puerta con llave dejando ésta en la cerradura. Le divertía pensar que su padre estaría perfectamente seguro, nada menos que con un policía. La idea era tan disparatada que iba riéndose por el pasillo. Pero la risa se le heló cuando, al abrir la puerta del fondo, vio que seguía lloviendo. ¿Cómo podía esta gente vivir con este tiempo y con esa agua negra y sucia que brotaba del mismo suelo? Aunque él no lo reconocía, la verdad era que tenía miedo de aquellas aguas, de lo que pudiera tocar su pie al hundirse en ellas o, peor, de lo que pudiera rozarle las piernas o deslizarse al interior de sus botas.
Pero se decía que ésta sería la última vez que metía los pies en el agua. Cuando hubiera hecho aquello, cuando se hubiera resuelto este asunto, podría volver a la casa a esperar que aquellas aguas repugnantes volvieran a los canales, a la laguna, al mar, donde tenían que estar. No sentía ningún afecto por estas frías aguas adriáticas, tan diferentes del amplio y tranquilo horizonte turquesa que se extendía frente a su casa de Palermo. No se explicaba qué podía haber inducido a su padre a comprar una casa en esta ciudad tan sucia. Él decía que era por la seguridad de su colección, porque aquí el peligro de robo era mínimo. Pero en Sicilia nadie se atrevería a robar en casa de Carmello La Capra.
Él sospechaba que la razón no era otra que la que impulsaba a su padre a tener aquella estúpida colección de ollas: para darse importancia y conseguir que lo considerasen un señor. A Salvatore esto le parecía absurdo. Él y su padre eran señores por nacimiento, no necesitaban que esos estúpidos polentoni se lo confirmaran.
Miró otra vez el patio inundado, diciéndose que tendría que ponerse botas y meter los pies en el agua para cruzarlo. Pero la idea de la misión que lo aguardaba al otro lado bastó para animarlo: lo había pasado bien jugando con la americana, pero había llegado el momento de poner fin al juego.
Se agachó y se calzó un par de altas botas de goma, tirando con fuerza para introducir el zapato. Le llegaban hasta la rodilla y tenían el borde ancho y un poco ondulado como la corola de una anémona. Cerró la puerta a su espalda y bajó pesadamente la escalera exterior, maldiciendo la lluvia impetuosa. Cortando el agua, cruzó lentamente el patio en dirección a la puerta de madera. Aunque hacía poco rato que había dejado allí a la americana, el agua había subido de nivel y ya cubría el panel inferior. Quizá ella ya se hubiera ahogado. Aunque hubiera conseguido subirse a uno de los grandes nichos de la pared, no le costaría mucho ahogarla. Sólo sentía no tener tiempo para violarla. Nunca había violado a una lesbiana, y le parecía que tenía que gustarle. Bien, otra llamada telefónica podría traer aquí a su amiga la cantante y entonces tendría la oportunidad. Quizá su padre se opusiera, pero no tenía por qué enterarse. La cautela de su padre le había privado de aquel placer en la visita a casa de la americana. Había enviado a Gabriele y Sandro, y entre los dos habían hecho una chapuza. Con este cúmulo de violencia, resentimiento y voluptuosidad en el ánimo cruzaba el patio Salvatore La Capra.
Venía preparado para la oscuridad que lo envolvía, y sacó del bolsillo de la americana una linterna con la que iluminó el pestillo de la puerta. Lo descorrió y tiró de la puerta hacia sí, con fuerza, para vencer la resistencia del agua. Frente a él se abrió un espacio alto y abovedado. En el agua aceitosa flotaban sillas y mesas, almacenadas allí durante la restauración de la casa y abandonadas en lo que fuera un embarcadero interior, situado a medio metro por debajo del nivel del patio y separado del canal por otra gruesa puerta de madera, asegurada con una cadena. Sería cuestión de un minuto, cuando hubiera terminado con ella, abrir la puerta del fondo y empujarla a las aguas más profundas del canal.
A su izquierda oyó un borboteo y hacia él volvió el haz de la linterna. Los ojos que vio brillar eran muy pequeños y estaban muy juntos para ser humanos. Haciendo ondear la larga cola, la rata se volvió de espaldas a la luz y se alejó chapoteando por detrás de una caja que flotaba.
La voluptuosidad se disipó. Lentamente, Salvatore giró la linterna hacia la derecha, parándose a registrar cada uno de los nichos de la pared en los que el agua alcanzaba medio palmo. Al fin la descubrió, acurrucada en uno de ellos, con la cabeza apoyada en las rodil
las. Ahora la luz permaneció fija, pero la mujer no se movió.
Así pues, no tendría más remedio que meterse en el agua e ir hasta allí para acabar de una vez. Armándose de valor, bajó el pie despacio hasta asentarlo firmemente en la resbaladiza superficie del primer peldaño y a continuación buscó el segundo. Juró violentamente al sentir que el agua le entraba por el borde de la bota. Durante un momento, pensó en arrancarse la maldita bota, para poder moverse con más soltura, pero al recordar los ojos rojos que había visto a ras de agua cambió de idea. Preparado para lo inevitable, bajó el otro pie y sintió cómo se le inundaba el zapato. Deslizó el pie derecho hacia adelante, sabiendo que no había más que tres peldaños, pero resistiéndose a creerlo hasta que el pie se lo confirmara. Luego enfocó con la linterna la figura encogida en el nicho y fue hacia ella con el agua hasta medio muslo.
Mientras avanzaba, hacía planes, decidido a extraer del acto todo el placer posible. Como no había donde dejar la linterna, tendría que metérsela en el bolsillo, con la bombilla para arriba, y esperaba que la luz le permitiera ver la cara de la mujer mientras la mataba. No parecía que le quedaban muchas fuerzas para luchar, pero en el pasado se había llevado más de una sorpresa, y confiaba en que también esta vez así fuera. Mucho forcejeo, no, desde luego, y menos, con toda esta agua, pero le parecía que él se merecía por lo menos una resistencia testimonial, especialmente, teniendo que renunciar a placeres que en otras circunstancias hubiera podido extraer de ella.
Al oírle llegar, ella levantó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos, deslumbrados por la luz de la linterna.
– Ciao, bellezza -susurró él, y se rió como su padre.
Ella cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en las rodillas. Él, con la mano derecha, puso la linterna en el bolsillo de la americana, inclinada hacia adelante, iluminando a la mujer. La veía sólo vagamente, pero confiaba en que la luz fuera suficiente.