by Donna Leon
Se le había ordenado regresar a Venecia, si no quería ser conducido por la policía, pero se había puesto en manos de un médico que lo había ingresado en una clínica privada, aquejado de «depresión nerviosa provocada por el sufrimiento personal». Allí seguía, física y legalmente intocable, en un país en el que sólo el vínculo entre padre e hijo permanece sagrado.
Brunetti apartó las carpetas a un lado y miró fijamente la mesa vacía, imaginando las fuerzas que ya habrían entrado en juego. La Capra era un hombre que no carecía de influencia. Y ahora su hijo, un joven de carácter violento, estaba muerto. ¿Acaso no habían recordado los dos gorilas, al día siguiente de hablar con su abogado, haber oído decir a Salvatore que el dottor Semenzato había tratado a su padre sin el respeto que se merecía? Se trataba de una estatua que él había comprado para su padre y que había resultado falsa… o un asunto parecido. Y, sí, creían recordar haberle oído decir que él haría que el dottore se arrepintiera de haber recomendado a su padre, o a él mismo, para su padre, la compra de objetos falsos.
Brunetti no dudaba de que, con el tiempo, los dos gorilas recordarían más y más cosas que atribuir al pobre Salvatore, obcecado por su empeño en defender el honor de su padre y el suyo propio. Y probablemente recordarían también las muchas ocasiones en las que el signor La Capra había tratado de convencer a su hijo de que el dottor Semenzato era un hombre íntegro, que siempre obraba de buena fe cuando garantizaba piezas que después eran vendidas por Murino, su socio. Tal vez los jueces, si el caso llegaba a los tribunales, tuvieran que escuchar un relato que hablaría del deseo de Salvatore de procurar a su padre tan sólo satisfacciones, como cumplía a un hijo tan amante como él. Y Salvatore, que no era un chico sofisticado, pero tenía un corazón de oro, habría tratado de obtener esos presentes para su amado padre de la única manera que se le había ocurrido, buscando el asesoramiento del dottor Semenzato. Y, dado su amor filial y el intenso deseo de complacer a su padre, no era difícil imaginar su furor al descubrir que el dottor Semenzato había intentado aprovecharse de su inocencia y de su generosidad, vendiéndole una copia en lugar del original. Sería, pues, una injusticia, ahondar en el dolor de un padre, un padre que tenía que sobrellevar a un tiempo el dolor por la pérdida de su adorado hijo único y por el descubrimiento de lo que aquel hijo había sido capaz de hacer tanto para dar una satisfacción a su padre como para defender el honor de la familia.
Sí, la historia se aceptaría, y la asociación entre La Capra y Semenzato, en lugar de incriminarlo, serviría para demostrar la buena fe que presidía sus relaciones, truncadas por la falta de escrúpulos de Semenzato por un lado y el apasionamiento de Salvatore por el otro, quien ya se hallaba, ay, fuera del alcance de la ley. De haber sido más propenso al sentimentalismo, Brunetti hubiera pensado que La Capra había pagado el más alto precio por la muerte de Semenzato, pero no lo era, y se decía que el precio más alto lo había pagado Salvatore.
Brunetti se levantó y se alejó de la mesa y de las carpetas que le habían llevado a esta conclusión. Él había visto a La Capra con su hijo, lo había sacado de las aguas cenagosas y había ayudado al hombre, que no dejaba de gritar, a llevar el cuerpo de su hijo hasta el pie de los tres peldaños. Y allí había necesitado la ayuda de Vianello y dos agentes para separarlos y poner fin al fútil intento de La Capra de cerrar con sus dedos la herida exangüe del costado del cuello de su hijo.
Brunetti nunca pensó que una vida pudiera pagarse con otra vida, por lo que volvió a desechar la idea de que La Capra había pagado la muerte de Semenzato. Todo dolor es único e independiente y sólo corresponde a una pérdida. Pero le resultaba difícil sentir aversión personal por el hombre al que había visto por última vez sollozando en brazos de un policía que trataba de impedir que viera cómo se llevaban el cadáver de su hijo en una camilla con la cara cubierta por la chaqueta empapada de Vianello.
Ahuyentó aquellos recuerdos. Todo aquello ya no le incumbía, ahora estaba en manos de otra autoridad, y él ya no podía influir en el resultado. Ya había tenido más que suficiente de muerte y violencia, de belleza robada y de anhelo de perfección. Ahora le apetecía contemplar la primavera con sus muchas imperfecciones.
Una hora después, Brunetti salió de la questura y se encaminó hacia San Marcos. En todas partes veía las mismas cosas que había visto durante muchos días, pero hoy descubría en ellas señales de primavera. Hasta miraba con simpatía a los omnipresentes turistas vestidos de colores pastel. La Via XXII Marzo lo llevó al puente de la Accademia. Al otro lado, vio la primera cola de la temporada de los turistas que esperaban para entrar en el museo, pero él había quedado saturado de arte para rato. Ahora lo atraía el agua y la idea de sentarse al tibio sol con Flavia, tomar un café, charlar de unas cosas y otras, observar con qué facilidad su rostro pasaba del reposo a la alegría y otra vez al reposo. Habían quedado a las once en Il Cucciolo, y él ya tenía ganas de oír chapotear el agua bajo las tablas de la terraza, y observar los movimientos indolentes de los camareros, no desentumecidos aún de su letargo invernal, y rehuir el parasol, grande y ufano, empeñado en dar sombra antes de tiempo. Y, sobre todo, tenía ganas de oír el sonido de su voz.
Frente a él vio las aguas del canal de la Giudecca y, al otro lado, las alegres fachadas de las casas. Por la izquierda apareció un buque cisterna, muy alto, sin carga, y hasta su casco veteado de gris parecía bonito y alegre a esta luz. Se acercó correteando un perro que levantó la pata y luego se puso a dar vueltas para atraparse la cola.
Al llegar al borde del agua, torció hacia la izquierda en dirección a la terraza del bar, buscando a Flavia con la mirada. Cuatro parejas, un hombre solo, otro hombre, una mujer con dos niños, una mesa con seis o siete jovencitas a las que oyó reír a distancia. Pero Flavia no estaba. Se habría retrasado. O quizá no la había reconocido. Empezó otra vez por la mesa más cercana y fue mirando a cada cliente, por el mismo orden. Entonces la vio, sentada con los dos niños, un chico alto y una niña llenita, todavía con la grasa infantil.
Su sonrisa se borró y fue sustituida por otra. Con la sonrisa nueva, se acercó a la mesa y estrechó la mano que ella le tendía.
Ella le sonrió a su vez alzando la cara.
– Guido, cuánto me alegro de volver a verte. Y qué día tan espléndido. -Miró al muchacho-. Paolino, es el dottor Brunetti. -El chico se levantó, era casi tan alto como Brunetti, y le estrechó la mano.
– Buon giorno, dottore. Quiero darle las gracias por haber ayudado a mi madre. -Casi parecía que había estado ensayando la frase, y la pronunció formalmente, como el que trata de hacerse el hombre se dirige al que ya lo es. Tenía los ojos oscuros de la madre, pero la cara más larga y delgada.
– Ahora yo, mamma -dijo la niña y, como Flavia tardara en reaccionar, se levantó y tendió la mano a Brunetti-. Yo soy Vittoria, pero mis amigos me llaman Vivi.
Mientras le estrechaba la mano, Brunetti dijo:
– En tal caso, me gustaría llamarte Vivi.
La niña era lo bastante pequeña como para sonreír, y lo bastante mayor como para desviar la mirada y ponerse colorada.
Él acercó una silla, se sentó y luego rectificó la posición para que el sol le diera en la cara. Durante varios minutos, la conversación fue general, los niños le preguntaban sobre su trabajo de policía, si llevaba pistola, y cuando él dijo que sí, dónde la llevaba. Vivi quiso saber si había disparado contra alguien y pareció decepcionada cuando él dijo que no. Los niños no tardaron en descubrir que ser policía en Venecia era muy diferente de serlo en Corrupción en Miami, revelación que les hizo perder interés en él y en su profesión.
Se acercó el camarero. Brunetti pidió un Campari con soda y Flavia otro café que luego cambió por un Campari. Los niños empezaban a mostrarse audiblemente inquietos y Flavia les propuso que se llegaran por el muelle arriba hasta Nico's a comprar gelato, idea que tuvo el beneplácito general.
Los niños se alejaron. Vivi tenía que apresurar el paso para mantenerse a la altura de la zancada de Paolo.
– Son muy simpát
icos -dijo él y, como Flavia no respondiera, agregó-: No sabía que los hubieras traído a Venecia.
– No es frecuente que pueda pasar un fin de semana con ellos, pero como este sábado no actuaba en la función de tarde decidí venir. Ahora canto en Munich -explicó.
– Ya lo sé. Lo he leído en los periódicos.
Ella miraba hacia el otro lado del canal, en dirección a la iglesia del Redentore.
– Nunca había estado aquí a principios de primavera.
– ¿Dónde te alojas?
Ella desvió la mirada de la iglesia volviéndola hacia él.
– En casa de Brett.
– Ah, ¿ha venido contigo? -preguntó él. Había visto a Brett por última vez en el hospital, pero ella había estado allí sólo una noche, y dos días después se había ido con Flavia a Milán. No había vuelto a saber de ninguna de las dos hasta la víspera, en que Flavia lo había llamado por teléfono para concertar esta cita.
– No; ella se ha ido a Zurich, a dar una conferencia.
– ¿Cuándo regresa? -preguntó él cortésmente.
– La semana próxima estará en Roma. Yo termino en Munich el martes por la noche.
– ¿Y después?
– Después, Londres, pero sólo para un recital, y luego China -dijo ella, con una nota de reproche porque lo hubiera olvidado-. Estoy invitada a dar una tanda de lecciones magistrales en el Conservatorio de Pekín. ¿No te acuerdas?
– ¿Así que pensáis seguir adelante con el plan? ¿Y llevarás las piezas? -preguntó él, sorprendido de su decisión.
Ella no trató de disimular la autocomplacencia.
– Naturalmente que lo pensamos, es decir, lo pienso.
– ¿Y cómo? ¿Cuántas piezas son? ¿Tres? ¿Cuatro?
– Cuatro. Llevo siete maletas, y el ministro de Cultura irá a recibirme al aeropuerto. Dudo mucho que busquen antigüedades en los equipajes que entran en el país.
– Pero, ¿y si las encuentran?
Ella agitó una mano en un ademán genuinamente teatral.
– Siempre podría decir que eran un presente que llevaba para el pueblo de China, que pensaba ofrecérselo después de dar las lecciones, en prueba de gratitud por haberme invitado.
Él estaba seguro de que, llegado el caso, así lo haría y que saldría bien librada. Se echó a reír.
– Te deseo suerte.
– Gracias -dijo ella, segura de no necesitarla.
Estuvieron callados durante un rato. Brett, aunque invisible, estaba presente. Pasaban embarcaciones tableteando. El camarero les llevó las bebidas y ellos se alegraron de la distracción.
– ¿Y después de China? -preguntó él finalmente.
– Muchos viajes hasta finales del verano. Es otra de las razones por las que he querido pasar el fin de semana con los niños. Tengo que ir a París, a Viena y a Londres. -Como él no respondiera, agregó, alegrando el tono-: Tengo que morirme en París y en Viena, «Lucia» y «Violetta».
– ¿Y en Londres? -preguntó él.
– Mozart. «Fiordiligi». Y, después, mi primer intento con Haendel.
– ¿Brett irá contigo? -preguntó él tomando un sorbo de su bebida.
Ella volvió a mirar hacia la iglesia, la iglesia del Redentor.
– Ella se quedará en China por lo menos durante varios meses -fue toda la respuesta de Flavia.
Él volvió a beber y miró el agua, advirtiendo súbitamente la danza de la luz en su rizada superficie. Tres gorriones se posaron cerca de sus pies, buscando comida. Lentamente, él alargó la mano, tomó un pellizco del brioche que había en una fuente delante de Flavia y los echó a los pájaros. Ansiosamente, éstos se abatieron sobre él despedazándolo y cada uno se fue a comer su parte en lugar más seguro.
– ¿Su carrera ante todo? -preguntó él.
Flavia asintió y se encogió de hombros.
– Me parece que se la toma más en serio que… -dejó la frase sin terminar.
– ¿Que tú la tuya? -preguntó él con escepticismo.
– Yo diría que, en cierto modo, sí. -Al ver que él iba a protestar, le puso la mano en el brazo y explicó-: Mira, Guido, cualquiera puede ir a escucharme y luego romperse las manos aplaudiendo, sin que por ello tenga que entender de música o de canto. Basta con que le guste el traje, o el argumento, o quizá sólo grita brava porque es lo que gritan todos. -Al ver que él no parecía convencido, insistió-: Es la verdad. Puedes creerme. Después de cada función, mi camerino se llena de personas que me dicen cuándo les ha gustado mi actuación aunque aquella noche haya cantado como un perro. -Él observó cómo cruzaba por su cara el reflejo de este recuerdo, y comprendió que decía la verdad.
»Y ahora piensa en lo que hace Brett. Son muy pocas las personas que saben algo de su trabajo: sólo quienes están realmente enterados de lo que hace, y todos son científicos que pueden valorarlo. Supongo que la diferencia entre nosotras es que a ella sólo pueden juzgarla sus pares, personas de su mismo nivel, por lo que el baremo es mucho más alto y el elogio tiene mucho valor. A mí puede aplaudirme cualquier imbécil por puro capricho.
– Pero lo que tú haces es hermoso.
Ella se rió de buena gana.
– Que Brett no te oiga decir eso.
– ¿Por qué? ¿Es que a ella no se lo parece?
Sin dejar de reír, ella explicó:
– No lo entiendes, Guido. Brett piensa que lo que ella hace también es hermoso, y que las cosas con las que trabaja son tan hermosas como las arias que yo canto.
Él recordó entonces que en la declaración de Brett había un punto oscuro que él deseaba aclarar. Pero no hubo tiempo: ella estaba en el hospital y, al salir de él, abandonó Venecia inmediatamente después de firmar la declaración oficial.
– Hay algo que no comprendo -empezó, y se echó a reír al darse cuenta de la gran verdad que acababa de decir.
La sonrisa de ella era vacilante, inquisitiva.
– ¿Qué?
– Es algo de la declaración de Brett -explicó él. La cara de Flavia se relajó-. Escribió que La Capra le había mostrado un bol, un bol chino. He olvidado a qué milenio se atribuía.
– El tercer milenio antes de Cristo -dijo Flavia.
– ¿Te habló de ello?
– Naturalmente.
– Entonces quizá puedas ayudarme. -Ella asintió y él prosiguió-: En su declaración, dijo que lo rompió, que lo dejó caer al suelo deliberadamente.
Flavia asintió.
– Sí, hablamos de ello. Eso me dijo. Así ocurrió.
– Pues es lo que no comprendo -dijo Brunetti.
– ¿El qué?
– Si tanto ama esas cosas, si tanto trabaja por salvarlas, entonces el bol a la fuerza tenía que ser falso, ¿se trataba de una de esas imitaciones que La Capra compraba creyéndolas auténticas?
Flavia no dijo nada y volvió la cabeza hacia el molino abandonado que se levantaba a un extremo de la Giudecca.
– ¿No? -insistió Brunetti.
Ella se volvió a mirarlo, el sol la iluminaba por la izquierda, recortando su perfil sobre los edificios del otro lado del canal.
– ¿No, qué? -preguntó ella.
– Tenía que ser una imitación, o no la hubiera destruido.
Durante mucho rato, él pensó que ella se había abstraído para no contestarle. Los gorriones volvieron y esta vez Flavia desmenuzó el resto del brioche en pequeños fragmentos y se los echó. Los dos contemplaron a los pajaritos que engullían las migas doradas y miraban a Flavia pidiendo más. Luego, al mismo tiempo, levantaron la mirada de los gorriones que piaban y sus ojos se encontraron. Al cabo de un largo momento, ella volvió la cara hacia el muelle por el que vio venir a sus hijos con cucuruchos de helado en la mano.
– ¿Qué dices? -preguntó Brunetti, que necesitaba la respuesta.
Sobre el agua resonaban las carcajadas de Vivi.
Flavia se inclinó y otra vez le puso la mano en el brazo:
– Guido -empezó, sonriendo-, eso ya no importa, ¿no te parece?
DONNA LEON
***
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* Enfermo mental. (N. de la t.)
* Sé amable y después sé amable y después sé amable. (N. de la t.)
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