Lord Tyger

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Lord Tyger Page 7

by Farmer, Phillip Jose


  —¿Cómo sabes que no las lleva? ¿Has estado lo bastante cerca de él como para ver si tiene alas?

  ¿Qué haría un ángel si se veía atrapado en la tierra sin alas?

  ¿Vendría el mismísimo Igziyabher a rescatarlo, o enviaría algunos ángeles alados, o quizá otro pájaro, para que lo cogieran y lo devolvieran al Cielo?

  Ras siguió avanzando, dispuesto a no rendirse y con la esperanza de alcanzar por fin la vanguardia del ejército. De repente recordó otra cosa sobre los ángeles. Algunas veces su padre y su madre hablaban de ellos como si no tuvieran sexo.

  —Tienen la entrepierna tan lisa como tu frente —había dicho Yusufu—. Cuando Igziyabher quiere tener más ángeles, los crea.

  —Lo hace usando el fuego de las estrellas—había dicho Mariyam, deseando explicarle cómo funcionaba el mundo y cómo actuaba Dios—. Siempre está haciendo nuevos ángeles con el fuego de las estrellas, y por eso algún día las habrá gastado todas y entonces los cielos se quedarán negros, y el Fin del Mundo estará muy cerca. Reza, hijo mío, reza, porque el Dios de la Ira...

  —¡Cállate, Mariyam! ¡Ya sabes que eso no es cierto! —había dicho Yusufu—. Hay oídos que oyen y manos que pueden vengarse de lo que diga una mentirosa.

  Ese día a Ras se le habían ocurrido muchas preguntas, y una de ellas estaba relacionada con lo que Mariyam había contado sobre ángeles que bajaban a la tierra y se unían a las hijas de los hombres. Si los ángeles no tenían sexo, entonces...

  Se detuvo. Había oído algo a su derecha, como el sonido de una gran rama al partirse, aunque no era exactamente eso, por lo que no tenía forma de saber a qué distancia se hallaba el origen del ruido. Aquel sonido tenía algo de siniestro.

  El chasquido volvió a repetirse, aunque esta vez no sonó tan fuerte. Venía de la misma dirección.

  Oyó un grito de mujer. Otro chasquido, seguido por el grito de un hombre. Después, silencio.

  Ras vaciló durante unos instantes, se encogió de hombros y echó a correr tan rápidamente como pudo por entre las hormigas. Había recorrido casi cien metros antes de que la primera hormiga cerrase sus pinzas sobre su pie. Apretó los dientes, haciéndolos rechinar, y siguió corriendo. Si se paraba para quitarse las hormigas sólo conseguiría ser atacado por un número todavía mayor de éstas. Había tomado una decisión, y no podía volverse atrás. No, nada de eso. Seguiría corriendo, sin importar el dolor que pudiese sentir, correría hasta haber encontrado a quienes gritaban. No era tan tonto como para ir en línea recta hacia los gritos, por lo que sabía, quizá no fueran los ángeles quienes gritaban, sino los wantso. Ras dudaba de que los wantso se atrevieran a llegar tan cerca de la Tierra de los Fantasmas, pero también sabía que resultaba imposible predecir sus acciones. Al igual que sus padres, los wantso siempre estaban haciendo cosas inesperadas, algunas de ellas realmente estúpidas.

  Además, los ángeles podían resultar peligrosos, y aquellos chasquidos le habían hecho sentir un extraño temor.

  Vio al primer ángel cuando ya se creía incapaz de soportar por más tiempo los pequeños fuegos que ardían en sus piernas y pies. Estaba tendido de espaldas, con los brazos extendidos y la boca abierta, cubierto por una negra capa de hormigas, pero cuando Ras

  le quitó unas cuantas de la cara, dando saltos a su alrededor, vio que tenia el rostro de color rojo. La piel había desaparecido y lo que veía era el rojo de los músculos. Pero en cuanto le hubo limpiado el cabello de hormigas vio que éste era lacio y de color castaño. Junto a la mano derecha del cadáver había un objeto muy extraño.

  Ras no podía quedarse más tiempo a investigar. Si no seguía avanzando rápidamente acabaría tan muerto como el ángel..., si es que era un ángel. El cadáver parecía demasiado humano. Además, ¿era posible que un ángel muriera? Si era posible, ¿quién podía matar a un ángel salvo otro ángel, un ángel caído, un soldado de Satán?

  No podía seguir pensando en aquello. El dolor de las picaduras era tal que no dejaba sitio en su mente para ninguna otra idea que no fuese el frenético deseo de marcharse.

  Corrió doscientos metros más, esquivando los arbustos, saltando por encima de los troncos caídos, y al final no pudo resistir por más tiempo el impulso de gritar. De todas formas, ya estaba haciendo tanto ruido que debían oírle desde medio kilómetro de distancia, y dudaba de que nadie pudiera estar oculto para tenderle una emboscada con todas aquellas hormigas cubriéndole el cuerpo.

  Gritó, y un instante después vio el arroyo delante de él. Una última carrera y se zambulló en el agua, rodando sobre sí mismo una y otra vez en el barro del fondo mientras se rascaba los pies y las piernas. El fango que removía empezó a enturbiar el agua, mezclándose con los minúsculos cuerpos de las hormigas que iba aplastando. Cuando hubo terminado Ras se quedó quieto durante unos instantes, viendo cómo el arroyo se iba aclarando y agradeciendo el alivio que le proporcionaban sus frescas aguas.

  Cuando salió del arroyo cogió su lanza y su arco, que había tirado a la otra orilla antes de zambullirse en el agua. El carcaj se había llenado de agua y tuvo que vaciarlo. Las plumas de las flechas estaban empapadas y llenas de barro.

  En aquel lado del arroyo no había hormigas. Ras empezó a ir de un lado para otro buscando huellas en el húmedo suelo, pero no encontró ninguna. Tras haber estado buscando durante dos horas llegó a la conclusión de que el otro ángel había tenido que correr en una dirección distinta, o quizá también estuviese muerto y en aquellos momentos las hormigas estarían devorando su carne.

  ¿Cuál de los dos era el ángel? Los ángeles de Igziyabher no luchaban entre ellos, así que uno de los dos debía ser un demonio. ¿El muerto, quizá? Mariyam había dicho que el Bien siempre triunfa sobre el Mal, y al oírlo Yusufu había lanzado un bufido y había dicho:

  —¿Crees que si eso fuera cierto estaríamos aquí, viviendo de esta forma? Es el diablo quien gobierna este mundo, y tu lo sabes, Abuela de las Mentiras.

  Yusufu siempre estaba haciendo observaciones que luego se negaba a explicar cuando Ras le pedía que fuese más claro.

  —Abro mi boca y las palabras salen volando de ella antes de que pueda atraparlas, hijo mío. Pero un hombre tiene que hablar de vez en cuando; si no, se vuelve loco.

  Ras estuvo examinando el lugar durante una hora más antes de acabar decidiendo que la única forma de encontrar al ángel, si es que era un ángel, sería por casualidad. Para aquel entonces ya estaba empezando a pensar que quizá ninguno de los dos fueran ángeles ni demonios. El cadáver había parecido tan humano y estaba tan muerto que no daba la impresión de conservar resto alguno de divinidad. Lo único que le hacía dudar era el no haber visto ninguna herida en el cadáver. Si hubiera tenido ocasión de examinarlo más atentamente Quizás hubiera encontrado alguna. Pero, ¿qué clase de arma era aquella que no dejaba señal alguna en su víctima?

  Por otra parte, si la criatura de los cabellos amarillos era un ángel, ¿por qué había permitido la muerte de su pájaro?

  Todo aquello resultaba muy enigmático, al igual que muchas otras cosas. Había respuestas para todas sus preguntas, pero eran tan diferentes, tan numerosas... Mariyam nunca contaba dos veces la misma historia; Yusufu siempre contaba la misma; todas las muchachas wantso contaban una misma historia pero ésta difería de la contada por sus padres...

  Y también estaba Gilluk, rey de los sharrikt, a quien había logrado sacar del poblado wantso, donde le habían hecho prisionero. Ras había tenido enjaulado a Gilluk en la selva durante seis meses mientras aprendía el lenguaje de los sharrikt, y luego le había interrogado. Las respuestas de Gilluk se parecían muy poco a las de todos los demás.

  Una carta de Dios a la luna

  Mientras los ojos de la mente estaban clavados en el pasado, los del cuerpo no perdían detalle del presente. Iba hacia el norte y vio algo blanco en la lejanía, hacia el noreste, y se acercó con cautela. De vez en cuando se paraba detrás de un árbol y escuchaba. Oía el chillido o el parloteo de los monos; y, al pasar por encima de él, un pájaro diminuto con la cabeza muy grande y un pico largo y recto soltó un
graznido. A medida que se iba acercando Ras se movía con mayor cautela, pero finalmente acabó convencido de que el ángel de los cabellos amarillos no estaba por allí. El objeto de color blanco era la flor bajo la cual había descendido del pájaro. Ahora había perdido su forma y colgaba de una rama, como si hubiera quedado seca y vacía. Ras trepó al árbol para poder tocarla y descubrió que estaba hecha con una especie de tela suave. Cuerdas de otro material desconocido colgaban de ella, y a las cuerdas había unidas tiras para sujetarse.

  Ras tiró de la flor muerta (o lo que fuese) y finalmente logró soltarla de la rama y la dobló sobre sí misma formando un fardo. Encontró un gran agujero en el tronco de un árbol muerto y la escondió dentro de él. Aunque tenía muchas ganas de llevársela a casa y examinarla más atentamente, ahora no quería verse estorbado por ella.

  Las huellas que partían del árbol no eran muy grandes y habían sido hechas por los mismos objetos que había visto cubriendo los pies del cadáver. Llevaban a uno de los muchos arroyos que había en esta zona; en la otra orilla ya no había huellas. Ras fue siguiendo el agua en zigzag durante varios kilómetros, yendo hacia el sureste, y después volvió hacia el sitio donde las huellas habían desaparecido en el arroyo y empezó a hacer lo mismo yendo en dirección noroeste.

  Su vientre gruñía de hambre, pero no quería perder tiempo cazando. Las plumas de sus flechas ya estaban secas y habría podido matar un mono en cualquier momento.

  No tenía tiempo de quitarle la piel y cocinarlo. Aunque prefería, cocinar sus alimentos, también habría podido comérselo crudo. Hubo una época en la que sus padres le animaron a comer carne cruda, aunque ellos nunca comían nada que no hubiera sido cocinado previamente; y cuando les preguntó por qué‚ le contestaron que debía aprender a disfrutar de la carne cruda. Así estaba escrito.

  Después de aquello, Ras se comió una gallina pintada cruda y se puso muy enfermo. La fiebre le hizo sudar y retorcerse y tuvo muchos sueños extraños y aterradores. Sus padres no se apartaron ni un instante de su lado, salvo cuando Yusufu tenía que cazar. Mariyam lloraba y le acunaba en sus brazos, aunque Ras ya era mayor que ella, y le decía cosas cariñosas y le llamaba su bebé precioso. Yusufu blasfemaba y juraba que iba a vengarse de alguien, pero cuando Ras le preguntó a quién se refería no le contestó. Cuando Ras se hubo recobrado, sus padres le pidieron que no comiese nunca más carne cruda. En la carne cruda había muchos venenos mortíferos y pequeñas criaturas letales. No tenía que volverla comerla nunca más. Pero ya era demasiado tarde para eso. Ras había descubierto que le gustaba. Aunque prefería la carne asada, algunas veces no tenía tiempo para prepararla si estaba solo, así que se dedicaba a morder la carne cruda que todavía conservaba el calor de la vida recién extinguida. O, como ahora, se detenía un instante para levantar una roca y masticar las blancas y ciegas criaturas sin patas que había bajo ella.

  El sol ya estaba hundiéndose hacia las montañas cuando Ras llegó a la conclusión de que el ángel se había alejado del arroyo sin dejar huellas. Para aquel entonces se encontraba bastante hacia el noroeste, en las escarpadas laderas de unas colinas cubiertas de una densa vegetación. Se encontró con un campamento de gorilas abandonado y oyó el apagado golpear de unas zarpas sobre un pecho inmenso.

  No intentó encontrar al grupo. Los gorilas de este lugar no querían tener nada que ver con Ras; si le veían llegar huían, aunque en alguna ocasión un macho decidía plantarle cara, intentando asustarle con gritos y gruñidos. El único grupo de gorilas que conocía a Ras y toleraba su presencia era el que se encontraba en las colinas situadas al este de su hogar, e incluso con ellos tenía que irse acercando muy despacio si llevaba un tiempo sin verles. Ese grupo le había conocido desde su infancia, cuando Yusufu lo llevó hasta ellos y se encargó de presentárselo.

  Más tarde, cuando Ras pudo hablar, le dijeron que Yusufu había pasado dos años enteros ocupado en aquel lento y cauteloso proceso de integración con ellos.

  ¿Por qué lo había hecho? Porque estaba escrito que así debería hacerlo, para que Ras pudiera jugar con los gorilas y convertirse en uno de ellos. ¿Y por qué se suponía qué debía hacer eso? Porque estaba escrito.

  En aquella época Ras no sabía nada sobre la escritura. Luego, cuando Yusufu le permitió entrar en la vieja cabaña de troncos que había junto al lago, Ras encontró los libros. Se dedicó a examinarlos, y lo que más le interesó fueron las imágenes. Bajo ellas había algo escrito, aunque luego supo que la palabra más adecuada era impreso. Yusufu insistió en que cuando fuera mayor debería intentar comprender lo que decían.

  Después de aquello Yusufu le hizo salir de la cabaña y cerró la puerta, y le dijo que cuando fuera mayor podría volver a echarle una mirada a los libros. Ras le había preguntado si los libros contenían ese «Está escrito». Yusufu le había dicho que no. Ese libro se encontraba en algún otro sitio. Luego agitó la mano en un gesto impreciso y dijo:

  —Ese libro está en manos de Igziyabher. Yo jamás he visto el Libro.

  Ras decidió pasar la noche en la jungla en vez de hacer los casi diez kilómetros que le separaban de su hogar. Por la mañana seguiría buscando y se pasaría todo el día registrando el terreno. Si al crepúsculo siguiente no había encontrado al ángel de los cabellos amarillos abandonaría la búsqueda. Estaba totalmente seguro de que si andaba por allí lo encontraría. Si no la encontraba sería porque le habían brotado alas y se había marchado volando.

  Buscó un sitio donde fuera posible construir un nido. Tendría que hallarse lo bastante alto para que, si un leopardo pretendía sorprenderle, hiciera el ruido suficiente y le despertase. Además, tenía que ser un sitio donde la unión de rama y tronco fuera lo bastante ancha para poder colocar una plataforma de ramas, hojas y lianas. La lluvia le mojaría y pasaría frío, pero Ras podía soportarlo.

  Encontró el sitio, construyó el nido y mató un mono cuando ya casi anochecía. Después de llevarlo a un kilómetro de su nido lo despellejó y le cortó la cabeza, las manos, los pies y la cola. Después le sacó las entrañas, asegurándose de que no desgarraba ningún órgano al hacerlo. Luego encendió una pequeña hoguera y colocó el mono encima de las llamas, atravesándolo con una rama verde. La carne aún sangraba. Los leopardos ya andaban al acecho y, aunque en circunstancias normales no era probable que le atacasen, el olor a sangre de mono podía resultar demasiado provocativo para ellos.

  Además, en los alrededores de la aldea wantso había leopardos devoradores de hombres. Era posible que anduvieran cazando por aquella zona, aunque no era demasiado probable. Los grandes gatos tenían sus territorios y rutas particulares, y los devoradores de hombres no solían acercarse por allí.

  Eran animales de costumbres, igual que los seres humanos, pero, como ocurría también con los seres humanos, no siempre se podía confiar en que siguieran sus costumbres.

  Ras comió rápidamente, arrancando grandes trozos de carne con los dientes, masticándolos unas cuantas veces y tragándolos luego con bastante ruido. Después volvió al nido, deteniéndose a cada pocos pasos para escuchar y observar los alrededores. En una ocasión algo se movió por entre las sombras y Ras se quedó totalmente inmóvil, con su lanza preparada. Un instante después la masa de oscuridad lanzó un gruñido al que siguió un chillido más débil. Era un cerdo del río con algunas crías.

  Ras se durmió rápidamente y soñó que había un leopardo moviéndose por debajo del árbol, incorporándose de vez en cuando para afilarse las garras en la corteza. El leopardo alzaba hacia él unos ojos amarillo verdosos tan salvajes y brillantes que daban la impresión de haber visto una vez a Dios y conservar aún algún recuerdo de esa gloria. El leopardo, manchas en fluido movimiento y una cola larga y gruesa, iba y venía, levantando la mirada hacia él y abriendo sus fauces para mostrar unos afilados dientes amarillos.

  Ras tembló de emoción ante la belleza de aquel animal.

  Una bestia de cuerpo ágil y suave, con manchas negras y el vientre cubierto de vello blanco. Lista para matar. La gloria de los cielos que ha venido para hacerte pedazos, para lamer tu carne y tu sa
ngre con esa lengua roja y rasposa.

  De repente el leopardo estuvo encima de él, en una rama, agazapándose antes de saltar. Ras levantó su lanza y la arrojó hacia aquel bostezo lleno de colmillos. La punta de pedernal atravesó la cabeza cubierta de manchas sin hacerle daño alguno y un instante después la bestia se encogió sobre sí misma, igual que hacen las sombras ante la luz, y su carne se esfumó. El cráneo del leopardo, suspendido en el aire, se convirtió en una calavera humana que le miraba sonriendo. Sus órbitas no estaban vacías; unos ojos azul claro le observaban desde ellas. ¿Dónde había visto esos ojos antes?

  No sabía dónde, pero verlos le irritaba. Alzó un puño (su lanza había desaparecido) y lo golpeó. La calavera se desvaneció, y Ras vio que en el suelo había los despojos de una cabra. Era la misma cabra que había visto unos cuantos días antes. Había estado medio oculta por un arbusto y un gran leopardo macho estaba agazapado sobre ella, devorando las entrañas que había sacado del vientre.

  La cabra se fue hinchando con los gases de la putrefacción mientras Ras la observaba. De su interior empezaron a brotar gusanos, y después salieron unas pequeñas criaturas que daban saltos. Las criaturas eran hombrecillos de color negro con cuatro patas de cocodrilo y las cabezas tan grandes como los cuerpos. Sus cabezas eran horribles; las bocas llegaban hasta la nuca y en ellas había muchas hileras de dientes, blancos y muy afilados.

  Las cabezas eran iguales a la cabeza de Guluba, el espíritu que trae la muerte entre los wantso.

  La calavera de ojos azules había vuelto.

  —De la muerte nace más vida—canturreó en el lenguaje de los wantso.

  Y las cabezas de aquellos hombrecitos que daban saltos también entonaron un cántico.

  —Y de la vida nace más muerte.

  Los hombrecillos se movieron, cubriendo a Ras; sus pequeñas patas estaban muy frías.

  Ras sabía que iban a devorarle y se levantó de un salto para quitárselos de encima.

  Ahora estaba despierto, y el sueño se escapaba de él igual que el agua cuando salía del lago después de haber nadado. Pero las muchas patitas frías no eran ningún sueño. Rodeándole por todas partes, encima de él, debajo, cubriéndole el cuerpo... Centenares de ranas arborícolas. Un río de carne que se derramaba sobre el árbol, sobre su nido, sobre Ras.

 

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