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Lord Tyger

Page 10

by Farmer, Phillip Jose


  —¿Y cómo sabes tú que Igziyabher me tiene reservada una mujer blanca?—gritó Ras—. ¿Acaso se dedica a contarte Sus secretos al oído?

  Mariyam, con su moreno rostro de águila levantado hacia él, se aferraba tenazmente a su pierna.

  —¡Confía en mí, hijo! ¡Lo sé!

  —¿Cómo has llegado a saberlo? ¿Cuándo has hablado con Él?

  Las lágrimas corrían por las mejillas de Mariyam.

  —¡Créeme, hijo mío lo sé!—le dijo.

  —¡Suéltame, madre! ¡Saldré fuera, donde Él pueda verme, y Le desafiaré a que me fulmine con su rayo! ¡No he sido malo! Igziyabher es maligno, porque quiere matarme por hacer lo que Él mismo me ha obligado a hacer.

  Mariyam chilló, soltándole el muslo, y dio un paso hacia atrás, tapándose las orejas con las manos.

  —¡No pienso escuchar tales palabras! ¡Te matará!

  Yusufu tomó un largo trago de un odre hecho con piel de cabra. Después se limpió los labios y gruñó:

  —Deja que ese bobo salga fuera y que le caiga un rayo, Mariyam. No será culpa tuya.

  Tomó otro trago de vino, se limpió los labios con el dorso de la mano, eructó y dijo:

  —Y si Ras acaba consiguiendo que le maten, tampoco ser culpa de Igziyabher. No ser nada más que un accidente causado por su estupidez.

  —¡Cierra la boca, tú...!—gritó Mariyam, pero Ras no oyó el resto de lo que dijo pues ya había salido corriendo de la casa. Corrió y corrió hacia las colinas, azotado por la lluvia y el viento, resbalando muchas veces sobre la hierba húmeda o sobre el fango, a punto de caerse. Los frecuentes estallidos del rayo le permitían ver hacia dónde iba y esquivar la mayor parte de obstáculos, los arbustos, los troncos caídos y el arroyo. Subió corriendo por la colina, ascendiendo la pendiente que llevaba hacia la jungla, donde vivían los gorilas.

  —¡Mátame, gran hiena de ahí arriba!—gritó, mientras agitaba el puño—. ¡Arroja tus cuchillos de fuego; déjame ver si eres capaz de atravesarme con tu muerte al rojo blanco!

  Subió y subió, teniendo que ir ahora algo más despacio por lo empinado de la cuesta y lo resbaladizo que estaba el suelo. En varias ocasiones se cayó de rodillas o de bruces, pero siempre volvió a levantarse para seguir avanzando.

  —¡No me das miedo! ¡Mariyam, mi madre, ha intentado conseguir que tenga miedo de ti! ¡Pero yo no me asusto! ¿Madre, he dicho? ¡Esa pequeña cosa marrón y deforme no es mi madre! ¡Mintió cuando me dijo que era una mona y mintió cuando me dijo que era mi madre!

  »¿Cómo es posible que alguien como yo haya salido de ella? ¡No soy su hijo!

  Se detuvo para alzar las manos hacia el cielo, más en un gesto de pregunta que en un desafío.

  —Entonces, ¿de quién soy hijo?

  Lo que ocurrió a continuación fue muy extraño. Tendría que haber sido fulminado al instante, perdiendo el conocimiento, sin tener ni la más mínima idea de qué le había golpeado.

  Pero después pudo jurar que no todo se había vuelto negro y hueco, No, al menos, durante una fracción de segundo.

  El mundo se llenó de luz. Estaba en el corazón del fuego. Los brazos que tenía levantados hacia el cielo se llenaron de luz. Pudo ver a través de su piel, hasta los huesos. Era un esqueleto cubierto por la carne del fuego. El rayo le envolvió, bajando por el tronco que había a su derecha, ondulando por el suelo, deslizándose en un agujero de la tierra igual que si fuera una serpiente.

  Dentro de su cuerpo, en alguna parte, había un pequeño globo de fuego, el ascua del rayo. El globo se expandió y Ras pudo ver dentro de su resplandor aquella parte del mundo que mejor recordaba. Pero era muy pequeña, minúscula. Como si el mundo hubiera sido recreado dentro de su cabeza. Allí, tres hebras: las cataratas. Un manchón azul: el lago. Alzándose del lago, igual que el brazo de un gigante negro extendido al caer por última vez, la columna. La vieja cabaña, junto a la orilla del lago. Bailando a su alrededor, siete negras figurillas desnudas.

  Tenían que ser Mariyam, Yusufu, Abdul, Ibrahimu, Sara, Yohannis y Kokeb. Recordaba bien a Kokeb, pero de los demás se acordaba muy poco, salvo de sus padres, naturalmente. En ese instante volvieron a su mente muchas cosas sobre ellos.

  Abdul había muerto de neumonía. Sara había sido asesinada por Ibrahimu, que luego se había cortado el cuello. Yohannis se había ahogado en el lago. Kokeb había desaparecido cuando Ras tenía nueve años. Suponían que un leopardo se lo había llevado.

  Ahora estaban bailando alrededor del claro que había dentro de Ras, saltando haciendo piruetas, corriendo a cuatro patas como los monos que les habían dicho que eran.

  ¡Bailad, monitos negros, bailad!

  Ras se vio a sí mismo, un niño pequeño, con el sol haciendo brillar su blanca piel. Estaba arrojando cuchillos, hora tras hora. Disparaba flechas, daba saltos mortales en el aire, caminaba sobre la cuerda floja, tragaba fuego, hacía todos los trucos que los hombrecillos y las mujercitas sabían hacer tan bien, aquellos trucos que insistían en que Ras debía conocer igual que ellos. El globo de fuego empezó a crecer todavía más aprisa. Ahora veía al grupo de gorilas con los que habían vivido algunas veces él, sus padres y Kokeb. Ahora estaba trepando por los árboles, yendo velozmente por las ramas, saltando igual que un gorila joven y en esto era mejor que sus velludos profesores de largos brazos, ágil, seguro de sí mismo, intrépido. Y el ser superior en eso le hacía sentirse feliz.

  Durante largo tiempo había estado convencido de que era un gorila distinto a todos, un fenómeno sin vello, con una cara extraña, débil e inferior en todo lo que no fuera correr por los árboles. ¡Y, por supuesto, el ser mucho más inteligente!

  La bola de fuego salió de él para lanzarse a su encuentro. Era un gran corazón blanco latiendo a través de la negrura de la carne. Su luz expulsó las sombras que había en su interior y las que le rodeaban.

  El gran Pájaro se alzó del pilar, chillando y graznando. Dios, Igziyabher, estaba sentado en su lomo. Dios era un hombre blanco, y por eso se parecía mucho a Ras. Pero su rostro, cuando se acercó estaba borroso y cambiaba continuamente de forma.

  Entonces dos rostros aparecieron flotando junto al de Igziyabher. Uno era el de un joven blanco con la misma cara que Ras. El otro era una joven blanca que tenía la cara de Ras. Al verles recordó que había soñado en esas caras cuando era mucho más joven.

  Al despertar sólo podía mover los párpados. Estaba amaneciendo, el cielo ya se había vuelto azul en lo alto y de un rojo amarillento allá donde tocaba el horizonte. Ras estaba tendido de espaldas en la pendiente y debía haberse dado la vuelta antes de caer, porque ahora estaba mirando hacia abajo. El agua goteaba de la rama que tenía encima y caía a unos centímetros de su cabeza. Un pájaro de color amarillo con plumas escarlata en la cola pasó sobre su cuerpo. Un animal gruñó cerca de él. Tenía frío, pero no podía sentir nada que estuviera fuera de su piel. El frío venía de su interior. La bola de fuego se había convertido en una piedra fría y pesada y ahora iba rodando por el surco de su cuerpo.

  Intentó luchar, liberarse de las cadenas de su mismo ser, pero no podía moverse. Tuvo miedo, pero después de un rato empezó a sentir ira. El frío de su interior se convirtió en calor. ¿Quién le había hecho esto? ¿Igziyabher?

  —¡No tienes derecho a hacerme esto!—gritó en silencio—. ¿Qué te he hecho? ¡Nada! ¡Oh, si pudiera ponerte las manos encima...! ¡Te..!

  Su furia se convirtió en un pequeño puño caliente. Ras se alimentó de ese calor mientras estudiaba su situación tan bien como le era posible. Moviendo los ojos podía ver la cima del pilar asomando sobre los árboles, y también podía ver una parte de la colina y el terreno que había más allá, el que no estaba tapado por los árboles y el bambú.

  Nada se movía, salvo las hojas. Ras tenía la esperanza de que no vería moverse nada más. A menos que fueran sus padres, buscándole. Pero, ¿por qué iban a buscarle? Ras se iba de casa cada vez que le venia en gana y volvía cuando lo deseaba. Pensarían que se había marchado a una de sus aventuras de costumbre o quizá creyeran que estaba castigándoles
manteniéndose lejos de la casa.

  Pero también era posible que estuvieran preocupados por los rayos y empezasen a buscarle.

  Algo gruñó cerca de él y, aunque todo su interior se estremeció, por fuera Ras siguió tan tranquilo e inmóvil como una roca. ¿Qué era lo que había oído? ¿Un cerdo? Esperaba que no, aunque si seguía mucho tiempo aquí no importaría demasiado. El chacal, el leopardo

  o las hormigas no tardarían en aparecer.

  Una sombra cayó sobre él, seguida inmediatamente por un pájaro de patas muy largas que tendría unos ochenta centímetros de altura con las alas negras y una cola bastante caída de color blanco. Su cuello era largo y no tenía plumas en la cabeza; su pico era largo y afilado. Apestaba a excrementos y a carne que llevaba mucho tiempo muerta; se movía como si se considerase lo más importante del mundo.

  Y que se pavoneara de ese modo no resultaba incongruente. Los devoradores de carroña eran muy importantes.

  —Oh, marabú—dijo Ras en silencio—. ¡Todavía no soy carroña! Pero si no aparece pronto alguien que me ame, seré carroña.

  ¡Oh, Dios!, pensó. ¡Estoy enterrado en mi propia carne!

  Sintió deseos de gritar. Si pudiera hacerlo, quizá eso asustara al marabú durante un rato. Sólo durante unos minutos. Después volvería. Aquellos ojos muertos, muertos de haber visto tanta muerte, volverían pronto a clavarse en sus propios ojos desde lo alto de aquel pico largo y afilado. El pico bajaría igual que un cuchillo y le arrancaría un ojo a Ras.

  Con el otro ojo podría ver alzarse la gran cabeza al final del largo cuello, y el pico se inclinaría hacia arriba para que el marabú pudiera tragar. Después, los ojos muertos le mirarían, y luego examinarían rápidamente los alrededores, pues también el marabú tenía enemigos. Luego, un golpe rápido como el rayo, y el pico parecido a un cuchillo sería lo último que viera en este mundo. Pero no sería lo último que sintiera.

  El marabú lanzó un graznido gutural y se alejó con paso tambaleante, las alas a medio desplegar. Otra sombra cayó sobre el rostro de Ras. Quien proyectaba esa negrura tenía el rostro negro. Su nariz consistía en dos enormes fosas nasales parecidas a dos ojos ciegos. Las mandíbulas se proyectaban del rostro y los labios abiertos revelaban unos grandes caninos amarillos. Bajo el promontorio de hueso cubierto por un áspero vello había dos grandes ojos rojizos.

  —¡Nigus!—intentó decir Ras—. ¡Nigus! ¡Ayúdame!

  Nigus, emperador en amárico, era el nombre que Ras le daba al gorila. El monstruo de doscientos kilos era ahora el jefe del pequeño grupo de gorilas, pero ocho años antes había sido el compañero de juegos de Ras. Entonces era mucho más pequeño y siempre estaba de buen humor. Ras solía luchar con él durante todo el día, y le perseguía o era perseguido por Nigus. Pero un día Ras, que le había tendido una emboscada, se lanzó sobre Nigus rugiendo igual que un leopardo, y se quedó asombrado al ver que Nigus le plantaba cara en vez de gritar y salir huyendo. Una gran cicatriz en el hombro de Ras mostraría para siempre hasta qué profundidad era capaz de morder un gorila asustado.

  Nigus gruñó y se inclinó sobre Ras para mirarle a los ojos. En su aliento se notaba el agradable color de los brotes de bambú. Pasó un inmenso y arrugado pulgar negro sobre los ojos de Ras, apretándolos un poco, y después le meció hacia atrás y hacia delante igual que si Ras fuera un tronco.

  —¡Haz algo!—intentó gritar Ras—. ¡Trae a Yusufu y a Mariyam!

  Pero sabía que, aunque le fuera posible expresar en voz alta su desesperación, no conseguiría hacer que Nigus le comprendiera. E incluso, aunque pudiera entenderle, lo más probable era que no hubiera ido en busca de ayuda. Ahora Nigus se limitaba a tolerar la presencia de Ras, y eso era todo.

  ¡Masa desagradecida de vello sin cerebro!, pensó Ras. ¡Hace sólo dos años que te salvé de un leopardo! Le asusté e hice que se marchara. De no ser por mí te habría convertido en un montón de huesos dispersos bajo un árbol. ¡Ayúdame!

  Nigus lanzó un gemido, y Ras se preguntó si estaría llorando su muerte o si, sencillamente, estaría sorprendido ante el misterio de la muerte. De ser así, no parecía demasiado inquieto. Un instante después la cabeza de Nigus se apartó de su campo visual, y Ras oyó el sonido de sus labios y el vigoroso masticar de sus mandíbulas.

  Otros sonidos le dijeron a Ras que había más de un gorila cerca. Gruñidos ahogados, un eructo, ruidos de masticación y, en una ocasión, el golpear de unas manos sobre un gran pecho.

  Después oyó un ladrido que le hizo estremecer.

  Esperó, porque no podía hacer nada más. Los chacales caerían sobre él en unos instantes. La presencia de los gorilas no les asustaría. Había visto chacales correr hacia la presa de un leopardo a espaldas de éste para arrancar un pedazo de carne y escapar luego allí donde sus garras y fauces no podían alcanzarles. No eran cobardes; sabían lo que querían, y siempre iban detrás de ello.

  De repente otro rostro apareció encima del suyo, y sintió la presión de dos patas. Una cabeza de color marrón y un hocico afilado estaba mirándole, la lengua asomando por un lado de la boca. Dos ojos negros y brillantes se clavaron en los suyos, y Ras pudo oler el penetrante hedor emanado por la glándula que se encontraba allí donde nacía el rabo del chacal.

  Ras deseó que le fuera posible gritar. Si pudiera gritar y expresar su desesperación se encontraría mejor, aunque sólo fuese por unos instantes.

  En aquel momento, y la idea le pareció carecer de toda importancia, se dio cuenta de que podía sentir las patas del chacal. Estaba recuperando parte de su sensibilidad.

  Un rugido. El suelo tembló bajo él. El rostro del chacal desapareció con un agudo chillido; una cola peluda se agitó sobre su rostro cuando el chacal giró sobre sí mismo y salió corriendo.

  ¿Un leopardo? No, el rugido había sido demasiado grave, a no ser que se tratara de un leopardo mucho más grande de lo normal.

  Fuera lo que fuese, no sólo había asustado a los chacales, sino también a los gorilas. Ahora estaban chillando, y las cañas de bambú se partían bajo su veloz huida. El inmenso cuerpo rojizo de Nigus pasó como un rayo por encima de Ras.

  ¡Janhoy!, pensó. Otro rostro apareció sobre él. Estaba coronado por una revuelta masa de vello marrón amarillento en la que había enredados espinos y hojas. Bajo la melena había dos grandes orejas, un par de enormes ojos dorados y una nariz bulbosa. Y los dientes más grandes y afilados de todo el mundo.

  —¡Janhoy! —intentó decir Ras. Las lágrimas corrieron por su mejilla, e incluso en el éxtasis del alivio se dio cuenta de que podía sentirlas. Un instante después el león puso sus dos patas delanteras sobre el pecho de Ras, y el gran peso de su cuerpo le dejó sin aliento.

  Ras tenía la garganta llena de palabras que pugnaban por salir de ella.

  —¡Janhoy! ¡Ve a casa! ¡Trae a mis padres!

  El animal gimió y le lamió la cara, y Ras casi lamentó ser capaz de sentirlo. La lengua era áspera e hiriente; si Janhoy seguía lamiéndole, su lengua no tardaría en arrancarle la piel del rostro.

  Un tremendo ronroneo hizo vibrar el cuerpo de Janhoy y se transmitió al de Ras.

  ¡No te alegres tanto, idiota!, pensó Ras. ¡Haz algo! ¡Oh, gato sin cerebro, estúpido narizotas!

  Pero en su ira también había felicidad. Al menos ahora no habría ningún animal que fuera a devorarle, no mientras Janhoy siguiera con él. Pero, ¿cuánto tiempo se quedaría aquí?

  El león frotó su gran cabeza contra el cuerpo de Ras. Dejó de ronronear, se irguió y alargó una pata para sacudir a Ras, lanzando un gemido. Al no conseguir respuesta por su parte, empezó a lamerle el pecho.

  Está intentando sacarme de mi propio cuerpo, pensó Ras. Sigue, Janhoy, y pronto seré capaz de liberarme de mi carne y mis huesos. Ir‚ a ese sitio que se encuentra al otro lado del cielo, ese sitio del que tanto habla Mariyam. ¡Y tú, mi hermoso, enorme y estúpido león, te quedarás aquí abajo sin nadie que cuide de ti porque intentaste devolverme la vida a lametones pero en vez de eso lo que conseguiste fue dejarme sin piel y sin carne!

  Janhoy e
mpezó a rugir. Entre rugido y rugido miraba hacia abajo, como irritado al ver que Ras no se despertaba. La piel que rodeaba la negra bola de su nariz empezó a cubrirse de arrugas.

  —¡Ruge! —se dijo Ras a sí mismo—. ¡Ruge hasta que el mundo entero tiemble de miedo ante ti!

  Y se imaginó la potente voz de Janhoy volando por encima del mundo. Era un león hecho de sombras, oro pálido, con grandes dientes y garras, v se iba haciendo cada vez más y más grande. Estaba oscureciendo el mundo que había entre los riscos y cada ser viviente temblaba de miedo. Salvo Mariyam y Yusufu, naturalmente, que vendrían corriendo a buscarle.

  Oyó unos gritos. Janhoy rugió en respuesta, pero se calló al acercarse los dos seres humanos. El arrugado y moreno rostro de Mariyam apareció sobre Ras, y sus lágrimas cayeron para mezclarse con las suyas.

  —¡Oh, hijo, creímos que estabas muerto!

  Pasaron tres días antes de que Ras pudiera mover las piernas y los brazos y doblar los dedos para que fueran capaces de sostener algo. Después de haber salido tambaleándose de la casa para respirar el aire limpio y dulce y ver de nuevo el azul del cielo, dijo:

  —Qué débil estoy después de haber vuelto de la tierra de los muertos. No hay fuerza alguna en la Tierra de los Fantasmas, madre.

  —¿Es cierto que has estado en el Cielo?—quiso saber ella. Tenía los ojos muy abiertos.

  Ras se rió y dijo:

  —Si ‚se era el cielo del que hablas, madre, entonces prefiero tu infierno.

  —Cierto, lo que viste era el Infierno, no el Cielo. De lo contrario no hablarías en ese tono burlón y no blasfemarías.

  —El chico estaba cagado de miedo—gruñó Yusufu—. O lo habría estado si no se le hubieran paralizado hasta las entrañas.

  Ras no les escuchaba. Estaba tocándose la quemadura del rayo. Su anchura era como la de su dedo meñique y empezaba justo bajo el cabello de su sien derecha, siguiendo la línea del pelo como la orilla sigue el límite del lago, bajando en línea recta por su mejilla izquierda y su cuello, torciendo en ángulo para cruzar su pecho y zigzagueando por sus costillas izquierdas, ondulando a través de su vientre y lanzándose hacia su vello púbico para reaparecer bajo la parte interior del muslo, dando vueltas por éste y torciendo a la derecha para aparecer bajo su rodilla, bajando luego en línea recta por su pierna, trazando un círculo bajo el hueso del tobillo y terminando en su talón izquierdo.

 

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