—¿No tienes miedo de que los leopardos maten a Janhoy?—le preguntó Eeva en varias ocasiones.
—Puede cuidar de sí mismo —dijo Ras—. Al menos, más le valdrá hacerlo. No puedo pasarme la noche despierto para dispararle flechas a los leopardos.
—¿No estás preocupado por él?
—Yusufu decía que Janhoy era el rey de los animales. Claro que si una cantidad suficiente de leopardos se aliaran contra él...
Ras empezó a bajar del árbol.
—¿Adónde vas?—quiso saber ella.
—A matar unos cuantos leopardos—dijo Ras—. Eso hará que los demás se marchen o los mantendré ocupados comiéndose a los muertos y así no molestarán a Janhoy.
—¡Pero pueden matarte!
—Es cierto.
—Por favor, no vayas.
Ras volvió a trepar hasta la plataforma y se tumbó en ella.
—Quieres tenerme, pero sólo quieres tener una parte de mí—le dijo.
—¡No tenías intención de marcharte!—exclamó ella—. Sólo amenazaste con hacerlo para que yo...
No llegó a completar la frase.
—Piensa en cómo te sentirías si te dejara—le dijo Ras.
Eeva siguió en silencio. Ras esperó durante un rato y después‚ sintiéndose repentinamente cansado, se quedó dormido.
Cuando amaneció se fueron mientras Janhoy seguía durmiendo. Ras se despidió de él en silencio y se alejó, dejando al león detrás de un arbusto, tendido de espaldas con las patas medio levantadas hacia arriba, su vientre un sólido bulto bien repleto de comida. Ras volvió a sentirse culpable, aunque se aseguró a sí mismo que Janhoy no moriría de hambre. Aquí había suficientes hipopótamos, búfalos de agua y cerdos del río como para que comiera a su gusto, y, si no tenía más remedio, siempre podía perseguir y matar a los cocodrilos o incluso a los leopardos.
Desató la cuerda del arbusto y empujó la balsa, apartándola de la orilla y del pequeño montículo sobre el que la había varado antes de asar la carne del hipopótamo. Después tomó asiento en el centro de la balsa y dejó que Eeva se encargara de manejar la pértiga. Ella le miró con expresión interrogativa pero no dijo nada. El sol empezó a subir por el cielo, caldeando la atmósfera y dándole verdor a los árboles. El agua estaba algo marrón a causa del barro que empezaba a subir del fondo del río.
Ras estaba encorvado sobre sí mismo y sólo alzaba la mirada cuando algún cuervo pasaba velozmente sobre su cabeza, igual que alguna idea triste. Sacó la flauta de la bolsa y tocó una canción dulce pero melancólica que había compuesto durante su adolescencia, cuando era presa de ocasionales ataques de tristeza que caían sobre él como la sombra de una nube huidiza. Las orillas del río pasaban junto a ellos, mientras Eeva usaba de vez en cuando la pértiga para impedir que la balsa encallara. Pasado un tiempo, Ras dejó de tocar la flauta.
—El río serpentea a través del valle igual que si estuviera loco —dijo Eeva—. El valle no debe tener más de cincuenta kilómetros de largo, pero el río como mínimo tiene noventa.
—Es igual que una serpiente buscando a su pareja en la estación del celo —dijo Ras. No parecía haber comprendido del todo las palabras de ella. Pasaron más minutos de silencio. Ras empezó a golpear los troncos de la balsa con la palma de su mano derecha. Dos golpes flojos y después uno fuerte. Otros dos golpes flojos y uno fuerte. Una pausa, y después volvió a empezar—. Algunas veces me siento muy bien —dijo, mientras seguía golpeando los troncos—. Algunas veces me siento mal. Entonces cojo un pedazo de madera y tallo una figura para mostrar cómo me siento. Ahora no tengo madera. Pero la flauta puede tallar una figura de música para mí. Y algunas veces puedo tallar una figura usando palabras.
Se humedeció los labios y empezó a cantar, golpeando los troncos:
Blanco es el cráneo entre el verdor,
verde es la hierba en la blancura.
Blanco es su fantasma en la luz,
claro como su voz en el azul,
el azul de la pena en la negrura
la negrura del dolor en la noche
la noche de los gusanos en el rojo
el rojo de la carne sobre el blanco.
Blanco es el cráneo entre el verdor
verde es la hierba en la blancura.
Su palma iba golpeando la madera: ¡Doom! do do ¡DOOM! do do ¡DOOM!
Cuando paró, los dos guardaron silencio durante un rato. Las orillas del río pasaban junto a ellos, oscilando, curvándose y retorciéndose. Un martín pescador de brillantes colores, rojo, verde y blanco, pasó sobre ellos, tan veloz como la exclamación de un dios que hablara en pájaros.
—¿Es tuyo ese poema?—dijo por fin Eeva—. ¿Se te ha ocurrido a ti solo?
—Se me acaba de ocurrir—dijo Ras—. Prefiero hacer mis poemas en amárico, porque lo conozco mejor, pero si lo hubiera hecho en esa lengua no lo habrías entendido. Necesito a alguien que me escuche y que pueda escucharme con el corazón.
Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Alzó los ojos hacia Eeva y vio que también ella estaba llorando.
—Lloras por tu esposo.
—Y también por mí—dijo ella—. No sé cómo salir de esta trampa. Por lo que pude ver cuando estábamos volando, el río entra en las montañas al final de éstas y debe seguir así durante muchos, muchos kilómetros antes de salir de nuevo por el otro extremo.
—No te comprendo—dijo Ras—. Explícate.
La escuchó y, de vez en cuando, tuvo que interrumpirla para preguntarle algo sobre lo que necesitaba una aclaración. Incluso después de recibir sus respuestas hubo algunas cosas que le resultó imposible creer.
—Si hubiera sido criada en este valle y siempre hubiera pensado que era el mundo entero—dijo ella—, que el cielo era una cúpula de piedra azul y que Dios vivía al final del río, en los confines del mundo, y que todas las otras cosas que me has contado eran ciertas..., bueno, yo tampoco lo comprendería. En cuanto a ti, no sé cómo llegaste hasta aquí o por qué‚ razón. Pero sí puedo decirte que estoy asombrada. Y, cuando ese helicóptero nos atacó, me llevé un susto tremendo.
—¿El Pájaro de Dios no es más que una... máquina? ¿Una canoa que vuela? ¿Y tú no eres ni un ángel ni un demonio?
—No me crees—dijo ella—. Sientes lo mismo que sentiría yo si alguien me dijera que este universo era una ilusión, algo hecho con telones y cartón piedra.
—¿Universo? ¿Ilusión? ¿Telones? ¿Cartón piedra?
Eeva tuvo ciertos problemas para definir todos aquellos conceptos.
—Los Pájaros..., los helicópteros... ¿Los viste? Me gustaría subir hasta allí arriba y ver su nido. Pero Mariyam me dijo que Igziyabher vivía al final del río.
Se calló. Si tan sólo una pequeña parte de cuanto le había contado Eeva era cierto, entonces Mariyam había mentido mucho más de lo que Ras nunca hubiera llegado a sospechar.
Eeva le preguntó quién era Igziyabher. Ras se lo explicó y luego dijo:
—¿Viste a Igziyabher cuando pasaste sobre las montañas?
Eeva meneó la cabeza y dijo:
—No. Nadie ha visto nunca a Dios.
—Es mi padre—dijo Ras.
—¿Quién te contó eso?—preguntó Eeva.
—Mi madre. Y supongo que ella debía saberlo.
—Realmente, no se me ocurre por dónde empezar tu educación... —dijo ella—. Eres único. Creo que te han hecho algo..., algo horrible. Creo que esos papeles, lo que tú llamas Cartas de Dios..., creo que pertenecían a un libro que esa... esa persona..., estaba escribiendo. Explicaba Cuál era su..., ¿qué‚ paiabra es la más adecuada? ¿Experimento? ¿Proyecto?
—¿Trayecto?
—Proyecto—dijo ella, pronunciando la palabra despacio y con mucho cuidado.
Ras no comprendió la palabra ninguna de las dos veces. Una vez más, Eeva se embarcó en un aparentemente interminable laberinto de explicaciones, explicaciones que a su vez requerían más explicaciones.
Ras también fue descubriendo algunos hechos sobre ella. Era una suomailinen o, en in
glés, una finlandesa. Había nacido en la ciudad de Helsinki, donde había pasado la mayor parte de su vida. Su madre era descendiente de suecos y de religión luterana. Su padre procedía de una familia judía que había emigrado de Alemania hacía doscientos años. El padre de su padre se había convertido al credo de Swedenborg, pero su padre era ateo y Eeva también lo era. Se había doctorado en antropología por la Universidad de Estocolmo, en Suecia.
Hizo falta una hora entera para aclararle a Ras el significado de aquellas pocas frases. Ras tenía que conocer la definición de cada palabra que no le resultaba familiar, y las definiciones hacían que ambos se perdieran en nuevos laberintos. El sol acabó quemando el último retazo de azul y dejó entrar a la oscuridad. Fueron hacia la orilla y encontraron un lugar donde había un risco que sobresalía para protegerles las espaldas y donde podían encender un fuego. Ras mató un mono y lo asó tan bien como pudo para Eeva, a quien le había repugnado el brazo sin cocer que le ofreció en primer lugar. Pese a ello, Eeva le preguntó si era necesario que encendieran una hoguera. ¿No era posible que Bigagi anduviera por los alrededores?
Ras dijo que lo dudaba mucho. Ahora estaría tan lejos de la muerte que había traído el Pájaro como le fuera posible, por no mencionar (aunque Ras no lo hizo) el hecho de que Bigagi también estaría asustado de Ras y querría poner tanta distancia como pudiese entre Ras y su persona. Además, los wantso jamás abandonaban sus refugios nocturnos salvo en la peor de las emergencias.
—Entonces, ¿un antropólogo es alguien que estudia a la gente? —preguntó Ras—. Debo ser un antropólogo. Estudié a mis padres, y a los wantso, y a Gilluk, rey de los sharrikt.
—No lo hiciste de forma científica—señaló Eeva—. Aunque, con los métodos que utilizaste, probablemente te sería posible describir a los wantso de forma más profunda que cualquier antropólogo.
Eeva reanudó su historia. Había vivido en Suecia durante la guerra porque los alemanes habían venido a Finlandia para ayudar a combatir contra los rusos. Aunque los finlandeses no estaban de acuerdo con el antisemitismo, y no permitieron que los alemanes impusieran esa teoría mientras se hallaban en Finlandia, su padre había enviado a Eeva y a su madre a Suecia. Su padre murió cuando estaba luchando junto a los alemanes.
Eeva dijo que aquello resultaba irónico un término que debió explicar), pero su padre había amado a su país y había odiado a los rusos tanto como a los alemanes, pues sabía que los rusos, pese a su política oficial, practicaban también activamente el antisemitismo.
Una breve relación
Al oír todas aquellas palabras y explicaciones nuevas, Ras tuvo la misma sensación como si su cabeza fuera el interior de una colonia de termitas atacada por un oso hormiguero. Las ideas corrían de un lado para otro, chocaban y caían, agitando al unísono sus seis patas, golpeándose contra su cráneo, mordiéndole.
—Estás enfadado—dijo ella—. ¿Por qué?
—No lo sé. Pero lo que me cuentas hace que me enfade. Me siento igual que si..., igual que si alguien estuviera a punto de atacarme con un cuchillo. O como si estuviera intentando quitarme algo.
—¡Así que se trata de eso! ¡No te gusta oír lo que te cuento! ¡Te amenaza! ¡Hace que cuanto creías resulte ser una mentira! ¿Quieres que me calle?
—Habla—dijo él con expresión ceñuda.
Su esposo también había sido antropólogo. Le había conocido en la universidad donde él estudiaba. Se casaron después de volver a Helsinki. Enseñaron en la Universidad de Helsinki, y también en Munich. Habían hecho un viaje de campo a la cuenca del Amazonas, así como varios viajes al Africa, y esta última expedición la financiaba una beca norteamericana.
La existencia de este valle era conocida desde hacía bastante tiempo. Una expedición norteamericana anterior había tenido intención de entrar en él usando un aeroplano anfibio. Pero el aeroplano se había estrellado poco después de su despegue, y todos los que viajaban en él habían muerto.
—No hubo ninguna explicación sobre cuál había sido la causa del accidente. Dudo que lo fuera. Nos costó muchísimo conseguir que las autoridades nos dieran permiso para venir hasta aquí. Fue tan difícil que estábamos seguros de que alguien intentaba detenernos. Mika sospechaba que las autoridades estaban siendo sobornadas, pero no podía probarlo. Cuando empezó a investigar el asunto, de repente nos concedieron el permiso. Pero ése no fue el final de nuestros problemas. Mi esposo tuvo que vérselas con un nativo que intentaba prenderle fuego a nuestro avión la noche antes de que partiéramos hacia aquí. Y, después, el ataque por parte del helicóptero... Alguien no quería que estuviéramos aquí. Creo que se trata de la misma persona que escribió lo que tú llamas las Cartas de Dios. Alguien que está jugando a ser Dios...
—Si me estás contando la verdad... —dijo Ras, hablando muy despacio—. Has dicho que este... ¿valle? Has dicho que este valle era conocido desde hacía cierto tiempo. ¿Qué significa eso?
—Oh, algunos aviones de líneas comerciales que se desviaron de su curso informaron sobre él, y en una ocasión fue cruzado por un avión militar.
—¿Por qué no los he visto?
—Porque volaban muy alto. ¿Has visto alguna vez cómo aparecían en el cielo, muy arriba, varias nubes largas y delgadas, y cómo se esfumaban después de haber estado allí durante unos cuantos minutos?
Ras negó con la cabeza.
—Pues entonces no estabas allí cuando pasaron. Pero si alguna vez ves nubes como esas, debes saber que son los gases de escape de un reactor.
Aquellas palabras llevaron a nuevas explicaciones. Finalmente, Ras lanzó un suspiro y dijo:
—Creo que deberíamos irnos a dormir.
Estaba tan nervioso y preocupado que abandonó su idea anterior de pedirle que se acostara con él. Eeva parecía soñolienta, pero no quería dejar de hablar.
—Los helicópteros vienen de la cima de esa columna que hay en el lago. Me has dicho que no se puede trepar por ella, ¿verdad?
—He dicho que todavía no he sido capaz de hacerlo.
—¿Tienes intención de volver a intentarlo, quizá de noche, cuando no puedan verte?
—De noche resultar mucho más difícil. Pero lo haré. Más adelante. Primero quiero matar a Bigagi y luego quiero encontrar a Igziyabher. Él puede responder a mis preguntas.
—No existe ningún Igziyabher, ni al final de este valle ni en el gran mundo que hay fuera de él. No está en ninguna parte.
—Ya lo veré.
Ras se puso en pie.
—Creo que voy a recoger unos cuantos arbustos más. Bigagi no me preocupa, pero por esta zona hay leopardos.
Eeva estaba ya dormida cuando Ras acabó de recoger los arbustos y arrojó unas cuantas ramas bien gruesas a la hoguera. Ras volvió a desearla. La inquietud causada por su historia y la pena que sentía al pensar en sus padres y en Wilida le habían deprimido, pero ahora ya no estaba inquieto, y los fantasmas de Wilida, Mariyam y Yusufu se estaban desvaneciendo: aunque sólo fuera por esta vez, podía pensar en ellos sin sentir lo mismo que si un cuchillo muy agudo se estuviera clavando en su pecho.
Eeva, como si le hubiera leído la mente, se despertó con un jadeo ahogado y le miró con unas pupilas de las que el sopor desapareció rápidamente.
—No pienses en mí, Ras—le dijo—. No quiero pegarte un tiro.
—¿Por qué no quieres acostarte conmigo?
—Porque mi esposo lleva muerto poco tiempo y aún no he superado el dolor de esa muerte. Cierto, no nos llevábamos demasiado bien; estuvimos bastante tiempo a punto de divorciarnos. Parte de la razón para eso es que él era... No era fértil. Tenía la sensación de que no era un hombre completo. Yo le dije que podíamos adoptar niños, bien sabe Dios que hay montones de ellos que necesitan padres, pero él dijo que no. O teníamos hijos suyos o no tendríamos hijos. Y..., había otras cosas.
»Pero, incluso si no fuera así, incluso si no tuviera a nadie por quien llorar, no querría hacer eso contigo, no de esta forma. No quiero quedarme embarazada y verme obligada a dar a luz una criatura en esta tierra salvaje.
/> »Y sigue habiendo otra cosa, la más importante. No te amo.
Ras se quedó asombrado.
—Pero no me odias, ¿verdad?
—No.
—Yo no amaba a las hembras de los gorilas y tampoco amaba a ninguna de las mujeres wantso, salvo a Wilida, pero me acosté con ellas. ¿Por qué no puedo acostarme contigo? ¿Es que no te gusta acostarte con un hombre?
—¿Cómo puedo explicarte a qué‚ me refiero?—dijo ella—. Eres el inocente por excelencia, no en tus acciones, sino en cuanto respecta a tu conocimiento de ciertas cosas. Eres el Noble Salvaje de Rousseau..., al menos, en algunos aspectos.
—¿Rousseau?
Hubo más explicaciones. Ras, que sólo estaba escuchándola a medias, pensó en acercarse a ella cuando estuviera dormida, sin hacer ruido. Entonces sería fácil quitarle la pistola. Eeva debía saberlo. Pero, aun así, dormía. ¿Querría acaso que le quitara el arma?
La fuerza. Eeva había dicho algo sobre hombres malignos tomando por la fuerza a mujeres que no lo deseaban. Ras jamás había tomado a una mujer por la fuerza, y ni tan siquiera había llegado a ocurrírsele semejante idea. Aunque quizá eso no fuera del todo cierto. Cuando había sorprendido a las mujeres wantso por la noche había utilizado el miedo que le tenían como fantasma para salirse con la suya. Pero en aquel momento no había esperado recibir ninguna negativa, y ni tan siquiera había pensado que hubiera motivo alguno para recibirla, aparte de que era un fantasma.
—No entiendo por qué no me deseas—dijo Ras—. Han pasado semanas enteras desde que tuviste a un hombre y no has estado enferma. ¿Es que soy feo? Mis padres y las mujeres wantso me han dicho que soy hermoso. Y no soy como los hombres de los wantso. Ningún cuchillo de piedra ha hecho que me resulte imposible conseguir algo más que una media erección. No soy como el leopardo que está medio muerto de hambre; río y hago bromas, y me gusta hablar y escuchar. Me encanta acariciar y amar. Amo la risa, la
Lord Tyger Page 18