Lord Tyger
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diversión y el tacto de la carne. Si no me amas y tampoco me odias y si no me has dicho que no te gusto o que te resulto repulsivo... No lo entiendo.
—Estás dolido por lo que te he dicho—respondió ella—. Supongo que crees tener razones para estarlo, pero no debes sentirte herido. He crecido en un lugar que te resulta totalmente extraño. Vengo de una sociedad diferente, tan diferente que ni tan siquiera puedes imaginártela, así que no debes sentirte dolido. Acepta mi palabra si te digo que tengo buenas razones para negarme.
Ras suspiró y dijo:
—No es una palabra muy corta pero muy grande. Detrás de ella puede haber un mundo entero.
—Un mundo que ser mejor que no llegues a conocer nunca —dijo Eeva—. Por desgracia, el mundo no va a dejarte en paz. Cada día se está haciendo más pequeño y los seres humanos que hay en él cada vez tienen menos espacio, y pronto se desparramarán por este valle. Habrá otros que sigan mi camino y el de mi esposo. Entonces..., no sé qué ocurrirá. No me gusta pensar en ello. ¿Qué opinarán de ti; qué‚ harán contigo?
Sus palabras hicieron que Ras se sintiera inquieto. Algo enorme, negro y mortífero se alzaba al otro lado de las montañas. Eeva hablaba de una forma tan convincente... Quizás el cielo no estuviera hecho de piedra azul.
—Anda, vete a dormir y olvídate de ello mientras puedas—dijo Eeva.
—¿Qué‚ se supone que debo hacer?—preguntó Ras—. ¿Hacerme una paja?
Eeva dijo algo en lo que Ras supuso sería finlandés. Sonó igual que si fuera una maldición.
—¡No me importa lo que hagas! ¡Me basta con que no intentes violarme! ¡Y ahora, vete a dormir!
Cuando Eeva volvió a despertarse la luna estaba bastante alta. Se irguió bruscamente, pistola en mano, y con voz muy aguda dijo:
—¿Qué pasa? ¡Ras! ¿Qué está agitando las ramas? ¡Ras! ¡Un leopardo!
Ras siguió moviéndose. Las sombras de las ramas y las hojas cubrían casi toda su silueta, pero un haz de claridad lunar le daba en el centro del cuerpo, por lo que Eeva pudo ver lo que estaba haciendo. Un chorro plateado surcó el aire.
—¡Jumala!—dijo Eeva con repugnancia. Y luego, en inglés, añadió—: ¡Bestia repugnante!
—Es mejor que sufrir—dijo Ras, jadeando.
Eeva se quedó callada durante unos segundos y luego dijo:
—¿En quién estabas pensando?
—¡En Wilida!—dijo Ras con un gemido.
Eeva lanzó una exclamación de disgusto.
—Y quieres que haga el amor contigo para poder imaginarte que soy tu negra—dijo—. ¡Ugh! Ya noto el olor de esa cosa asquerosa. Ve al río a lavarte.
—¿Te excita?—dijo Ras.
—¡Tendría que pegarte un tiro!
—¿Te excita?
No obtuvo respuesta. Ras cerró los ojos y acabó quedándose dormido. Por la mañana, Eeva estuvo mucho rato sin decir nada. Tenía los ojos enrojecidos y bajo ellos había bolsas azuladas. Se movía de forma envarada, como si hubiera pasado toda la noche en una postura incómoda. Ras sonrió y le dijo que parecía tener cien años de edad. Había esperado que Eeva le chillara o que intentara golpearle, como habían hecho sus padres algunas veces cuando les hacía enfadar demasiado, tomándoles el pelo antes de que hubieran desayunado.
En vez de eso, Eeva se echó a llorar. Ras le puso una mano en el hombro para decirle que lo sentía, pero ella lo apartó de una sacudida.
Más tarde, al verle mandar un gran arco de orina por encima de la pared que formaban los arbustos, Eeva no pudo contenerse y empezó a gritarle:
—¿Es que no tienes ni la más mínima vergüenza? ¡Te odio! ¿Qué eres, un hombre o un bebé? ¡Tu forma de obrar, de pensar y de comer hace que sienta ganas de vomitar! ¡Y tus modales cuando comes...! ¡Gruñes, tragas, babeas y dejas caer la comida de tu boca igual que un cerdo! ¡Eso es lo que eres, un cerdo!
Empezó a llorar de nuevo.
—Creo que seguir‚ solo—dijo Ras—. Haces que me enfade continuamente. Y, de todas formas, puedo ir mucho más deprisa sin ti. Además, cuando no estoy enfadado tengo ganas de acostarme contigo, y eso me resulta muy duro de soportar. No me gusta.
Eeva empezó a llorar aún con más fuerza.
—Tengo tanto miedo... —le dijo entre sollozo y sollozo—. ¡Y estoy sola!
—¿Por qué has de estarlo? Estás conmigo. Estás a salvo. Y me tienes a tu lado para hablar y para hacer el amor, si no estuvieras tan loca...
—Entonces, ¿soy yo la que está loca?—gritó ella. Y, pasado un rato, dejó de llorar y se limpió los ojos—. Siempre pensé que era fuerte... Soy una persona muy capaz. Jamás me he encontrado en una situación que no pudiera manejar. Soy tan capaz como cualquier hombre. Y no soy ninguna cobarde. Solo que... esto... ha ocurrido tan de repente, este lugar es tan salvaje, tan profundamente distinto a todo. Y es tan duro de soportar... Creo que no podré salir de este valle, y puede pasar mucho tiempo antes de que nadie venga a buscarme. Y hay alguien que desea matarme; pero no sé por qué razón...
—Si eres mi mujer estarás a salvo.
—Sé cuidar de mí misma—dijo ella.
Ras se rió.
—He tenido un momento de debilidad, eso es todo —insistió ella—. Se me pasar . Ahora ya me encuentro mucho mejor.
—Pareces una hiena de ojos rojos.
—¡Jumala! ¿Qué esperabas? No me he maquillado, estoy medio muerta de hambre y jamás consigo dormir más de media hora seguida, estoy sucia, tengo las ropas hechas pedazos y medio podridas, mi cabello está hecho un desastre y...
—En una ocasión Yusufu me contó que Igziyabher había prometido que la mujer blanca que sería mi compañera tendría el cabello dorado—explicó Ras—. Sería una jane rubia. Tú tienes el cabello dorado. ¿Eres una jane? No actúas como si fueras mi compañera, actúas más bien como si fueras el demonio que Mariyam dijo debías ser. Y estoy seguro de que no actúas como una mujer mandada por Igziyabher, a menos que Él me odie.
Eeva le estuvo mirando durante un buen rato antes de contestar.
—Creo que jane debe ser una palabra de argot para significar mujer. Me parece que ahora ya no se utiliza. ¿Qué quieres decir con eso de que te habían prometido una?
Ras se lo explicó, pero Eeva no logró entender del todo lo que le dijo. Y, cuando Ras pensó un poco en su explicación, tampoco él logró entenderla del todo. Pero hablar daba la impresión de ayudarla. Incluso llegó a sonreír ante algo que dijo Ras y luego desapareció un rato entre los arbustos. Ras fue en dirección opuesta y acabó encontrando a una rata de pelaje dorado y la clavó al suelo con una flecha. Cuando volvió, Eeva le estaba esperando con lo que parecía un cierto temor en la mirada. Se había bañado y se había lavado el cabello tan bien como le había sido posible en el agua fangosa. Contempló la rata con expresión dubitativa, pero le ayudó a encender la hoguera y, después de que la rata hubiera quedado lo suficientemente asada como para que no fuera posible calificarla de cruda, comió con bastante apetito.
Después de apagar el fuego, Ras le pidió que echara una mirada a la herida de su cabeza.
—No parece estar infectada—dijo ella—. De hecho, se está curando de una forma sorprendentemente rápida. Debes tener unos tremendos poderes de recuperación. —Después le explicó lo que significaba recuperación.
Ras se afeitó en el río. Eeva le observó mientras aguzaba su navaja con la piedra de afilar, mojando después su cara con agua y el poco jabón que aún le quedaba para ablandar la barba y eliminando luego el pelo, acuclillado ante el árbol caído sobre cuyo tronco había colocado el espejo.
—¿Quién te enseñó a hacer eso?—quiso saber.
—Yusufu. Dijo que debía afeitarme cada mañana porque así lo ponía en el Libro. El Libro dice muchas cosas a las que no hago caso, pero me gusta afeitarme. Odio sentir esos pelos en mi cara. Creo que siento un odio especial hacia las patillas porque Jib tiene patillas. Jamás aprendió cómo afeitarse; es tan idiota como un gorila. Tiene una barba tan larga que le llega hasta el vientre, y siempre la lleva sucia y llena de espinas y
hojas. Apesta.
—¿Jib?—preguntó ella.
—Jib quiere decir hiena en amárico—explicó Ras—. Vive con un grupo de gorilas en lo alto de las colinas, pero no está en el grupo de Negus sino en el de Menelik. Jib también es blanco. De hecho, es mi hermano. Eso es lo que decían Mariyam y Yusufu... Mariyam decía que Jib tiene el cerebro de un gorila porque hizo enfadar a Igziyabher. Solía contarme que yo acabaría igual que Jib si no hacía lo que Igziyabher quería..., hasta que yo fingía asustarme y empezaba a chillar, y entonces se callaba. Además, Yusufu le decía que si no dejaba de contarme esas cosas le daría tal paliza que la dejaría sin sentido.
Eeva puso cara de asombro y se quedó callada y pensativa durante un rato. Pero cuando llegó el momento de impulsar la balsa hacia el río ya volvía a estar de buen humor. Se había recogido el largo cabello rubio en lo que llamó un «nudo de Psique», y le deletreó la palabra a Ras. Ras le dijo que estaba mucho más bonita, y aquello pareció alegrarla todavía más. Eeva hablaba mucho, y algunas veces parecía muy contenta. Le habló de cómo esquiaba en las montañas de Europa. Ras pensó que resultaría muy divertido lanzarse por las pendientes y salir despedido por aquellas colinas. Eeva señaló hacia el este, donde había una montaña con manchas blancas, y le explicó cuál era la sensación de tener nieve en la cara y en las manos y entre los dedos de los pies. Ras conocía la palabra, pues Yusufu le había explicado qué era aquella cosa blanca de las montañas.
—Siempre andas husmeando en mi vida igual que un zorro siguiendo el rastro de una liebre —le dijo Ras—. Todo lo que te cuento parece asombrarte.
—Ya te dije antes que eras algo único. Creo que nunca ha existido nadie como tú.
Ras se remontó hasta donde su memoria era capaz de llevarle.
Podía describir algunas cosas que habían ocurrido poco después de que aprendiera a caminar.
—¡Increíble!—dijo Eeva—. Hay muy pocas personas que puedan recordar tantas cosas de una época tan temprana con semejante detalle. ¡Si pudieras recordar algo de lo sucedido antes...! Lo primero que puedes ver es el rostro de Mariyam, ¿no? Y antes, ¿no hay nada, absolutamente nada?
Ras lloró un poco al pensar en Mariyam. Jamás volvería a ver aquel pequeño rostro moreno que tanto había amado, nunca sentiría sus abrazos, sus besos, no volvería a oír su voz, riñéndole, insultándole, riendo, amándole.
Eeva pareció algo preocupada al verle llorar, pero siguió haciéndole preguntas.
—No puedes haber nacido en este valle. Al menos, no lo creo. Y, desde luego, estoy segura de que los enanos que te criaron (porque eso eran, enanos, seres humanos deformes, y no monos) no se originaron aquí. Las cosas que te contaron..., olvidémoslas. Yo diría que eso demuestra que conocían bien el mundo exterior. Pero, ¿por qué‚ fingir que eran monos? ¿Por qué‚ esa cabaña junto al lago, los libros y todas esas cosas? ¿Y qué hay de ese otro chico blanco, Jib? ¿Es cierto que vive con los gorilas? Pero me has contado que tus padres y tú vivisteis también con ellos durante un tiempo... ¿Y Jib no podía hablar? Quizá sea un retrasado mental... o un sordomudo.
—Podía oír mucho mejor que yo —dijo Ras—. Y era capaz de repetir cuatro o cinco palabras que yo le enseñé. Agua. Comida. Duele. Hombre. Y mi nombre. Pero necesité mucho tiempo para enseñárselas. Solía jugar con él, aunque Yusufu me había dicho que no debía hacerlo. Yusufu no estaba de acuerdo con Mariyam en cuanto al porqué Jib no podía hablar. Decía que Jib no podía hablar porque los gorilas no sabían hablar. Yusufu nunca quería hablar mucho de Jib. Cuando le preguntaba por Jib, siempre se enfadaba o se ponía triste.
Eeva sacó sus cartas del bolsillo de su camisa y le pidió que le dejara ver las suyas. Volvió a leerlas y dijo:
—Ahora todo está un poco más claro, aunque no demasiado. También hubo un tercer bebé. Debió ser el primero. ¡Dios! ¡Menudo monstruo !
—¿Quién, el bebé?
—No, idiota... ¡Lo siento! Me había llegado a enfadar tanto que.... no importa. Me refiero al monstruo que os hizo esto a ti y a los otros dos niños. Debió secuestraros a los tres. Quien escribió esto era un hombre de negocios de Sudáfrica, pero vino de Norteamérica. Al menos, eso está claro... ¿Quién es el Maestro al que menciona? ¿Qué es el Libro?
—No lo sé—dijo Ras. Le dio un buen empujón a la pértiga e hizo avanzar la balsa con tal rapidez que los troncos se cubrieron de agua con un fuerte chapoteo. Las palabras de Eeva le habían enfurecido, como si alguien hubiera estado haciéndole agujeros a una estatua tallada por él o se hubiera estado burlando de alguno de sus dibujos.
La mañana y la tarde habían sido interesantes y divertidas. Pero ahora tantas preguntas y lo segura que parecía estar Eeva de que en su mundo había algo extraño y fuera de lugar hicieron que Ras se sintiera lleno de amargura. Estaba a punto de contárselo cuando oyó el chop-chop del Pájaro acercándose tras las verdes murallas de árboles situados en las orillas del río. Eeva lanzó un jadeo ahogado, se quedó paralizada durante un segundo y después se zambulló en el río. Nadó diez o doce brazadas, se incorporó y subió por la orilla para meterse corriendo entre la jungla.
Ras decidió que lo mejor sería no seguirla. No necesitaba esconderse. El Pájaro nunca había intentado hacerle daño. De hecho, le había ayudado cuando creía que se hallaba en peligro. No tenía razón alguna para pensar que hubiese cambiado de actitud. Aun así, sintió una cierta inquietud al verlo aparecer, rugiendo y reflejando la luz del sol a unos pocos metros por encima de las copas de los árboles situados al norte. Un instante después el Pájaro vino hacia él. En su interior había dos hombres. Uno estaba a los controles, como los había llamado Eeva. El otro se encontraba detrás del piloto y miraba por encima de los cañones de sus dos ametralladoras, que Eeva también le había descrito y nombrado. Los dos hombres —Eeva había dicho que eran hombres—, iban vestidos con ropas de color marrón y llevaban máscaras blancas.
El Pájaro—el helicóptero—, pasó por encima de él, tan cerca que su vendaval le golpeó, agitando las aguas, meciendo la balsa y ensordeciéndole. Después bajó unos veinticinco metros siguiendo el curso del río mientras Ras se daba la vuelta para observarle. Entonces se detuvo, giró sobre sí mismo y volvió hacia él. El hombre situado detrás de las ametralladoras estaba señalando hacia las huellas que Eeva había dejado en el barro de la orilla. El Pájaro volvió a girar para que las armas quedaran encaradas hacia la jungla, y los cañones empezaron a escupir fuego. Ras pudo oírlos pese al rugido del helicóptero. Las hojas y los arbustos saltaron y se agitaron.
—¡Basta! ¡Basta!—gritó Ras.
De repente el helicóptero se alzó un poco y luego desapareció, yendo tan sólo la altura de un hombre por encima de las copas de los árboles. Pero un instante después apareció de nuevo, porque ahora estaba subiendo en línea recta. Se encontraba a cien metros del río, quizá a ciento cincuenta. Algo que tendría el tamaño de un hombre cavó del vientre del helicóptero; era un objeto reluciente en forma de lágrima. Un rugido, una mancha roja que saltó hacia el cielo, humo, ramas y arbustos sacudiéndose bajo el vendaval repentinamente creado por aquel objeto. Después llegó el calor, y las hojas y los arbustos se sacudieron en dirección opuesta. Ras notó un olor extraño. El calor aumentó. La jungla se convirtió en una muralla de calor.
Ras empujó la balsa hasta unos cincuenta metros corriente abajo, saltó a la orilla, y llevó la balsa al barro para que la corriente no pudiera arrastrarla. Después entró en la jungla. Avanzó a través de la espesura tan deprisa como pudo, siguiendo un curso paralelo al de las llamas. Un pájaro que no paraba de chillar y tenía las plumas ardiendo se estrelló contra un árbol y cayó al suelo. El humo que brotaba de sus plumas incendiadas hizo toser a Ras.
El fuego formaba un círculo de unos cien metros de diámetro y unos treinta metros de altura. Iba creciendo hacia el exterior a medida que devoraba la espesura y los árboles que lo rodeaban, pero acabó muriendo al encontrarse con la vegetación húmeda empapada por la fuerte lluvia caída dos noches antes. Pasaron muchas horas antes de que Ras pu
diera aproximarse a la zona, e incluso entonces las cenizas estaban demasiado calientes para sus pies descalzos. Hacia el amanecer se habían enfriado lo bastante como para que Ras pudiera caminar por entre aquella desolación. Los arbustos habían desaparecido. Los árboles de mayor tamaño seguían en pie, pero se habían quedado sin hojas y ramas, consumidas por el fuego. Los tocones habían sido mordisqueados por los dientes de las llamas.
Allí donde terminaba la tierra muerta había algo que podía haber sido un mono. Tenía la cabeza quemada, su rabo, sus manos, pies orejas y nariz habían desaparecido, y huesos ennegrecidos asomaban
por entre los carbonizados restos de la cabeza. Ras sintió un gran asco y miedo. Parecía imposible que Eeva pudiera haber escapado. Aunque los ocupantes del Pájaro quizá no fuesen más que hombres, tal y como afirmaba ella, tenían los poderes de un dios.
Después de buscar un poco encontró otros dos montículos de carne calcinada, también cercanos a la zona exterior del fuego. Si Eeva había estado en algún punto cerca del centro se habría consumido por completo. Hasta los huesos estarían convertidos en cenizas.
Al amanecer, el Pájaro volvió para examinar la zona. Ras se escondió hasta que se hubo alejado y no pudo oírlo. Aturdido, volvió hacia la balsa.
No estaba allí. Por un instante sintió una gran alegría, pues pensó que Eeva debía haber escapado de las llamas y habría cogido la balsa. Pero en el fango no había ninguna huella aparte de las suyas. No había llevado la balsa a una distancia suficiente orilla adentro, y el río había tirado de ella hasta que consiguió hacerla girar sobre sí misma, sacándola de donde la había encallado, y la corriente se la había llevado.
Ras se agazapó detrás de un arbusto durante un tiempo muy largo. Incluso en su rabia era muy consciente de las imágenes que cruzaban por su cerebro. Sabía que sus pensamientos eran como el sol cuando empieza a hundirse por debajo del horizonte. La bola roja era su ira; la negrura que se aproximaba con la desaparición del sol era la tristeza que le amenazaba. Tenía la sensación de estarse hundiendo en la noche y de llevarse con él todos aquellos hermosos colores: el rosa que teñía el vientre de una nube, el azul del cielo por encima del horizonte al este, el pequeño fuego azulado del corazón de una nube ardiendo sin humo, la mancha color verde claro de una rana y un grupo de puntos, amarillos como picos de loro, que se agitaban en el polvo a los dos lados del sol. Si se hundía, todas las hermosas bandadas de la vida se hundirían con él. Todo sería tan negro como el ojo de un chacal, tan negro como las intenciones de un leopardo.