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Lord Tyger

Page 21

by Farmer, Phillip Jose


  Los wantso mantendrían un frente unido y derrotarían a cualquier fuerza de invasión, tal y como habían hecho en el pasado. Los wantso eran un gran pueblo—de hecho, la palabra wantso significaba El Pueblo—, y la misma naturaleza de las cosas exigía que vencieran a los sharrikt, que no eran sino una especie de animal de dos patas sumido en la depravación. Etcétera.

  Al discurso siguieron grandes gritos de aprobación, una repetición de sus frases más incendiarias entre quienes lo habían oído, y un abundante beber cerveza y agitar de lanzas. Esa primera noche toda la aldea, hombres, mujeres y niños, con los centinelas incluidos, llegó a tal grado de ebriedad que los sharrikt podrían haber aparecido antes del amanecer y les habría sido posible llevarse a su rey sin que nadie, salvo las gallinas y los cerdos, se hubiera enterado de ello. Ras se lo había oído comentar a las mujeres, que habían estado riéndose de ello al tiempo que se dedicaban a intercambiar cotilleos sobre lo ocurrido aquella noche.

  Al día siguiente Tibaso le había soltado una severa reprimenda a su pueblo y dijo que debían mantenerse sobrios hasta tener la seguridad de que el peligro había pasado. Mientras pronunciaba su discurso, iba bebiendo cerveza para refrescarse la garganta y acabar con su resaca.

  Ras no tuvo ninguna dificultad para averiguar cómo habían capturado a Gilluk. Las mujeres y los centinelas habían repasado minuciosamente el acontecimiento un montón de veces. Al parecer, los sharrikt tenían la costumbre de hacer una incursión cada año, incursión que siempre tenia lugar en el séptimo día siguiente a la séptima luna nueva del año, razón por la que dos jóvenes wantso habían sido apostados en una plataforma situada sobre un árbol cercano al sitio donde el río se convertía repentinamente en el Pantano de las Mil Patas. Habían visto la canoa de guerra que llevaba a los siete sharrikt entrar en la boca del río justo antes del crepúsculo. Los invasores se habían detenido para acampar en la orilla a un kilómetro y medio río arriba, y los muchachos wantso habían pasado junto a ellos una hora después, remando sigilosamente en la oscuridad.

  Al día siguiente los sharrikt cayeron en una emboscada cuando se acercaban al poblado. Un grueso pedazo de caoba dejado caer desde un árbol había hecho que el rey quedara sin sentido. Los wantso habían surgido de los árboles y de la maleza para apoderarse del inconsciente cuerpo de Gilluk. Los sharrikt, superados en número, con tres heridos a causa de la primera salva de flechas y lanzas, no se habían dejado arredrar y habían cargado contra los wantso que rodeaban a Gilluk. Uno de los sharrikt había muerto y otros dos habían sido heridos. Después de aquello los sobrevivientes huyeron, aunque a los wantso les habría resultado fácil atraparlos. Los wantso no les persiguieron porque habían obtenido una gloriosa victoria sin ningún muerto o herido por su parte, así que, ¿por qué debían abusar de la suerte?

  Aunque los sharrikt habían dejado abandonado a Gilluk, habían rescatado al bibuda, tal y como le llamaban los wantso. Ras había reconocido el arma que llevaba el rey porque las mujeres la habían descrito. No era más que una espada. Al parecer se trataba de la única que existía, incluso entre los sharrikt, y sólo el rey tenia derecho a llevarla. De hecho, y si había que creer a los wantso, la espada era el auténtico rey de los sharrikt. El hombre que ganaba el derecho a llevarla no era sino el guardián de la espada, y si se le llamaba rey era tan sólo por cortesía.

  Gilluk, el hombre de la jaula, era de piel tan oscura como los wantso. Era muy alto y delgado, a diferencia de quienes le habían capturado, que eran bajos y corpulentos. Su cabello parecía tener un rizado mucho más suave que el de los wantso, aunque Ras no podía estar seguro a esa distancia. Lo llevaba largo y recogido en una especie de panal encima de la cabeza. Su rostro era delgado y más bien angosto, y la frente despejada y muy lisa. Tenia los ojos oscuros y muy grandes. Su nariz era tan aguileña como la de la madre de Ras. Sus pómulos eran prominentes; sus labios delgados, y el mentón sobresalía bastante. Con excepción de una capa corta hecha con piel de leopardo, su atuendo no se parecía a nada de lo que Ras había visto hasta ahora. Vestía una túnica de mangas largas que le cubría todo el cuerpo, cayendo hasta las rodillas. La túnica estaba hecha de una tela blanca con símbolos y figuras geométricas en rojo y negro por todo el dobladillo.

  Gilluk estaba en su jaula, sujetando los barrotes con las manos y contemplando fijamente a quienes le habían capturado. Los wantso se burlaban de él y le pinchaban con palos afilados. Gilluk no se había encogido ni una sola vez, salvo cuando algún palo amenazaba sus ojos. Entonces había apartado la cabeza.

  Ras sabia lo que los wantso pensaban hacer con él. Cuando estaba con Wilida y los demás niños había escuchado vividas descripciones de la tortura sufrida por su último cautivo. Los niños habían puesto los ojos en blanco y se habían lamido los labios, o soltaban risitas y temblaban fingiendo un gran terror. Sólo Wilida parecía haber sentido un poco de pena por aquel sharrikt. Ése era uno de los rasgos que habían hecho que Ras se sintiera atraído hacia ella. Sin embargo, no había comprendido demasiado bien que le gustara esa leve demostración de simpatía hacia aquel cautivo. Si los sharrikt se hubieran mantenido lejos de los wantso, ahora no se vería en tal apuro ¿Por qué‚ no se había ocupado de sus propios asuntos y se había quedado al sur del pantano? Ras se dijo que probablemente no lo había hecho por la misma razón que ahora le impulsaba a él a correr el riesgo de espiar a los wantso. Era emocionante y requería valor. Pero si te atrapaban tenias que sufrir las consecuencias.

  Ras acabó decidiendo robarles al rey por curiosidad y por lo atrevida que le parecía la idea, no por un deseo de salvar a Gilluk de la tortura. También influyeron el que le dolía haber sido rechazado por los hombres de los wantso y el deseo de vengarse. Y, además, pensaba que sería una travesura soberbia. ¡Qué‚ hazaña tan emocionante, y qué divertido resultaría! Sólo pensar en ello hacia que seestremeciera.

  Sabia que no sería sencillo. Necesitaría cierto tiempo para conseguirlo. La primera noche trepó al árbol sagrado para poder ver las cosas más de cerca. Junto a la jaula había una hoguera, y un hombre montaba guardia continuamente ante ella. Era relevado aproximadamente cada dos horas, y el nuevo centinela y el hombre al que relevaba solían quedarse un buen rato junto a la hoguera, hablando.

  La jaula tenia un lado que podía abrirse y que se mantenía sujeto con una cuerda hecha con cuero de antílope. Sólo la presencia del centinela impedía que el mismo Gilluk desatara el nudo. También había guardias en las plataformas situadas dentro de la empalizada, uno para cada una de las cuatro puertas. Teóricamente se suponía que los guardias vigilaban los alrededores del poblado, pero se pasaban todo el tiempo mirando hacia el prisionero.

  Al día siguiente el poblado había vuelto más o menos a su rutina normal, salvo por el desacostumbrado número de centinelas. Las mujeres habían ido a los campos, y dos hombres y dos muchachos habían partido de caza o a explorar. Tibaso se había sentado en su trono y había conversado con Gilluk mientras bebía cerveza. Wuwufa, el que hablaba con los espíritus, había bailado alrededor de la jaula mientras hacia girar una gran carraca, llevando un inmenso tocado de forma cónica y una máscara de madera. El ronco sonido de la carraca y el tañir del arpa que tocaba el viejo Gubado no habían parado en todo el día.

  Al mediodía, la mayor parte de los hombres se habían marchado de la aldea en pequeños grupos. Ras pensó que probablemente andarían buscando a los sharrikt. Los wantso no se pintaban las caras para ir de caza, a menos que quisieran matar a un leopardo o un cocodrilo que se saliera de lo corriente, uno que hubiera conseguido una reputación y, por lo tanto, un nombre. Y, cuando lo hacían, formaban un solo grupo.

  Los únicos adultos que permanecieron en el poblado eran Tibaso, el jefe, Wuwufa, el que hablaba con los espíritus, el viejo Gubado y tres mujeres que cuidaban de los niños más pequeños. Las otras mujeres y los niños de mayor edad estaban trabajando en los campos. Dos hombres más se habían quedado como centinelas, uno en la plataforma situada sobre la puerta de la empalizada que atravesaba la península, y otro en la plataforma de la puerta oeste. Ra
s había pensado que, si un grupo de guerreros sharrikt les estaba observando desde la jungla, ahora les resultaría fácil rescatar al rey. Pero, aunque lo pareciese, los wantso no habían cometido tal descuido. Había muy pocas probabilidades de que el grupo de guerreros original intentara nada, y los invasores necesitarían unos cuantos dais para volver a la tierra de los sharrikt, organizar un grupo más numeroso y volver a la aldea.

  Mientras veia marcharse a los exploradores, Ras tuvo una idea tan osada que fue incapaz de resistirse a ella. ¿Por qué no entrar ahora por la puerta norte y sacar al rey de su jaula? Cuando el guardia de la puerta oeste hubiera bajado de su plataforma (si es que tenia valor suficiente para enfrentarse al fantasma), Ras ya habría abierto la puerta de la jaula. Le entregaría al rey una lanza y un cuchillo y, si el guardia osaba atacarles, le matarían. El gordo Tibaso y el viejo Wuwufa no serian ningún obstáculo. Ras y el rey cogerían una de las canoas varadas en el fango para cruzar el río y adentrarse en la jungla. Era posible que Gilluk no quisiera ir hacia el norte con Ras, pues su piel blanca le dejaría bastante sorprendido, aparte de las implicaciones fantasmales que sugería, pero la premura de la situación seguramente haría que venciera tal resistencia. De lo contrario, Gilluk era un estúpido y probablemente no merecía que Ras se esforzara de tal forma.

  Por otra parte, a Ras le había gustado bastante la idea de entrar silenciosamente por la noche, dominar al centinela y llevarse al rey. La mayor dificultad de esa idea había sido que tanto la entrada como la salida deberían realizarse por la rama que había sobre la choza del que hablaba con los espíritus y por la misma choza. Si había demasiado ruido, o si alguien daba la alarma demasiado pronto, toda la población de la aldea saldría corriendo de sus chozas, y, mientras que Ras confiaba en su rapidez y su agilidad para salir bien librado, no estaba muy seguro en cuanto al rey. Y, si el primer intento fracasaba, no habría muchas ocasiones para hacer un segundo, ya que aumentarían la vigilancia alrededor de la jaula. Además, los centinelas de las puertas verían a Ras tan pronto como entrara en la zona iluminada por la hoguera que había junto a la jaula.

  ¡Lo haré ahora!, se dijo Ras. Nunca supo por qué llegó a la decisión de que aquel era el momento adecuado; sencillamente, lo había sabido.

  Bajó del árbol y se fue ocultando detrás de otros árboles y matorrales hasta hallarse junto a la puerta norte. La puerta estaba cerrada, pero no la habían asegurado con el gran tronco que tenia por la parte interior. Al abrirla lo suficiente para deslizarse de costado por entre ella y la pared la puerta crujió, pero la carraca, el arpa y los canturreos de Wuwufa ahogaron el ruido hecho por los goznes de madera. Una vez hubo cruzado el umbral, Ras corrió hacia la choza de Wuwufa y se agazapó durante un instante debajo de ella. Ningún ruido, ningún grito. Chufiya, el centinela de la puerta oeste, le daba la espalda. Sazangu, el chico que montaba guardia en la pared del este, la que miraba a los campos, estaba bebiendo de una calabaza.

  El corazón de Ras había latido tan ruidosamente como la tierra al ser golpeada por los pies de los wantso durante una danza. Estaba temblando, pero aun así apretó con más fuerza su lanza, tragó una honda bocanada de aire, abandonó el refugio ofrecido por la choza y se dirigió hacia el centro de la aldea, caminando bajo el sol de media tarde igual que si hubiera pasado allí toda su vida. Nadie le vio hasta que no estuvo a unos veinte metros de la jaula.

  Wuwufa dejó de cantar y de agitar su carraca. La pieza de madera unida a la cuerda siguió girando por encima de su cabeza, porque el brazo que la sujetaba se había quedado rígido. La carraca fue parándose poco a poco; el ruido del aire que entraba por sus agujeros fue muriendo hasta convertirse en un silbido casi inaudible. Los niños gritaron y salieron huyendo en todas direcciones salvo en la que llevaba hacia Ras. Tibaso se había medio incorporado en su trono dejando caer su copa de madera y derramando la cerveza por el polvo. Lanzó un grito e intentó esconderse debajo del trono. Chufiya, el centinela de la puerta oeste, había aullado. Gilluk, con los ojos muy abiertos, se había agarrado a los barrotes de su jaula, sacudiéndolos.

  Wuwufa había acabado saliendo de su parálisis para caer al suelo, y una vez allí había empezado a rodar sobre si mismo, chillando igual que un chacal herido. Ras había pasado junto a él sin hacerle nada, pero no había sido capaz de resistir la tentación de pararse el tiempo suficiente para darle una leve patada al inmenso trasero de Tibaso. Tibaso, con la cabeza metida bajo el trono, había soltado un graznido y se había arrastrado, intentando esconderse mejor.

  Ras se rió y fue hacia la jaula, usando su cuchillo para cortar la soga hecha con piel de antílope.

  —¡Sal, Gilluk!—le había dicho en la lengua wantso—. ¡Tenemos que irnos, deprisa!

  Si Gilluk le comprendió, no dio señal alguna de ello. Su piel estaba más bien grisácea por debajo de la pigmentación oscura, y le castañeteaban los dientes. Cuando Ras le cogió de la mano y le sacó de la jaula, no se resistió. Había actuado igual que si la mismísima Muerte se lo estuviera llevando.

  —No soy un fantasma. Soy el Hijo de Dios—le había dicho Ras. Gilluk lanzó un gemido y siguió actuando igual que si su alma hubiera abandonado su cuerpo—. ¿Entiendes el wantso?—le dijo; y, un instante después, añadió—: No importa. Había decidido que sería mejor no darle ningún arma. Cuando Gilluk saliera de su conmoción actual quizá la usara para atacar a quien le había rescatado.

  Ras fue hacia la puerta oeste empujando a Gilluk por delante de él. Chufiya, el medio idiota que era hijo del jefe, tenia los ojos cerrados y agitaba su lanza en todas direcciones mientras farfullaba algo ininteligible. Ras y Gilluk atravesaron la puerta por debajo de él, y Chufiya siguió agitando ciegamente su lanza.

  No hubo persecución alguna. Gilluk se había quedado inmóvil, sentado en la proa de la canoa mientras Ras remaba. Ras había decidido que seguiría el río durante varios kilómetros y después se adentraría en la protección ofrecida por la jungla. Pasaría cierto tiempo antes de que volviera el grupo de exploración, y en aquellos momentos nadie de la aldea tenia el valor suficiente para intentar seguirles.

  Mientras salían de la canoa e iban hacia el sitio donde pensaba dejar al rey Ras no paró de reír. Se había sentido muy feliz. Ahora que el peligro había pasado todo lo ocurrido le parecía tremendamente delicioso. Había sentido deseos de tirarse al suelo, dar vueltas y vueltas sobre si mismo y pasarse horas enteras riendo a carcajadas. Incluso había llegado a dar unos cuantos pasos de baile. Cada vez que Ras se aproximaba a Gilluk, el rey de los sharrikt palidecía y se encogía sobre si mismo.

  Y de esa forma Ras llevó al rey hasta lo que sería su prisión durante los seis meses siguientes. La prisión era una jaula de bambú que Ras había construido originalmente como trampa para leopardos. Se encontraba en el bosque, cerca de los acantilados bajo los que empezaba el país de los wantso. Gilluk se había metido a rastras en la jaula nada más indicárselo y Ras cerró la puerta, asegurándola. Gilluk, al ser un hombre, habría sido capaz de liberarse en unos pocos minutos, pero Ras había preparado una trampa que dispararía una flecha contra Gilluk si ‚éste levantaba la armazón que servia de puerta. Además, si Gilluk se hubiera inclinado para evitar la flecha, habría tenido que empujar la pesada puerta en un ángulo tal que habría requerido los músculos de un hombre muy fuerte, y al tiempo que se abría la puerta había un mecanismo que bajaría otra puerta, la cual estaba provista de afiladas estacas de bambú en su parte inferior. Las estacas caerían sobre el hombre que estuviera tendido en el suelo de la jaula mientras éste levantaba la puerta exterior. Cuando esa puerta llegaba a un ángulo de 45 grados la flecha, que se encontraba muy cerca, saldría disparada, y el mecanismo dejaría libre la puerta interior de tal forma que ésta caería sobre el hombre. Ras estaba muy orgulloso de aquel ingenio, y por algunos momentos llegó a desear que Gilluk intentara escapar para que le fuese posible ver cómo funcionaba el mecanismo.

  Le había explicado a Gilluk lo que sucedería. Al principio Gilluk no había parecido comprenderlo, pero cuando se lo explicó por segunda vez asintió con la cab
eza y dijo algo en wantso. Desde luego, no se trataba del wantso que Ras conocía, diferencia explicada por lo que luego le contó el rey, quien hablaba tan sólo una parte del lenguaje, aprendido de los esclavos de los sharrikt. Los esclavos descendían de los cautivos wantso conseguidos muchas generaciones antes, y aquellos esclavos hablaban un lenguaje que se había apartado bastante del utilizado por los aldeanos que Ras conocía.

  Ras había preparado un poco de carne de mono, dejándola casi cruda, y se la ofreció a Gilluk, que la rechazó. Ras no había sabido si la carne de mono era tabú o si se trataba de que Gilluk temía comer los alimentos ofrecidos por un fantasma, por lo que se encogió de hombros y dejó que fuera Gilluk quien decidiese cuándo comería..., si es que llegaba a comer alguna vez.

  Por la mañana Ras ya había empezado a aprender el lenguaje de los sharrikt. Gilluk se había negado a hablar hasta que Ras le dijo que sería liberado si cooperaba, pero que de lo contrario moriría. El rey decidió empezar a hablar inmediatamente. Hacia el mediodía ya había comido algo. Ras le dejó salir de la jaula con la punta de su lanza pegada a la espalda, para que no la ensuciara con sus excrementos.

  La noche siguiente Ras volvió al poblado. Quería descubrir qué clase de tormenta había quedado sembrada a su paso. Trepó a la rama que se encontraba sobre la choza de Wuwufa y, acostado en ella, observó y escuchó. Toda la población de varones adultos, salvo los centinelas, estaba alrededor de una gran hoguera delante del trono del jefe.

  Bigagi, lanza en ristre, había estado pronunciando un discurso.

  —¡Este fantasma no es ningún fantasma!

  —¡Ahh! —dijeron los hombres—. ¿Este fantasma no es un fantasma?

  —Este fantasma no es ningún fantasma—había repetido Bigagi—. Viene de la Tierra de los Fantasmas.

 

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