Ras alzó los ojos al cielo con una mueca exasperada y dijo:
—Así que piensas quedarte aquí, cómodo y bien alimentado, igual que si estuvieras en tu palacio de piedra.
—Estás siendo recompensado por tus esfuerzos—le había respondido Gilluk—. Estás aprendiendo el lenguaje y las costumbres de los sharrikt, y además tienes el placer y el beneficio de mi compañía.
—Pero podría conseguir todo eso con mucho menos trabajo—le había dicho Ras.
—No. Si no estoy a gusto me negaré a hablar contigo.
—Un poco de fuego en tus flacas nalgas haría que parloteases igual que un mono.
—No, no lo conseguiría. Un sharrikt no sucumbe a la tortura. Ríe, canta e insulta a su enemigo hasta que se le cae la piel, le humea la carne y le empiezan a arder los huesos. Jamás haría lo que deseas de mí.
Después de aquella conversación, Gilluk le dijo que ahora la casa empezaba a ser lo que debía. Pero no estaba amueblada adecuadamente. Ras lanzó un gemido y le preguntó qué‚ clase de mobiliario deseaba tener, y Gilluk le describió detalladamente una gran cantidad de objetos.
—¿Y cuánto tiempo necesitaste para fabricar todas esas cosas? —le había preguntado Ras.
—¿Yo? Yo no fabriqué nada de todo eso. Un rey no trabaja con sus manos para fabricar cosas. Eso es asunto de los artesanos. Un rey gobierna a su pueblo; lo moldea, y ellos son su obra.
—No eres mi rey. Pero haré esos muebles que pides. Debes entender una cosa: si hago esto es tan sólo porque me gusta fabricar cosas, especialmente si hay que tallar madera para hacerlas. Me encanta coger la madera y los bloques sin desbastar e ir revelando lo que hay escondido dentro de ellos.
—Y a mí me encanta coger a la gente en crudo y a las mentes que no han sido moldeadas y revelar lo que hay escondido dentro de ellas..., si es que hay algo.
—A mí también me gusta, pero no en la misma forma que a ti —le había replicado Ras—. Con la gente yo utilizo las palabras, no un cuchillo como hago con la madera, pero uso las palabras para ayudar a que los demás me revelen cómo son y se revelen a sí mismos lo que son. Pero tú, si te comprendo correctamente, moldeas a la gente siguiendo tu idea de lo que deberían ser para servir a tus propósitos. Yo no tengo ningún propósito, aparte de mi curiosidad y el deleite que obtengo conociendo a la gente.
—Les doy la forma que deberían tener para su propio bien y para el bien del reino—había dicho Gilluk.
—Creo que para un reino lo mejor sería tener personas que se moldearan a sí mismas siguiendo su auténtica forma, al igual que un pedazo de madera tiene una forma auténtica que yo dejo al descubierto con mi cuchillo. Pero se trata de una forma que sólo yo puedo encontrar. Si talla esa madera un wantso encuentra otra forma, y un sharrikt encontrar otra distinta. Pero tú obligas a todas las personas a que adopten una sola forma..., si he comprendido correctamente cuanto me has contado sobre tu trabajo como rey. Eso no es bueno. Cada hombre debería ser su propio escultor.
—Entonces un reino jamás sería un reino. Sería igual que una manada de babuinos.
—Creo que no has escogido un buen ejemplo pensando en los babuinos—le había dicho Ras—. Cada manada es un reino, un reino como el que tú me has descrito.
—Eres un gran ignorante—le había contestado Gilluk.
—Estoy de acuerdo—había dicho Ras, y se había puesto a trabajar en la construcción y la talla del mobiliario para Gilluk.
Cuando Ras le presentó el mobiliario para la primera habitación, consistente en sillas, una mesa, un diván, dos jarrones y una estatuilla, el rey no estuvo demasiado contento.
—Los muebles y los jarrones empezaron siendo del estilo sharrikt, pero han terminado siendo algo extraño. Los muebles de mi gran casa de piedra son de formas cuadradas, sólidos y pesados. Inspiran confianza y seguridad. Pero tus obras están llenas de curvas, de gracia y de luminosidad, y primero siguen este camino y luego aquel otro, y me confunden. Se parecen un poco a una mesa, unas sillas, un diván y unos jarros, pero hace falta buscar bastante para encontrarles ese parecido.
—Pues yo las encuentro deliciosas—le había contestado Ras—. Y extrañas, sí, pero extrañas de una forma estimulante. Me divertí mucho haciéndolas, y al mismo tiempo estaba creando belleza. Los muebles que me has descrito me han parecido de una fealdad indecible.
—¿Y la estatuilla?—había dicho Gilluk—. Venga, ¿de veras crees que tengo ese aspecto?
—No para el ojo que ve el sol y el mundo que éste pinta. Pero detrás de los ojos que tengo sobre la nariz hay otro ojo, y ese ojo te ve así. Si no te gusta lo que hago para ti me lo llevaré. Puedes encargarte de hacer tus propios muebles.
—Supongo que siempre serán mejor que nada—había admitido Gilluk—, y supongo que puedo acostumbrarme a ellos. Naturalmente, me harás una cama, ¿no?
—Eso será lo siguiente que haga —le había contestado Ras—. Pero no quiero que te quejes de ella.
—¿Para qué‚ sirve una cama sin una mujer dentro?—había dicho Gilluk.
Ras alzó las manos, exasperado, y se alejó de la inmensa jaula. Tuvo la impresión de que si seguía intentando complacer al rey acabaría teniendo una casa que iría de un acantilado a otro y desde las cataratas del norte hasta el sitio donde el río desaparecía en las montañas del sur, fuera el que fuese. Tendría que cortar todos los árboles del mundo y tallarlos en forma de muebles, y aun así el rey seguiría sin estar satisfecho.
Ras había tomado la decisión de liberar pronto a Gilluk. La séptima luna nueva del año se encontraba a sólo tres semanas de distancia. Después acabaría la casa para él mismo. Sería un sitio espléndido para cuando quisiera estar lejos del hogar, aunque haría falta proporcionarle varias salidas subterráneas. Ras no tenía ninguna intención de verse atrapado en ella con sólo una salida. Después había empezado a pensar en el placer que sentirían sus padres al verla y en cómo la alabarían. Aquello le había ocasionado una cierta lucha interna, pues había querido tener un lugar secreto para él solo y, al mismo tiempo, había querido compartirlo con Yusufu y Mariyam. Sin embargo, dudaba de que sus padres vinieran tan lejos para verla. Jamás habían ido al sur de la meseta..., o eso le habían dicho.
No pudo llevar a cabo ninguno de los dos planes. El día en que había esperado liberar a Gilluk se encontró con que Gilluk se había liberado a sí mismo. Y, además, tanto la casa como la jaula que la rodeaba habían sido convertidas en cenizas.
Durante un tiempo Ras sintió tal ira que pensó en seguir a Gilluk y matarle. Pero la ira y el dolor acabaron disminuyendo, y después no estuvo seguro de que hubiera llegado a cobrarse venganza ni aun teniendo la oportunidad de hacerlo. Gilluk no había podido evitar el obrar de esa manera porque no había sido capaz de apreciar la belleza y no tenía ninguna deuda de gratitud hacia Ras. En cambio él, Ras, había obtenido más provecho conociendo a Gilluk del que había obtenido Gilluk conociéndole a él. No había tenido ninguna obligación de construir la casa; la había construido porque deseaba hacerlo, al igual que Gilluk había estado tanto tiempo prisionero solamente porque deseaba ser un prisionero.
Ahora te toca a ti
Un instante de silencio, al que siguieron más gritos. Más silencio. Un golpe ahogado, y un grito breve y muy agudo. Otra vez silencio. Después, ruidos de algo siendo cortado. Ras bajó del árbol y avanzó cautelosamente por la empinada y fangosa orilla. Sus piernas se hundieron en lo que había parecido terreno sólido. Logró sacarlas y empezó a caminar lentamente, esperando que el chapoteo que producía no fuera oído por quienes se encontraban en la islita aunque no le parecía probable. Antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia ya no le importaba si hacía ruido o no. Aquella sustancia medio sólida le llegaba hasta la cintura y sus pies no encontraban ningún punto de apoyo. Se estaba hundiendo.
El pánico estuvo a punto de hacer que manoteara ciegamente a su alrededor, pero se acordó de lo que Yusufu le había dicho sobre qué‚ debía hacer si se encontraba atrapado en una situación semejante. Luchando contra el impulso de manotear y deb
atirse violentamente, se arrojó hacia atrás con toda la fuerza de que fue capaz, los brazos extendidos hacia fuera y las manos con las palmas hacia abajo. Dejó caer su lanza, que se hundió rápidamente. Aunque la parte superior de su cuerpo empezó a hundirse, sus piernas quedaron libres. Ras empezó a remar hacia atrás, y logró liberar del todo sus piernas, que extendió hacia delante. Su cuerpo seguía hundiéndose lentamente, pero ofreciendo una mayor superficie en relación al peso había logrado que la velocidad de su hundimiento descendiera un poco.
Pero su siguiente movimiento, el rodar rápidamente sobre sí mismo, se vio bastante estorbado por el arco y el carcaj que llevaba a su espalda. Aquella sustancia parecida al cieno estaba llenando el carcaj, y añadía tanto peso al de su cuerpo que había empezado a tirar de él hacia abajo. Cuando logró librarse del arco y del carcaj ya casi tenía la cabeza sumergida. El carcaj desapareció casi inmediatamente. El estar de lado le hizo perder casi toda su flotabilidad, por lo que Ras empezó a hundirse más aprisa. Con un giro desesperado, en el que puso toda su rapidez, logró quedar nuevamente de espaldas, y abrió al máximo los brazos y las piernas. Tenía la cabeza ladeada, lo que le permitía ver los agujeros que había dejado en el sitio que acababa de ocupar su cuerpo. Los agujeros se estaban llenando rápidamente.
La delgada y pegajosa capa de arenas movedizas cubrió su cuerpo y su cara. Ras sintió su pestilente olor y notó cómo sus partículas chirriaban entre sus dientes. Olía igual que la muerte. Los cuerpos que había en el fondo enviaban hacia arriba el hedor de su podredumbre.
Y, en lo alto, el sol seguía brillando. Desde los árboles lejanos le llegaban los gritos de los pájaros y el parloteo de los monos, todos muy absortos en sus problemas particulares de alimentarse, excretar, aparearse, detectar a los enemigos y discutir entre ellos. Un gran cuervo pasó volando sobre él y le graznó. Ras sintió una lúgubre diversión ante la idea de que, si las arenas movedizas acababan con él, ese cuervo no conseguiría picotear su cuerpo.
Pese a todo, Ras no tenía intención de morir aquí.
La bolsa hecha con piel de antílope que llevaba atada a su cinturón no parecía tirar de él. Aunque contenía el espejo, la navaja y la piedra de afilar, había en ella una cantidad de aire suficiente para sostenerla. En cuanto al cuchillo, era pesado, pero Ras estaba decidido a conservarlo hasta que no tuviera más elección que hundirse o librarse de él.
Volvió a rodar sobre sí mismo y, mientras lo hacía, sacudió su cuerpo para que girase y quedara paralelo a la orilla. Con un esfuerzo más, se encontraría en la posición necesaria para empezar con la serie de vueltas, tenderse, vueltas y tenderse, que debería proseguir hasta llegar a la parte menos profunda de las arenas movedizas. La bolsa le estorbaba un poco, pero no suponía ningún obstáculo serio a sus movimientos.
Entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre. Alzó la cabeza y vio a Gilluk a su derecha: en ese mismo instante Gilluk estaba saltando a un árbol caído que formaba un puente de una islita a la otra. Gilluk llevaba su espada, cubierta de sangre casi hasta la empuñadura, y en la otra mano sostenía por la cabellera una cabeza cercenada.
Ras intentó aumentar la velocidad de su sistema de huida. Cuando fue capaz de empezar a incorporarse, con algo parecido a un suelo firme bajo sus pies, se encontró a Gilluk de pie en la orilla, por encima de él.
Gilluk sonrió y dijo:
—¡Ras Tyger!
Ras sonrió y dijo:
—¡Gilluk, rey de los sharrikt!
—No seré rey hasta que no mate a todos los que podrían serlo —dijo Gilluk—. De los cuatro que entraron al Gran Pantano para matarme y apoderarse de la espada divina, tres han muerto ya. Dos cabezas están ocultas en un árbol hueco, y aquí puedes ver la cabeza del tercero. Hay uno que todavía no me ha encontrado, y yo no he logrado encontrarle a él.
Ras estaba en desventaja. Las arenas movedizas le llegaban hasta la rodilla, y no podía ni saltar a un lado ni lanzarse hacia delante. Podía coger su cuchillo y arrojarlo pero la empuñadura estaba resbaladiza, y Gilluk se dejaría caer al suelo en cuanto viera el primer movimiento de su mano hacia el cuchillo. Si Ras intentaba subir por la orilla, se vería expuesto al peligro de la espada. Podía sacar su cuchillo y actuar como si fuera a lanzarlo para después intentar salir a la orilla antes de que Gilluk se diera cuenta de que le estaba engañando, pero Ras estaba seguro de que no podría moverse con la rapidez suficiente para conseguirlo.
—¿Qué‚ pretendes hacer?—dijo Ras.
Gilluk puso cara de pensárselo. La cabeza que colgaba de su mano, sostenida por su larga cabellera, se parecía mucho a la de Gilluk. El cráneo era más bien angosto; el rostro, delgado y de rasgos pronunciados. Las cejas eran bastante densas y las pestañas tan largas y gruesas que parecían los pétalos de una flor. La nariz era delgada y en forma de arco, el labio superior largo y ancho y el mentón puntiagudo y hendido por un hoyuelo. Los ojos estaban cerrados y, sorprendentemente, también lo estaba la boca. Su expresión era una mezcla de tristeza y concentración, como si la cabeza estuviera meditando sobre su nueva condición de muerta. Una gota de sangre cayó del cuello.
—¿Qué‚ voy a hacer contigo?—dijo por fin Gilluk.
Ras pensó que si Gilluk tardaba mucho en decidirse no le sería preciso tomar ninguna decisión. Ras estaba hundiéndose y, aunque la velocidad con la que bajaba era mucho menor que estando en el centro de las arenas movedizas, dentro de unos pocos minutos su cuerpo quedaría totalmente sumergido.
Gilluk debía haberse dado cuenta de esto, pero cuando volvió a hablar lo hizo con mucha lentitud.
—Esas arenas movedizas han matado a muchos animales y hombres. En su fondo hay un dios horrible y muy poderoso que vive allí junto con sus dos esposas. Casi nunca deja escapar a sus víctimas. Sin embargo, tú lograste escapar..., al menos para llegar hasta aquí. Debes ser un favorito de los dioses o, si no, alguien a quien cuesta mucho matar. O las dos cosas a la vez. Pero, ¿no me dijiste que eras el hijo del dios al que llamabas...?
—Igziyabher—dijo Ras—. Y no es un dios. Es el Dios.
—Naturalmente, no hay más que un solo Dios—dijo Gilluk—. Pero tiene muchas formas y muchas vidas simultáneas. ¿Puedes comprenderlo? Esta espada es un dios. Yo soy un dios, aunque puedo morir. De todas formas, no pienso quedarme aquí discutiendo de religión contigo.
—Entonces, ¿por qué te quedas?—dijo Ras.
—Si te matara y me llevara tu cabeza, mi pueblo se quedaría muy asombrado y estoy seguro de que me considerarían un gran rey. Los trovadores compondrían canciones sobre mí y las cantarían hasta el fin del mundo, cuando el cielo se romper en fragmentos helados de piedra azul y el gran cocodrilo llevar a todos los sharrikt devotos más allá del hielo y el fuego hasta la tierra de la abundancia y las muchas guerras, donde un hombre puede combatir todo el día porque aun si llega a morir se volver a levantar en cuanto llegue la noche para comer cuanto quiera y acostarse con cuantas mujeres le venga en gana.
—Qué interesante—dijo Ras.
—Ningún rey ha matado a un demonio desde los tiempos del gran rey Tabkut—dijo Gilluk.
—Los wantso afirman que soy un fantasma —dijo Ras.
—Se te puede matar, así que eres un demonio y no un fantasma —dijo Gilluk.
—¿Cuál es la diferencia entre los dos?—preguntó Ras—. Y, además, ¿cómo sabes que se me puede matar? ¿Acaso no he sobrevivido a la mordedura de una víbora verde del pantano, es que no he luchado contra el leopardo con mis manos desnudas y he vencido, no sabes que he sido fulminado por el rayo y no he muerto? ¿Por qué piensas que se me puede matar?
Estaba hablando para ganar tiempo, aunque no podía ganar demasiado o, sencillamente, desaparecería de la conversación. Pensó en intentar un lanzamiento de cuchillo, ya que parecía ser lo único que podía hacer. Pero, aunque ahora las arenas movedizas le llegaban a las rodillas, no quería obligar a Gilluk a que le atacase. Prefería esperar un minuto más.
—Te vi cortarte mientras construías mi casa—dijo Gilluk, y sonrió—. Los fantasmas no sangran, y la sangre
de los demonios es de color verde y hierve cuando es derramada.
—Mi sangre es roja y no hierve.
—Eso no fue más que una ilusión para engañarme. Pero no pudiste llegar a engañarme lo suficiente como para ocultar el hecho de que sangras.
Ras se encogió de hombros. Todas las personas que había conocido sabían inventarse razones con las que justificar sus actos.
—¿Por qué estás aquí?—preguntó Gilluk—. ¿Acaso huyes de los wantso porque sus hombres ya no consienten que te acuestes con sus mujeres? ¿O sigues teniendo esa ridícula idea de convertirte en rey de los sharrikt?
—Todos los wantso han muerto salvo uno—dijo Ras, y le explicó lo sucedido.
Gilluk se quedó bastante preocupado.
—¿Todos muertos?—murmuró—. Eso es increíble. Y triste. ¿Contra quién haremos la guerra ahora? Ya no tenemos enemigos..., salvo tú.
—No soy ningún enemigo—replicó Ras—. A menos que tú insistas en que lo soy. Pero no te olvides del Pájaro de Dios. Mató a los wantso porque ellos creyeron que podían matarme. Igziyabher, mi Padre, está buscándome. Si llegara a descubrir que tus sharrikt me habían matado, o incluso que tenían la intención de hacerlo, o que habían llegado a hacerme prisionero...
Gilluk había visto al Pájaro bastantes veces durante los últimos veinte años, aunque jamás lo había visto de cerca. Para él no era el Pájaro de Dios, sino una divinidad del aire, Faalthunh.
Ras se dio cuenta de que el cuervo que había volado por encima de él cuando estaba hundiéndose en las arenas movedizas había vuelto para posarse en una rama sobre la cabeza de Gilluk. Ahora tenía nuevas esperanzas de conseguir a Ras, y probablemente anhelaba probar la cabeza que colgaba de la mano de Gilluk. De hecho, ahora que Ras pensaba en ello, el cuervo saldría beneficiado sin importar quien ganara o perdiese aquí. La vida de un carroñero no era demasiado difícil, a menos que uno se tropezase con un devorador de carroña más grande.
—No puedo creer que los dioses se preocupen más de ti que de cualquier sharrikt—le dijo Gilluk—, especialmente del rey de los sharrikt. Además, poseo la espada divina, y estoy seguro de que me protegerá.
Lord Tyger Page 23