Lord Tyger

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Lord Tyger Page 24

by Farmer, Phillip Jose


  —No protegió al hombre a quien se la quitaste, y tampoco impidió que los wantso te capturaran—dijo Ras—. ¿Cómo sabes que no ha decidido concederme su posesión?

  Gilluk pareció nuevamente preocupado. Hubo una larga pausa de silencio. Ras movió primero una pierna y luego la otra, desplazándose levemente hacia un lado sin que Gilluk protestara por ello. Ahora las arenas movedizas le llegaban sólo hasta las pantorrillas, pero ya estaba empezando a hundirse de nuevo.

  —No eres un sharrikt—dijo Gilluk, como si el asunto hubiera quedado resuelto de una vez para siempre gracias a una lógica indiscutible—. La espada divina jamás permitiría que te apoderases de ella.

  —Déjame llegar a la orilla y ya lo veremos—dijo Ras.

  —No. Sería ridículo—dijo Gilluk—. Creo que...

  El cuervo lanzó un ronco graznido y se alejó de la rama con un sonoro aleteo. Gilluk dio un salto.

  —¡Cuidado, mira detrás tuyo!—gritó Ras.

  Aunque no había visto a nadie sabía que alguien —o algo— había alertado al cuervo.

  Gilluk giró en redondo. Un hombre gritó algo en la lengua de los sharrikt. Gilluk echó a correr y desapareció. Ras salió lentamente de las arenas movedizas y se arrastró por la orilla. Atisbando cautelosamente por encima de ésta vio a Gilluk blandiendo su espada ante un sharrikt que enarbolaba una gran maza. La maza tenía pinchos de cobre en el extremo y parecía estar hecha de una madera muy dura Cada vez que la espada golpeaba la madera, rebotaba y sólo conseguía mellarla un poco. Quien enarbolaba la maza era tan alto como Gilluk, más joven y de constitución más corpulenta. Su rostro tenía

  unos rasgos parecidos a los de Gilluk y la cabeza cercenada. Ahora la cabeza se encontraba reposando sobre su nuca cerca de la orilla, en el sitio donde la había dejado caer Gilluk, y estaba mirando hacia arriba: al caer la sacudida había hecho que los párpados se abrieran.

  Ras pensó que si hubiera sido Gilluk le habría arrojado la cabeza al atacante en vez de tirarla al suelo, y que se habría lanzado sobre él mientras ‚éste intentaba esquivarla. O quizás hubiese esperado hasta encontrarse cerca del hombre, momento en el cual le habría tirado la cabeza a la cara.

  Ras se limpió las arenas movedizas de las manos, los pies y el cuchillo y esperó. El combate parecía tener la forma de un ritual, o eso le pareció a él. Primero el aspirante a rey hacía girar su maza, y Gilluk bloqueaba el golpe con su espada. El aspirante, en vez de contestar intentando clavar los pinchos en Gilluk, con lo que estaría utilizando la maza igual que si fuera una lanza o una espada mientras Gilluk tenía la guardia baja, daba un paso hacia atrás y esperaba. Entonces Gilluk alzaba su espada y el aspirante a rey golpeaba con su maza la espada, y todo volvía a empezar.

  A cada impacto de las armas los dos contrincantes lanzaban un gruñido. Sus pieles de un marrón oscuro relucían y sus túnicas, que en tiempos fueron blancas, estaban oscurecidas por el sudor. Después de cierto tiempo se hizo evidente que Gilluk se estaba cansando más deprisa que su oponente. Sus anteriores combates habían consumido una gran parte de sus fuerzas.

  —¡Clávasela! —gritó Ras. Gilluk no le hizo caso—. ¡Utiliza la punta de tu espada!—añadió Ras.

  Gilluk no tardó en quedar acorralado contra el tronco de un árbol. Unos cuantos golpes más de la maza harían que la espada cayera de su mano, cada vez más debilitada. Ras supuso que entonces Gilluk se quedaría tan inmóvil como el árbol que tenía detrás para recibir el golpe de gracia. Todo aquello era repugnante. Una batalla por tu vida no era el momento adecuado para someterse a un ritual ni a ningún tipo de convenciones. Era el momento de utilizar todos los trucos que conocías y cualquier truco nuevo que pudiera ocurrírsete sobre la marcha

  Finalmente, Gilluk vio cómo un golpe le arrancaba la espada de entre los dedos y se quedó quieto, erguido, sin apartar la vista y sin encoger el cuerpo. En aquella noble actitud había algo digno de ser admirado, pero no de que se lo imitara. Y Ras no veía razón alguna por la que debiese permitir que la ejecución se llevara a cabo. Cogió una gruesa rama y avanzó hacia el vencedor, dispuesto a dejarlo sin sentido. No dijo nada, pero la expresión de Gilluk debió advertir a su contrincante, que giró sobre sí mismo, levantó su maza y cargó contra Ras. Ras dejó caer la rama, se pasó el cuchillo de la mano izquierda a la derecha y lo lanzó. El sharrikt gritó y cayó de costado. Ras le empujó hasta dejarle de espaldas y sacó el cuchillo, que se había clavado en la base de su estómago.

  —Si hubiera tenido tiempo suficiente habría intentado razonar con él—dijo Ras.

  Gilluk no contestó. Ras supuso que eso era debido a que no sabía qué hacer a continuación. Jamás se había encontrado en una situación semejante. No hizo ningún gesto de que desease recoger la espada y, cuando Ras la tomó, lo único que hizo fue murmurar algo ininteligible.

  —¿Hay algún aspirante más?

  Gilluk asintió con la cabeza, el gesto sharrikt para decir no.

  —Antes te pregunté qué pensabas hacer.

  Gilluk se dejó resbalar por el tronco, manteniendo la espalda pegada a él.

  —¿No vas a matarme?

  —No a menos que me obligues a hacerlo.

  —No puedo volver como rey. No puedo volver de ninguna forma. Perdí la espada y...

  —Bueno, pues ya la tienes de nuevo en tus manos —dijo Ras.

  Sopesó la espada, admirando su longitud, su peso, lo agudo de su filo, la dureza del metal y los extraños símbolos que había en la guarda y la empuñadura. Después la arrojó de tal forma que la punta se hundió en la tierra y la espada quedó vibrando en posición vertical—. Ahora eres el rey.

  —No es justo—dijo Gilluk.

  —Graznas igual que ese cuervo—dijo Ras. Se puso en cuclillas para que su rostro estuviese al mismo nivel que el de Gilluk. Las lágrimas hacían que los ojos de Gilluk brillaran igual que dos bolas de ébano pulido bajo una triste lluvia—. No te lo tomes así—dijo Ras—. Míralo de esta forma: la espada divina es un dios, ¿no? Y determina quién se convierte en rey, ¿no? Ha terminado en tus manos, y todos los aspirantes a rey está n muertos. Por lo tanto, la espada ha decidido que sigues siendo el rey.

  —No estoy llorando porque no sepa lo que he de hacer, sino porque Tannup, mi hermano menor, ha muerto. —Gilluk señaló hacia la cabeza—. Y porque mi primo Gappuk está muerto también. Y porque los otros dos a los que maté eran mis sobrinos. Les quería mucho a todos. Y lloro porque dentro de unos pocos años mi hijo Tinnup estará intentando matarme.

  —Si te amaban tanto como tú a ellos, ¿por qué‚ intentaron matarte?—preguntó Ras.

  Gilluk se incorporó con un gemido y arrancó la espada del suelo.

  —Es costumbre que los hombres de los sharrikt vayan al Gran Pantano y una vez allí intenten matar al rey. Hace muchos años, yo maté a mi padre casi en este mismo lugar.

  Alzó su espada y dejó caer el filo sobre el cuello de Gappuk. La hoja debía estar algo embotada, o quizá fuese que Gilluk estaba debilitado por el combate, por la pena o por ambas cosas. Hicieron falta dos golpes más antes de que la cabeza de Gappuk quedara cercenada del cuello. Gilluk cogió ambas cabezas por sus largas cabelleras y, sosteniendo las dos en una mano y la espada en la otra, empezó a caminar. Dieron la vuelta a las arenas movedizas, cruzaron el tronco caído y llegaron a un claro en el que yacían dos cadáveres, el uno junto al otro. Gilluk, aún llorando, cogió sus cabezas del tronco hueco donde estaban guardadas, anudó las cabelleras hasta formar una larga trenza, y después de haber unido los extremos de cada trenza, se colgó las cuatro cabezas del hombro. Después empezó a caminar hacia el oeste. Ras le acompañaba, caminando a su izquierda y asegurándose de que se hallaba fuera del alcance de la espada.

  —¿No vas a enterrar los cuerpos?—dijo Ras—. Al menos podrías echarlos a las arenas movedizas...

  —Mandaré esclavos para que los traigan y, como también soy el gran sacerdote, me encargaré de dirigir el funeral. Después, los cadáveres serán entregados a Baastmaast.

  —Oh, sí, el dios cocodrilo.

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bsp; —Dios como cocodrilo—dijo Gilluk—. Creo que te hablé de él cuando era tu... invitado.

  Miró a Ras de una forma tan peculiar que Ras se preguntó en qué estaría pensando.

  —Me coloco bajo tu protección—dijo Ras.

  —Puedes confiar en que actuaré tal y como debe hacerlo un rey —dijo Gilluk.

  —No pareces estar muy agradecido porque te haya salvado la vida—dijo Ras—. Si hubiese sabido que eso iba a complicarte tanto las cosas y que te ibas a preocupar de tal forma, no habría interferido.

  —El problema está en que no hay ningún precedente. Ya se me ocurrirá algo. De todas formas, no digas nada acerca de lo sucedido. No pienso mentirle a mi pueblo, ni tan siquiera si es por su propio bien. No a menos que me vea obligado a mentir, claro está ... Me limitaré a mostrarles la cabeza de Gappuk y dejaré que piensen que le he matado.

  Tras vadear un kilómetro y medio de pantano llegaron a un terreno más alto y seco. Gilluk guió a Ras por un sendero serpenteante que avanzaba a través de un bosque bastante frondoso. Cuando emergieron a un terreno más despejado ya se encontraban cerca de las orillas del río. A partir de aquel punto el nivel del suelo iba bajando lentamente.

  Tuvieron que cruzar otra extensión de espesura y árboles antes de llegar nuevamente al río, que había reanudado su curso sinuoso. Treparon a una colina desde la que Ras pudo ver en un radio de varios kilómetros a la redonda. El río se ensanchaba bruscamente para convertirse en un lago con forma de corazón que tendría aproximadamente un kilómetro y medio de ancho en su punto más espacioso. En las azules aguas del lago había multitud de botes con pescadores vestidos de blanco, y en la orilla más alejada se veía una nube rosa. Ras sabía que se trataba de una gran bandada de flamencos. En la parte central de la orilla norte había una pequeña isla, y en ésta se alzaba un edificio circular hecho de piedra que relucía con una claridad blanca bajo el sol.

  —La Casa de Baastmaast —dijo Gilluk—. Los cadáveres serán colocados dentro de ella, y Baastmaast los devorar para poder llevar sus almas al otro mundo dentro de su vientre.

  Cerca de la orilla del lago había una colina de pendiente bastante abrupta en lo alto de la cual se encontraba un edificio, el más grande que Ras había visto en toda su existencia. El edificio era de forma circular y estaba construido con grandes bloques de piedra negra y blanca. De las cuatro esquinas del tejado se alzaban cuatro torres altas y delgadas, una para cada uno de los cuatro puntos cardinales.

  Entre la orilla del lago y la estribación este de la colina había un grupo de edificios más pequeños: Gilluk le dijo que eran la ciudad donde vivían los artesanos, los pescadores y los esclavos. Zonas de tierra cultivada se extendían durante varios kilómetros partiendo de los otros tres lados de la colina. Su verdor estaba cruzado por el marrón de los senderos y caminos, así como por un gran número de canales azulados a los que alimentaba el lago.

  Ras se quedó asombrado. Había imaginado una pequeña aldea rodeada por una empalizada y un campo, igual que entre los wantso. Gilluk le había explicado muchas cosas de los sharrikt cuando estaba prisionero, pero no le había hablado de esto. Y ahora, pensando en ello, Ras supo la razón de que no lo hubiera hecho. Las descripciones de Gilluk siempre habían llegado en respuesta a las preguntas de Ras, y esas preguntas se habían referido básicamente al lenguaje, las costumbres y la manera de actuar de los sharrikt. Muy pocas veces le había preguntado por sus casas o los objetos que construían, salvo en cuanto a las obras de arte y los instrumentos musicales.

  Tras haber recorrido medio kilómetro desde la colina llegaron a un puesto de vigilancia donde había dos hombres encima de una plataforma sostenida por una gran armazón de bambú. Los centinelas llevaban unos grandes sombreros cónicos hechos con piel de cerdo del río, de un brillante color anaranjado, y túnicas blancas. Iban armados con largas lanzas cuya punta estaba hecha de cobre y tenían grandes escudos redondos de cuero de hipopótamo. Cuando vieron a Gilluk hicieron entrechocar sus lanzas como saludo y, después, se quedaron boquiabiertos contemplando a Ras. Gilluk acabó impacientándose y les preguntó si se habían vuelto idiotas. ¿Habían olvidado lo que debían hacer cuando el rey victorioso volviera del Gran Pantano?

  Los centinelas salieron de su estupor y sus ojos volvieron a su posición natural dentro de sus órbitas. Uno de ellos empezó a golpear un gran tambor. El otro bajó rápidamente por la escalera, puso una rodilla en tierra y dejó su lanza en el suelo. Al levantarse miró más de cerca a Ras y, un instante después, empezó a temblar. Pasó cierto tiempo antes de que sus dientes dejaran de castañetear.

  Gilluk tuvo que dar una seca orden para que el centinela se diera la vuelta y les precediera en su marcha triunfal hacia el castillo del rey.

  Los centinelas tenían el mismo aspecto que si fueran medio wantso y medio sharrikt. Eran más altos que los wantso pero más bajos que Gilluk, y su constitución era más robusta: tenían los labios más gruesos, las narices más achatadas y el cabello muy espeso y rizado. Gilluk se encargó de corroborar la suposición de Ras. La familia real, la clase administrativa y los sacerdotes eran los únicos sharrikt de pura sangre que aún existían, y los únicos a los que se consideraba sharrikt. Los hombres libres descendían de esclavos wantso y amos sharrikt. Al explicarle todo aquello Gilluk casi dio la impresión de estarse disculpando. Le dijo que en el principio, cuando los sharrikt llegaron al mundo, habían sido puros. Atacaron a los wantso, que en ese tiempo vivían donde ahora moraban los sharrikt, mataron a unos cuantos, convirtieron a otros en esclavos, e hicieron que el resto tuviera que marcharse a través del Gran Pantano. Desde el principio, la pena para los sharrikt que tuvieran hijos con una esclava fue la muerte. Pero, pese a ello, las mujeres wantso tuvieron hijos de sus amos, y la pena dejó de aplicarse pocos años después de haber sido decretada. Un rey que había tenido una docena de hijos de distintas esclavas cambió la ley y, con el tiempo, hubo tantos hijos de granjeros y artesanos que acabaron convirtiéndose en hombres libres mediante algún proceso histórico que Gilluk no conocía.

  La aristocracia de pura sangre contaba con unos treinta y cinco miembros. Treinta y uno, ahora que cuatro habían muerto en el pantano. Había unos ochenta hombres libres, entre granjeros y artesanos, y alrededor de sesenta esclavos. Un cierto porcentaje de los hombres libres podía utilizar las armas como centinelas, soldados para la defensa y en tareas de policía, pero sólo los de sangre pura podían ir a la guerra. Esto explicaba por qué‚ Gilluk se había preocupado tanto al enterarse de que todos los wantso habían muerto. Ahora no podría haber más expediciones con que poner a prueba el valor y la habilidad guerrera de los jóvenes sharrikt y para distraer a los más mayores.

  —Los wantso exigían de sus jóvenes que mataran a un elefante, un búfalo o un leopardo antes de que pudieran convertirse en auténticos guerreros—dijo Ras.

  —¡Oh, los wantso!—dijo Gilluk despectivamente—. Entre nosotros, un joven tiene que matar un leopardo como primer paso para convertirse en guerrero. Después tiene que participar en una incursión en la que debe matar o por lo menos herir a un wantso, teniendo dos testigos de lo que hace. Después si es que lo desea, se le permite participar en la lucha por el trono.

  »Oh, por cierto, quítate esa piel de leopardo. Sólo los sharrikt tienen permiso para llevar pieles de leopardo. Si te vieran llevándola, es posible que hubiera algunas confusiones.

  —Si hago eso—dijo Ras, riéndose—, entonces todos los hombres de este reino tendrán que encerrar bajo llave a sus esposas.

  Gilluk se puso muy serio y dijo:

  —Quizá tengas razón. Muy bien. Déjatela puesta..., por ahora.

  —Sólo estaba bromeando—dijo Ras.

  Entraron en las tierras de cultivo y, una vez allí, las mujeres y los niños vinieron corriendo por el sendero para presentarle sus respetos al rey, y los hombres les siguieron para ver cuál era la causa de todo aquel tumulto. La mayor parte de ellos se detuvieron a cierta distancia cuando vieron a Ras. Los niños se ocultaron detrás de las holgadas faldas de sus madres, y los mayores le contemplaro
n con los ojos muy abiertos. Ras sonrió, consiguiendo que gritaran y se taparan los ojos.

  —Ya veo que tendré que educar a mi pueblo —dijo Gilluk—. Deben comprender que no eres más que un hombre desteñido, y no un fantasma.

  —Eso espero—dijo Ras—. Estoy empezando a cansarme de asustar a la gente.

  —Creo que puedo resolver ese problema —dijo Gilluk. Ras se sintió algo inquieto ante esa observación, una de las muchas frases enigmáticas pronunciadas por el rey desde el combate en el pantano—. Ponte detrás mío—le dijo Gilluk—. Nadie puede caminar a mi lado, y los únicos que pueden precederme son los heraldos o los cadáveres y quienes los lleven en el cortejo de un funeral.

  Ras retrocedió unos cuantos pasos. Ahora había más gente a lo largo del camino. Las granjas estaban más cerca unas de otras. Se veían muchos cerdos, gallinas y cabras, así como unos cuantos de los búfalos domesticados por los sharrikt. Los campos estaban repletos de ñame, patatas dulces, sorgo, mijo y otras plantas.

  Aquel pueblo era más numeroso y rico que los wantso. Estaba claro que podrían haber enviado un ejército para barrer a los wantso, si así lo hubieran deseado. ¡Y Ras había creído a los wantso cuando alardeaban de que algún día matarían a todos los sharrikt y librarían a la tierra de su presencia!

  Cuando estaban llegando a la cima de la colina donde se alzaba la casa del rey aparecieron diez guerreros y hombres libres, mandados por un primo del rey (como descubrió Ras un poco después), que se convirtieron en su guardia de honor. Las tres esposas de Gilluk acudieron a saludarle, cada una protegida por un parasol sostenido por un joven esclavo. Gilluk les besó los dedos y llevó las humedecidas puntas de éstos a sus frentes mientras ellas permanecían de rodillas ante él. Las tres se parecían mucho a Gilluk. Dos eran primas suyas, y la esposa principal era su hermana.

  Las esposas se pusieron en pie para ir detrás del rey. Habían tenido intención de colocarse inmediatamente detrás suyo, pero Ras las asustaba tanto que se quedaron por lo menos veinte pasos más

 

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