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Lord Tyger

Page 27

by Farmer, Phillip Jose


  Y había perdido su pistola un poco después de que la bomba estallara.

  Cuando se encontraba a un kilómetro y medio del fuego dio con un pequeño arroyo. Se metió en él hasta el cuello y se echó agua fría en La cara, con la intención de reducir la importancia de sus posibles quemaduras. En aquel momento no sabía Cuál era el grado de éstas y si eran muy graves o no. No creía que lo fuesen, pero siempre cabía la posibilidad de que sufriera una cierta conmoción y no fuera capaz de sentirlas. Estaba claro que en aquellos momentos estaba algo trastornada aunque se debía a su reacción por haber estado tan cerca de la muerte, y no a las quemaduras.

  El helicóptero había pasado varias veces por encima de su escondite. En una ocasión, un chorro de balas atravesó un arbusto a pocos metros de ella. Eeva siguió inmóvil, sabiendo que no podían haberla visto. Habían estado disparando a ciegas confiando en acertarle por casualidad, si es que había logrado escapar a la bomba

  —No sé por qué‚ tenían tantas ganas de matarme—dijo—. No represento ningún peligro para ellos, y tengo muy pocas posibilidades de salir de este valle. Tengo la impresión de que tienen alguna razón para no desear que esté contigo. ¿Por qué‚?

  —Quizá Igziyabher nos lo dirá cuando Le veamos —dijo Ras.

  Eeva lanzó un bufido de incredulidad o de disgusto.

  No volvió al sitio donde habían dejado la balsa hasta dos días después. Aunque estuvo buscando su pistola, no logró encontrarla. Supuso que Ras habría seguido avanzando hacia el pantano o, si no, que la balsa se había alejado a la deriva.

  Eeva volvió a la aldea de los wantso siguiendo la ruta más directa, caminando donde había tierra firme y cruzando el río a nado cada vez que se encontraba con él. En varias ocasiones tuvo que dar un rodeo a causa de los cocodrilos. Logró desenterrar algunos huevos de cocodrilo y sorbió su yema, y después mató a una pitón no demasiado grande usando un palo. Los huevos y la carne de serpiente cruda la habían mantenido viva hasta que llegó a los campos de los wantso, donde tenía la esperanza de encontrar algo que comer. Pero las civetas, los monos, las liebres, los pájaros y los insectos habían llegado allí antes que ella. Los campos estaban vacíos.

  Mientras registraba la selva de los alrededores del poblado encontró una liebre que había caído en una trampa de los wantso. Eeva se la comió, aunque la carne ya empezaba a oler mal. Después estuvo enferma durante tres días y creyó que acabaría muriéndose. Luego mató a un cerdito con una rama, pero lo único que consiguió fue verse obligada a trepar a un árbol para escapar de su rabiosa madre. Sus esperanzas de comer el cerdito después de que la piara se hubiera ido desaparecieron cuando los miembros de ésta lo devoraron.

  —Daba la impresión de que sólo yo pasaba hambre —dijo—. Mirara donde mirase había pájaros y animales comiendo o a punto de comer. Estaba adelgazando y cada vez me encontraba más débil tan débil que pronto sería devorada por alguna fiera. Entonces encontré a una cría de antílope con una pata rota. Tuve que echar de allí a su madre... Era muy valiente, pero también muy pequeña, y después tuve que alejar a dos chacales. Terminé con los sufrimientos de aquella pobre criatura y encendí una hoguera para asarla. Estaba tan harta de comer carne cruda y llena de sangre que no me importaba en lo más mínimo el que alguien viera mi fuego o no. Después comí algunos frutos que veía comer a los monos y atrapé una liebre con la misma trampa en que había encontrado ese cadáver maloliente.

  »Volví al poblado de los wantso para buscar puntas de lanza y herramientas. Pensaba conseguir algún arma, construir una balsa e intentar la travesía del pantano. Creía que, si seguías vivo, Quizás estuvieras rondando por las tierras de los sharrikt y, de todas formas, tenía intención de buscar alguna ruta de huida al final del río. No me parecía que tuviese muchas posibilidades de conseguirlo, pero debía intentarlo. Entonces fue cuando los sharrikt me hicieron prisionera. Y aquí estoy.

  Bostezó y se quedó dormida antes de que Ras pudiera hacerle ninguna pregunta. Ras les dio las buenas noches a los centinelas que habían estado escuchando aquella conversación ininteligible con cierta inquietud. Despertó al amanecer y esperó el desayuno, que llegó tarde porque los esclavos tenían tanta resaca como sus amos. Eeva, despertada por las moscas, se levantó varias horas después. Utilizó el pote para los excrementos que había en un rincón de la jaula sin mostrar la incomodidad de cuando estaban solos en la jungla. Pareció alegrarse de que le dieran una buena comida, y los anillos negros que había alrededor de sus ojos palidecieron un poco.

  —Gilluk llevaba varios días sin tener una mujer cuando te encontró—le dijo Ras—. Si lo que cuenta es cierto, es un hombre muy apasionado. ¿Se acostó contigo?

  —No. No entiendo el idioma de los sharrikt, claro está , pero tuve la impresión de que habló con sus hombres acerca de mí. Creo que si no me molestaron es porque me tenían demasiado miedo, pero acabé con cualquier idea que pudiera ocurrírsele a Gilluk dejándole ver sin ninguna clase de dudas que tenía la menstruación. Naturalmente, no podía estar segura, pero me parecía probable que los sharrikt tuvieran un tabú sobre la menstruación, como lo tienen casi todos los pueblos que aún no poseen el lenguaje escrito. Y acerté. Estaba claro que todos me consideraban impura y sucia, y desde luego lo estaba bastante, porque no tenía otra compresa que un trozo de mi camisa. De hecho, tengo la impresión de que al final de cada jornada tanto él como los otros se sometían a un rito de purificación, y todos se esforzaban por tocarme lo menos posible.

  El descenso

  Al principio, el charco negro que había debajo de Bigagi había sido bastante pequeño. A medida que el alma iba desprendiéndose de su cuerpo gota a gota, como el agua que cae de un tejado después de la lluvia, el charco fue haciéndose más grande. Las gotas tenían la misma forma que un globo ocular, eran negras, y al caer hacían tan poco ruido como una sombra. Con cada gota y cada nueva mancha un poco de la carne de Bigagi se convertía en vapor bajo la piel morena y se desprendía por los poros. El cráneo y el esqueleto iban abriéndose paso hacia el exterior, como si anhelaran bañarse en el sol y olvidar la oscuridad. Sus ojos iban hundiéndose en los huesos, pegándose al cerebro. Cada nuevo sol difundía una luz que parecía más incapaz de iluminar a Bigagi.

  —¡Bigagi! —gritó Ras—. ¡No te mueras! ¡Si lo haces me habrás engañado! ¡Tengo que matarte con mis propias manos, tengo que romperte el cuello!

  Bigagi no parecía oírle. Su boca colgaba fláccida mientras las moscas entraban y salían de ella. Una mosca empezó a moverse por uno de sus ojos, y Bigagi ni tan siquiera parpadeó.

  —¿Qué has dicho?—le preguntó Gilluk. Ras se lo repitió, y el rey sonrió—. De acuerdo—dijo—. Puedes matarle.

  Dio una palmada y gritó unas cuantas órdenes. Los lanceros formaron un semicírculo alrededor de la puerta de la jaula donde estaba Ras. Un esclavo intentó desatar las cuerdas de cuero que mantenían cerrada la puerta. Impaciente, Gilluk le ordenó que se apartara y cortó las cuerdas con su espada. Después de haber abierto la puerta Gilluk retrocedió, colocándose detrás de los lanceros.

  Ras salió lentamente de la jaula. Tenía la misma sensación que si su cuerpo estuviera entumecido; no lograba comprender del todo que fuese libre de matar a Bigagi.

  —Ahora que ha llegado el momento de tu venganza, no pareces demasiado contento—le dijo Gilluk.

  —Es tan inesperado...—dijo Ras—. Y Bigagi..., ¡no se enterará! Quiero decir que..., pensé que él lucharía por su vida y sabría que debía pagar lo que había hecho... Pero ahora...

  —¿No quieres matarle?

  —Debería hacerlo—dijo Ras.

  Gilluk lanzó una estruendosa carcajada y alzó los ojos al cielo.

  —Ni tan siquiera es como matar a un leopardo que se ha comido a tu madre—dijo Ras—. Matas al leopardo, pero no le odias. Es un animal, y lo que hizo lo hizo de una forma inocente. Ahora Bigagi ni tan siquiera es un animal. No es nada.

  —¿Por qué no me explicaste todo eso antes de que destrozara unas excelentes tiras de cuero? —le dijo Gilluk—. ¿Por
qué me contaste hasta qué punto anhelabas vengarte?

  —Es igual que si empiezas a caminar por una orilla fangosa y con mucha pendiente—dijo Ras—. Puedes cambiar de opinión y decidir que no quieres seguir bajando, pero a esas alturas sigues bajando, aunque tus piernas hayan dejado de moverse.

  Gilluk frunció el ceño y se mordió el labio inferior. Después sonrió. Le hizo una seña a Ras para que volviera a entrar en su jaula. Ras así lo hizo, y la puerta quedó asegurada con una nueva cuerda de cuero. Los espectadores, entre los que estaban incluidas la madre de Gilluk y sus esposas, parecían algo decepcionados. El rey le habló a Ras por entre los barrotes.

  —Ahora es demasiado tarde para que vuelvas a cambiar de opinión, porque te di la oportunidad de que actuaras y no volverás a tenerla. Creo que deberías haberle matado, aunque sólo fuera para dejar satisfechos a los fantasmas de tus padres. Les has fallado. Pero, si no deseas cumplir con tus deberes, yo me encargaré de cumplirlos por ti.

  Gilluk dio una orden, y dos hombres entraron en la jaula de Bigagi.

  —¿Qué‚ vas a hacer?—preguntó Ras.

  —Baastmaast aún no tiene hambre—dijo Gilluk—. Hace sólo tres días que se comió a Tattniss. Pero, si esperamos demasiado tiempo, el wantso morir .

  —¿Vas a arrojar a Bigagi al estanque?—dijo Ras.

  —Mañana, antes de que el sol acaricie las cumbres del oeste. Mientras tanto, tenemos que realizar ciertas ceremonias, y Bigagi debe pasar una noche encadenado a la plataforma del estanque para que así Baastmaast pueda ver lo que vamos a entregarle.

  Un trono tallado con madera de limonero fue sacado de una habitación y llevado al patio. Cuatro de los parientes del rey se encargaban de transportarlo, dos delante y dos detrás, y cada uno de ellos sostenía el extremo de una pértiga metida por los agujeros que había en el trono. La silla estaba cubierta con cocodrilos tallados en la madera.

  Bigagi fue colocado en el trono y, una vez en él, se quedó allí con el cuerpo desmadejado, un brazo colgando fuera y la cabeza apoyada en un hombro. Los tambores empezaron a sonar; las gaitas gimieron; las lanzas chocaron entre sí. El heraldo real encabezó el desfile que salió por la gran puerta con el rey a doce pasos detrás suyo, sosteniendo la espada delante de su rostro con las dos manos.

  Detrás del rey iba Bigagi. Cuando su trono se encontraba a tan sólo unos pasos del umbral, alzó bruscamente la cabeza y, un instante después‚ irguió el cuerpo. Su grito fue tan potente que tanto los tamborileros como los flautistas y los gaiteros se asustaron y la música se esfumó en el silencio. Gilluk giró en redondo.

  Después de aquel gran grito, la voz de Bigagi sonó débil y sin fuerzas. Pero Ras pudo oírle.

  —¡Lazazi Taigaidi! ¿Puedes oírme?

  Ahora Bigagi tenía la cabeza doblada hacia atrás, con la coronilla tocando el respaldo del trono, y sus ojos estaban alzados hacia el cielo.

  —¡Te oigo, Bigagi!—gritó Ras.

  La voz de Bigagi era muy débil. Sólo podía oírse porque los sharrikt estaban tan callados como si hubieran creído que era un fantasma quien hablaba.

  —¡Yo no maté a tus padres! ¡Ningún wantso mató a tus padres!

  —¿Quién los mató? —gritó Ras—. ¡Bigagi! ¿Quién los mató? No hubo respuesta. Bigagi se dobló sobre sí mismo y suspiró igual que si fuera una gaita deshinchándose. El gemido hizo que los párpados de los sharrikt se abrieran un poco más y sus cuerpos se estremecieron. Los hombres que sostenían las pértigas del trono se sobresaltaron, pero no lo dejaron caer.

  Gilluk fue hacia Ras y dijo:

  —No tenía ninguna razón para mentir.

  —Tiene que haber mentido —dijo Ras—. Tenía que estar mintiendo.

  Gilluk se rió y dijo:

  —Mataste a todos los wantso por algo que no hicieron.

  Ras le contempló por entre los barrotes. El rostro de Gilluk y cuanto había detrás de él estaba tan oscuro como si el sol se hubiera eclipsado de repente. Sentía un rugido en su cabeza y una gran opresión en el pecho.

  —Te mataré por haberte reído—dijo Ras.

  —¿Es que aún no has matado bastante? —dijo Gilluk. Volvió a reírse, y le hizo una seña al cortejo para que reemprendiera la marcha.

  De todos los presentes, la única que le prestaba atención a Ras era la madre de Gilluk. Volvió la cabeza para mirarle hasta que su silla de manos desapareció por la colina.

  Después de aquello reinó el silencio, roto sólo por un rugido distante que llegaba de la ciudad situada al pie de la colina.

  —¿A qué‚ venía todo esto?—dijo Eeva. Ras le hizo una seña indicándole que se callara, pues quería pensar en lo que le había dicho Bigagi. Pero Eeva insistió en que se lo contara.

  —¡No debes sentirte tan mal! —le dijo—. ¡Si te engañaron, no pudiste evitar el obrar de esa forma! ¿Qué otra cosa podías pensar con las pruebas de que disponías?

  —Los maté a todos —dijo Ras—. Maté incluso a los que no murieron por mi mano.

  Bajó la mirada hacia sus pies, esperando ver el charco negro que ya estaría formándose junto a ellos. No había nada, sólo el sol y las sombras de los barrotes. Sin embargo, Ras sentía como si su alma hubiera escapado de su cuerpo.

  —Ahora Bigagi también morirá a causa de mis actos. ¿Quién ha hecho todo esto? ¿Quién le disparó una flecha wantso a mi madre? ¿Y por qué?

  —Sólo hay una persona que pueda haberlo hecho, aunque no sabes el porqué—dijo Eeva—. Es la persona que escribió esas páginas que tú llamas las Cartas de Dios. Creo que lo hizo porque quería engañarte y hacerte creer que los wantso habían matado a tu madre e impulsarte a que te vengaras de ellos. Pero no sé por qué.

  —¿Quieres decir que fue Igziyabher quien lo hizo?

  Eeva negó con la cabeza y dijo:

  —No, no fue Dios. Fue un hombre, el que te ha traído aquí y ha hecho que te criaran igual que a un Tarzán.

  —¿Tarzán?

  Eeva repitió la palabra cuidadosamente, y esta vez logró pronunciar bien la z.

  —Tarzán. El héroe de una serie de novelas sobre...

  —¿Héroe? ¿Novelas?

  Eeva se lo explicó tan bien como pudo sin hacer muchas divagaciones para elucidar Cuál era el telón de fondo de las palabras «héroe» y «novelas» .

  —Es difícil explicarte cualquier cosa del mundo exterior porque no tienes un marco de referencia, y además yo tengo bastantes problemas para explicarte esto porque jamás he leído un libro de Tarzán. Vi una película cuando era niña, mi madre no llegó a saberlo, pero tengo entendido que hay muy poca relación entre los libros sobre Tarzán y las películas. La verdad es que sé muy poco de Tarzán, salvo lo que vi en la película y algunas referencias ocasionales en periódicos y libros. Era un hombre blanco que fue criado en la jungla africana por alguna especie de monos parecidos a los gorilas. Es algo así como un arquetipo de la libertad respecto a las inhibiciones, molestias y tabúes de la civilización. Un Noble Salvaje.

  —¿Qué quiere decir todo eso?

  —Quiere decir que quien escribió esas páginas, el hombre responsable de que se te haya criado aquí, es un psicópata... Es decir, está loco, trastornado, chiflado, fuera de sus cabales. Te secuestraron cuando eras pequeño y se te trajo aquí para que interpretaras el papel de un Tarzán, sólo que las cosas no salieron tal y como se había pretendido que salieran.

  Ras se quedó callado durante un tiempo bastante largo. Aunque la revelación de Bigagi no le hubiera afectado tanto, habría tenido dificultades para comprender las palabras de Eeva. Tal y como decía ella, no poseía ningún «marco de referencia».

  De repente, lanzó un aullido y empezó a golpear los barrotes de la jaula con los puños. Los centinelas le gritaron, pero Ras no les hizo ningún caso.

  —¡Le mataré!—chilló Ras—. ¡Mataré a Igziyabher!

  —No era Dios—le dijo Eeva—. Era un hombre.

  —¡Le mataré!—gritó Ras, y empezó a gemir y sollozar.

  Eeva esperó hasta que se hubo calmado.

  —Ese homb
re tiene que estar en la cima de la columna que hay en medio del lago—dijo.

  Ras soltó un largo y tembloroso suspiro y se apartó de ella. Los centinelas, Tukkisht y Gammumm, estaban el uno al lado del otro, apuntándole con sus lanzas, con las rodillas flexionadas y los cuerpos medio encorvados, mirándole con los ojos muy abiertos.

  —Si tienes algún plan para salir de aquí, ahora es el momento de utilizarlo—dijo Eeva—. Todos han ido a la isla. Por lo menos, eso es lo que me contaste que hacen cuando alguien es entregado como alimento a Baastmaast.

  Ras farfulló algo ininteligible.

  —¿Qué?—le preguntó Eeva.

  —Tenía intención de hacer esto alguna noche en que hubiera tormenta, cuando estuviera muy oscuro y lloviese —le dijo Ras.

  Abrió la bolsa de piel de antílope y sacó de ella el espejo y la piedra de afilar. Golpeó el centro del espejo con un extremo de la piedra, y el espejo se rompió en siete fragmentos triangulares. Dado que Ras no lograba arrancarlos con las uñas de los dedos golpeó uno de los fragmentos hasta que éste se desprendió del marco. Después usando un trocito de cristal, logró quitar un triángulo sin romperlo. Una vez quitado ése, los demás salieron con facilidad.

  Gammumm se acercó un poco más a la jaula.

  —¿Qué estás haciendo?—preguntó.

  Ras alzó los ojos, sonrió y dijo:

  —Un poco de magia para liberarme.

 

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